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MARTA LLORENTE DÍAZ (Gerona, 1957) es arquitecta y ha realizado estudios de música y de pintura. Se formó en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Barcelona, donde se doctoró en 1992, y donde es profesora titular e imparte asignaturas de Teoría de la Arquitectura y de Antropología de la Ciudad, además de conducir talleres de lectura y escritura. En master y posgrado, dirige cursos dentro del campo de los estudios culturales, que vinculan la arquitectura a las otras artes y, en especial, a la literatura. Es coordinadora del grupo de investigación Arquitectura, ciudad y cultura, que desarrolla estudios y publicaciones sobre la ciudad contemporánea, en relación a las formas de habitar y de construir espacios.

 

Es autora de Poética urbana, Oporto, 2019; La ciudad, huellas en el espacio habitado, Barcelona, 2015; La ciudad: inscripción y huella, Barcelona, 2010; El saber de la arquitectura y de las artes, Barcelona, 2000.

 

Ha coordinado Espacios frágiles en la ciudad contemporánea, Madrid, 2019 y Topología del espacio urbano contemporáneo, Madrid, 2014.

 

MARTA LLORENTE lleva la mirada allí donde se desliza la luz «a partir de la experiencia de habitar el mundo, el paisaje, y en especial la arquitectura». Dice la autora: «He seguido el camino que recorre el trazo de la luz desde las fuentes más distantes hasta los espacios que habitamos. Escribirlo ha sido como ver brillar de nuevo la arquitectura: sentir el poder de la luz en construcciones del pasado y del presente que se han levantado bajo el mismo cielo. Al final de este camino, he reconocido una vez más lo mucho que necesitamos tanto iluminar como preservar los lugares que habitamos de la radiación de la misma luz, de manera cotidiana, desde la casa hasta la ciudad».

 

Desfilan por estas páginas, a modo de un muy personal catálogo de la Historia de la Arquitectura, espacios sombríos y protegidos, tales como cabañas, pórticos y patios; construcciones que miran hacia la bóveda celeste o que imitan sus formas; torres que son también observatorios, o lugares en donde la luz resulta un asombro para los ojos o una necesidad para la salud. A nuestro tiempo, la autora lo llama el tiempo de las cajas de luz, y ese tiempo le permite revisar el trabajo de creadores emblemáticos, de magos de las luces y de las sombras que desfilan por este singular libro.

Construir bajo el cielo
Un ensayo sobre la luz

COLECCIÓN DE ENSAYO

La Huerta Grande

Marta LLorente

Ensayo

CONSTRUIR BAJO EL CIELO

UN ENSAYO SOBRE LA LUZ

Illustration

© De los textos: Marta Llorente

Madrid, enero 2020

EDITA:   La Huerta Grande Editorial

Serrano, 6. 28001 Madrid

www.lahuertagrande.com

Reservados todos los derechos de esta edición

ISBN 978-84-17118-65-5

Diseño cubierta: La Huerta Grande sobre ilustración orginal de Tresbien Comunicación

Producción del ebook: booqlab.com

ÍNDICE

CONSTRUIR BAJO EL CIELO

UN ENSAYO SOBRE LA LUZ

Nota liminar

Introducción

I. Acerca de la luz

1. La luz como principio

2. Pensar la luz: mitos, relatos y distopías

3. Habitar bajo la luz: casas, paisajes y ciudades

II. Las formas de la arquitectura

1. Espacios sombríos: contener la luz

Cabañas y refugios

Pórticos y patios

2. Observatorios: explorar la luz

Observatorios del cielo: cultos solares

Macrocosmos y microcosmos

La visión del cielo desde el mundo contemporáneo

3. Cúpulas y bóvedas: la imitación del cielo

Cúpulas

Las bóvedas de las catedrales

Cúpulas para la edad de la ciencia

4. Cajas de luz

Edificios desaparecidos: la memoria de la fotografía

Cajas de luz para sanar

Colmenas luminosas: la luz después de la tempestad

Cajas de luz para los años tardíos

Para Pere, Marina y Elisa,
que llenan de luz nuestra casa

NOTA LIMINAR

En mis primeros ejercicios de escritura elegí hablar de la luz, al tiempo que empezaba a dar clases en la Escuela de Arquitectura de Barcelona, donde he seguido enseñando desde entonces. Descubrí en aquel momento inicial la necesidad de pensar la luz, a raíz del estudio de la arquitectura medieval, y ante la imagen de diafanidad y transparencia propia de los espacios que encierra el arte gótico. Contaba entonces con el apoyo de maestros como Xavier Rubert de Ventós, Ignasi de Solà-Morales y Eugenio Trías: el espacio que ellos crearon en la universidad, compartido entre la filosofía y la arquitectura, determinó mis primeras incursiones en el universo de la luz. A ellos les quisiera agradecer aquí muchas palabras cruzadas en conversaciones que ya casi no recuerdo pero que marcaron la forma en que emprendí el estudio de estas y de otras cosas, entre libros e imágenes, ideas y edificios.

