V.1: febrero, 2020
Título original: Disgrace
© Brittainy C. Cherry, 2018
© de la traducción, Aitana Vega, 2020
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020
Todos los derechos reservados.
Los derechos morales de la autora han sido reconocidos.
Publicado mediante acuerdo con Bookcase Literary Agency.
Diseño de cubierta: Taller de los Libros
Publicado por Principal de los Libros
C/ Aragó, n.º 287, 2.º 1.ª
08009 Barcelona
info@principaldeloslibros.com
www.principaldeloslibros.com
ISBN: 978-84-17972-16-5
THEMA: FR
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Brittainy C. Cherry siempre ha sentido pasión por las letras. Estudió Artes Teatrales en la Universidad de Carroll y también cursó estudios de Escritura Creativa. Le encanta participar en la escritura de guiones, actuar y bailar… Aunque dice que esto último no se le da muy bien. Se considera una apasionada del café, del té chai y del vino, y opina que todo el mundo debería consumirlos. Brittainy vive en Milwaukee, Wisconsin, con su familia y sus adorables mascotas. Es la autora de Querido señor Daniels, El aire que respira, El fuego que nos une, El silencio bajo el agua y La gravedad que nos atrae.
Portada
Página de créditos
Sobre este libro
Dedicatoria
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Agradecimientos
Sobre la autora
«Por y para siempre.»
Grace se siente perdida después de que su marido la haya abandonado.
Entonces, regresa a su pueblo natal y allí conoce a Jackson, la oveja negra.
Entre ellos surge la conexión más poderosa que han sentido hasta ahora.
Son corazones heridos que intentan recomponerse juntos.
¿Podrán ayudarse a dejar atrás el pasado?
Una historia de amor llena de luces y sombras que te emocionará
«Esta novela es imprescindible porque va más allá de la típica historia de amor. Trata sobre familia, amistad, segundas oportunidades y el poder del perdón.»
Elena’s Bookblog
«Brittainy consigue que se te pare el corazón
en cada página de la novela.»
The Bookish Sisters
A aquellos que se han quedado atrás:
ojalá recordéis el sonido de vuestros propios corazones.
Este libro se lo dedico a las madres que tuvieron que despedirse demasiado pronto de sus hijos. Os veo, os escucho y doy alas a vuestros corazones. Sois las personas más valientes del mundo y vuestra fuerza, vuestra capacidad de amar y vuestra voluntad de no rendiros me abruman.
Se lo dedico a mi familia, las personas que me sujetan cuando me derrumbo. Mi «por y para siempre». Mi corazón y mi alma. Me siento la mujer más afortunada del mundo al formar parte de la mejor tribu que existe.
Se lo dedico a mis amigos, que comprendieron que, de vez en cuando, desapareciera en mi cueva de escritora. Gracias por quererme y permitir que me pierda en la escritura cuando me hace falta.
Se lo dedico a Staci Hart. Gracias por volver a crear una preciosa portada.
Se lo dedico a las lectoras beta que no se rindieron conmigo. Talon, Christy y Tammy, habéis salvado esta historia. Gracias por leer un millón de borradores sin matarme.
Se lo dedico a las editoras y revisoras que se adaptaron y ajustaron cuando cambié las fechas de entrega, que aparecieron cuando me sentía un fracaso y estuvieron a mi lado sin importar lo que pasase. Caitlin, Ellie, Jenny y Virginia: no os imagináis cuánto significáis para mí. Gracias por formar parte del equipo.
Se lo dedico a mi agente, Flavia: me cambiaste la vida. Te adoro.
Se lo dedico al hombre que me abrazó en mis ataques de pánico y me prometió que todo saldría bien. El que me hace reír cuando tengo ganas de llorar y me deja ganar en los juegos, aunque, aun así, casi siempre pierdo. El que me enseñó que no todos los hombres son iguales y me provoca el tipo de sonrisas que hacen que te duelan las mejillas mientras el corazón te da un vuelco. El que siempre me despierta mariposas en el estómago y me hizo volver a creer en las historias de amor.
Se lo dedico a todas las personas que se han sentido perdidas en la vida. A cualquiera cuyo mundo se haya puesto patas arriba. A cualquiera que se haya roto, pero que no se haya rendido. Merecéis encontrar el camino una vez más. Merecéis reconstruir vuestros corazones. No estáis rotas por haber dado algún paso en falso. No sois un fracaso por haber cometido algunos errores. Sois humanas. Crecéis, aprendéis, evolucionáis y es extraordinario.
Sois extraordinarias.
Gracias por leerme.
Gracias por fijaros en mí.
Gracias por ver mis defectos y considerarlos hermosos.
Os quiero a todas y cada una de vosotras.
Por y para siempre.
«Algún día en cualquier parte, en cualquier lugar indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y esa, solo esa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas».
Pablo Neruda
Estúpido perro.
Me había pasado años intentando convencer a mis padres de que me dejasen tener una mascota, pero pensaban que no era lo bastante mayor para cuidar de un animal. Les prometí que era capaz de encargarme de todo, aunque no fuera verdad.
Nadie me contó que los cachorros nunca se callan ni te hacen caso.
Papá decía que era muy parecido a tener un hijo, porque yo tampoco me callaba y nunca hacía caso.
—Pero el amor vale la pena —decía cuando me quejaba porque el nuevo miembro de la familia se portaba mal—. Siempre vale la pena.
—Siempre —repetía mamá.
Lo de «siempre» me sonaba un poco a mentira porque el dichoso perro me sacaba de quicio.
Tendría que estar en la cama, pero quería terminar el cuadro de una puesta de sol en el que había estado trabajando. Mamá me había enseñado una técnica nueva con acuarelas y sabía que, si practicaba hasta tarde, acabaría por dominarla.
Tucker gimoteaba mientras yo intentaba añadir algo de naranja al cuadro. Me empujó la pierna con el hocico y volcó un vaso de agua que lo salpicó todo.
—¡Mierda! —gruñí y fui al baño a por una toalla para limpiar el desastre.
«Perro estúpido».
Cuando volví, Tucker estaba haciendo pis en una esquina de la habitación.
