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HABLADURÍAS
DE MUJERES

LIN BAI

TRADUCCIÓN Y NOTAS
DE BLAS PIÑERO MARTÍNEZ

HABLADURÍAS
DE MUJERES

Nota del traductor

I. Regresando a casa para el Año Nuevo

II. Recuerdos que van desde la infancia a la edad madura

III. Wangzha (sus gentes y sus hechos)

IV. Wangzha (sus costumbres y sus cosas)

V. Hoy día

Primer epílogo. El mundo es tan ancho y ajeno

Segundo epílogo. Un salto hacia los ríos y los lagos

Notas a la edición

NOTA
DEL TRADUCTOR

La novela Habladurías de mujeres o, en su traducción literal, Crónicas de las charlas de mujeres 妇女闲聊录 (Funü xianliao lu) de Lin Bai , fue publicada originalmente en 2005 y se acabó de escribir en septiembre de 2004. Lin Bai, su autora la denominó, según sus propias palabras, una «novela larga de crónicas» 记录体长篇 (jiluti changpian) y está inspirada en las numerosas historias y anécdotas extraídas de experiencias, en apariencia reales, de la vida de un miembro lejano de su familia de origen humilde y rural con un bajo nivel educativo: Li Muzhen 李木珍, quien visitó a Lin Bai en 2001 desde su aldea (cun), Wangzha 王榨, situada en el área rural de la municipalidad de Leigong 雷公, subprefectura de Xiaogan 孝感 dentro de la prefectura de Anlu 安陆, y que cuenta actualmente (censo actualizado de mayo de 2019) con apenas 661 habitantes. Wangzha se encuentra además en un lugar remoto de la provincia de Hubei 湖北. Tomando como base varias de esas anécdotas transmitidas oralmente por Li Muzhen —de quien no sabemos ciertamente si es un personaje real o de ficción—, compuso su novela Lin Bai, quien será la narradora/autora de Habladurías de mujeres.

Esta novela es a su vez la continuación de un proyecto de escritura femenina que empezó con Una guerra personal 一个人的战争 (yi ge ren de zhanzheng) de 1994 y una novela precedente, Todo florece 万物花开 (Wanwu kaihua) de 2003, pero con un estilo diferente y más ambicioso. Habladurías de mujeres contiene dos postfacios 后记 (houji) escritos por la autora. Entre la ficción y la realidad, las «historias» transmitidas oralmente por Li Muzhen se presentan ante el lector en esta novela como una historia subjetiva y paralela en forma de «cotilleos» 闲聊 (xianliao), una representación transgresora en gran medida, respecto al discurso codificado oficial y sus narrativas idealizadas y distorsionadas sobre las experiencias de las mujeres de origen rural en China. El término (lu): «Crónica» o «registro», aquello que se recuerda y se cuenta, por lo tanto, y queda «escrito», se asocia a la larga tradición del discurso histórico y su adaptación a las narrativas de ficción del xiaoshuo 小说, pero en una vertiente que desea recalcar lo peculiar, lo extraño, aquello que es llamativo del suceso que se ha presenciado, que vale la pena destacar, y que se va relatar sin que en el resultado no desaparezca un ápice la representación, lo más objetiva posible, de lo que ha ocurrido, que es el objetivo final de este tipo de narrativas. Algo muy parecido a lo que sucede con el «chismorreo» o el «cotilleo» implícito en el significado actual del término xianliao 闲聊, que originalmente tenía el sentido más neutro de «charlas» o «conversaciones». La «crónica» lu se identifica, sobre todo, con una tradición literaria ligada al uso de la dignidad que puede aportar la palabra escrita de la memoria y la capacidad de recordar, así como a la veracidad que es capaz de transmitirse en ella en una dialéctica sutil entre la realidad y la ficción, que es de hecho el origen de la «novela» en chino y su nombre actual, el xiaoshuo 小说, cuya traducción literal es «pequeñas charlas o habladurías». Solo al ser escrita, la palabra adquiere crédito y ese es el objetivo de la crónica (lu).

Habladurías de mujeres también toma en gran medida como fuente de inspiración —y no exenta de cierta ironía y sentido de la parodia— el tratado confucionista del período Han sobre educación femenina: Biografías reunidas de mujeres 列女传 (Lienü zhuan) y sus ciento veinticinco vidas de mujeres ejemplares narradas como modelo para otras. En esta obra, atribuida al letrado confucionista Liu Xiang 刘向 (77- 6 a. de C.), la biografía (zhuan) sirve como ejemplo e ilustración para la educación de la mujer (nü). A través de la «transmisión» (chuan) de una vida, se describe la experiencia vital de varias mujeres célebres —Lin Bai, al contrario, se servirá en su novela, de mujeres de origen rural con vidas en apariencia vulgares y ordinarias— mediante la dialéctica que define ese tipo de narrativas entre la decisión y la acción para concluir en un aprendizaje moral de la vida. En otras palabras, llegar al conocimiento de una moral que no precede a la acción o la experiencia directa, sino que se deriva de ella. Lin Bai prolonga en Habladurías de mujeres el objetivo de este tipo de narrativas que consistía en transmitir (chuan) una enseñanza familiar 家学 (jiaxue) que la mujer en particular había heredado (cheng) a través de su educación y que por ello se sentía con la obligación de hacerlo, sobre todo, en períodos problemáticos o de grandes cambios sociales. O, en otras palabras, la mujer, finalmente, como garante y transmisora de un saber que representa la civilización. La estructura narrativa de este tipo de obras consiste en reunir numerosos ejemplos —la estructura del modelo narrativo de lo que se denomina «biografía colectiva» o liezhuan 列传—, como si el fin de la obra fuese crear con todas esas vidas un solo discurso biográfico con una moral universal implícita.

Para nuestra traducción hemos utilizado la primera edición de esta novela, que apareció en febrero de 2005 y fue publicada por Ediciones de la Nueva Estrella 新星出版社 (Xin xing chubanshe) en Beijing.

