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Los dos sobrevivientes despertaron en el luminoso templo ubicado en el centro del jardín. Sobre el altar orlado de las más exóticas flores brillaba un triángulo de oro, y la joven pareja recordó lo que su abuela les había dicho en relación con los tres círculos concéntricos y la triunidad del universo. Al no ver a nadie, la chica se aferró a su hermano como queriendo evitar la afrenta de la cobardía. Pero enseguida, ya postrados los sentimientos, aparecieron Uno y Dos con su aureola de sabiduría y bondad.

—¡Bienvenidos al Jardín de la luz, el origen de la nueva mitología! —dijo Uno. Y como ninguno de los chicos respondió, siguió hablando—: En este planeta que le tocó vivir a vuestros padres todo se trastocó, y ahora hay que comenzar de nuevo, una vez más, desde el origen, como la primera pareja refundadora de una civilización basada en la confianza y la lealtad. Los dos vais a ser ahora marido y mujer, en una unidad sagrada que debe durar hasta la sublimación de vuestra personalidad con el Padre Celestial. La relación de pareja, además de constituir la base de todo proceso civilizador, es tal vez el mayor logro del libre albedrío humano: poder escoger a la persona que amas. Y es con ese amor con el que vais a hacer crecer el nuevo proyecto divino, refundar una civilización armoniosa y sabia sobre las ruinas de la actual. Así que empezaremos por un reconocimiento a vuestra morada.

Esa mañana, y buena parte de la tarde se la pasaron viendo sin opinar, atentos a las indicaciones que Uno y Dos les hacían, y rechazando los rebrotes de conciencia del ominoso pasado inmediato.

El segundo día lo dedicaron al conocimiento de los animales y las aves, y se quedaron fascinados cuando oyeron a un loro recitar un aforismo de su padre: «El que recibe los dones más grandes de manera gratuita, los pierde de manera gratuita».

El tercer día se enteraron de los nombres y propiedades alimenticias y curativas de las plantas.

El cuarto día los llevaron a ver la membrana de luz que envolvía el entorno, y les dijeron con enseriecida claridad, como lo habían hecho con su padre, que el día en que quisieran salir de allí podían hacerlo sin que nadie los detuviera; pero, como también le habían enfatizado a su padre, una vez que salían perdían la protección de los controladores de energía y quedaban a merced de la muerte como cualquier forma animal.

El quinto día les explicaron cómo debían organizar su vida, dedicando una parte de su tiempo al sustento, otra a la obra colectiva, y la tercera, y más importante, a adorar y dar gracias al Creador Supremo que lo controla todo.

El sexto día Uno los sentó a la puerta del templo y les dijo que tanto ellos como sus hijos podían procrear entre sí; y que una vez alcanzados los cien mil descendientes podrían salir del jardín para mezclarse con los hijos de los mortales sobrevivientes.

El séptimo día los introdujeron en el templo del Padre Celestial. Y allí fue Dos la que se encargó de explicarles cómo se tenía que orar y adorar, que eran las dos formas más elevadas para acercarse al Supremo. Les dijo que orar era básicamente agradecer; y que no había que pedir directamente en beneficio de uno mismo, sino de los demás. Adorar era ya fundirse con lo divino, querer hacer en todo momento la voluntad del Supremo.

Esa noche la chica abrazó a su hermano con un amor desmedido, que desbordó enseguida en estremecido llanto. Él la tomó de la mano en actitud protectora y la condujo a la intemperie. Luego le pidió que se tendiera a su lado y los dos se quedaron en silencio, tratando de abrir sus ojos al límite para que les entrara toda la belleza cósmica de esos millones de estrellas con millones de planetas habitados.

LEONARDO DA JANDRA

EL HOMBRE
SOBERBIO

BARCELONA  MÉXICO  BUENOS AIRES   NUEVA YORK  MADRID


© Leonardo da Jandra, 2018

ISBN: 978-84-17668-04-4

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Esta es la historia de un héroe excepcional, uno de los más grandes guerreros que registran nuestros archivos planetarios. Apareció de golpe, sin que ninguna secta o visionario lo anunciara. Y llegó en uno de los momentos más críticos en la entera historia del planeta, cuando la corrupción de los valores enseñados miles de años atrás por las mentes más sabias alcanzaba un punto de ruptura: la amenaza de un regreso brutal a las más oscuras edades.

Desde niño ya era ostensible su diferencia, con un cuerpo y una salud excepcionales, y con la inteligencia de un felino salvaje que observa en máxima tensión las rutinas del herbívoro que va a devorar. En la legendaria imaginería que después se construyó en torno a sus años pueriles, lo más realzado era la seductora fragancia que emanaba de su cuerpo y la fascinante claridad de sus ojos, que tan celebrados serían al ser enfocados durante el fragor de las contiendas; así también era admirada, y mediáticamente muy reproducida, su armoniosa arquitectura corporal y la impresión de fuerza invencible que emanaba su agigantada figura.