—¡Tucker, no!
Lo agarré por el collar y lo arrastré hasta la puerta de atrás. Me miraba con las orejas gachas.
—¡Venga ya, Tucker! —mascullé mientras intentaba sacarlo para que hiciera sus cosas bajo la lluvia. No se movió ni un milímetro. Aunque era un gran labrador negro, solo tenía cuatro meses; no era más que un bebé. Además, las tormentas le daban miedo.
—¡Sal! —le grité mientras contenía un bostezo, ya que era tarde. Además, quería acabar el cuadro de la puesta de sol antes de que se hiciera de día para enseñárselo a mamá por la mañana. Se sentiría muy orgullosa de mí.
Un día llegaría a ser tan bueno como ella, ¡si el dichoso perro me dejaba tranquilo! Tucker gimoteó e intentó engancharse a mis piernas desde atrás.
—¡Venga, hombre! ¡Te portas como un bebé!
Intenté sacarlo al patio a empujones, pero no me dejó. Llovía a mares y, cuando un trueno retumbó con fuerza, Tucker me esquivó y salió disparado en dirección al salón.
—Porras —gruñí, me llevé la mano a la cara y lo seguí.
Cuanto más cerca estaba, más nervioso me ponía al escuchar a mamá y papá discutir en el salón. Últimamente se peleaban mucho, pero cuando me veían llegar, fingían estar felices.
Sin embargo, sé que no lo estaban porque papá ya casi nunca sonreía y mamá siempre se limpiaba las lágrimas de los ojos al verme. A veces, me acercaba a ella y la encontraba llorando tanto que no podía ni hablar. Intentaba ayudarla, pero le costaba respirar.
Papá me explicó que eran ataques de pánico, aunque seguía sin entender por qué los tenía. Papá y yo siempre cuidábamos de ella.
Odiaba cuando mamá estaba tan triste que le costaba respirar. Con el tiempo, aprendí a abrazarla sin hacer nada más hasta que se le pasase el ataque. Después, nos quedábamos sentados y respirábamos juntos.
A veces, tardaba un rato.
Otras, más.
Me colé en la habitación sin hacer ruido y me escondí detrás del sofá a escuchar la pelea. Tucker se me acercó y se subió a mi regazo, todavía temblaba por la tormenta. O puede que le dieran miedo los gritos.
«Perro bobo».
Lo abracé porque, aunque fuera estúpido, era mi perro. Si estaba asustado, yo lo cuidaría.
Me empezó a doler el estómago mientras escuchaba a papá suplicarle a mamá que no se fuera.
¿Irse? ¿A dónde?
—No puedes marcharte, Hannah —dijo papá. Parecía muy cansado—. No puedes dejar a tu familia sin más.
Mamá suspiró; también lloraba. «Respira, mamá».
—No podemos seguir así, Mike. Es un círculo vicioso. Ya…
—Dilo —susurró—. Vamos, suéltalo.
—Ya no te quiero.
Papá retrocedió un paso y se pellizcó el puente de la nariz. Nunca lo había visto llorar, pero esa noche se limpiaba las lágrimas de los ojos.
¿Por qué mamá ya no lo quería?
Era mi mejor amigo.
Los dos lo eran.
—Lo siento mucho, pero ya no aguanto más. No puedo seguir mintiéndome a mí misma y a mi familia.
—No sé cómo te atreves a hablar de familia.
—Para. Jackson es mi mundo y sabes que me importas.
—Pero no lo bastante para quedarte. —Mamá no supo qué contestar y papá se paseó por el salón—. ¿De verdad vas a dejar a Jackson por otro hombre?
Mamá negó con la cabeza.
—Lo dices como si fuera a abandonar a mi hijo.
—¿Y no es así? Tienes las putas maletas en la puerta. ¡Te largas! —gritó, algo que nunca hacía. Papá era muy tranquilo y nunca perdía los estribos. Respiró hondo y bajó la cabeza mientras se llevaba las manos al cuello—. ¿Sabes qué? Me da igual. Si quieres irte, vete. Pero más te vale no cambiar de idea, porque estoy cansado de suplicarte que vuelvas.
Salió de la habitación y me empezó a doler el pecho. Mamá agarró las maletas y me levanté de un salto para cortarle el paso.
—¡Mamá, no! ¡No lo hagas! —grité con la sensación de tener el cuerpo en llamas. No podía perderla. No podía ver cómo se marchaba y nos dejaba atrás a papá y a mí. Éramos un equipo, una familia. No podía dejarnos. No podía irse.
—¡Jackson! ¿Qué haces despierto? —preguntó, alarmada.
Me lancé a sus brazos y rompí a llorar.
—No te vayas, por favor. No me dejes. Por favor, mamá, no te vayas.
Me derrumbé, aferrado a su ropa mientras me abrazaba. Temblaba y le suplicaba que se quedase, pero a la vez que me consolaba, se apartaba poco a poco.
—Tranquilízate, cielo. Todo irá bien —me prometió, pero mentía. ¿Cómo iba a ir todo bien si se marchaba?
—¡Siento que Tucker se hiciera pis en casa ayer! ¡Siento no haber hecho mis tareas! Seré bueno, lo prometo, y cuidaré mejor de Tucker, lo juro. Por favor, mamá, no te vayas —sollocé e intenté tirar de ella—. Lo siento, mamá, quédate, por favor…
—Jackson, cariño —dijo con voz amable y calmada, aunque también lloraba—. No has hecho nada malo. Eres perfecto. —Se inclinó y me besó la nariz—. Eres todo lo que me importa. Lo sabes, ¿verdad?
—Entonces, ¿por qué te vas? —pregunté con la voz rota.
Suspiró y sacudió la cabeza.
—No voy a dejarte, mi niño, te lo prometo. Siempre me tendrás. En unos días, hablaremos y te ayudaré a entenderlo, pero hoy no puedo quedarme. Tu padre y yo…
—Ya no lo quieres.
Suspiró.
—Eres demasiado joven para comprenderlo, pero, a veces, por mucho que se esfuercen, los padres dejan de quererse.
—Pero él todavía te quiere, a lo mejor puedes volver a quererlo.