En 2009, conocí a Eulalia Bosch, filósofa y comisaria de la exposición Frecuencias, en el Centro de Arte Santa Mónica de Barcelona, donde se mostraban las obras de la artista Eugenia Balcells: juegos de líneas danzantes de color basados en los espectros de los elementos de la tabla periódica, que se exhibían junto a grandes velas giratorias, lienzos móviles sobre los que se proyectaban imágenes del mundo y del cosmos, del mar, de la tierra, de estrellas y galaxias. Años más tarde, Eugenia Balcells expuso de nuevo sus brillantes propuestas visuales en Años luz, en el espacio Tabacalera, en Madrid: para esta ocasión, había construido una gran estructura giratoria sobre la que se proyectaba “Universo” una historia en imágenes del cosmos. Ver y escribir algunas páginas sobre lo que sugerían esas imágenes suspendidas en la oscuridad, supuso para mí un reencuentro con la luz, esta vez en relación al arte y a la ciencia. En 2017, participé de nuevo junto a Eulalia Bosch y Eugenia Balcells en una mesa redonda sobre la luz, en el Museo de la Ciencia de Barcelona, CosmoCaixa, donde intervino también Marc Balcells, astrofísico y director del Grupo de Telescopios Isaac Newton del Observatorio Astronómico de Canarias. Aquella conversación entre arte, ciencia y arquitectura, reforzó mi deseo de seguir explorando el laberinto que dibuja la luz en el mundo, incluso a costa de perderme un poco. También por eso, agradezco ahora y aquí, a Eulalia y a Eugenia, el haberme permitido compartir con ellas estos debates.

Al cabo de poco tiempo, Patricia Romero me habló de La Huerta Grande, y me presentó a Philippine González-Camino que me sugirió la redacción de este ensayo. Sin meditarlo apenas, le hice una propuesta: escribir sobre la luz. El hecho de que ella acogiera la idea con tanta generosidad me ha permitido ir siguiendo de manera libre el hilo de los pensamientos, en parte como un reencuentro con mi memoria y en parte en busca de nuevos juegos de la luz en el espacio que habitamos.

Este ensayo surge de todo esto, y se ha alimentado de imágenes, de recuerdos de luces y sombras en los espacios visitados o en aquellos donde he vivido, en edificios y ciudades; también surge de la relación con la cara luminosa o sombría del mundo que he encontrado en poemas y relatos, o en mitos que han recreado las imágenes de la bóveda celeste, del cosmos y de las fuentes de la luz visible. A lo largo del texto aparecen también utopías y distopías, ciudades ya desaparecidas junto a imágenes fugaces del mundo contemporáneo, siempre en devenir. La mayor parte de los ejemplos que se citan responde a elecciones personales, forman un atlas hecho al azar que de ningún modo excluye la capacidad de otros edificios o relatos de expresar el mismo juego con la luz que se ha establecido siempre bajo el mismo cielo. Todo esto dibuja un itinerario abierto que se ha ido acotando y ordenando, para convertirse en este libro que ahora se abre.

INTRODUCCIÓN

Las páginas que siguen van ordenando pensamientos sobre la luz a partir de la experiencia de habitar el mundo, el paisaje y, en especial, la arquitectura. No tratan de explicar la naturaleza de la luz como fenómeno físico, sino de pensar y de perseguir su trazo, desde sus fuentes más distantes hacia las cosas de este mundo. Un recorrido que quiere comprender el juego entre la luz y la arquitectura dentro de los espacios en los que vivimos, en lugares que construimos e iluminamos, desde la casa hasta la ciudad.