HABLADURÍAS
DE MUJERES

LIN BAI

COLECCIÓN VIAJES LITERARIOS N.°6

HABLADURÍAS DE MUJERES

LIN BAI

adorno

Título original: Funü xianliao lu, Ediciones de la Nueva Estrella,
新星出版社 (Xin xing chubanshe), Beijing, 2005

Título de esta edición: Habladurías de mujeres

Primera edición en La Línea del Horizonte Ediciones: diciembre de 2019
© de esta edición: La Línea del Horizonte Ediciones

www.lalineadelhorizonte.com | info@lalineadelhorizonte.com

© del texto: Lin Bai, a través de China National Publications

© de la traducción directa del chino y notas: Blas Piñero Martínez

De la maquetación y el diseño gráfico:

© Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico

© de la maquetación digital: Valentín Pérez Venzalá

ISBN ePub: 978-84-17594-54-1
THEMA: FA; 1FPC

Todos los derechos reservados.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley

La línea del Horizonte

Este libro está dedicado a mis amigos

Deng Yiguang y Li Xiuwen1

¿Por qué quieres caminar sobre las aguas de los mil lagos2?

¿Por qué quieres recordar las historias de esas mujeres?

¿Quién te las ha contado?

El mundo es tan ancho y ajeno…

Tomando el tren4

Tras pasar unos días en el pueblo, tomé el tren para regresar de nuevo a Beijing y celebrar, en el que ya era mi hogar definitivo, las tan esperadas fiestas del Año Nuevo5. El tren no tenía agua potable y se paraba a menudo durante mucho tiempo en otras estaciones, ya que ese trayecto no era directo. Todo el mundo llevaba, en cambio, Coca-Cola, y yo no era una excepción: la bebida embotellada, que era más barata que el agua purificada, la habíamos comprado en un puesto miserable junto a la estación de Dishui, en las montañas de la provincia de Hunan, al sur de China, y a mi hermano pequeño, que fue quien me la compró, la botellita le costó, creo recordar ahora, nada más y nada menos que cinco yuanes. Y yo como una desagradecida, y a pesar de que me moría de sed en ese tren, ni siquiera me la bebí entera. En total, en ese departamento del tren había unas siete personas entre carpinteros, pintores de brocha gorda y sastres que se ganaban la vida haciendo remiendos baratos. Viajaba también una mujer de un pueblo llamado Wangzha, en la misma provincia de Hubei, cuyo hijo había abierto un taller de confección en Beijing y se había especializado en hacer prendas rellenas de plumas que pasaban por ser el último grito de moda en China. Esa mujer y su hijo vivían en Macheng que, al igual que el cun (el pueblo) de Wangzha, estaba situado al este de la provincia de Hubei, y habían tomado juntos el tren. Ella llevaba puesto con orgullo uno de esos abrigos acolchados rellenos de plumas6, que, seguramente, provenía de la fábrica de su hijo. La chaqueta no era de buena calidad y se encontraba ya en todas partes a un precio muy asequible. Toda hija de vecino, de no muchos recursos, la llevaba puesta y daba la misma apariencia triste y monótona. Las costuras se abrían rápidamente porque estaban cosidas de cualquier manera y por ellas salían las plumas blancas. Acompañaba a la hija de su hermana hasta la fábrica de su hijo para que trabajase ahí y así asegurarse una manera decente de ganarse la vida, aunque desconocía el sueldo que le esperaba. Algo había de cierto: esa joven no era de Wangzha.

En el tren se comía pescado seco y salado, de gusto fuerte, para engañar al hambre, y tanto esa mujer como yo lo tomamos a pesar de que nos daba más sed. En realidad, ella se comió un pescado preparado al estilo de Wuchang, cocido al vapor y procedente de las aguas dulces del lago Liangzi, en la provincia de Hubei, de donde era ella, y yo una de esas carpas cabezonas. Ella cogía el suyo con las manos y le daba grandes mordiscos, pero no acababa de tragarse el trozo cuando le entraba sed y bebía agua. Iba bien equipada y llevaba manzanas, huevos, salchichas, dulces, galletas secas y pastelitos de crema, al igual que otros pasajeros que iban en el tren. Yo solo llevaba pescado, huevos y unas manzanas. En el compartimento tres se jugaba a las cartas, al juego del Siete, al juego del Póker, y al del dominó de las 108 Piezas. Se prestaba dinero y luego se devolvía. Si sobraba tiempo se jugaba al juego de las cartas de la «lucha del terrateniente». Se apostaba poco porque no había mucho dinero, pero la gente no podía pasar sin jugar un rato.

El tren que me devolvía a mi casa en Beijing no tenía calefacción y hacía un frío que pelaba. Así que me daba por pensar: en la próxima estación, la más cercana, ya estaré por fin en Beijing… Más tarde me puse dos pares de calcetines, dos chaquetas, y todavía no me había calentado, como si estuviese pisando una superficie de hielo. Al final, la litera dura, la de la tabla de madera sin nada más encima, se convertía en un simple asiento igual de duro, a ochenta y cuatro yuanes el billete más cinco yuanes por la reserva.

Tampoco tenía aseos el tren y, llegado el momento, la gente formaba colas ante los destartalados y mugrientos retretes de las estaciones donde paraba. Había mucha gente que se quedaba en la estación de Dishui en la provincia de Hunan, otros tantos en la estación de Macheng, en la provincia de Hubei, y otros en la estación de Huanggang, en la provincia de Zhenjiang. Luego el tren alcanzaba la estación de Bazhou en la provincia de Hebei, y, bajo la luz eléctrica, se instalaban todos en sus asientos.

Llevábamos varias horas de retraso y en principio debíamos llegar a Beijing a las siete y media, pero nuestro tren se retrasó. Las familias de los pasajeros esperaban en la estación pacientemente durante buen rato, como ya era costumbre, hasta que llegase nuestro tren. Llevábamos dieciocho horas sentados cuando el tren llegó finalmente a su destino.

Xiao Wang necesita dinero

Durante las fiestas del Año Nuevo, Xiao Wang —el marido de quien te habla ahora, Li Muzhen— permaneció varios días tumbado a la bartola sin dar golpe. Veintiocho tardes, ni más ni menos, hasta que decidió ponerse en marcha de nuevo. El hombre vivía del cuento y no hablaba. Incluso cuando pensaba en el dinero tampoco hablaba. Desconocía la razón. Era su manera de ser, imagino —le gustaba siempre hacerse el difícil conmigo—. Más tarde, mi hermana mayor, mi dajie, me dijo que algún día comprendería el comportamiento extraño de mi marido. La comunicación entre nosotros funcionaba siempre de la misma manera: él hablaba con nuestra madre y luego nuestra madre hablaba con mi hermana mayor y esta finalmente me contaba lo que le pasaba a mi marido. El origen de su preocupación era a menudo el mismo cada día: el dinero o, mejor dicho, la falta de él. Imagino que a mi marido le daba vergüenza hablar de esas cosas conmigo, ya que era yo y no él quien se encargaba de ganar el dinero en nuestra familia.

