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La forma de lo bello




Traducción de

Juan Díaz de Atauri

Ant Machado Libros

www.machadolibros.com

Remo Bodei

La forma de lo bello

La balsa de la Medusa

La balsa de la Medusa, 91


Colección dirigida por

Valeriano Bozal



Léxico de estética

Serie dirigida por Remo Bodei

Título original: Le forme del bello

© by Società editrice il Mulino, Bologna, 1995

© de la presente edición, Machado Grupo de Distribución, S.L.

C/ Labradores, 5. Parque Empresarial Prado del Espino

28660 Boadilla del Monte (Madrid)
editorial@machadolibros.com


ISBN: 978-84-9114-326-0

Índice

Introducción

I. La belleza del mundo

II. Todos los rostros de lo bello

III. Más allá de lo sensible

IV. La sombra de lo bello

Bibliografía






a Onofrio Nicastro, porque era él

Introducción

Como por una especie de fatalidad, las cosas más tratadas por los hombres en sus conversaciones son, muchas veces, las que menos se conocen.


Diderot, voz Belleza, de la Enciclopedia




Fuentes y confluencias


1. Expresar y oír juicios en torno a lo «bello» y a lo «feo» forma parte de nuestra experiencia común. Y, sin embargo, si nos preguntáramos sobre su exacto significado, nos sería muy difícil escapar a la embarazosa conclusión de que apenas tenemos una intuición pobre, vaga y difícilmente articulable de tales conceptos.

Si, además, para agravar aún más este estado de desorientación general, nos hacemos eco de la evidente crisis de legitimación del arte contemporáneo, el desasosiego amenaza con convertirse en absoluto. Ante la inflación de obras y estilos, y ante la carencia de criterios de valoración fiables y compartidos, nuestra incapacidad para explicar de un modo aceptable los hechos «estéticos», incluso aquellos más elementales, parece verdaderamente irremediable.

¿Hay, pues, que rendirse y renunciar a un conocimiento más satisfactorio para contentarse con ese relativismo depreciado que supone la reducción de lo «bello» y lo «feo» a lo que guste y no guste a cada uno en particular?

Por importante que sea tener en cuenta los aspectos subjetivos del juicio y oponer resistencia a la tentación de anular por decreto cuanto de incertidumbre y enigma hay en estos dos conceptos, ningún hado nos obliga al triste sacrificio de la inteligencia, a la rendición sin condiciones ante presuntas evidencias.

Quedan abiertas otras soluciones. La única condición es que se esté dispuesto a emprender un aventurado viaje de descubrimiento, que promete librarnos de los prejuicios más arraigados, definir los límites de nuestros conocimientos posibles y ayudarnos a elaborar gradualmente conceptos más claramente perfilados.

En este orden de cosas, es fundamental adoptar dos disposiciones de partida diferentes. La primera consiste en rechazar la ilusión de que haya definiciones previas de la belleza y de la fealdad, simples y unívocas, formas detenidas; monolitos de cristal perfectamente tallados, y al margen del tiempo; cánones absolutos, que se impondrían automática y perentoriamente a la percepción y al gusto. Todo lo contrario, se trata de nociones complejas y estratificadas, pertenecientes a registros simbólicos y culturales no del todo homogéneos; reflejo grandioso de dramas y deseos que han conmovido a los hombres y a las mujeres de todos los tiempos.

Las teorías y las historias que dan cuenta de estos conceptos son, por ello, tan diferentes entre sí, que sólo una cuidada separación y recomposición posterior en formas claras, compactas y «estereoscópicas», podrá volver a plasmar y restituir su sentido, haciendo posible finalmente un reconocimiento aproximado.

La segunda actitud consistirá, por otra parte, en constatar la imposibilidad de aproximación a estos conceptos, cuya utilización no podemos evitar y con los que creemos decir algo. Si «las cosas bellas son difíciles», como advierte un proverbio antiguo, también es verdad que las más que milenarias investigaciones de los filósofos y las múltiples reflexiones de los artistas han forjado instrumentos de análisis insustituibles, que ayudan a enfocar y hacer explícitas nuestras intenciones.


