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El ascensor de la vida

Armando Aravena Arellano

Edición y diseño equipo Edebé Chile

© Armando Aravena Arellano

© 2005 Editorial Don Bosco S.A.

Registro de propiedad intelectual Nº 145.875

ISBN: 978-956-18-1207-9

Editorial Don Bosco S.A.

General Bulnes 35, Santiago de Chile

www.edebe.cl

docentes@edebe.cl

Primera edición digital, Febrero 2020

Diagramación digital equipo Edebé Chile

Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos químicos, electrónicos o mecánicos, incluida la fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.

Índice

“Capítulo I”

“Capítulo II”

“Capítulo III”

“Capítulo IV”

“Capítulo V”

“Capítulo VI”

“Capítulo VII”

“Capítulo VIII”

“Capítulo IX”

“Capítulo X”

I

Cuando descendió del microbús, el cielo ya había adquirido ese color rojizo con que el Sol del atardecer suele teñir el aire del sector poniente de la ciudad, en los primeros días del otoño. Caminó hasta llegar a la carretera y luego se dirigió hacia aquel lugar donde había visto que se ubican quienes desean ser llevados hacia la costa.

Al pasar delante de los tres o cuatro jóvenes que a esa hora estaban a orillas de la ruta, sintió en su espalda sus frías y poco acogedoras miradas, escudriñando sus ropas y su equipaje.

Bajó su mochila y se sentó junto a la berma. No tenía apuro. Disponía del tiempo suficiente como para observar tranquilamente el quehacer de los otros. No estaba dispuesto a pasarlos a llevar, pidiendo ser atendido por los conductores antes de que alguno de ellos lo hiciera. Además, no deseaba llegar mucho rato antes del momento en que Beatriz se desocupara. Solo necesitaba estar un poco antes de las doce de la noche, para sorprenderla en el instante en que ella estuviera cerrando la tienda.

Comenzó entonces a observar la rutina de sus ocasionales compañeros de aventura. Trató luego de adivinar la historia reciente de cada cual. Dejó de hacerlo cuando descubrió que le era inútil imaginar algo que no se asimilara inconscientemente a su propia experiencia.

Cuando se dio cuenta del poco éxito del grupo para encontrar vehículos que los llevaran, decidió alejarse del lugar caminando por la berma, para probar suerte más adelante. Anduvo algunas cuadras sin calcular distancias ni tiempo, ensimismado en el recuento de los hechos ocurridos en su vida reciente.

–Sebastián... hijo... tu madre es una perdida– la palabra adquiría más fuerza cada vez que lo volvía a recordar.

Su padre se había sentado sobre la cama y, con aquella insólita sentencia, lo despertaba. El joven había dormido tanto que pensaba que ya era hora de ir a clases. Sin embargo, miró su reloj y vio que eran solo las tres de la mañana. Lo que pasaba era que su madre aún no había vuelto a casa.

–Yo nunca te fallaré, pero como hombre no puedo soportar esta situación... me voy de esta casa, pero nunca te dejaré. Te vendré a buscar apenas pueda hacerlo... –la voz se le quebraba. De emoción, de rabia, de impotencia, quizás, no sabía. Sebastián no recordaba haberlo visto así tan desencajado, antes.

Después, cuando llegó su madre y quiso entrar a la pieza, su padre se le había cruzado en la puerta para impedirle el paso.

–¡No, no quiero que entres... ¡Ven para acá! –la tomó de un brazo y la arrastró hacia su dormitorio.

Sebastián se bajó de la cama e intentó ir tras ellos, pero su padre lo detuvo.

–Ándate, vuelve a tu cama, necesito conversar a solas con ella.

Se quedó en el pasillo, no para escuchar lo que hablaban, sino para intervenir si él la golpeaba.

Pero no pasó nada. Su padre había puesto sus cosas dentro de una maleta y, antes de bajar al primer piso para abandonar la casa, le gritó a ella que era peor que una mujer de la calle, porque aquellas por lo menos lo hacían por dinero. Que como ella ahora había empezado a trabajar en un banco, recién comenzaba, a los treinta y cinco años, a descubrir lo que era la vida. Que ahora estaba viviendo todo lo que no había conocido en su juventud y qué culpa tenía él de que su familia pechoña le hubiera arruinado su juventud primero y su vida después... y que no estaba dispuesto a hacer el papel de un marido engañado...