La noche del día treinta le di a mi hijo la suma por el Año Nuevo, es decir, cien yuanes, que es lo que correspondía a cada uno, pero a mi marido le di solo cincuenta. Le dije que ya llevábamos casados varios años y nunca había ganado un céntimo ni había participado en los gastos del Año Nuevo. El dinero era un problema en nuestra familia y nos llevaba siempre por el camino de la amargura. Nunca había suficiente y parecía no importarle lo más mínimo. Por eso solo le di cincuenta yuanes. Me tenía harta, y con el resto del dinero me compré una tarjeta para el móvil.

Pues bien, la noche del día treinta nos peleamos otra vez. Mi marido tenía siempre sus más y sus menos, y esa noche agarró la silla con las manos, la levantó y me amenazó con romperme el pescuezo con ella si no le dejaba en paz. Ni perdí los nervios ni me entró pánico alguno. Nunca se atrevía a dar ese paso, quiero decir, zurrarme. Al final arrojó de malas maneras la silla a un lado y me indicó que se iba y que no iba a volver más a esta casa. Yo me dije para mis adentros: ojalá sea así, pero no te irás porque soy yo quien te da de comer. Mi marido se compró algo de ropa con el dinero que le di —al menos en eso me hizo caso— para adecentarse durante esas fechas, que para eso se lo había dado. Temía, no obstante, que se lo gastara a tontas y a locas en otra cosa. No me explico cómo, con el paso de los años, puedo seguir enamorada de un hombre así.

Encontró la ropa que buscaba, aunque una anciana del pueblo, una de sus amistades, de las muchas que eran de Wangzha, quería comprarle otra y hacer cambiar de opinión a mi marido. Le dije a esa mujerzuela que no debía hacerlo y me hizo caso. Así que mi marido se fue a buscar sus prendas, como se suele decir en mi pueblo, a la casa del Hijo de las Ocho Puertas, es decir, en todas partes y en ninguna. Barrí el suelo y hablé un buen rato con esa anciana para explicarle lo que pasaba. Mi marido no iba a salir huyendo a ningún sitio. No, no iba a dejar su casa. ¿Adónde diablos iba a ir? No tenía un duro. ¿Dónde iba a ir sin dinero? Yo, en cambio, sí que podía salir huyendo si quisiera.

Más tarde, como era de esperar, mi marido atravesó el umbral de nuestra puerta y volvió a tumbarse sin hacer nada. Eso era lo único que ese buen hombre sabía hacer bien. Qi Tong —Tong el Séptimo—, que era como se le conocía a nuestro hijo, tras la comida del mediodía, ni siquiera le dirigió la palabra. Qi Tong se encargó de que su padre no hiciera tonterías y no le quitaba el ojo a la puerta. Cuando me peleé con Xiao Wang, Qi Tong lo escuchó todo y dijo: «Ay, debo aprender a manejar estos asuntos familiares como si se tratase de una obra de artesanía… Me faltan los conocimientos… ¡Soy un inútil!... ¡Qué rabia me da!»... También le sacaba de quicio la actitud de su padre y le ponía muy nervioso los asuntos de dinero. Su tía le tranquilizó diciéndole que esas cosas no debían importarle, y que no se entrometiese, que eran naderías que sucedían en todas las familias.

A mi hijo le convencieron esas palabras. Había ido a las montañas a cortar leña y la había almacenado en la primera planta de nuestra casa. Nunca le importaba a Xiao Wang lo que hacía Qi Tong, pero los dos no se separaban el uno del otro. Qi Tong era mi hijo, y en lo que se refiere a nuestra hija, Ba Tong, nadie sabía nunca dónde andaba. Era un año más joven que su hermano, pero tal vez la habíamos mimado demasiado con tanta carantoña. Mientras cocinaba, me puse a colgar, a ambos lados del marco de la puerta de entrada a nuestra casa, los duilian —esas frases transmisoras de sabiduría milenaria sobre la buena suerte— que había comprado Qi Tong y azuzaba el fuego mientras tanto. Esos duilian, a pesar de ser papel, eran grandes y daba gozo verlos. Normalmente, sus rollos valen seis yuanes, pero a mí me costaron cuarenta. Los compré en una tienda de un centro comercial de los buenos, de los de tres plantas, y tiré la casa por la ventana. Los duilian no solo estaban compuestos de dos bandas con dos frases —una para la derecha y otra para la izquierda de la puerta—, sino que tenían una tercera banda en la parte superior del marco. Quizá por eso eran más caros que los que compras en los puestos de la calle. El año pasado, mi hermano y mi cuñada nos trajeron unas frases paralelas duilian, pero a mí no me convencieron ya que eran demasiado cortas y rácanas, y esas cosas dan siempre mala suerte. Para este Año Nuevo debía desquitarme y hacerlo mejor, por eso las compré más grandes y más bonitas que las del año pasado.

La silla que mi marido había hecho añicos, yo, con la paciencia de una santa, la recompuse de nuevo. En mi familia no estábamos para ir prescindiendo de esas cosas. Al final, le di el dinero. Había pagado la inscripción del colegio de mi hija y me había quedado alguna suma que fue la que le di. Lo que temía de mi marido es que le pegase a nuestra hija y sabía que darle algo de dinero extra le calmaba. Cuando el bueno de Qi Tong salía de casa, yo me quedaba tranquila. No se iba a liar de nuevo. En el año 2002, como sucedió ya en el 2001, mi esposo, en uno de sus arrebatos de locura, le dio una paliza a nuestra hija y casi la dejó coja. Tuvo ella que quedarse en la cama varios días, pero gracias a su duro carácter pudo salir adelante. Me di cuenta de que mi marido reaccionaba así cuando no tenía dinero para gastar: mi hija era el blanco de su frustración y la acusaba de gastar todo lo que entraba en casa.