Nadie supo la razón que motivó al asceta Amonio, que fungió como padre y maestro en su niñez, a ponerle el arrogante nombre de Helioson; pero muy pronto, en cuanto los medios comenzaron a magnificar sus hazañas, se le reconoció a nivel planetario como el Hijo del Sol.

Nadie podría sospechar que este superniño representaba una peligrosa arma en potencia hasta el momento en que fue raptado. No existía el menor expediente en la red virtual, ni el menor registro público sobre el día y el lugar donde había nacido esta criatura solar que pasaba horas acechando y destruyendo gozosamente toda forma de vida reptante, con una voluntad tan decidida que ni el mismo Amonio la podía controlar.

—¡Te he dicho que no vuelvas a hacer eso, que solo lo hacen las bestias! —lo reprendía a menudo.

Y el chico respondía con una contundencia que paralizaba de raíz las intenciones punitivas del riguroso filósofo:

—¡Padre, tú mismo me dijiste que para hacer el bien tenemos que destruir el mal!

—No, hijo mío, el mal se destruye a sí mismo.

Una tarde, después de perseguir y dar alcance a un hambriento perro montés que se había acercado a la cabaña con intención de llevarse un cabrito del corral, fue sorprendido mientras observaba con sus ojos radiactivos la ensangrentada cabeza que acababa de separar del cuerpo del animal con una violencia excesiva.

—¿Qué has hecho, desgraciado? —le increpó Amonio.

El muchacho arrojó con desdén la cabeza del animal y fijó los dos soles azules de su mirada en las ensangrentadas manos.

—¡Mírame, te estoy hablando! —exigió el padre, ya molesto por la facilidad con que a últimas fechas el chico lo sacaba de sus casillas con sus caprichos bárbaros.

El chico lo encaró adelantando la mano derecha para hacer más visibles los tres círculos azules impresos en el centro de la palma ensangrentada:

—Quiero que tú también me respondas muchas cosas. Podrías decirme, como el padre compasivo que eres, ¿qué significa esta seña de identidad?

—¡Cuántas veces te he dicho que no debes responder a una pregunta con otra pregunta! —replicó el padre, recordando los ya lejanos años de docencia universitaria en que tenía que enfrentarse con los académicos hermeneutas.

—Mientras no me des una respuesta satisfactoria, seguiré insistiendo para conocer lo que no conozco —respondió con arrogancia el adolescente.

—Yo no puedo, y dudo que alguien pueda algún día colmar esa esperanza… Esa marca ya la tenías en la mano cuando te arranqué de los brazos exánimes de tu madre.

—Sí, eso ya me los has dicho…

—Pues es todo lo que sé. Lo que ahora importa, hijo mío, es que domines esa tendencia irracional a la destrucción, propia de las bestias sin alma. Ninguna conciencia superior se regodea en el castigo o la destrucción de sus enemigos. A veces lo que veo en tus ojos me asusta, y quisiera que hubieras aprendido de mí el costo avasallador de la soberbia, para no cometer los mismos errores ni dejarte seducir por los mismos desatinos.

El chico buscó la mirada del padre y masculló con intención confrontante:

—Ojalá pudieras decirme con la suficiente claridad para que yo lo entienda, la diferencia entre la soberbia y la verdad.

—Lo que yo pudiera decirte en este momento no sería más que palabrería vana, hijo mío. Tú mismo tienes que aprender a enfrentar ese rencor ciego que te posee; y nada me da más tristeza que verte así, malogrando la grandeza de tu destino.

—¿Acaso serías más feliz sin mí, o preferirías que fuese un niño cobarde como esos animalitos del corral pegados a sus madres? —dijo el muchacho ante la mirada indulgente de su padre.

—Hijo mío —balbuceó el filósofo al tiempo que enfatizaba con movimientos de cabeza el desacuerdo— hace muchos años que renuncié a juzgar para no ser juzgado. Sé muy bien que tendrás que aprender por ti mismo a vencer la violencia que te tiene subyugado.

Pero los momentos más arrogantes vendrían después, al competir con los demás compañeros en el colegio militar. Resultaban siempre muestras injuriantes de ofensiva superioridad, el mismo regodeo cruel del depredador que doblega a sus víctimas y las hace chillar como bestezuelas destinadas al sacrificio. Uno de los maestros encargado de enseñar disciplina se deleitaba en extremo con los inverosímiles recursos violentos de este adolescente superdotado. El multicondecorado coronel, al conocer por la información que recabó que el chico no tenía padres ni familiares, decidió entregarse por completo a la tarea de moldear al más eficiente defensor del orden social: el soldado más perfecto de su tiempo. Sin embargo, la relación entre el aprendiz superdotado y el maestro implacable se quedó muy por debajo de las expectativas. Ante la multiplicación de acusaciones y expedientes disciplinarios, la dirección de la academia militar acordó asignarle la tutoría del cadete al reconocido filósofo Aristóbul, que hizo todo cuanto estuvo a su alcance para encauzar los excesos beligerantes del joven.