2. Hay que hacer las distinciones necesarias, reconstruir los conceptos de lo «bello» y lo «feo» teórica, genética y lingüísticamente para que las cuestiones se perfilen en sus detalles con mayor nitidez. El desafío de comprenderlas se podrá afrontar, entonces, con algunas posibilidades de éxito futuro.

Tras constatar que tales conceptos se encuentran en la confluencia de muchas tradiciones (si bien, aquí, me limito, básicamente a las típicas de Occidente, haciendo hincapié en su momento inaugural), procederé a aislar en dichas tradiciones los orígenes de tales ideas, a distinguir o a constituir en ellas los modelos, a seguir tanto sus metamorfosis como sus eventuales superposiciones.

Hay algunos malentendidos, sin embargo, que dificultan la marcha, precisamente al principio, y que nos ponen en peligro de desviarnos. Son factores anacrónicos, o históricamente marginales, que –por inveterada costumbre– nos parecen consustanciales a estas nociones, aun cuando, en realidad estén sólo asociados a ellas, o disociados, a lo largo del tiempo. La eliminación de tales equívocos hará más expedito el camino.

Que la belleza (y, viceversa, su opuesto) se refiera fundamentalmente al arte nos parece hoy, por ejemplo, una obviedad que no merece discutirse. Y, sin embargo, las «bellas artes» se han distinguido muy tarde, tanto de las respectivas técnicas artesanales –que tan sólo requerían simple aprendizaje, habilidad y paciencia–, como de las «artes mecánicas», durante mucho tiempo socialmente despreciadas.

Hasta hace doscientos años, además, sólo la naturaleza era generalmente considerada intrínsecamente bella, sólo el ser. El producto artístico lo era únicamente en tanto que participante de ella. Las premisas para el cambio de actitud ante lo bello «artificial» se formulan esencialmente al transformarse las relaciones de los hombres con la naturaleza. A medida que algunos pueblos consiguen cierto dominio sobre el mundo físico, controlando sus energías y sirviéndose de ellas mediante las ciencias y las técnicas, ni la naturaleza, ni su mímesis, satisfacen ya enteramente las nuevas y más vastas necesidades de sentido surgidas a partir de ese cambio de circunstancias. Y aunque no disminuyan en nada los miedos ante el cosmos, la percepción de la serena, límpida e inmediata belleza, que le había sido generalmente atribuida durante tanto tiempo, se atenúa. Y, al contrario, a medida que su fascinación se hace más inquietante, tanto más se exalta en él lo bello artístico, hasta transfigurarse en símbolo de la creatividad y de la dignidad recientemente conseguida por los hombres, deseosos ahora de imprimir en el mundo el sello autónomo de su especie victoriosa (a cuya vanguardia se sitúa el artista).

Según otro prejuicio, difícil de erradicar, lo bello y lo feo están indisoluble y exclusivamente unidos a la dimensión de lo sensible. ¿Cómo podría manifestarse, de hecho, sin el recurso a líneas, formas, colores, volúmenes, sonidos o ritmos? También a este respecto, la historia nos proporciona una precisa refutación. Durante más de dos mil años, las teorías que han dominado nuestro panorama cultural han sostenido que la belleza percibida no era más que el primer (y menos importante) peldaño de la «escala» que conduce a la «verdadera belleza»: la invisible, inaudible e intangible, engastada como una gema en la esfera inteligible o ultraterrena. Hasta tal punto queda negada aquella característica, que, para nosotros, constituye la feliz «anomalía» de lo bello con respecto a los valores de lo «verdadero» y de lo «bueno», con los que se iguala en una especie de «trinidad» clásica.