Mi hermano pequeño me dijo que iba a vender sus patos y estaba seguro de que le iban a dar más de mil yuanes por ellos, pero no sabía lo que iba a hacer con tanto dinero. Ciertamente, me llevaba bien y estaba segura de que la próxima vez podía contar con él para que me prestase algo de dinero. En esos momentos no lo necesitaba, aunque siempre lo tenía en cuenta. En el pasado, mi tío le tenía aprecio a mi hermano pequeño y hasta le gustaba estar con él, pero ahora no puede ni verlo y lo rechaza.

Xiao Wang se ve con sus amigos durante el Año Nuevo

Y así recuerdo que fue la primera vez… Celebramos en mi casa el Año Nuevo y pusimos todos, sin excepción, buena cara. Acudimos temprano a la Feria del Templo. Había en realidad dos templos a visitar ya que en el terruño de Wangzha, en Hubei, habían destruido hacía un tiempo el Templo de la Tierra. El primero de ellos era el del gran maestro Lin, un sabio y compasivo santón budista, además de buena persona. Cada uno de nosotros le dio diez yuanes que es más de que lo que se les da habitualmente a esos pobres y avariciosos monjes. Tanto los niños como los adultos postramos varias veces la cabeza ante la bodhisattva Guanyin para mostrarle respeto y agradecimiento, y el shifu Lin les dio una manzana a cada niño para que se la ofrecieran a nuestra venerada Guanyin7. Luego bebimos un poco de té, bebida que no era, como antes, licor de arroz. Este año era simplemente té y bastante aguado; té para pobres. De vuelta a casa, me encargué personalmente de preparar en mi habitación las linternas dragón y ayudé a cada uno de los miembros de mi familia en la tarea de iluminarlas.

De vuelta en el templo, como una tonta, me olvidé de lo que debía decir. No había planificado nada. La madre de mi marido creía más que nadie en el Buda y el año pasado acudió corriendo al templo, pero este año, la mala pécora no quiso ni presentarse para las celebraciones del Año Nuevo. ¿Acaso no estaba yo en casa esperándola? Las cuñadas sí que fueron a recibirla para las fiestas, pero ella no fue. Solo se presentó cuando se acabó la fanfarria, seguramente para no ver a nadie, ni tener que dar excusas. A comienzos del año pasado sí que vino y nos fue de gran ayuda, pero este año no lo hizo.

Este año también expliqué que no iba a ir. El viejo Xiao Wang, el «pequeño rey», que era lo que decía su nombre, no estaba para fiestas y le pregunté: «¿No vas a ir a ver a tu amiguita Dong Mei?».

Le comenté a mi marido que el año pasado había ido por mi madre, que estaba ahí. Y este año, «¿qué vamos a hacer? ¡Deberías ir a ver a Dong Mei!… ¡Ve, anda!».

Mi marido soltó: «Vale, vale, pues si insistes, no voy…Id vosotras»… «Pues vayamos juntos y así evitarás ir solo», le dije.

Ya había visto a Dong Mei, y no fue de gran ayuda para nadie. Nos presentamos todos en su casa mientras Xiao Wang permanecía en silencio, taciturno incluso, ante Dong Mei. La mujer llevaba en ese momento unos petardos en la mano y Xiao Wang comprendió que Dong Mei estaba afanada poniendo cada cosa en su sitio y que no estaba para hacerle caso.

Pregunté dónde andaba el dage, el gran hermano, pero nadie me contestó. Se ve que pensaban que yo me aburría y por eso iba a verlos… Esa era la razón por la cual tal vez hoy podía ir al templo. Sin embargo, no quería hacerlo a la casa de Dong Mei. Mi marido me dijo que tampoco le apetecía. Cuando regresamos, Dong Mei se encontraba de pie a la entrada de su casa ya que quería hablar conmigo y puede que tras hacerlo quizás se sentiría mejor; al menos, me había visto, y pronuncié cada una de mis frases con una sonrisa en los labios.

Algunas compras para este Año Nuevo

El día veintinueve del año lunar8 me fui a Maliandian para hacer mis compras de Año Nuevo. Me hice con cinco jin (unos seiscientos gramos) de galletas secas y cada jin costaba cuatro yuanes. Los precios se habían puesto por las nubes y comprar en las afueras salía más barato. También me hice con pastel de «capas de nube» (un jin) que estaba a cuatro yuanes el jin y unas uvas pasas (un jin) a seis yuanes. Luego, por supuesto, adquirí semillas de melón blanco que también estaban a seis yuanes el jin y por eso compré dos, además de una bolsa de habas verdes de las grandes, unas galletas planas del fruto del majuelo, y más habas verdes, pero de las baratas a dos yuanes el jin. Las galletas de majuelo para el postre costaban siete yuanes, por eso solo compré un jin. También compré un saco de manzanas que me costó trece yuanes y un par de bolsas de leche en polvo a quince jin la bolsa, aunque no recuerdo de qué marca eran, pero eso sí, estaban bien empaquetadas, lo que me dio confianza.

Mi marido Xiao Wang había comprado la carne en nuestro barrio, así como la salsa de soja, el glutamato en polvo, cuatro botellas de soda de la marca Jianlibao a cinco yuanes la botella, y seis cajas de dulces de las «barbas del dragón» de la casa Xia: ni que decir tiene que nos lo comimos todo. Las semillas de melón pasaron por la sartén hasta ennegrecerse en gran parte y quienes las probaron elogiaron su calidad y su sabor, sobre todo el gusto de las que habían quedado más tostadas. Las habas verdes las había mezclado con salchichas de cerdo ahumado, setas y unos fideos finos que tenía en casa, todo cocinado en una cazuela que calenté a fuego vivo. Había adquirido también unos muslos y patas de pollo, setas blancas y dátiles rojos. No me privaba de nada. Si me apetecía comprar algo, lo hacía. An Nan me ayudó a hacer las compras para que no se me olvidase nada. An Nan había nacido el mismo año que yo, en 19659, y tenía por lo tanto treinta y nueve años. Me hacía reír: yo compraba en el Oeste y ella en el Este. No temía regresar con unas raíces de soja, aunque estuviesen caras. La verdad es que todo estaba carísimo en Beijing, pero, por lo general, no me quedaba en casa y salía a hacer la compra para mi hijo, a pesar de que me decía que no me preocupase por él. Si tú no comes, cómo lo voy a hacer yo, explicaba.