Algunos maestros de la academia culparon al antisocial Amonio por no haber reprimido durante la infancia del adolescente esas tendencias destructivas que representaban una amenaza a toda forma de ley y orden. Pero a decir verdad, ni el asceta Amonio ni el profesor Aristóbul pudieron neutralizar la perversa inclinación del muchacho a la rebeldía; desobediencia que se acentuó aún más con los torpes aleccionamientos de los maestros militares, y con sus rutinas de ensalzamiento de la fortaleza y el consiguiente desprecio de los débiles. Toda esta glorificación del héroe invicto terminó moldeando de manera definitiva el carácter marcial del joven guerrero, y lo aisló bajo una membrana de fría desconfianza que lo condujo fatalmente al desprecio implacable hacia todo lo masivo.

Los registros videograbados del momento en que el chico fue separado de la tutela de Amonio, muestran un adolescente bello e inusitadamente agresivo. En las imágenes pueden distinguirse los sorprendentes movimientos con que el joven deja inconsciente al oficial del grupo que intentó someterlo. El militar, en una acción que reflejaba su adiestramiento implacable, no reparó en la actitud amistosa del muchacho y lo agarró por el cuello con su brazo derecho desde atrás, mientras el izquierdo sostenía con agresividad el arma. Nadie del comando militar, ni el propio Amonio, daban credibilidad a la rapidez con que este adolescente de apenas trece años se encogió y metió las manos entre sus piernas para jalar la pierna derecha del militar y derribarlo de manera fulminante, inutilizándolo luego con un pie sobre el cuello. Al voltear hacia el segundo militar con intención belicosa, la voz de Amonio se impuso con jerarquía:

—¡Un momento, dejémonos de comportar como salvajes!

Para sorpresa del joven, Amonio, después de ver las órdenes brillar en la tablilla electrónica, le pidió que se disculpara y que se dejara conducir sin violencia, pues estos emisarios solo cumplían mandatos superiores. Sin embargo, al darle un emotivo abrazo de despedida le susurró al oído:

—Te están raptando, pero si sacas las mejores enseñanzas de esta nueva experiencia pronto podrás liberarte y asumir tu destino.

No era la primera vez que su padre le mencionaba la palabra destino con implicaciones libertarias. Así que, mientras se lo llevaban, se lo quedó mirando en espera de alguna otra señal que contribuyera a dilucidar esa humillante sensación de desencuentro.

Ya familiarizado con las rutinas de la academia militar, se le permitió el acceso a la red global Nevis (Nexos Virtuales Intercognitivos). Pronto se aficionó a los juegos de guerra y a buscar las biografías de los más grandes héroes y de los más osados personajes literarios. Pero un día, recibió en la red un mensaje anónimo que hacía referencia a Amonio, y al abrirlo descubrió los pormenores de la deshonrosa expulsión de su padre-tutor de la universidad, con la posterior condena al ostracismo. Desde entonces su desconfianza hacia los guardianes del poder se tornó ofensivo desprecio.

En consonancia con el potenciado odio que corroía su corazón a partir del descubrimiento de las humillaciones que le habían infligido a su padre, su soberbia precoz, producto del desprecio y maltrato de toda forma de vida reptante en sus años pueriles, le indicó que ya no debería obedecer órdenes. De manera que, mientras fingía coincidencias con los militares, también incrementaba su rechazo visceral hacia la población más sumisa, que aceptaba todo tipo de injusticias y arbitrariedades a cambio de garantizar su alimentación y seguridad.

Un par de años después, y en contra de las sabias prevenciones de Aristóbul, acuñó uno de los más desafortunados términos con que injurió, ya abiertamente, a la mayoría de los ciudadanos llamándolos conciencias estabuladas.

Mas todo parecía estar diseñado en el comportamiento de este adolescente para que se convirtiera en el ídolo incuestionable de las mismas masas que criticaba. Las primeras enseñanzas del maestro Amonio, indisociables de su vida metódica, habían logrado que la falta de compasión que parecía connatural al niño prodigio se atemperara positivamente con cierta moral ascética. De esas enseñanzas de mesura y acato, renovadas, en parte, después por el filósofo Aristóbul, conservó el joven guerrero la repugnancia hacia lo sofisticado, y también el sobrio comedimiento ante el placer y la riqueza. Desafortunadamente, el esfuerzo de los dos sabios para evitar que la supremacía genética oscureciera los valores morales, fue nulificado con la férrea disciplina militar.

Como el asceta Amonio vivía con lo mínimo indispensable, el muchacho nunca había visto su imagen reflejada claramente en ninguna superficie. El primer día que se paró ante un espejo, la imagen que vio de sí mismo dejó inmóvil su imaginación durante un buen rato. No esperaba esa armoniosa reproducción, ni se había imaginado esa sensación abrumadora de autocomplacencia. Su voz segura se tornó entonces imperativa, y su modo armonioso fue adquiriendo los matices propios de la soberbia y la ambición de mando.