—Jackson, eres demasiado joven para entenderlo. Solo debes saber que no me iré a ninguna parte. De verdad. Es solo que las cosas van a cambiar un poco. Al principio será duro, pero saldremos adelante. Te lo prometo. Ya lo verás, todo irá bien. ¡Seremos más felices! Pero, cariño, debes comprender que no has hecho nada malo. Tienes que ser fuerte un tiempo y cuidar de tu padre, ¿lo harás?
Asentí.
—Te quiero, Jackson. —Me dio otro beso en la nariz y me abrazó con fuerza—. Por y para siempre.
Eso fue lo que dijo, pero aun así me soltó.
Agarró las maletas y salió a la tormenta. Nos dejó atrás.
Cuando se fue, me tiré al suelo y lloré. Tucker se acercó y me lamió la cara para limpiarme las lágrimas.
—¡Lárgate, Tuck! —le grité y lo aparté de un manotazo, pero volvió meneando el rabo.
Le daba igual lo que le hiciera; por mucho que lo apartase, siempre volvía. Dejé que se subiera a mi regazo porque sabía que no iba a rendirse. Era muy molesto. Lo abracé y lloré.
Al cabo de un rato, me levanté. Tucker me siguió a la cocina, donde encontré a papá con las manos apoyadas en la encimera. Tenía un vaso y una botella de algo que a mí no se me permitía beber frente a él.
—¿Papá? ¿Estás bien? —pregunté.
Se tensó al escucharme, pero no se dio la vuelta, tan solo se aferró a la encimera con más fuerza.
Sorbió por la nariz antes de terminarse el vaso de un trago y volvió a llenarlo.
—Deberías estar en la cama —me dijo con severidad.
—Pero papá… —Me dolía todo. Tenía ganas de vomitar—. Mamá se ha ido.
—Lo sé.
—Deberías ir a buscarla y traerla de vuelta. Deberíamos…
—¡Para! —gritó y dio un puñetazo a la encimera antes de volverse hacia mí. Tenía los ojos rojos y cargados de emoción—. Vete a la cama, Jackson.
—¡Pero papá! —chillé.
—¡A la cama! —exclamó y su enfado me desconcertó. Nunca lo había visto así y menos conmigo. Respiró hondo y me miró. Nunca le había visto esa mirada; estaba devastado. Frunció el ceño, tomó el vaso y suspiró—. Por favor, hijo, vete a dormir.
Subí a la habitación y me dejé caer sobre la cama mientras Tucker saltaba al colchón y se tumbaba a mi lado.
—Lárgate, perro bobo —gruñí con los ojos llenos de lágrimas. Se acurrucó más cerca y se escurrió bajo mi brazo. Me dolía el pecho—. Lárgate.
Pero no lo hizo, no importaba lo que dijera o hiciera, se quedó.
«Buen chico», pensé mientras lo abrazaba con fuerza. «Eres un buen chico, Tuck».
En la oscuridad del vestíbulo descansaban cinco maletas desparejadas, viejas y desgarradas. En cada una de ellas se guardaba una parte de mí. La morada era de nuestro primer viaje a París, la luna de miel. Nos alojamos en una habitación de hotel diminuta en la que, si estirábamos los brazos, tocábamos ambas paredes. Pasamos muchas noches regadas con alcohol en aquella pequeña habitación mientras nos enamorábamos más y más a cada segundo.
La maleta de flores era de la escapada que hicimos después del primer aborto. Me sorprendió con un viaje a las montañas para ayudarme a respirar. El aire de la ciudad estaba viciado y tenía el corazón roto. Aunque la altitud no hizo nada por solucionar lo segundo, el aire entraba con mayor facilidad en mis pulmones.
La pequeña maleta negra fue la que me preparó cuando conseguí mi primer trabajo como profesora. También la llevó al viaje que hicimos después del segundo aborto, esa vez a California.
La verde era de la boda de mi prima en Nashville, cuando me hice un esguince y me llevó en brazos por la pista de baile mientras nos reíamos sin parar. Por último, la maletita azul marino es la que llevó a la residencia de estudiantes para pasar la noche. Fue la primera vez que hicimos el amor.
El corazón me latía muy deprisa mientras apoyaba la espalda en la pared del salón y observaba las maletas desde lejos. Quince años de historia concentrados en cinco maletas, quince años de felicidad y desamor que me eran arrebatados.
Salió de la habitación con una bolsa de tela al hombro. Pasó frente a mí y echó un vistazo al reloj de su muñeca.
Joder, qué guapo estaba.
Aunque lo cierto es que Finn siempre estaba guapo. Era mucho más atractivo que yo, y no lo digo porque me falte autoestima. Me consideraba guapa, con todas mis curvas y mis kilos de más en las caderas, pero Finn dejaba sin aliento. En todas las parejas, uno es más guapo que el otro; en la nuestra, era él.
Tenía los ojos azules como el cristal y, cuando sonreía, brillaban. Me encantaba cuando se vestía de verde oliva porque ese color le daba a sus ojos un tono jade. Llevaba el pelo rubio oscuro siempre muy corto y su sonrisa…
Esa sonrisa fue lo que me enamoró.
—¿Necesitas ayuda? —pregunté—. Con las maletas.
—No —respondió con sequedad, sin mirarme—, puedo solo.
Estaba tenso y taciturno. Odiaba que se comportase con tanta frialdad, pero sabía que era culpa mía. Lo había apartado de mí durante tanto tiempo que al final dejó de intentar acercarse.
Llevaba el jersey amarillo que tan poco me gustaba. Estaba rasgado debajo del brazo y tenía una mancha asquerosa a la altura de la muñeca que, por más que frotase, me había sido imposible limpiar. Parpadeé en un intento de grabarme a fuego en la memoria la imagen de esa prenda tan fea.
Por mucho que la odiara, la echaría de menos.
Suspiré mientras se llevaba las maletas. Cuando metió la última en el coche, volvió a entrar en casa y echó un vistazo al vestíbulo como si se olvidara de algo.
De mí.
Se olvidaba de mí.