Petardos, frases duilian y adornos para el vestíbulo de nuestra casa. Ah, y muchos fuegos artificiales. En total, más de cuatrocientos yuanes me había gastado. Una fortuna. Más de lo que cualquier otra persona de nuestra condición hubiese derrochado para las fiestas del Año Nuevo. Otros no se hubieran agenciado las gruesas habas, ni las pepitas de melón, ni siquiera los dulces. De hecho, compré siete jin de dulces. En Maliandian, como en Wangzha, los dulces valían lo suyo. Los había blandos, pero la mayoría —los buenos— eran secos y duros. A los niños les gustan los dulces blandos y se los llevan a puñados en cuanto pueden. Además, eran más baratos que los duros, pero los auténticos son los duros. Son los únicos que puedes ofrecer a los huéspedes si les tienes un mínimo de respeto.

El año pasado

Vinieron todos los miembros de la familia y el primer día, por una de esas coincidencias de la vida, fue el cumpleaños del hijo de uno de los que no era de nuestro pueblo, Niu Pi, el de la «piel de buey». Si quieren saberlo, el niño cumplía diez años ese día. La familia que se había presentado en nuestra casa pertenecía en su mayoría al bando de mi marido Xiao Wang y su cuñado no paraba de zamparse mis dulces, sobre todo los de las «barbas del dragón». A mí ya me estaba poniendo nerviosa. Me parecía chocante que comiera el dulce con la carne. ¿De dónde había sacado esa costumbre? El cuñado estaba en los huesos y por eso tenía, tal vez, tanta hambre. Al pobre hombre se le marcaban incluso los de las costillas y daba pena verlo. Cogía un dulce y seguidamente un trozo de carne. Todo ello a una velocidad que me dejaba pasmada. Tracatrá, estallaban mientras tanto los petardos. Xiao Wang se encargaba de hacerlos petar y la casa entera parecía una hoguera. No hacía, por supuesto, nada de frío con tanto petardo ardiendo en la casa. Xia Wang sacó una mesita y dispuso encima varios platillos con algo para comer, aunque eso sí, no había sopa caliente a pesar de que estábamos en invierno y en Beijing hacía un frío que pelaba. Algunos familiares se paraban un momento delante de la mesita y luego se iban como era de rigor en esas circunstancias. Mi marido les servía un tazón de té y brindaban con él. Luego, como decía, se iban al mismo tiempo que dejaban el tazón vacío a un lado. Algunos ni siquiera bebían el té y tiraban los tazones llenos, pero todos parecían tener una extraña complicidad con mi marido cuyo significado a mí se me escapaba.

El segundo día, nos fuimos a casa de mi madre. Nuestros hijos Qi Tong —Tong el Séptimo— y Ba Tong —Tong el Octavo, nuestra hija— salieron a la calle acompañados de su tía —la hermana pequeña de Xiao Wang— para dirigirse a un distrito del sur de Beijing y celebrar el Año Nuevo con mi madre. Le pidieron cuatro yuanes por nuestros dos hijos ya que eran días festivos, pero la tía regateó, ya que nuestro hijo Qi Tong y nuestra hija Ba Tong eran todavía unos niños, y el tipo del autobús lo dejó por dos yuanes para los dos. Por mi parte, me subí en la motocicleta de Xiao Wang, y así fui a ver a mi madre.

Me llevé conmigo un trozo de carne para cocinarlo y en el pueblo del distrito compré a un anciano un saco con copos de avena que valía quince yuanes. Más tarde quise cambiarlo por ese jarabe tonificante de la marca Nao Bai Jin que estaba tan de moda entre la gente mayor y que servía, según dicen, para mantenerse en forma con todas las facultades a tope, como cuando se es joven, pero finalmente regresé a casa sin haber hecho ese dispendio. Los años no pasan en balde y una ya no está para muchos trotes, pero tampoco soy tan vieja que digamos.

Los niños no habían llegado todavía cuando lo hicimos nosotros. Veníamos del norte de Beijing y mi madre vivía en el sur; había que atravesar además el distrito entero hasta llegar a su casa. El billete del autobús que hacía el recorrido por el anillo periférico costaba normalmente un yuan. Mi tío se puso nervioso ya que temía que los niños, que habían montado solos en el autobús, se hubiesen perdido «con las líneas de autobuses de Beijing nunca se sabe» y nos dijo: «¿No había otra solución que dejarlos ahí solos?». Pensar así le puso de mal humor. Xiao Wang volvió a subirse en la motocicleta y se fue a buscarlos, pero no los encontró, así que me dije: «No se han perdido, seguro, no se han perdido… Esos dos ya no son unos críos y saben por dónde van…». Mi tío no volvió a decir nada más y suspiró.

También dije que quería echar un vistazo fuera para saber lo que pasaba. Firme, salí de casa y las dos criaturas llegaron justo en ese momento. «El autobús no llegaba —nos dijeron—, no llegaba nunca»…

Bebimos mucho aguardiente al mediodía para calentarnos y comimos estofado de cordero cocido en una cacerola negra de grueso hierro al estilo mongol, muslos de pollo, albóndigas y bolas de pescado. Nos pasamos el día charloteando de una cosa y otra y el hermano Xi confesó que le gustaban particularmente los mantou —bollos de plan blanco rellenos de carne y verdura— de Beijing y que era capaz de comerse cuatro de los grandes uno tras de otro. El hermano Xi trabajaba temporalmente en Beijing y vino el año pasado, así que llevaba unos pocos meses trabajando en la capital. Él también había tomado el tren desde su pueblo y había pasado mucho frío mientras viajaba hasta Beijing. Nos confesó que casi se muere helado. Se había subido en la estación de Macheng y, llegando a la estación de Dishui, con el trajín de gente que subía y bajaba del tren, le robaron y solo le quedaron encima cuatro yuanes. Pidió a otros pasajeros si podían prestarle dinero, pero solo unos pocos le dieron. Ni siquiera pudo reunir cinco yuanes. Se bajó del tren y se fue al mercado donde vio por casualidad a un antiguo compañero de clase y gracias a él pudo tomar de nuevo el tren hasta Beijing.

El hermano Xi solo pudo llegar a su destino de esa manera. ¿Te imaginas lo que tuvo que pasar el pobre hombre? Le costó contarnos esa historia, pero en esta familia nadie se anda con tonterías cuando se trata de contar los problemas. La cuestión era si le creíamos o no. Igual se había gastado el dinero en el juego o con mujeres de mala vida, como hacen la mayoría de esos trabajadores temporales.