El juego de la luz en el espacio lo aprendemos a partir de la percepción, de la memoria y de la cultura. Está vinculado al descubrimiento de las imágenes del arte y de la poesía, que recrean a su modo las luces y las sombras del mundo. Nuestras lenguas poseen palabras que surgen de las impresiones que la luz ha fijado en la experiencia. El lenguaje está bien nutrido de términos que tienen su origen en la luz y en la oscuridad. En el decir cotidiano utilizamos sin saberlo imágenes de origen luminoso o sombrío para contarnos emociones o matices sutiles de la realidad y del recuerdo. Todas las culturas han dado sentido a la luz: de este sentido depende la imagen que nos hacemos del mundo para poder habitarlo.

La luz, como fenómeno, se mantiene en la penumbra de los misterios, incluso la física contemporánea declara no acabar de conocerla del todo. La luz sigue encerrando enigmas en los pliegues últimos del universo que aún desconocemos. Tiene mucho que ver con lo mistérico. En sentido literal y figurado, la luz viene acompañada de la sombra: está cerca de la frontera con la oscuridad. La conciencia reconoce todo lo que es luminoso junto a lo que es sombrío. En los espacios que construimos, la luz parece intangible: se escapa de las manos y rehúye la materia. En realidad solo podemos abrirle o cerrarle el paso. En el interior de esos espacios, la luz se anuda a la oscuridad, para que podamos vivir y descansar.

Incluso para quienes no pueden ver, la luz es presencia, porque es idea, es calor, condiciona el pensamiento y la atmósfera que nos rodea. La sentimos, más allá de la visión. La luz es matriz del color, de los colores. Se divide en el espectro de los colores, dentro de los umbrales a los que es sensible el órgano de la visión propio de nuestra especie. El ámbito de la luz visible se expresa en el asombroso haz del arcoíris. Cada sustancia desvela en el color secretos íntimos de la materia, desde lo más cercano hasta lo más lejano del cosmos.

En el mundo que habitamos, recibimos la luz del Sol, de la Luna y de las estrellas, y nos acompañamos de la que proyecta el fuego y generan las fuentes luminosas elaboradas por la técnica. La atmósfera refleja y disipa la luz durante el día solar. Todo lo que vemos, lo trae consigo la luz. Vivimos dentro del ámbito de la luz y manejamos haces de esa misma luz para estructurar los interiores de los espacios que construimos. Repetimos las condiciones de luminosidad en todos los artificios que la tecnología ha podido fabricar para reflejarla, multiplicarla, mantenerla activa. El cristal parece franquearle el paso, y algunas sustancias la filtran, la gradúan o la devuelven; los espejos la reflejan. Incluso parece que somos capaces de crearla, no solo de recrearla en nuestro mundo material.

La historia de la arquitectura demuestra que tanto la luz como el color han sido tratados como parte de sus materiales, a pesar de que no son materia sino propiedad de la materia. Es posible que la virtud de la arquitectura consista en saber tratar con estas propiedades de los materiales y con la fuerza de la luz. No deberíamos construir ningún espacio que ignore su presencia y su energía. Tenemos que aprender también a proteger el espacio habitado de la fuerza y de la intensidad de esta radiación, aprender a administrar su energía.

La historia de las artes figurativas y plásticas está sembrada de destellos de luz y de colores. El arte representa la luz, hace que se manifieste. La pintura la captura y la convierte en su aliada, ya sea figurativa o abstracta. Hoy, las nuevas formas de arte, cuyas transformaciones son parte de su libertad y de su destino, siguen manteniendo un pacto con la luz. La escultura permanece bajo la luz, que releva su presencia y subraya su estabilidad. El cine ha sido divulgador de las estructuras que la luz crea en el devenir de la vida y en la ficción: sus luces y sombras sustentan las historias que nos cuenta. La fotografía captura instantes de luz, impresiones fugaces que luego permanecen como representaciones de esos primeros instantes. Por más que las imágenes de la fotografía formen una nube inmaterial que viaja por la red, el primer instante de una fotografía es el de una captura del mapa luminoso que sostiene una escena. La poesía y toda la literatura se pliegan y repliegan en torno a la imagen de la luz: no existe una historia que no hable de ella y el decir metafórico de la poesía se sirve de su fuerza y de sus atributos para explicar de otro modo el mundo.