Se pasó las manos por el pelo y masculló:
—Creo que ya está todo. Deberíamos acercarnos al banco a firmar los papeles. Luego tengo que salir hacia Chester y supongo que tú también.
—Vale —dije.
—Vale —repitió.
Chester, en Georgia, era nuestro hogar. El pueblo en el que crecimos, nos enamoramos y prometimos querernos para siempre. Finn había pasado allí los últimos ocho meses después de aceptar un puesto de residente en el hospital. Hacía ocho meses que me había pedido que nos separásemos. Hacía ocho meses que me había dicho que deberíamos poner la casa en venta. Hacía ocho meses que había salido de mi vida y no había vuelto a saber de él hasta que la casa de Atlanta se vendió.
Salió de mi vida y no miró atrás hasta que no le quedó más remedio.
Sin embargo, lo quería, aunque él no sintiera lo mismo.
En el pueblo nadie sabía que nos habíamos separado, ni siquiera mi mejor amiga, Autumn, ni mi hermana, Judy. A ellas se lo contaba todo, excepto las cosas que me hacían pasar las noches llorando. No había tenido el valor de contarle a nadie que mi marido me había abandonado hacía ocho meses. Si lo contaba, me convertiría en una fracasada y, además, lo único que quería era que, de alguna manera, Finley volviera a quererme.
A veces me preguntaba cuándo había dejado de hacerlo.
¿Fue un día concreto o una serie de momentos que se fueron encadenando?
¿El amor había desaparecido a causa del dolor o del aburrimiento?
¿Se debía un poco a la desconexión?
¿Se puede volver a conectar algo que se ha desconectado?
—¿Una última vuelta? —le pregunté en nuestro salón vacío.
Había conducido hasta aquí para firmar los papeles de la venta de la casa y apenas me había dirigido la palabra desde que había llegado.
Se me formó un nudo en el estómago cuando lo vi. Me lo había imaginado llegando con un ramo de flores, una botella de vino y pidiéndome que volviéramos, pero, en realidad, apareció de mal humor, con las manos vacías y listo para pasar página.
—No, creo que ya está bien. Vamos al banco a firmar los papeles y acabemos con esto. Me quedan cinco horas de coche hasta Chester y mañana tengo que trabajar —masculló mientras se pasaba una mano por el pelo.
No entendía por qué estaba tan enfadado.
No nos habíamos visto en meses, sin embargo, en el instante en que estuvo a mi lado, se sintió infeliz.
Apenas me miraba.
Daría lo que fuera por que me mirase…
—Voy a echar un último vistazo —dije, e intenté ocultar lo dolida que estaba.
—Ya hemos mirado dos veces.
—Una más, por los recuerdos. —Sonreí y le di un codazo suave en el brazo. No me devolvió la sonrisa, solo miró el reloj.
—No tenemos tiempo. Te veo en el banco —dijo y se marchó. No miró atrás ni una vez, como si dejarme fuera lo más fácil que había hecho jamás.
Supongo que, tras marcharte la primera vez, las siguientes son cada vez más sencillas.
Me quedé donde estaba con el corazón roto. Entonces, Finn carraspeó y me volví a mirarlo.
Me devolvió la mirada y deseé que no lo hubiera hecho. Sus ojos reflejaban tanto dolor como el que yo sentía en el pecho.
—No quería que acabase así —admitió.
Suspiré.
«Yo no quería que acabase nunca». No respondí. Daba igual lo que dijera, todo había terminado.
Había tomado una decisión y esta me excluía.
—Es que, después de todo… —Volvió a carraspear y se tomó unos segundos para pensar las palabras—. Te encerraste en ti misma, Grace. Me apartaste y no me dejaste ni intentar acercarme. ¡Joder! Llevábamos un año sin acostarnos.
—Lo hicimos en tu cumpleaños.
—Qué bien, una vez por cumplir treinta y dos, ¿qué clase de vida es esa? No te quitaste los calcetines ni la camiseta.
—Soy friolera.
—Grace. —Sonaba serio y molesto a la vez.
¿Cuándo empecé a molestarle? ¿Era algo reciente o hacía años que ocurría?
—Lo siento.
—No hagas eso —gruñó y se pasó otra vez la mano por el pelo—. No pidas perdón. Sé que lo que pasaste fue horrible, pero, joder, me tenías a tu lado y no me dejabas ayudarte.
No mentía. Lo aparté de mí. Aparté a todo el mundo, era la única forma de no autodestruirme.
—Lo siento —repetí.
Dio un paso hacia mí y recé para que se acercase más.
—Por Dios, Grace, di algo, lo que sea, cualquier cosa, menos que lo sientes. Eso es lo que me molesta. Esa pasivo-agresividad, el que no hables y te lo guardes todo para ti.
—Eso no es verdad —repliqué.
Al menos, no solía serlo. Hubo un tiempo en que le contaba todo lo que sentía. Después, hubo una temporada en que era demasiado para él. Nunca dijo nada, pero su cara lo reflejaba. Cuando me veía llorar, ponía los ojos en blanco. Cuando le explicaba el dolor que sentía, me decía que ya era tarde y que mejor hablásemos por la mañana.
Esa conversación nunca llegaba y, poco a poco, me resigné a quedarme callada.
A lo mejor eso es el amor: algo que se desvanece con el tiempo hasta quedarse parado.
—Sí lo es —afirmó con seguridad.
Finn siempre parecía seguro de todo lo que hacía, fue una de las cosas que me enamoraron de él. Iba por la vida como si supiera exactamente cuál era su sitio y eso le daba una apariencia muy poderosa. Era dos años mayor que yo y, cuando nos conocimos en la gala de verano anual de mis padres, todos miraban a Finley James Braun. Era lo mejor de Chester. Conseguir a Finn era una victoria.
Era inteligente, guapo y seguro de sí mismo.
Todas las chicas estaban obsesionadas con él. Si mi madre no me hubiera empujado a sus brazos cuando tenía quince años, ni siquiera me habría atrevido a hablarle.
Por aquel entonces, no me creía lo bastante buena para él.
Sigo sin creerlo.
Finn se pellizcó el puente de la nariz, irritado.