El hermano Xi Pang trabaja temporalmente en Beijing

El hermano Xi, nada más llegar a Beijing, cabreó a Muling, la hermana pequeña de quien te dice estas palabras, Muzheng. El hermano Xi había perdido todo el dinero de Muling, o se lo había gastado, vete a saber qué pasó, y eso enfadó sobremanera a mi hermana que desconfiaba de su marido. El hermano Xi tenía que retomar el trabajo en la obra cuanto antes para evitar males mayores en su familia e ingresar rápidamente algo de dinero. Muling se compadeció de su marido, o más bien le dio pena. Le compró unos zapatos nuevos, unos calcetines, ropa interior y nosotros unos pantalones, una chaqueta gruesa forrada de plumas para soportar el frío de Beijing. Puesto que el hombre trabajaba al aire libre, al menos que fuese decentemente. Nos comentó que no le importaba el frío de Beijing porque se había acostumbrado a él, pero yo le dije que se hiciese el valiente: dentro de casa hacía casi siempre el mismo frío que en el exterior.

Le pregunté por el vagón del tren donde se había ubicado y me contestó que era el número veinte y no necesitaba billete. Le comenté que como había estado durante varios días sin saber qué hacer en el tren debido al robo, le debió ser muy difícil hacerse con un billete. Cambiando significativamente la historia de su viaje en tren, el hermano Xi me dijo que le habían ayudado varios hombres que, como él, eran de Macheng. Poco después se subieron otros en Dishui. Todos ellos trabajaban como albañiles en Beijing y entre ellos se creó un fuerte espíritu de solidaridad, por lo que le dieron el dinero que necesitaba. Todos trabajaban en esos momentos en la construcción de una casa para un propietario que había hecho mucho dinero. En Beijing había quienes tenían mucho dinero, recalcó el hermano Xi, y no como en otros sitios. Cuando la casa esté terminada, el propietario quiere construir un jardín enorme a su lado para que crezcan todo tipo de flores, incluso contratar a varias empleadas del hogar. Tras tres meses de trabajo, y restando lo que se necesita de ese dinero para comer, el sueldo que iban a recibir los obreros era de mil ochocientos yuanes. No estaba nada mal.

«¿Por qué llegaste tan tarde?», le pregunté, y él me contestó que pensaba, al contrario, haber venido antes a Beijing porque la casa del ricachón estaba aún por terminar, pero en Beijing, durante el invierno, el cemento se congela y los muros se caen pues no consiguen hacerse sólidos. Muchos albañiles se encontraban en Beijing en esa época con las manos vacías y se les veía vagabundear por las calles y los parques. ¿Para qué precipitarse? «Pues me salí de la estación con mis compañeros y nos quedamos un rato en los mercados perdiendo el tiempo», me dijo.

En realidad, el hermano Xi no tenía intención de trabajar en ninguna obra y debía verse con un tipo que le prestaría veinte mil yuanes, pero el encuentro no se produjo. En la familia se sabía que el hermano Xi iba siempre detrás de alguien que le prestase algo de dinero. Lo que no le cuadraba a nadie era lo de los veinte mil yuanes. ¿Para qué quería tanto dinero?... Cuando lo invitaron, solo sabía que ese hombre era de Beijing. Por eso fue. Por suerte, había dado cita a cinco hombres más. Ese hombre era un antiguo electricista que cuidaba solo a sus dos hijas, pero que no había regresado a su casa desde que se casó. Su laopo (su esposa) falleció en el segundo parto y le dejó solo con las dos niñas. Ni que decir tiene que con esa segunda niña se les iba a caer el cielo encima porque no les estaba permitido tenerla y la multa que les esperaba iba, seguramente, a arruinar al pobre electricista. La hija mayor ya trabajaba en Wuhan —la gran capital de la provincia de Hubei— y el electricista no la había visto desde hacía mucho tiempo. Al hombre se le antojó meterse en negocios turbios y vete a saber por qué le dio por hacerse prestamista. No sé de dónde pudo sacar tanto dinero, pero tenía mucho olfato para manejar grandes sumas discretamente. Veinte mil yuanes, nada más y nada menos, que le iba a prestar al hermano Xi, aunque al final se echó para atrás. Imagino que el hermano Xi no le inspiró demasiada confianza y sabía que iba a acabar perdiendo el dinero.

Cuando el hermano Xi vino a Beijing para verlo, el exelectricista había desaparecido y el dinero no pudo ni olerlo. Le pregunté a mi cuñado por el dinero y me dijo que no tenía ni idea. Pero «¿para qué lo querías?», le pregunté. No me contestó.

El hermano Xi no quería hablar de ese tema. Tampoco estaba para bromas. Se encontró en una situación en la que no sabía dónde ir. Mejor meterse a trabajar de nuevo en la obra. La rutina cura todos los males. En la casa seguía haciendo mucho frío y debía dormir en el suelo porque no había ninguna cama, por eso decidió comprarse una de esas mantas eléctricas. Se la compró en realidad uno de los primos de Muling. También le compraron unos mantou porque sabían que le gustaban y había que levantarle el ánimo. El hermano Xi elogió el sabor de esos mantou calentitos y sabrosos como pocos alimentos en el norte de China, perfectos para las asperezas del tiempo invernal de Beijing. El hermano Xi había sido soldado en el ejército, luego trabajó como administrativo durante un tiempo, y hasta había sido alcalde de su pueblo, aunque no duró mucho en ese puesto.

Ahora se siembran los campos con suma felicidad

Ahora los campos de las afueras de Beijing se habían apaciguado y todo parecía ir bien para ellos. El trigo no había sido sembrado aún y nadie podía saber con seguridad si la cosecha iba a ser buena o mala. La siega del trigo provocaba irritaciones en la nariz: el polvo que se levantaba era enorme y ennegrecía los orificios, al igual que los rostros. ¿Quién no tenía la cara negra como el carbón? Un ochenta por ciento la tenía en mi pueblo, y es que cuando se siega el trigo, el sol brilla con más fuerza en el firmamento. Un sol ardiente que te asa viva y las barbas —esos pelos que salen bajo la cara— les pican a los hombres. Ah, la harina que consumíamos la habíamos sacado del trigo que se había cosechado en esos campos al norte de Beijing. Sí, la harina con la que se hacen los mantou… esa harina de polvo fino, blanquísima, nunca había sido fácil de hallar en China y su producción era particularmente costosa, pero ahora se encontraba en todas partes y podíamos hacer los mantou que quisiéramos sin tener que arruinarnos… Ahora tenemos herbicidas que nos ayudan a conservar los campos intactos de las plagas devastadoras y los bichos exterminadores. Además, llueve; parece incluso que llueve más que antes y por eso las cosechas parecen mejores. Pues bien, tenemos la harina ya que nos resulta más accesible.