Su relación intrínseca con lo sensible sólo fue postulada por la «estética» a mediados del siglo XVIII. Esta disciplina moderna –cuyo nombre, como se sabe, fue acuñado por Baumgarten– establece la anteriormente desconocida y relativa independencia de su objeto con respecto de los ámbitos de la lógica, de la praxis y de la moral. La referencia a la sensación (aisthesis), antes que a la inteligencia, implica la admisión del hecho de que lo bello sensible no hace ya ni de mero vehículo para ascender hasta la verdad última o hasta el bien supremo, ni hace de premio estimulante y seductor, con la finalidad de facilitar el triunfo de fes religiosas, prácticas o ideologías. Es verdad que Baumgarten no rompe aún el vínculo con la verdad lógica y que su joven ciencia sigue presentándose como una forma de conocimiento inferior. Dentro del «horizonte estético», regido por sus propias reglas, tiene vigencia, de todas formas, una nitidez diferente de la que propugna la lógica de la inteligencia, en la medida en que el arte se fundamenta en representaciones nítidas, pero no distintas (en las que lo falso puede ser verosímil, «espléndidamente mendaz», y lo verdadero «falsisímil»).

En un proceso lento y continuo, la remisión a los sentidos terminará por coincidir con la directa o indirecta revalorización del carácter individual, no «abstracto», de toda expresión de lo bello y con la exaltación de la materialidad y de la corporeidad de este mundo, nuestra única morada. Tal belleza se manifestará entonces como «involucración» iridiscente de formas sensibles, velo que no esconde ningún núcleo de inteligibilidad separado. Privar a la belleza de sus cualidades fenoménicas significaría abocarla a la destrucción, pues el plano del «aparecer» no se opone ya necesariamente al del «ser». La progresiva coincidencia en algunas tradiciones del arte con lo sensible, le supone también el alejamiento de las ciencias puras, en las que permanece el incontrastado monopolio de lo inteligible.

Con el incremento de la atención a lo sensible y a lo individual se ha ido colonizando la vasta «región de la desemejanza» (en la que queda comprendido lo feo, lo disarmónico y lo caótico) que la tradición había descuidado o evitado. Se abren al arte, que se había distanciado de ellos, todos los recovecos del «mundo de la vida», cuya incoherente e imprevisible multiplicidad había quedado oculta por el rigor de las formas inteligibles, por el embotamiento de la costumbre y por el omnipresente paradigma de la «ley universal». Gracias a su éxito en el campo de las ciencias naturales, había sido aplicada indebidamente fuera de su ámbito, a riesgo de convertir en demasiado obvios y uniformes los acontecimientos y las cosas del mundo.


3. Conjurados, al menos provisionalmente, estos equívocos, anticipo el contenido de los siete principales modelos, que –en sus diversas transformaciones, combinaciones y entrelazamientos– sirven, en mi opinión, para una definición «en racimo» de lo bello (y por simetría inversa, de lo feo, que tiene, a su vez, una historia explícita más breve y marginal que la de lo bello). Enumerados y esbozados, a la espera de tratarlos de un modo orgánico, servirán, sinópticamente, para fijar en la memoria aquellos puntos que, oportunamente aislados y relacionados, permitan luego identificar la «constelación» de la belleza o, si se prefiere, el mapa parcial, incompletamente constituido, de su «código genético».

En primer lugar, destaca por su extraordinaria duración y su incidencia, (a) el concepto de lo bello definido por las ideas de orden, medida, mensurabilidad y de correspondencia rigurosa entre las partes de un todo. Además de concebible y racionalmente construible, tal concepto puede ser perfectamente percibido, en base a criterios de simetría y armonía, por los sentidos «nobles» de la vista y del oído. La trinidad de lo verdadero, lo bueno, lo bello ha adquirido relieve históricamente precisamente sobre este fondo.

La radical puesta en cuestión de los presupuestos de tan influyente teoría –que ha justificado la vinculación a cánones de belleza objetivos, independientes del arbitrio de individualidades o de las propensiones de los pueblos– marca el nacimiento de la estética moderna y la paralela e indirecta revalorización de los sentidos anteriormente descuidados. Así pues, su enemigo frontal se hace, a menudo, (b) lo bello imponderable, alógico e indeterminado que se expresa mediante la valoración del «gusto», del «no sé qué», de la vaguedad o del ornamento.

En contra suya, se encuadran (c) las teorías y las prácticas de la belleza funcional y de la belleza determinada a un objetivo (pedagógico, moral, político, religioso, ideológico), que, aun divergiendo en las intenciones del primer modelo, requieren la mensurabilidad y la exactitud para fijar medidas y reglas.