En el ámbito de las religiones, la luz es un símbolo poderoso, el aura de la divinidad. En los orígenes de la filosofía, la luz también quiso explicar el mundo y los misterios. Más allá de esos orígenes, la luz representa a la razón, y a la conciencia del ser. El alma la reconoce en su introversión. La representación del alma en forma de llama, la luz que centellea en la mirada, sugieren esa naturaleza luminosa de cada existencia. También los animales llevan luz en su mirada. Las plantas, las algas y algunas bacterias transforman la luminosidad, la luz visible, en vida, a partir de la fotosíntesis, y prosperan haciendo acopio de ella como alimento. La mayoría de los animales, incluyendo a los humanos, se alimenta de luz a través del mundo vegetal. Toda la biosfera depende de esta función básica de transformación de la luz en materia viva.

No existiría la biosfera sin la luminosidad del Sol. Pero la luz de nuestra estrella, que llegaba antes de cualquier forma de vida que la pudiera percibir en la Tierra, dejará de brillar un día. Probablemente la biosfera colapsará antes del final del Sol, cuando el equilibrio actual se pierda en la Tierra. La muerte del Sol, conjeturada dentro de cinco mil millones de años, supondrá el final del propio planeta y de sus condiciones de luminosidad. Esa escena final sucederá bajo un juego quizá terrible de la luz que nadie verá desde el palco privilegiado que ocupa la vida consciente en el planeta.

Tampoco la belleza puede existir sin alguien que la contemple y la reciba. A veces, decimos que la belleza es como una luz, que resplandece, que brilla. En realidad, es la percepción lo que crea la belleza y le da el ser a la luz: ambas existen plenamente porque percibimos, vemos y sentimos.

La luz sobrepasa lo que es visible. Su velocidad es un límite infranqueable en cuya proximidad el espacio y el tiempo se transforman, respecto de nuestras nociones de espacio-tiempo. A pesar de eso, marca la medida de nuestro tiempo humano. En un planeta como el nuestro, nuestra casa en el cosmos, los ritmos de la luz condicionan el tiempo. Medimos el tiempo contando las repeticiones de sus ciclos: los días, las estaciones, los años. Vemos pasar el tiempo de cada jornada considerando los cambios de la luz desde nuestra casa. Los espacios construidos, los edificios, son como relojes de sol, cambian bajo su luz. La transformación y la duración de la radiación solar expresan también la posición terrestre. La luz determina en buena parte los climas y les da su carácter y la posibilidad de habitarlos. Cada clima ha marcado la forma espontánea del hábitat, los primeros patrones lógicos para seguir iluminando y construyendo espacios. Los ritmos de la luz afectan al funcionamiento de los organismos y su ausencia en horas largas puede provocar todos los matices de la tristeza, de la melancolía. Construir hace posible regular la luz y mitigar esa dolencia del alma que se agrava con su carencia, además de sanear y templar el espacio cerrado con su radiación.

Todas las culturas han elaborado cronologías más o menos precisas, desde el cálculo de los meses, considerando los ciclos lunares, o de los años, considerando los solares. A partir de estas cronologías cada cultura establece un principio distinto para el origen de los tiempos. El cómputo exacto del año solar ha sido difícil y sus errores tienen consecuencias en la medida de las edades de la historia. Pero los días se cuentan con la claridad de la luz en todos los calendarios, desde cada una de las situaciones terrestres. Podemos contar en días, sin equivocarnos, cualquier acontecimiento y cada una de nuestras vidas.

La luz circunscribe el plazo del tiempo individual porque abre nuestros días y los cierra. Esa es su forma de ser medida en la existencia. Los días contados que nos tocará vivir van sedimentando la memoria del tiempo y del espacio. Cada amanecer se suma a la cuenta de los días que preceden, pero no sabemos contar los que faltan. Decimos que nacer es abrir los ojos: ver la luz, o sentirla cercana. Decimos también dar a luz, cuando damos la vida. Y si nuestra vida se termina, sabemos que esa luz se apaga. Esperamos reencontrar la luz más allá de nuestra vida en el mundo y acaso la encontraremos de nuevo en el secreto del cosmos. Al menos, nos mantendremos vivos en el pensamiento de quienes nos recuerden, envueltos por la luz de la memoria.

 

 

—y una mañana, levantándose con la aurora, se
colocó delante del sol y le habló así:

¡Oh gran astro! ¡Qué sería de tu felicidad si no tuvieras
a aquellos a quienes iluminas!

Durante diez años has venido hasta mi caverna: sin
mí, mi águila y mi serpiente tu te habrías hartado de tu luz y de este camino
.