La gente está feliz, pero quiere estarlo todavía más

Quiero decir con ello que a la gente se la veía feliz por tener más harina y mucho más accesible para sus bolsillos, pero quería serlo todavía más. Aún no he hablado de la felicidad que nos producían los boniatos. Antes los recogían al mismo tiempo que el arroz de los arrozales y era cuando las familias se apresuraban para hacerse con ellos. Una competición se establecía entre la gente por conseguir los mejores boniatos, los más frescos y los más grandes. Como con las mandarinas, esas patatas sirven para que la mesa del Año Nuevo, donde se sirve la comida, quede bien bonita. Hay quienes pelan los boniatos y se los toman con una cerveza fría, pero a mí me gusta cortarlos en rodajas finas y freírlos luego en aceite como las patatas fritas.

A veces, cuatro o cinco individuos formaban un círculo y se ponían a buscar pollos y gallinas en los arrozales, pero nunca encontraban nada. Esos animalejos solían desviarse hacia los campos en busca de alimento y la gente esperaba hasta que se secaban los arrozales, pero nada. Nunca se hacían con los tan deseados pollos y gallinas. La hermana Luo, de nombre Shuilian —las hermanas que he mencionado antes—, y una de las cuñadas de Xiao Wang —la cuñada Tang—, me eran de gran ayuda para encontrar los ingredientes que necesitaba para preparar la comida. Nos ayudábamos siempre. A la vecina de al lado le pedía laurel si lo necesitaba y eso me servía de excusa para iniciar una conversación, así me enteraba de todo lo que le pasaba a uno u otro, en Beijing y en el campo. Como se suele decir, una frase al este y otra al oeste, ¡en todas direcciones! Lo importante era hablar y hablar de todo lo divino y humano, de todo lo que nos sucedía, e irse de la lengua, como sucedía a menudo, pero lo que más nos gustaba era comentar, particularmente, lo que comía la gente y sus gustos personales. Shuilian me dijo una vez que no pasaba nada si no les gustaban mis platos. «Para febrero o marzo, cuando los días sean más largos y la gente vuelva a tener hambre, seguro que comerán lo que les des». A unos les gusta una cosa y a otros otra, pero al final, cuando llega el momento de la verdad, es el hambre lo que les hace comer.

Hoy no he preparado nada y me limité a esas «delicias del monte Huaguo»10, las delicias que solo crecen en la tierra natal del Rey Mono Sun Wukong, con sus melones dulces y sus verduras de raíces largas, sus tallos, sus hojas, sus flores raras y sus frutos exóticos, que nadie consume en estos tiempos de prisas y comida hecha. Los había de color rosa, rojo y blanco, y los freí hasta dejarlos bien tostados y crujientes. ¡Buenísimo! Como decía, nadie actualmente prepara esas delicias y los que se atreven —unos pocos— descubren un mundo maravilloso, y ni que decir tiene que cuando vislumbran por casualidad esos deleites, se precipitan hacia ellos como quien descubre el Paraíso.

Las pepitas de melón que compran las gentes de hoy día son demasiado caras y nadie puede hacerse con ellas. Todos consumen ahora pepitas de girasol porque son mucho más baratas. Lo mismo sucede con los habones verdes. A dos yuanes el jin, ¿quién puede hacerse con ellos?... ¿Y las semillas de calabaza? ¡A seis yuanes el jin! ¿Y las pasas? ¡También a seis yuanes el jin! Una locura de precios... ¡Por eso nadie los compra!…

Me entretenía con el hijo de nuestro invitado Niu Pi y le preguntaba si en su casa había tantas cosas buenas para comer como en la mía. El niño me contestó que no porque a su padre se le llevaban los demonios y solo le compraba caracoles para comer. Se los dejaba en la parte superior de la escalera y luego se iba. El niño buscaba los caracoles, pero nunca los encontraba, ya que esos bichos se arrastran con sus babas por toda la casa. Volví a preguntarle si su padre era un demonio y él me dijo que por supuesto que lo era.

Jugar al mahjong y la segunda esposa de Xiao Wang

De vuelta a casa tuve que pasar varios días jugando al mahjong11 El día veintiséis del año lunar en curso, a seis días del Año Nuevo, había regresado ya a casa, pero el veintisiete todavía no había empezado a jugar ninguna partida porque me había puesto a lavar las almohadas de la cama y hacer otras faenas de la casa; vaya, ¡estaba yo para juegos!… El día veintiocho engullí lo que había comprado previamente y ese mismo día me abandoné a lo que nosotros llamábamos el juego de «hacerse rico»12. Tras acabar de zamparme todo, y fantasear con la idea de jugar a eso de «hacerse rico», que era lo que todo el mundo deseaba por esas fechas, me fui a la entrada de la casa y me puse a lavar el resto de la ropa sucia... Se presentaron entonces en mi casa, y por sorpresa, varias «traficantes sin escrúpulos» del juego del mahjong: la mujer del hermano mayor de mi marido Xiao Wang, a quien llaman Lao San, Dong Mei, Xiao Feng, Chen Hong, que era la mujer del hermano pequeño de Xiao Wang, y varias más, todas ellas armando bulla y muy distendidas, con el fin de apostar su dinero y arruinar a otros. Pedían a gritos jugar varias partidas de mahjong y se les veía muy felices. A mí esa actitud me sacaba de mis casillas. Esas mujerzuelas, ¿venían a mi casa dándome órdenes?, y pensé para mis adentros: pues no, no pienso jugar al mahjong con vosotras... No puedo jugar… Además, no tengo ni idea de cómo se juega al mahjong… Las fichas me marean cuando se mueven de un lado a otro… Hay tantas… ¿Qué quieren decir?... Confundo el este con el oeste y el norte con el sur y viceversa… Ni siquiera sé contabilizar lo que gano y lo que pierdo... ni cómo proteger mis fichas, ni cómo abrir la boca, ni cómo abrir cuatro bocas… ¡Todo eso no sé hacerlo, diablos!