Al tiempo que el ideal de belleza fundamentado en la coherencia visible o audible de elementos que pertenecen a un todo ordenado se ha desarticulado, se ha producido otro tipo de reacciones, en concreto, (d) la postulación de la «sencillez» de lo bello –que puede encontrarse en un solo color o en un sonido aislado– y, viceversa, al incrementarse la complejidad de las relaciones internas entre las partes, el resultado artístico ha supuesto una descodificación ardua o incierta.

Aislado o ligado a algunos de los tipos de belleza mencionados, a veces se encuentra (e) lo bello como luminosidad, fulguración, visión imprevista y explosiva de las formas desde la oscuridad de contextos, anteriormente caóticos o banales.

Tiene, por otra parte, raíces antiguas, aunque con ramificaciones divergentes en el tiempo (f ) la idea de la belleza ligada a eros, ya se entienda en el sentido de la atracción sensible (o sensual) y del placer inmediato que en ella se busca, ya se entienda, fundamentalmente, como un proceso espiritual –en alas del «entusiasmo» y del «delirio divino»– hacia la ulterioridad, es decir el traslado del espíritu desde lo sensible hasta lo inteligible o, en el caso de lo sublime, su elevación hacia una grandeza y una potencia que turban, en la medida, también, en que no se dejan aprehender racionalmente. Lo bello no está, en tal caso, «detrás», sino «más allá» de lo sensible.

La erosión de los ideales clásicos de belleza conduce finalmente, en estos dos últimos siglos, (g) a una subversión absoluta de papeles: lo «feo» se convierte en lo auténticamente bello y asume, a lo largo de una serie de vicisitudes relativamente lineales, el bastión, hoy asediado, del protagonismo.



Las palabras para nombrarlo


1. La consideración lingüística y etimológica puede contribuir a una mejor comprensión de estos fenómenos; nos permitirá situar el sentido de los términos «bello» y «feo» en el marco de determinados sistemas de valores y disvalores.

Dada la casi ubicuidad de su naturaleza, presente en las culturas más distantes entre sí, lo primero que destaca es la relación de lo bello con las ideas de excelencia y de perfección moral. En el japonés yoshi, por ejemplo, el vínculo con la noción de bueno es tan directo como en el caso del latino bellus. Este último término –el más importante del vocabulario de estética, al menos para nosotros, dada su continuidad en las lenguas romances y en la inglesa, aun cuando en la antigüedad se encontraba, en cambio, entre los menos usados– es, en realidad, un diminutivo de bonus (* dweno-lo-s, bonulus). Originariamente se refería, unas veces, a lo «bastante bueno», aunque no excelente (lo que se eleva por encima de la media) y, otras veces, a lo pequeño o gracioso.

Asociados a la idea de bueno están, en cambio, entre otros, el ideograma chino mei (que originariamente representa a la belleza como un gran cordero) y el término griego kalos o, en la forma del sustantivo neutro, to kalon. Aunque kalos derive, según Platón, de kalein, «llamar, atraer hacia sí» (cfr. Cratilo, 416 b), normalmente se le asocia a lo bueno (agathos), incluso en el término compuesto kaloskagathos, que designa al hombre ejemplar, perfectamente logrado (si bien, en el griego moderno, kalos significa exactamente «bueno»). Análogo valor, de carácter moral –paralelo al honestum del campo de la ética– tiene en latín decorum, emparentado con decentia (cfr. Cicerón, Orador, 21, 70 y De los deberes, I, 35).

También hay en latín otras palabras para designar la belleza. Pulcher, por ejemplo, que tiene un origen incierto, referido, quizá, a la bondad y al poder divino y humano, y que se impone claramente hasta el Renacimiento, aunque no deja huella en las lenguas modernas. Al margen de la dimensión ética, hay, al menos, otros dos términos: formosus, de donde viene el español hermoso, claramente ligado a forma (término éste que, de modo parcialmente análogo al griego morphe, se refiere en un primer momento al cuerpo humano y, en particular, a su revestimiento cutáneo, más tarde sirve para referirse a la representación figurada del cuerpo, el contorno de un objeto o de una figura geométrica y, finalmente, a la belleza), y venustus, que ligado evidentemente al nombre de Venus, no se refiere únicamente al placer físico y a la atracción erótica en cuanto tales, sino también a lo que nosotros nos referimos con «gracioso» y femenino (cfr. Cicerón De los deberes, I, 36, 130). Y a propósito de lo que venimos diciendo, no deja de ser significativo de la connivencia de lo bello y lo feo en la mitología el hecho de que el marido de Venus fuera Vulcano, el deforme, aunque hábil artesano/artista.