—Te cierras y te tragas lo que sientes. Lo único que haces es actuar de forma pasivo-agresiva.
—Ya, bueno, lo único que haces tú es engañar —escupí. Las palabras se me escaparon como si hubiera esperado el momento perfecto para decirlas.
Eso le dolió y verlo sufrir solo sirvió para hacerme daño.
—Lo siento —me disculpé.
No soy una persona mezquina. Siempre he pensado que no tenía ni una pizca de maldad. Mis padres nos educaron a mi hermana y a mí para ser amables, consideradas y compasivas. Si alguien me describiera, ni siquiera consideraría usar la palabra mezquina, pero cuando uno tiene el corazón roto, a veces dice cosas que en realidad no siente.
Se puso rígido, dio un traspié hacia atrás y se le empañaron los ojos. Odiaba que le recordase su traición, algo que había hecho durante los últimos meses. A veces, cuando la ansiedad era más fuerte que yo, le dejaba mensajes de voz en los que me preguntaba por qué había elegido a otra. Le preguntaba si era mejor que yo y si el sabor de sus besos era como el de los míos.
Lo sacaba de quicio, tanto que es posible que eso fuera la gota que colmó el vaso y lo que lo empujó a dejarme definitivamente: mi incapacidad para olvidar a la otra.
Mi marido no era infiel, excepto por ella.
Ella.
La odiaba, aunque no supiera quién era.
La odiaba más de lo que jamás creí que pudiera odiar a una desconocida.
¿Cómo se atrevía a robar algo que no tenía derecho a llevarse? ¿Cómo osaba alejar a mi marido de mí mientras yo intentaba atraerlo de vuelta? ¿Cómo se atrevía a romperme el corazón sin ni siquiera preocuparse de los pedazos que me rasgaban el alma?
—¿De verdad? ¿Esto es lo que quieres decirme? ¿Quieres que estas sean las últimas palabras que me diriges? —preguntó tras recuperarse de mi ataque.
Odiaba su cara porque todavía me encantaba.
Sentía muchas cosas a la vez: confusión, dolor y un fuerte conflicto interno. Me sentía sola y todavía no se había marchado. Me pasaban por la cabeza muchos pensamientos sin sentido.
«Quédate. Vete. No te vayas. Márchate. Quiéreme. Déjame en paz. Devuélveme las ganas de vivir. Déjame morir. Quédate. Vete…».
—Lo siento —susurré.
Sabía que no era lo que quería escuchar, pero fue lo único que se me ocurrió decir.
—Venga ya.
—Lo siento. No…
—Grace. —Avanzó un paso hacia mí, pero levanté la mano y se detuvo. Si se acercaba más, me derrumbaría entre sus brazos y sabía que no me sujetaría. Respiró hondo y susurró—: Cometí un error. Ella no significaba nada para mí.
Ella.
—Di su nombre —exigí.
Sabía que estaba siendo mezquina, pero no me importaba. Estaba harta. Harta de que Finn siempre evitase hablar de su infidelidad. Odiaba que quisiera hacerme ver que era culpa mía que besase a otra mujer en los labios, en los pechos, en las caderas, en el cuello, en el estómago, en los muslos…
Basta.
No quería pensarlo. Nunca creí que mi cerebro fuese capaz de imaginar de manera tan vívida a mi marido en brazos de otra mujer, pero, sin duda, la mente es un arma muy poderosa.
—¿Qué? —preguntó, haciéndose el tonto.
Era muchas cosas, pero tonto no era una de ellas. Sabía a la perfección qué le había pedido.
—Después de tanto tiempo, ni siquiera me has dicho cómo se llama porque, si lo hicieras, sería real. Sería el final de verdad.
Abrió la boca un segundo mientras se libraba una lucha en su mente y consideraba si quería que aquello fuera real o no. Entonces, habló.
—No puedo.
Apenas fue un murmullo, teñido de culpa y asco.
—Si alguna vez me quisiste, dímelo.
Hizo una mueca.
—No puedo, Grace. Además, se acabó.
—Da igual. En realidad, no me importa. Aunque espero que fuera fea —bromeé, aunque él no supiera cómo me ardía el pecho en el interior.
Tenía el corazón destrozado y los pedazos todavía se rompían.
Sollocé.
Suspiró.
—Deberíamos irnos.
—Voy a echar un último vistazo a las habitaciones —dije.
Quiso reprenderme, pero calló. Estaba cansado de discutir, igual que yo. Habíamos llegado a un punto en que las palabras resultaban agotadoras porque ninguno de los dos escuchaba de verdad.
—Te veo en el banco, ¿vale?
La puerta principal se cerró y vagué por la casa mientras acariciaba todas las superficies, los marcos de las puertas y las paredes. Cuando llegué a la última habitación vacía, entré y miré esas cuatro paredes para las que habíamos hecho tantos planes y que un día pensé que serían mi futuro.
***
—Aquí pondremos la cómoda y el cambiador, ¡y la cuna, allí! Podemos poner una de esas que luego se convierte en cama y, encima, quiero escribir el nombre del bebé en letras mayúsculas y poner alguna frase y… —Estaba sin aliento por la emoción.
Finn se acercó y me abrazó.
Sonreía y negaba con la cabeza.
—¿No deberíamos esperar a que estés embarazada para decorar el cuarto del bebé?
—Sí —acordé y me mordí el labio—, pero después de diez test de embarazo positivos en los últimos dos días, me parece que vamos por buen camino.
Los ojos se le iluminaron. Me encantaba el azul de sus ojos, me dejaba sin respiración. Me provocaba mariposas en el estómago, incluso después de tanto tiempo.
—¿Estás…? —empezó.
Asentí.
—Entonces, ¿vamos a…?
Asentí.
—¿Vamos a tener…?
Asentí.
Se le empañaron los ojos, me levantó en brazos y me dio vueltas en el aire mientras me cubría la cara de besos. Cuando me dejó en el suelo, me miró de tal manera que, sin decir nada, sentí cuánto me quería.
—Vamos a tener un bebé —susurró y me dio un beso dulce en los labios.
—Sí. —Le devolví el beso y, cuando se separó, respiré hondo—. Vamos a tener un bebé.
