i mi primer trilobite
cuando tenía 10 años. Un
amigo de mi madre, que
era paleontólogo, había
prometido que cuando
nos visitara me llevaría
de regalo un ejemplar de
400 millones de años de
antigüedad. Nunca había visto
un fósil de cerca, así que me
inquietaba y me emocionaba al
mismo tiempo. ¿Cómo sería? ¿Una
cosa viscosa? ¿Aún tendría patas? ¿Sería como
sostener un insecto vivo?
No era nada de eso. Se trataba de un trilobite
de lo más común, Elrathia kingii. Medía más
o menos un centímetro de largo; era negro y
perfecto, como tallado a mano, y tenía un tacto
muy agradable. Aún lo conservo.
Desde entonces me gustan los trilobites,
por la misma razón por la que adoro a la gran
familia de los escarabajos: todos tienen un
mismo diseño básico, pero las variaciones de
forma son casi infinitas. Con los trilobites casi
todo está inventado. ¿Uno tan largo como un
paraguas? Existió. ¿Con enormes espinas o sin
ojos? Hubo muchas especies así. ¿Casi redondo
o con el aspecto de un hermético tanque de
metal? También. Conocemos cerca de 20 mil
especies.
Los trilobites tenían algunas características
únicas, pero compartían otras con muchos
animales actuales (como nosotros), e
incluso con herramientas que siguen los
mismos principios que funcionan en el
mundo biológico. En este libro hay muchos
ejemplos de esas semejanzas; seguramente tú
encontrarás otros.
Hay cosas que podemos saber y deducir
sobre los trilobites a partir de sus restos o del
aspecto de sus parientes cercanos, y otras
que no hay más que adivinar, como su color
(aunque los científicos tienen algunas pistas).
Por eso Manuel Monroy, el artista que hizo las
imágenes del libro, les puso patas y antenas, y
los imaginó de distintos colores. Tú también
puedes imaginarlos como quieras: al final
del libro hay algunas actividades para que
construyas y colorees tus propios trilobites.
—Maia