Pero nosotros te aguardábamos cada mañana, te
liberábamos de tu sobreabundancia y te bendecíamos
por ello
.

tengo que bajar a la profundidad: como haces tú por
la tarde cuando traspones el mar llevando luz incluso
al submundo, ¡astro inmensamente rico!

Yo, lo mismo que tú, tengo que hundirme en mi
ocaso...

¡Bendíceme pues, ojo tranquilo, capaz de mirar sin
envidia incluso una felicidad demasiado grande!

¡Bendice la copa que quiere desbordarse para que de
ella fluya el agua de oro llevando a todas partes el
resplandor de tus delicias!

Así habló Zaratustra, FRIEDRICH NIETZSCHE

I

ACERCA DE LA LUZ

1

LA LUZ COMO PRINCIPIO

Ripped from the concept of our lives
and from all concept
somehow, and plainly,
the sun will come up
each morning
and sink again
.

Shadows, WILLIAM CARLOS WILLIAMS

La luz brillaba en el mundo antes de que los seres humanos decidieran cerrar espacios para habitarlos; antes de que nadie la pudiera observar en los reflejos del agua, en los rayos que tiemblan entre las ramas de los árboles, que se proyectan sobre las superficies de las piedras. Antes de que su presencia alegrara el interior de una casa o dignificara el espacio de un templo. Tampoco nadie vio o percibió, al principio, las llamas que estallaron en el cosmos, ni las pequeñas luces que encienden las mismas estrellas o la luz plata de la Luna. Durante miles de millones de años ningún ser humano miró hacia el Sol, ni hacia las estrellas, desde este planeta.

El género homo, se separó del tronco común de los primates hace entre cinco y seis millones de años. Esta fecha explica el principio de nuestro linaje pero no representa el principio de la conciencia de la luz: no podemos saber cuándo una conciencia viviente fue capaz de contemplar la luz y quizá de asombrarse ante ella. Toda forma de vida en la Tierra ha establecido vínculos con la luz: muy distintos, según cada organización vital. La luz importa para todos los seres vivos, pero ha modelado en especial el carácter de nuestra especie que la ha percibido y sentido, y que la ha utilizado, imaginado e interrogado. Su presencia revolotea entorno a todas las manifestaciones que nos permiten recuperar las huellas humanas en la Tierra.

Esa luz que podemos ver e interpretar desde el mundo humano, es la que abre ahora nuestra primera escena. Ya que es posible esbozar un paisaje bajo la luz en los orígenes del mundo, gracias a la tenacidad de la ciencia que ha ido dando respuestas acerca de sucesos de un tiempo anterior a nuestra existencia humana, sucesos que abren nuestra posibilidad de ser en esta Tierra.

Al principio habitó la luz en soledad absoluta en la Tierra, porque no hubo vida. El Sol se formó junto a todo el sistema de planetas al que pertenece el nuestro, hace cuatro mil seiscientos millones de años. Y la vida apareció con la formación de los organismos que llamamos bacterias, entre quinientos y setecientos millones de años después del nacimiento del Sol, de nuestro planeta y de todos los que forman el sistema que llamamos solar, el séquito de cuerpos que siguen a esta estrella. De esta fecha datan los primeros registros fósiles de bacterias.

Antes de que la vida se abriera paso en la tierra, el cielo aparecía como una coraza espesa de gases que formaron la primitiva atmosfera. La Tierra, expuesta en origen al bombardeo de cuerpos celestes, fue sombría, aunque su superficie estaba sometida a temperaturas muy altas. La atmósfera primitiva dificultaba el paso de la luz solar al estar formada por gases que la espesaban y por el vapor del agua que, más tarde, formó los océanos al enfriarse. La medida de nuestro tiempo, que representa el ciclo solar, fue muy distinta en principio, pues el día entonces apenas duraba unas cinco horas. La Luna, cuya luz importa aquí también, más allá de su acción sobre otros fenómenos de la naturaleza, se formó en esta fase a partir de la gran colisión de un cuerpo semejante en tamaño a un planeta como Marte. Aquella atmosfera cedió progresivamente el paso a los rayos solares y se transformó por la actividad fotosintética de las primeras bacterias, y más tarde por la de las algas y las plantas, que inyectan oxígeno y regulan la emisión de CO2.