***
La habitación se oscureció al accionar el interruptor para apagar la luz y, cuando me fui, el recuerdo todavía me perseguía.
Creí que siempre recordaría aquellos momentos con alegría pero, con el paso de los días y los años, se convirtieron en algo doloroso.
Tras apagar todas las luces, levanté la última maleta negra con flores rosas del suelo. Era de nuestra luna de miel, cuando compramos demasiados souvenirs.
Saqué la maleta de un lugar que pensé que siempre sería mi hogar y me lamenté por la idea de un futuro que ya no era mío.
Solo tardamos unos minutos en firmar los papeles en el banco y entregar las llaves al banquero. Estaba sentada al lado de Finn, pero lo sentía a kilómetros de distancia. Cuando nos levantamos para irnos, él se dirigió a su coche y yo al mío.
—Finley —lo llamé, sin saber muy bien por qué.
Me miró y arqueó una ceja, a la espera de que hablase. Abrí los labios, pero las palabras se negaron a salir. «Vamos a comer algo y a ver una peli. Hagamos planes hasta que vuelvas a quererme».
—Nada. Da igual.
Suspiró.
—¿Qué pasa, Grace?
—Nada, de verdad. —Me froté los brazos con las manos.
—Ya empezamos —masculló, y sentí un pinchazo en el pecho.
—¿Qué quieres decir?
—Vas a hacer lo mismo que haces siempre.
—¿Qué hago siempre?
—Empiezas a contarme lo que sientes y después te callas y no dices nada. ¿Sabes lo complicado que es comunicarse contigo?
—Lo siento —murmuré.
—Claro que sí —replicó—. Oye, tengo que irme. Cuando lleguemos a Chester, le contaremos a nuestros padres que nos divorciamos. Deberíamos hacerlo por separado. Vamos a tener que acostumbrarnos a hacer las cosas solos, así que mejor empezar cuanto antes, ¿no?
«Sé fuerte. No llores».
—Vale.
Iba a pasar el verano en Chester, ya que el piso de Atlanta no estaría listo para mudarme hasta agosto. Por una parte, volver al pueblo me aterraba, pues la gente no tardaría en darse cuenta de que Finn y yo ya no estábamos juntos. Por otra parte, me gustaba la idea de que fuéramos a estar en el mismo sitio, en las mismas aceras en las que nos enamoramos por primera vez. Tal vez esa conexión con el pasado haría que volviera a mirarme como antes. Tenía un verano entero para conseguir que mi marido volviera a enamorarse de mí.
Me metí en el coche y, al girar la llave, el motor petardeó. «Mierda». Volví a intentarlo e hizo un ruido muy feo. Finn me miró con una ceja levantada, pero lo ignoré. Mi coche era viejísimo, un Buick rosa que me había acompañado desde que empecé la universidad. Lo único que llevaba en mi vida más tiempo que este coche era Finn, pero ahora que iba a marcharse, Rosie pasaba a ser mi posesión más antigua.
Aquella mañana, se puso enferma.
—¿Quieres que le eche un ojo al motor? —preguntó Finn, pero no quise mirarlo. No después de como me había hablado y me hiciera sentir como una mierda por ser como soy.
—No, no hace falta —dije.
—¿Seguro que esa cosa será capaz de llegar hasta Chester? Deberías haber alquilado un coche y tirado esa chatarra.
—Está bien —respondí, giré la llave e hizo el mismo ruido.
—Gracelyn… —empezó y ya no aguanté más.
—Márchate, Finn. Has dejado bien claro que no quieres estar aquí, así que lárgate de una vez.
«O quédate…».
Frunció el ceño y se enderezó.
—Vale, me voy.
—Es lo mejor.
«O quédate».
Era patética.
Frunció los labios.
—Adiós.
Se fue y me dejó allí. Dejó atrás nuestra historia y puso punto final a nuestro capítulo, mientras yo intentaba reescribirlo.
Sentí una punzada en el pecho y lo llamé.
—Finley —grité y se volvió hacia mí.
—¿Sí?
Apreté el volante con los dedos. Las palabras luchaban por escapar. Querían que mis labios las pronunciasen, pero no podían. No quería suplicarle que se quedase conmigo después de todo lo que habíamos pasado.
—¿Cómo ha pasado esto? ¿Dónde nos equivocamos?
—No lo sé. —Hizo una mueca—. Algunas cosas no están destinadas a durar para siempre.
¿Y si nosotros sí lo estábamos, pero en vez de intentar reconducir la relación habíamos dejado que se hundiera sin pelear?
Los ojos se me llenaron de lágrimas. Odiaba que me viera llorar, pero también necesitaba que fuera consciente de mi dolor y de cuánto daño me había hecho. Tenía que verme sufrir y debía recordarme a mí misma que ya no era el hombre que me consolaría.
Se frotó la nuca.
—¿Grace?
—¿Qué?
—Te quiero.
Asentí, despacio.
—Lo sé.
También le creí. Judy me habría dicho que era una estúpida por creerlo, pero sabía algunas cosas sobre el amor que mi hermana pequeña nunca había aprendido. El amor era complicado, no funcionaba en línea recta. Se movía en círculos y curvas. Era una emoción de locos que era capaz de existir incluso bajo el dolor y la traición.
Finn me quería y yo a él, de una manera retorcida y dolorosa. Ojalá hubiese alguna forma de dejar de hacerlo, un interruptor que apagase el amor e hiciese que mi corazón dejase de sentir.
Pero todavía sentía, todavía dolía.
En el oscuro maletero de su coche había cinco maletas desparejadas, todas estaban viejas y rotas y todas contenían una parte de mí.
Miré cómo se alejaban.
Sentada en el aparcamiento, recé y deseé que el coche arrancase. Por suerte, mis padres me habían enseñado que eso era todo lo que se necesitaba en la vida. Con un poco de fe, las cosas se solucionarán.
Giré la llave una y otra vez, hasta que paré un segundo.
«Dios, por favor, soy yo, Gracelyn Mae…».
Tras otros cinco intentos más, Rosie por fin arrancó. Cerré los ojos y respiré hondo antes de salir a la carretera.