Ellas gritaban como locas, «juega, juega»... pero les dije que no quería contrariarlas, y es que no sabía jugar.

Se fueron poco después. Imagino que para buscar otra casa donde echar unas partidas. En realidad, no tenían dinero para apostar y por eso se fueron. No tardaron en volver a mi casa, que es donde se sentían a gusto para ese tipo de apuestas, y lo hicieron armando bulla, como antes, y diciéndome lo que tenía que hacer. Al final, les dije que sí, que jugaría. Me excusé. Les dije que antes no me había apetecido y que no tenían por qué enfadarse conmigo. Pero continué en mi casa echando pestes contra ellas. Mis cuñadas sacaron la mesa y las sillas. Todo estaba preparado para jugar al mahjong. Una debía mover la primera ficha y así se hizo.

El ambiente estaba por calentarse, pero prometía. Mis cuñadas querían que apostase mi dinero, el que tenía en Beijing, el dinero recién ganado —«el dinero nuevo», como se suele decir— que había ahorrado para las fiestas y que guardaba conmigo tan celosamente. A ellas les encantaba hacerme jugar a ese juego infame y hacerse de esa manera con mi dinerito. La pasta que tenía en casa era como la manteca de cerdo: cuando sacas un pedazo, queda, irremplazable, el agujero. A mí también me gustaba tomar algunos riesgos y le tenía gustillo al juego, pero eso del mahjong no iba conmigo. Sabía que el dinero se iba como el agua por el agujero del fregadero, y el dinero que se ganaba era dinero que otro había perdido. Dinero sucio, vaya, el de las gentes del campo que se arruinaban con esas timbas.

La noche del veintiocho nos la pasamos entera jugando al mahjong. Bueno, jugué hasta el punto de que me olvidé de preparar la cena y fue mi hijo Qi Tong quien tuvo que hacerla a regañadientes. Esa noche no moví un dedo.

La tarde del veintinueve nos la pasamos chismorreando y me preguntaron con quién había jugado antes al mahjong. Les respondí que había jugado alguna partida con los padres de mi marido Xiao Wang. Tras mi vuelta a Beijing junto con Dong Mei, Xiao Wang se mostraba demasiado atento con ella, por lo que todo el mundo se dio cuenta, un asunto que mis cuñadas, maliciosamente, me hicieron saber.

«Ay, pensaba que habías jugado con Dong Mei porque siempre anda metida en tu casa»... me dijo Xian Er’huo, y lo dijo seguramente para hacerme perder los nervios y la partida. Pues no me importa, le contesté, ni siquiera me había dado cuenta…

Lo que me dijo no estaba bien y no quería seguir jugando más al mahjong con ella. Wanzhen, que no se separaba de mi lado, me dijo para tranquilizarme: «No te piques, que no hay para tanto». Le pedí que no relativizase las puyas que me lanzaba Xian Er’huo porque hacían daño. Con gentes retorcidas como ella, yo ya me las había visto. «Y tú —le pregunté a Wanzhen—, ¿acaso no conoces a esas mujeres que tienen la lengua tan larga?... Xian Er’huo es una de ellas. ¿O es que no la conoces?». Siempre anda por ahí provocando a la gente y nunca escucha a nadie. Xiao Wang no es ese tipo de hombres… No me equivoco nunca cuando hablo de mi marido… Y si no está en casa más tiempo, pues no me importa, no me importa nada…

Otras murmuraban sin parar mientras jugábamos al mahjong, y seguían hablando de Dong Mei muy a pesar mío. Miao —la hija adolescente de Dong Mei— no se había presentado en mi casa porque, comentó Dong Mei, había salido a divertirse a Beijing con su padre adoptivo. En realidad, todo el mundo comprendía lo que pasaba, como lo sabían todos en el pueblo. Para el padre adoptivo de Miao, su gandie, Miao se había convertido ni más ni menos que en su segunda esposa, su mantenida.

En realidad, ella es su amante

Xiang Miao había abandonado sus estudios de secundaria a medio camino justo cuando se le murió su verdadero padre. El hombre, que era muy aficionado al mahjong —era muy bueno, en realidad, y por eso le apodaban Pai Sheng, el «gurú del mahjong»—, sufría una enfermedad en los pulmones que acabó por llevárselo. Esa muerte súbita le afectó a su hija que se encontraba en una edad difícil. Miao conoció entonces al viejo Xi, su tío, el hermano pequeño de su padre, que se había ido a la provincia de Xinjiang para hacer negocios. Solo volvió al cabo de medio año y cuando lo hizo, le presentaron a Miao, ya huérfana de padre, y él se la llevó, junto con su madre viuda, a Wuhan dando la excusa de que había abierto un Café Internet en esa ciudad de la provincia de Hubei. Luego se les perdió el rastro. ¿Qué hacían ahí en Wuhan todo el día? Nadie lo sabía a ciencia cierta. Al parecer, Miao ayudaba a su madre en el Café Internet, hasta que, aburrida, decidió regresar el año pasado a su casa de Beijing. No sé si es verdad que se fue por esa razón, ya que no la conocía tan bien, pero tenía a Miao por una jovencita honesta y sincera. Era de piel muy blanca y ojos grandes, tan grandes y claros que no podían mentir nunca… Más tarde, cuando regresé a mi casa, me di cuenta de que Miao iba ataviada a la última moda. Ella regresó a casa el día treinta, es decir, el último día del año lunar, la víspera del Año Nuevo, y arrastró con ella su maleta de viaje por la puerta de nuestra casa. Fue entonces cuando le pregunté a Chen Hong y ella me dijo que hiciese lo que hiciese Miao, esa jovencita iba siempre emperifollada y lo mejor era que nadie supiese realmente a lo que se dedicaba. «¿Y tú sabes lo que hace?», me preguntó, y yo le respondí que no lo sabía.

Acabó por susurrarme que la joven Miao se prostituía para hacerse con algo de dinero, gracias al cual pudo comprarle a su madre un collar y un anillo de oro. Le dije a Chen Hong que yo no estaba al corriente de esas cosas.