Esta historia, la biografía de nuestro planeta, está ya escrita y contada por la ciencia actual, plantea las imágenes de un tiempo que nunca habitó el ser humano, y que nunca regresará. El dramatismo de esas escenas anteriores puede permitir que imaginemos las condiciones de un mundo sin luz. Entendemos cómo el paso de esas tinieblas a un mundo iluminado se parece, para nuestra experiencia, a la forma en que después de las tormentas vuelve a reinar la luz, o a la forma en que amanece después de una noche que alarga la angustia y el insomnio. Por esta razón las he recordado. Todas estas posibilidades alimentan nuestra imaginación de la luz, más allá incluso de la conciencia, nos dan la medida de nuestro mundo y del lugar exacto que nos ha tocado vivir en el Cosmos, como seres de conciencia y memoria.

La formación de los océanos precede en más de doscientos mil años a la aparición de las bacterias que iniciaron la transformación de la atmósfera. La vida que surgió gracias a la radiación solar, lo hizo en el agua y fue posible gracias a ella. Y lo seguirá siendo, solo mientras el planeta tenga la temperatura necesaria para mantener el agua en su estado líquido. La vida que surgió primero y todas las formas de organismos que han aparecido en la tierra mantienen ese vínculo con la luz del Sol que, a su vez, enlaza entre sí a todas las criaturas. Los organismos vivos, tal y como lo ha explicado Lynn Margulis, necesitan precisamente la luminosidad, es decir la radiación emitida en la frecuencia que la hace visible también para los ojos de los seres vivos. Los organismos vivos se definen porque son capaces de autoproducirse y de mantenerse: cuidan de sí mismos y cambian —mueren también —para poder mantener las condiciones de la vida en su especie. Los organismos vivos son autopoyéticos, y esta condición se extiende a la biosfera, a Gaia, según la denominó James Lovelock y que Lynn Margulis considera también un ser vivo y autopoyético. Gaia —o Gea, como suele traducirse en nuestra lengua— fue el nombre que se le dio en la Antigua Grecia a la diosa de la Tierra. La biosfera responde a una concepción muy reciente de la Naturaleza en la que resuena el diálogo de Platón Timeo, redactado hace casi dos mil quinientos años, que recuerda que el Todo fue creado como un ser viviente perfecto. Timeo contiene uno de los relatos de la creación del mundo más influyentes en la historia de nuestra cultura. El cosmos platónico no está tan lejos del nuestro.

Para seguir el camino de la luz tal y como la recibimos, hemos de comprender la singularidad de la atmósfera, como parte fundamental de la biosfera. Nuestra atmósfera —la capa gaseosa que protege al planeta— ha sufrido importantes transformaciones hasta alcanzar la distribución de gases que presenta hoy: una quinta parte de oxígeno (O2) y casi tres cuartas partes de nitrógeno (N2), así como una mínima parte de CO2, gas metano (CH4) y trazas de otros gases. Esta composición, que es semejante desde hace setecientos millones de años, es la que mantiene el equilibrio necesario para el sucederse y auto-producirse de la vida: imprescindible para los seres que respiramos, para el mantenimiento del equilibrio de mares y océanos. Los seres vivos en interacciones complejas han sido quienes han mantenido en equilibrio la atmósfera hasta convertirla en lo que nuestra mirada encuentra al alzar los ojos hacia el cielo y al considerar su entorno. La luminosidad del Sol ha aumentado en un 30% desde los orígenes del sistema planetario, pero la regulación de la atmósfera no ha permitido el calentamiento de la Tierra. La biosfera actual limita la presencia de los gases de efecto invernadero —CO2 y metano— que abundaban en las fases primeras de la historia de la Tierra en que nuestra estrella calentaba menos.

La luminosidad expandida del Sol, la sensación de inmersión luminosa que nos acompaña en las horas del día y la imagen de transparencia del espacio estelar en la noche son debidas a las proporciones que mantiene la atmósfera. La creación y el mantenimiento de este equilibrio en la atmósfera hacen posible que el mundo aparezca tal y como lo vemos. La atmósfera actual permite que alcancemos a ver desde la Tierra el espacio cósmico que la envuelve, semejante a una cúpula azul en días despejados, en días limpios en que la Luna puede ser visible. La atmósfera permite que veamos las estrellas y los planetas cercanos a simple vista en la oscuridad de la noche, aunque debilita la intensidad de su imagen y hace que las mismas estrellas titilen. Desde la Luna, dado que no posee atmósfera, las estrellas parecen más luminosas y dejan de temblar.