—Gracias —murmuré.
Sentaba bien saber que, incluso cuando más sola me sentía, había algo mucho más grande que yo en lo que creer.
***
—Espero haber tomado la decisión adecuada —musité mientras llegaba a Chester.
En el pueblo, todos creían que Finn y yo estábamos enamorados y vivíamos nuestro final feliz.
Finn no se lo había contado a nadie y yo tampoco. Tal vez porque éramos conscientes de cómo era la gente del pueblo donde crecimos. Tal vez no habíamos dicho nada porque no estábamos listos para escuchar las críticas y las opiniones de los demás.
Los consejos.
Chester era un pequeño pueblo del estado de Georgia, a cinco horas en coche de Atlanta. Lo de pequeño no es un eufemismo. Todos conocían el segundo nombre del resto y sabían cuándo y con quién se habían dado su primer beso; al menos, la historia bonita y romántica, no la de verdad.
En un lugar como Chester, la gente vivía rodeada de verdades a medias, esas en las que solo se contaba la mitad de la historia que les hacía quedar bien.
Todos sabían que volvía al pueblo porque Finn había conseguido un puesto en el hospital, pero nadie se esperaba que, cuando llegase, no estaría a su lado.
No había planeado dónde quedarme. Una parte de mí creía que Finn volvería y nos enamoraríamos de nuevo. Aunque las cosas no hubieran ido así, no me preocupaba mucho encontrar un sitio donde dormir esa noche. Mi familia estaría a mi lado por y para siempre.
Toda la actividad del pueblo giraba en torno a la iglesia de Sion, que estaba en el centro. Era el corazón de Chester y mi padre, Samuel Harris, era el pastor, igual que el abuelo James antes que él y el bisabuelo Joseph antes que este. Nunca había dicho nada, pero le decepcionaba no haber tenido un hijo que se hiciese cargo de la iglesia cuando él ya no estuviera.
Me lo pidió y lo rechacé con todo el respeto. Finn había entrado en la facultad de medicina en Tennessee y, como buena esposa, le seguí hasta allí. Le acompañé por muchos caminos mientras estudiaba y creí que Atlanta sería la última parada. Cuando me contó que había solicitado un puesto en Chester, me sorprendió.
Decía que jamás volvería a vivir en un pueblo pequeño, que le resultaba asfixiante.
Mi padre respetó mi decisión de no hacerme cargo de la iglesia y me dijo que estaba orgulloso de mí. Mi madre respetó mi decisión de quedarme junto a mi marido. Había un motivo por el que su canción favorita era «Stand by Your Man», de Tammy Wynette.
La iglesia era una parte fundamental de la historia de mi familia y todo el pueblo acudía al edificio más de una vez a la semana para los sermones, los círculos de oración, los estudios de la Biblia o para cualquier venta de tartas que se celebrase. Ir a la iglesia los domingos por la mañana era tan habitual como ver el partido los viernes o beber whisky los sábados.
De alguna manera, mi familia era como la realeza de Chester. Si conocías la iglesia, conocías a mi familia y, si conocías a mi familia, sabías que era rica.
Mi padre decía que el dinero daba igual y que lo importante era ayudar a la comunidad y servir a Dios, pero los zapatos de suela roja y las joyas llamativas de mamá contaban otra historia.
Le encantaba ser la realeza de un pueblo pequeño. Era la reina Loretta Harris, la mujer del pastor, y se lo tomaba muy en serio.
Cuanto más cerca estaba de Chester, más me dolía el estómago.
Habían pasado años desde que había hecho las maletas para marcharme con Finn, por lo que la idea de volver a casa me aterrorizaba. Últimamente, me sentía cada vez más insegura y no soportaba que me importase tanto lo que los habitantes del pueblo opinasen sobre mí.
¿Qué pensaría la gente?
¿Qué dirían?
Y lo peor de todo, ¿cómo reaccionaría mi madre?
—Cinco mil hoy y cinco mil la semana que viene —le dije con sequedad a la mujer que me hacía ojitos. También intentó sacar pecho en mi dirección, pero no me importaba. Ya había visto lo que había debajo de la blusa y no había mucho que sacar.
—Pero… —intentó protestar, pero le interrumpí. Nada de lo que pudiera decir me interesaba. Nada sobre este diminuto pueblo me interesaba lo más mínimo.
Chester, Georgia, era como un grano en el culo y odiaba haberme quedado atrapado aquí.
Estaba cansado de los cotilleos de pueblo y de las mentes cerradas de los habitantes. Todos se comportaban como si hubieran salido de una película de tópicos, con todos los estereotipos cursis y ficticios que caracterizaban a los pueblos pequeños, aunque supongo que los clichés no surgen de la nada. Es posible que Chester hubiera sido el modelo que usaron para todas esas películas de mierda. Fuera como fuera, lo odiaba.
No se podía decir que los habitantes de Chester ignorasen lo que acontecía en el mundo real, fuera de su pequeño espacio, porque no era así. Sabían perfectamente lo que pasaba más allá del pueblo.
Eran conscientes del terrible estado de la unión. Entendían que la pobreza arrasaba el país y conocían las historias sobre el tráfico de drogas. No eran ajenos a los incendios forestales, los tiroteos en colegios, las protestas en la capital ni las manifestaciones para exigir más agua potable. Sabían quién era el presidente, tanto el actual como el anterior. Los habitantes de Georgia conocían todos los pormenores del mundo exterior, pero preferían hablar de por qué Louise Honey no había ido a estudios bíblicos el jueves por la noche o por qué Justine Homemaker estaba demasiado cansada como para preparar magdalenas caseras para la venta de la iglesia del viernes.
Les encantaba cotillear sobre tonterías sin importancia, una de las muchas razones por las que odiaba vivir allí.
A pesar de todo el asco que sentía por el pueblo, me gustaba saber que el sentimiento era mutuo. Los habitantes de Chester me odiaban tanto como yo a ellos, tal vez incluso más.