El prepon, lo bello en tanto que adaptado a una finalidad, se refiere precisamente a la habilidad técnica en sentido funcional. A ello corresponde, en latín, aptus (cfr. Cicerón, Orador, 21, 70), que se distingue claramente de pulcher en la obra juvenil, y perdida, de Agustín, De pulchro et apto, de 380.

Distinta historia –no carente de interés por su relación con conceptos estéticos más tardíos, desde Hegel hasta Heidegger– tiene el alemán schön, «bello», que comparte el étimo con schein, «brillar, resplandecer, aparecer envuelto en luz», y que se encuentra en los conceptos de la antigüedad tardía y de la Edad Media, que asocia lo bello a la aglaia, al splendor o a la claritas.


2. Por el contrario, lo feo (to aischron) suele tener que ver con la imagen de lo moralmente vergonzoso o torpe. Homero utiliza el término no sólo para referirse a la fealdad del cuerpo y del alma, como en el caso prototípico de Tersites – desnarigado, cojo, jorobado, calvo, intrigante y vil–, sino también para referirse a la disonancia entre el hermoso aspecto de Paris y su cobardía (cfr. La Ilíada, II, 216-219 y III, 43- 45). No tiene el menor fundamento la tesis –por otra parte, muy inteligente– de que lo feo significaría el desvío individual respecto de la canonicidad de lo bello, sin el requerimiento de otras especificaciones ulteriores. De hecho, se dan descripciones individuales que no presuponen anormalidad alguna, en el sentido literal de distanciamiento de la norma. Lo cómico (to gheloion), se manifiesta después, a partir de los griegos, como una manifestación de lo feo, que, no obstante, se consigue representar «sin dolor» (cfr. Aristóteles, Poética, 1149 a).

En latín la variedad de términos es mayor. Encontramos deformitas, el más difundido con referencia a lo «estético», que indica alteración y trastorno de la forma. Hay también expresiones adjetivas como pravus, que encierra connotaciones de orden ético, de desviación respecto de las reglas establecidas; como turpis, término cuyo significado se acerca mucho al del griego aischron, que expresa lo humillante, desacreditador y que debe ser evitado, o como foedus, «impuro, escandaloso, fétido» (de donde procede el español feo, que equivale al italiano brutto). En esta última palabra, dicho sea de paso, se pone de manifiesto cómo para designar lo repugnante la lengua opta por referirse a percepciones del sentido menos «noble», el olfato, mientras que opta por la sensibilidad de la vista y el oído para referirse a percepciones de la belleza. El italiano brutto deriva, en cambio, del latino brutus y –junto con el francés laid o el sardo leggiu, que tienen su raíz común en el germánico *laipo, de donde procede también el italiano laipo, que significa «obtuso, estúpido, insensato»– se refiere a la naturaleza de las bestias, despreciable en relación con la de los hombres (aunque, ¿qué dirían al respecto los darwinistas y neodarwinistas, que consideran que para todas las especies el criterio de selección de pareja sexual es la belleza y que piensan, incluso, que hay animales que persiguen esa misma belleza por sí misma, como la Chlamydera cerviniventris, un pájaro que decora su nido?). Estuvo, por lo demás, muy difundida la idea de que ningún otro ser aparte del hombre, «siente la belleza, la venustidad, la armonía de cada una de las partes de las mismas percepciones sensibles» (Cicerón, De los deberes, I, 4, 14).