Así, la atmósfera es el filtro fundamental que nos vincula visualmente a la luz solar y a la luz procedente del cosmos. Vivimos dentro de la atmósfera, como otros seres viven dentro del mar. Algunos seres viven debajo de la superficie de la tierra, pero a sus galerías y nichos también llega parte de la atmósfera. La visión humana es óptima dentro de las condiciones aéreas de esa atmósfera. Más allá, vemos a partir de recursos ingeniosos: un cristal nos permite ver con claridad dentro del agua, los aparatos ópticos permiten la visión fuera del ámbito de su alcance. Los receptores de ondas y radiaciones reconstruyen las imágenes más lejanas del cosmos.

Hoy sabemos que el incremento de los gases de efecto invernadero en la atmósfera, debido a la acción humana, está causando el aumento de la temperatura de la biosfera, y que ese es uno de los efectos que precipitan el cambio climático que se avecina ya sin remedio. Probablemente esos gases debiliten la luminosidad que recibimos del Sol pero el efecto más grave será el aumento de la temperatura y el deterioro del aire que respiramos. Tendremos que adaptar nuestros refugios, nuestra arquitectura, a las nuevas condiciones. De algún modo este proceso ya está en marcha, pero somos inexpertos frente a cambios que están siendo muy rápidos. La arquitectura ha sido sostenible de manera espontánea durante milenios en la construcción del hábitat, aunque también ha derrochado fuerzas, materia y energía en las construcciones de carácter simbólico. A partir de la revolución industrial, de la construcción de los inmensos organismos de las ciudades y de la exploración de límites estructurales, se ha iniciado un camino en el que el equilibrio entre recursos y beneficios se distorsiona sin aparente vuelta atrás. Ya hace tiempo que se ha creado la voluntad de corregir esta distorsión —hace tiempo que nos prometemos la exploración de ciudades y construcciones sostenibles— pero este proceso va muy despacio y ahora corre el riesgo de no llegar a tiempo. Para reconducir los caminos de conservación del medio, la arquitectura tiene que aprender de su pasado, de formas constructivas que la tradición ya había sabido ajustar al medio y a sus recursos. Y tiene que esbozar su futuro, utilizando la tecnología a favor de esta emergencia que implica el cuidado de la biosfera.

Hace muy poco que hemos podido observar nuestro planeta desde el espacio: aparece azul, envuelto y protegido por ese lienzo rasgado de nubes blancas, a través del que se perciben vagamente las figuras de los continentes. Nadie vio esta imagen desde el espacio hasta 1961, desde la nave Vostok 1, tripulada por Yuri Gagarin, y nadie tomó una fotografía de ella hasta que lo hizo Gherman Titov desde la Vostok 2, unos meses más tarde en el mismo año. Antes, en 1947 una cámara en un cohete V-2 no tripulado había realizado fotografías de la tierra desde una altura de 100 km. La imagen de la tierra en color y mostrando su cara completamente iluminada, conocida como The blue marble, tomada en 1972 desde el Apolo 17, es quizá la que ha difundido por primera vez la brillantez armoniosa de esa atmósfera que filtra la luz que recibimos del sol. Estas imágenes, hoy a nuestro alcance en miniatura dentro de los dispositivos informáticos, nos hacen creer que conocemos a nuestro planeta y las hemos incorporado a la conciencia y a la memoria: una bola azulada, parecida a aquellas canicas con las que hemos jugado, protegida por un manto atmosférico. Una esfera luminosa que flota en la negrura del espacio interplanetario.

De los otros mundos o planetas de nuestro sistema llegan también noticias e imágenes cada día más precisas, fruto de la tecnología que lanza sondas hacia las regiones más distantes del sistema y del universo. En ninguna de las descripciones y de las imágenes que van dando sentido a esa otra escena más lejana, falta una comparación con las condiciones ambientales de la Tierra y, en especial, con las imágenes de la luz en los paisajes que conocemos. A veces se divulgan imágenes de otros mundos sin atmósfera, como sucede en nuestro único satélite natural, la Luna, así como de otros planetas del sistema solar. Los planetas más lejanos, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno, llamados gigantes gaseosos (los dos últimos también gigantes helados), tienen atmósferas donde domina el hidrógeno lanzado por el viento solar: de tal densidad, que los rayos del Sol no alcanzan sus núcleos rocosos, pequeños y helados.