Más de una vez los había escuchado murmurar a mis espaldas, pero me daba igual. Me llamaban hijo del diablo, lo cual me había molestado cuando era un niño, pero al crecer dejó de parecerme mal. La gente había desarrollado un miedo irracional hacia mi padre y hacia mí desde hacía casi quince años. Nos llamaban monstruos y, después de un tiempo, asumimos el papel.
Éramos las ovejas negras de Chester y no me importaba lo más mínimo. Me preocupaba más bien poco que me odiasen, de hecho, no me quitaba el sueño.
No llamaba la atención y me ocupaba del taller de mi padre con la ayuda de mi tío. Lo peor del trabajo era lidiar con la gente del pueblo. Podían salir de Chester e ir a otro taller, pero, para ellos, aventurarse en el mundo exterior daba incluso más miedo que enfrentarse a mi padre y a mí.
Por eso mi situación actual era tan desesperante: tenía que tratar con idiotas.
—Me debes cinco mil dólares para antes de que acabe el día. Puedes pagar con tarjeta, cheque o efectivo —le dije a Louise Honey, que con un vestido rosa y unos tacones altos tamborileaba las uñas postizas en el mostrador.
—Pensaba que el jueves llegamos a un acuerdo —respondió, confundida por mi frialdad—. Cuando me pasé para hablar…
Para hablar significaba follar, cosa que hicimos toda la noche.
Por eso no fue a estudios bíblicos, porque tenía sus diminutas tetas botándome en la cara.
Las mujeres del pueblo no tenían problema en odiarme de día y gemir mi nombre de noche. Era su forma secreta de escapar de su falsa realidad. Un desafío para sus almas de buenas señoritas sureñas.
—¿Ese acuerdo tuvo lugar antes o después de que me la chuparas? —espeté.
—Mientras —susurró y se sonrojó.
Se hacía la tímida, pero debía de ser parte de su actuación para conseguir un descuento porque no había sido tan vergonzosa para pedirme que la atara y la azotara.
—Cualquier trato que hiciéramos con mi polla en tu boca, es nulo y sin efecto —dije—. Deja el dinero en el mostrador. La mitad hoy y la otra mitad la semana que viene, ¿queda claro? Si no, llamaré a tu novio para pedírselo a él.
—¡No te atreverías! —gritó. La miré en silencio. Se incorporó y se apresuró a sacar la chequera—. ¡Jackson Emery, eres un monstruo!
«Si me dieran un dólar por cada vez que he oído eso…».
—Gracias por tu tiempo. En el taller de Mike agradecemos tu fidelidad al negocio. Que tengas un buen día, preciosa. Ahora, Louise, si no te importa, lárgate cagando leches de mi tienda.
—¡Me llamo Justine, capullo!
Ah, Justine.
Los nombres no me importaban demasiado. Hacían que las cosas se volvieran personales, y no estaba interesado en eso.
—Mientras pongas el nombre correcto en el cheque, me vale.
—Eres un hombre horrible y vas a morir solo —ladró antes de salir hecha una furia.
—Qué cosa —mascullé—. Casi todos morimos solos.
Cuando se marchó, me puse con el coche en el que había estado trabajando mientras Tucker dormía en su cama en la esquina del fondo del taller. Si algo se le daba bien a ese labrador negro, era dormir.
Era viejo, tenía ya quince años, pero de los dos, yo era el cascarrabias. Tucker se dejaba llevar igual que había hecho siempre. Cuando la oscuridad me consumía, siempre era quien me traía una chispa de luz.
Mi compañero fiel.
Mientras trabajaba en el coche, mi padre entró con paso tambaleante en la tienda, y cuando digo con paso tambaleante, me refiero a que apenas se mantenía en pie. No lo veía desde el día anterior, cuando le había llevado la compra. Su casa estaba hecha un desastre, pero no me sorprendió. La tenía así porque no le importaba lo suficiente como para limpiarla.
Éramos casi idénticos, excepto por los ojos inyectados en sangre y lo esmirriado que estaba. Se rascó la barba, ya más blanca que negra, y gruñó:
—¿Dónde están mis llaves?
Le había quitado las llaves del coche cuatro noches atrás. Me resultó increíble que acabase de darse cuenta.
—Puedes caminar a cualquier parte en el pueblo, papá. No necesitas conducir.
—No me digas lo que necesito —farfulló, y levantó los brazos.
Vestía con una camiseta sucia y unos pantalones de chándal desgastados y rotos. Era lo que solía llevar, a pesar de que, de vez en cuando, le compraba alguna prenda nueva.
—¿Qué quieres? Te lo traigo yo —le dije.
Ni en broma dejaría que se pusiera al volante. Aunque le habían quitado el carné hacía un año, intentaba conducir de todas formas.
Desde que se meó en la puñetera carroza del desfile del Día de los Fundadores, todo el pueblo deseaba encontrar una razón para volver a encerrarlo. No me apetecía hacerme cargo de ello.
—Necesito comprar comida.
—Te acabo de llenar la nevera, deberías tener de todo.
—No quiero esas mierdas, quiero una pizza.
Eché un vistazo al reloj y me aclaré la garganta.
—Iba a ir ahora a por una pizza. Te traeré otra.
Gruñó un poco más antes de darse la vuelta para volver a casa.
—Y cerveza.
Qué casualidad que siempre se me olvidaba de la cerveza.
—Tuck, ¿te apetece dar un paseo? —le pregunté al perro.
Levantó un poco la cabeza y sacudió el rabo, pero volvió a bajarla y siguió durmiendo.
Lo interpreté como un no.
Ir al centro siempre resultaba bastante estresante. Mi padre y yo no encajábamos en un sitio como Chester, sin embargo, ahí estábamos. Con los años, mi padre se las había ingeniado para que todos nos odiasen. Era el borracho del pueblo, la vergüenza, el monstruo original. Yo solo tenía veinticuatro años y ya albergaba más odio en mi interior que cualquier persona normal. Todo lo que había aprendido sobre odiar a los demás, me lo había enseñado mi padre.
Nadie se molestaba en conocerme debido a la reputación de mi padre, así que evitaba exponerme a ellos y sus juicios.
Además, yo también podía ser un monstruo y no era necesario indagar mucho para descubrirlo.
Me parecía a él.