El alemán häßlich deriva, en cambio, de haßen, «odiar», y significa, por tanto, «odioso», mientras que en inglés la fealdad, en el sentido estético, durante mucho tiempo se ha nombrado, de forma «técnica» y en el lenguaje culto, con el término deformity. Fue Burke quien sustituyó definitivamente dicho término por ugliness, que procede del inglés medio uggen o del antiguo noruego ugga o uggligr (lo que produce miedo o es terrible, o sea, aquellos mismos rasgos que paradójicamente se encuentran en el mismo autor referidos a lo sublime).

La bibliografía presentada al final de este volumen ofrece materiales para un eventual estudio más detallado de estos temas y de los otros temas que se tratan a continuación; se da también allí la referencia completa de los libros que se citan en el texto señalando sólo el número de página.

I

La belleza del mundo

Gracias a los números todo se vuelve bello.


Pitágoras




Medida y orden


1. Si procedemos analíticamente en nuestra búsqueda por las tradiciones que más significativamente han marcado nuestra concepción de la belleza, la primera y fundamental que nos encontramos es la que remite a las ideas de medida y de orden. Sus premisas se instituyen con el triunfo de la religión olímpica sobre otras formas anteriores de mentalidad y culto en la Grecia arcaica. Tras una dura lucha, las serenas divinidades diurnas, las de la luz solar, encabezadas por Zeus, acaban por imponerse a los dioses subterráneos, de las tinieblas y de la vegetación, aunque no consiguen una victoria completa. Queda, aunque ya sin poder o alejado en parte, el recuerdo del horror de los orígenes, como un resto de la índole siempre «tremenda» y turbadora de la experiencia humana.

Zeus que, tras un golpe de estado celeste ha encerrado en el Erebo a Kronos, su padre, instituye sus propias leyes, fundándolas en la noción de «medida», en la noción de establecimiento de límites que ningún ser podrá franquear. Junto con Apolo, su hijo, se erige en custodio de tales metra, según unas reglas codificadas en las inscripciones grabadas en los muros exteriores del templo de Delfos: «lo más justo es lo más bello», «observa el límite», «odia la hybris» y «nada en exceso». Entrambos dioses se enfrentan a quien tenga la arrogancia de sobrepasar estas fronteras hacia la desmesura y el desorden (si bien, luego, toleran, asignándole una función necesaria y subordinada, la periódica introducción del caos, simbólicamente operada por otros cultos, especialmente el de Dionisio).


2. Fue la escuela pitagórica, con su mítico fundador, quien estableció el ámbito privilegiado de las primeras reflexiones sobre lo bello. Traspuso el ideal de medida del plano de lo religioso al de lo filosófico, tomando como modelo la totalidad de la naturaleza, el universo considerado en sus fenómenos de carácter absolutamente cíclico y uniforme. De tal suerte, mostró a la cultura occidental los criterios más claros y persistentes de la belleza y su contrario, y ella los ha guardado y trasmitido durante miles de años.

Es verdad que en casi todas las civilizaciones conocidas, los hombres se sienten fuertemente atraídos (además de por la idea de forma, que exorciza el horror que suscita la descomposición de los organismos tras la muerte) por los fenómenos de orden y simetría, que se manifiestan en ellos mismos y en el mundo circundante. Además de suscitar sensaciones de seguridad y de equilibrio1, tales fenómenos asumen un valor simbólico determinante, porque el contraste entre orden y desorden, entre regularidad y azar deja en el espíritu huellas indelebles. A diferencia de la simetría especular de las dos mitades de los cuerpos de los animales, en la naturaleza es relativamente rara e «inverosímil» la percepción de formas precisas, colores netos y vivos o sonidos repetidos según ciertas cadencias. Y, así, precisamente por ello, los objetos correspondientes son mucho más fácilmente reproducibles, porque destacan nítidamente de la con-fusión del fondo. De tal suerte, los distintos perfiles de la luna, según sus fases, en el escenario de un paisaje nocturno; el grupo de setas que forma un círculo en un prado; la disposición de las manchas intensamente rojas en el dorso de algunos insectos o las pequeñas protuberancias en la estructura calcárea de un erizo de mar; las «curvas de la vida» (como la espiral de una concha o el óvalo de un rostro)2; el canto de la cigarra o de la tórtola quedan grabados en el espíritu. Ninguna civilización anterior a los griegos ha conseguido, sin embargo, descubrir y codificar –con tanto rigor y en el nivel de abstracción de las formas puras– las leyes de este orden.