Más allá de esos mundos gigantes se establece un último círculo de planetas enanos —Plutón, Haumea, Makemake y Eris— y la región final de la influencia solar, a 15 000 millones de kilómetros de distancia de nuestra estrella. Desde allí, el Sol es visible apenas como una estrella entre muchas, de las que vemos desde la Tierra en noches claras. Allí, lejos, la oscuridad del espacio domina cualquier entorno, es ya la oscuridad de una noche que solo el brillo de los astros lejanos rompe. La luz estallaría de nuevo en la cercanía de cada uno de los millones de soles, estrellas y galaxias que vamos descubriendo, incontables aunque finitas, como la arena de playas y desiertos.

La luz colapsa en las proximidades de un agujero negro, cuya masa genera una fuerza de gravedad capaz de detener el tiempo: quizá el único objeto que representa la cara opuesta de la luz, la tiniebla radical, imaginada también, intuida, en muchos relatos sobre los orígenes del mundo. Los agujeros negros, conjeturados por la Teoría de la Relatividad, parecen ocupar el centro de las galaxias. En este mismo año, en 2019, ha sido capturada la imagen de uno de ellos. Se ha obtenido una fotografía difusa de esa nada de luz, realizada desde múltiples telescopios distribuidos en la tierra que forman a su vez el círculo de una gran óptica, como un inmenso telescopio.

Todo esto nos plantea extraños paisajes de oscuridad absoluta y de noches eternas y cerradas, así como imágenes de estallidos de luz en la fase final de las estrellas. Solemos imaginar y construir la idea de estas otras escenas cósmicas a partir del mundo conocido: ese principio que rige la imaginación humana, según veremos, es fundamental para la imaginación del espacio arquitectónico. Tenemos que construir las pautas de una imaginación de la luz, en el sentido más amplio posible, para reinterpretarla en las artes representativas, en la literatura y en las artes constructivas. La imitación en bóvedas y cúpulas del cielo visible e invisible ha sido muchas veces recreada en la arquitectura, como veremos. Y, si se trata de pensar la luz con todas sus consecuencias, la información privilegiada de este último siglo de exploración espacial será la nueva fuente que alimente nuevos escenarios y paisajes que se unan a los que ha inventado la literatura y el cine en utopías y distopías, visiones de futuro que siguen golpeando la imaginación y la conciencia.

Las imágenes en transformación que podemos reconstruir de nuestro mundo a partir de las indagaciones de la ciencia, más allá de este momento que habitamos, representan una nueva cosmología pero también una cosmogonía, un relato aun incompleto de la creación del mundo que se podría extender hacia el cosmos más lejano, hacia la formación de las galaxias y al esbozo de un principio del universo, incluso más allá del Big Bang, detrás de cuya explosión se conjeturan hoy otras realidades. Imágenes de nuestro pasado y de nuestro futuro, tanteos que permiten repensar los límites del espacio, del tiempo y de la luz.

La ciencia va desentrañando la naturaleza de la luz, aunque es probable que sus fenómenos aún guarden secretos. Sabemos que se propaga en forma de radiación electromagnética —según los planteamientos primeros de Faraday y Maxwell hechos a mediados del siglo XIX—. Sus caminos siguen así la trayectoria teórica de las llamadas «líneas de Faraday». La concepción de la luz como radiación parecía terminar con el misterio de su presencia y de su naturaleza, aunque solo explicaba los caminos a través de los cuales se propaga, nada decía de su composición más íntima. La luz seguía siendo un enigma.

Carlo Rovelli, físico e historiador de la ciencia, en una hermosa obra de reflexión científica titulada La realidad no es lo que parece, ha escrito lo siguiente acerca de la visión y de la luz:

La luz no es más que una vibración rápida de la maraña de las líneas de Faraday, que se encrespan como un lago cuando sopla el viento. En realidad, pues, no es verdad que no veamos las líneas de Faraday, vemos sólo líneas de Faraday que vibran. Ver quiere decir percibir la luz y la luz es el movimiento de las líneas de Faraday. Si vemos a un niño jugar en la playa es porque entre él y nosotros está esa trama de líneas vibrantes que nos trae su imagen. ¿No es maravilloso el mundo?

Las vibraciones de esta forma de radiación, según la frecuencia, crean el efecto de los colores en el espectro visible para nuestros ojos, entre el rojo y el violeta. Nuestros ojos son capaces de distinguir las ondas electromagnéticas de distinta frecuencia, aunque no sean capaces de medirlas. Según la frecuencia de emisión de la luz, y de la longitud de onda, vemos un color determinado. El color está producido por la parte de luz que devuelve una materia, es el resto