Tradicionalmente se atribuye a Pitágoras la inscripción de toda forma de belleza en un contexto global. Y, por ello, él habría llamado al mundo kosmos (cfr. Aezio, II, 1, 1), término que anteriormente significaba sólo la ornamentación o el maquillage de las mujeres, la «cosmética». Desde tiempo inmemorial la observación de los cuerpos celestes había sugerido en el aparente caos del cielo estrellado (que Hegel, con intención desacralizadora, compararía con una erupción cutánea) la presencia de un orden intrínsecamente repetitivo, escandido en el ritmo inmutable del eterno retorno de lo idéntico. Debía de transferirse la belleza y la precisión de esta disposición espontánea (cuya encantadora visión produce incesante maravilla)3 a la tierra, a la sociedad de los hombres, para enseñarles a separar en su mundo lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo malo y lo bello de lo feo. Se conseguiría así, al final del proceso, alcanzar la obra maestra suprema: la reproducción, mediante la ardua ciencia de la política, de un cosmos humano a imagen del celeste, o sea, de una ciudad regida por las mismas leyes rigurosas que mueven a los astros.


3. La medida se manifiesta fundamentalmente en la doble apariencia de la armonía sonora y de la simetría visible, conceptos que implican una proporción o relación ordenada entre las partes de un conjunto: «orden y proporción son bellos y útiles, mientras que desorden y carencia de proporción son feos e inútiles» (fr. D 4 D).

La idea de que la belleza consiste «en la proporción de las partes» o, «mejor dicho, en las proporciones y en la adecuada disposición de las partes; o, más exactamente, en la magnitud, la calidad, y el número de las partes y en su recíproca relación» ha venido siendo presentada en ocasiones con el nombre de «Gran teoría»4. Teoría que ha tenido en Europa una vigencia más duradera que cualquier otra, pues sólo entra en crisis a mediados del siglo XVII y, aun así, muchos la han seguido aceptando después. Vuelve a considerarla indirectamente Le Corbusier, por ejemplo, quien plantea como modelo valioso, para sus discípulos e imitadores, su Modulor, aunque no para sí mismo, en la medida en que se plantea el problema de la distancia entre el ideal riguroso de simetría y de armonía y el efecto estético de su consecución: tal y como ya lo había observado Burckhardt en El cicerone, a propósito de los templos de Paestum, y como ha sido luego demostrado con exactitud por otros estudiosos, son precisamente los intencionados apartamientos de las normas codificadas los que hacen más expresivamente bellos al Partenón y a Santa Sofía o musicalmente más «frescas» e interesantes determinadas disonancias concretas5.

Para los pitagóricos, las medidas del mundo son cognoscibles porque obedecen a leyes que se muestran a través de los números. Aunque éstos no estén separados, por sí, de los entes (sólo después de Platón se los considerará «distintos de las cosas sensibles», cfr. Aristóteles, Metafísica, 987 b). El «número», en sentido cualitativo y no utilitariamente cuantitativo, es el primer principio de dicha doctrina, hasta el punto que el pitagórico Filolao llega a afirmar que «sin el Número, nada puede ser pensado o conocido: él nos enseña cuanto es desconocido o incomprensible». Conviene considerar que no es tan importante el descubrimiento de la realidad en tanto que número, como la idea del número en tanto que relación.

No hay, pues, que pensar anacrónicamente en las medidas y en los entes matemáticos como en frías y descarnadas abstracciones. No sólo representaban una forma de devoción a las divinidades que invaden el cosmos, sino que, en la percepción de su rigurosa exactitud, suscitaban también estupor y pathos, pues se sentían como antídoto frente a la caducidad, como promesa implícita de inmortalidad a través de las vicisitudes y las distintas encarnaciones.

La música es una clara demostración de ello, en tanto que une el máximo de precisión con el máximo de emotividad. Por eso la utilizaba Pitágoras «homeopáticamente» para la cura de las pasiones, para volver a llevar a las facultades del alma «al equilibrio originario» (Jámblico, Vida de Pitágoras, 64).


ibidem