Entonces, cuando creyó que su madre se pondría a llorar y a gritar que todo era mentira y que todo era una calumnia, ella permaneció en silencio. Eso quería decir que su padre tenía la razón y que su mamá y ese gallo que la llamaba y que podía ser el mismo con que se había encontrado dos o tres veces en la playa, mientras su padre estaba trabajando en Santiago...

···

Hoy se había despertado tarde y encontró en el velador una nota que su madre le había dejado: Quise conversar contigo, Sebita, pero dormías tan profundamente que no te quise despertar. Llámame a la oficina para que almorcemos juntos. O tomamos tecito en el centro. Te quiero mucho.

Aquello lo hizo recordar de inmediato todo lo que había ocurrido durante la noche y volvió a sentir la amargura que lo desvelara por tantas horas. Casi hasta el amanecer. Pensaba que si ella verdaderamente lo amara, no habría hecho nada de aquello. No habría sido tan descarada. Que no tenía derecho. Le era absolutamente imposible imaginársela con otro hombre que no fuera su padre. Encontraba grotescas las posibles escenas de placer que ella y su amigo pudieran protagonizar. Tan vulgar como un videoclip de bolero, pensó. Recordaba con rabia, ahora, aquel juego de juramentos, que sin saber para qué, su mamá, cual si hubiese sido una travesura, lo hacía recitar cuando niño. Que nunca la iba a dejar, que aunque estuviera viejita la iba a querer más que a su polola o a su esposa, cuando la tuviera. Y que ambos jamás se separarían ni dejarían de amarse. Y luego, cuando se abrazaban, él le apretaba tanto el cuello que casi la dejaba sin aire para respirar.

Se levantó apenas y se dirigió hasta el baño. Fue en el instante en que se miró al espejo cuando le vino toda la pena, la angustia, la rabia y la desesperación. Sintió compasión de sí mismo, al ver su rostro desfigurado e inundado por las lágrimas, que corrían por sus mejillas sin control. Apenas podía contener los sollozos.

Fue entonces cuando la Berta, que ya había empezado a hacer el aseo del primer piso, subió y se acercó al baño para golpearle la puerta.

–¡Sebita! ¿Qué pasa?

–¡Nada, oh!

–Déjame entrar para que conversemos...

–¡No! ¡No quiero hablar con nadie! ¡Déjame solo!

–Dijo tu mamá que hoy te podías quedar en la casa... que si querías no ibas a clases... que hicieras lo que quisieras...

–¡Humm! ¡Qué buena es ella! –balbuceó Sebastián en tono burlesco, ironizando con una mueca. La película transparente de sus lágrimas hizo que el espejo le devolviera su rostro aun más distorsionado.

Después de la ducha se vistió rápido, echó algunas prendas de ropa dentro de su mochila y salió rumbo a la casa del Nico. Al cerrar la puerta de calle, volvió a sentir la voz de la mucama.

–¿Dónde vas a estar?...

El fuerte sonido del portazo cortó la frase y la comunicación.

El Nico, de seguro que a esa hora aún no se había ido a clases. En su nuevo colegio se puede entrar a cualquier hora, recordó Sebastián, mientras el taxi que había abordado cruzaba la docena de cuadras que distaba su casa de la de su amigo.

···

–Yo que tú me iría de la casa –dijo después de un rato el Nico. La historia lo había impactado y desde su jacuzzi, “en pelotas”, le hablaba a su amigo, que estaba sentado a un costado de la pequeña pileta. Sebastián había hecho un inmenso esfuerzo por no ponerse a llorar mientras contaba todos los detalles de lo ocurrido con sus padres. Respiraba entrecortadamente, narrando los hechos con fingida frialdad, como si aquello no lo afectara tan profundamente.

–En serio, compadre, te tenís que ir. Es la única forma de que ellos atinen. Cuando los viejos están afligidos, ahí recién se fijan en la media cagá que está quedando con uno. Ellos siempre creen que uno es güeón; que si le compran un polerón, o le dan plata pa’ ir a la nieve, ellos se pueden mandar las mansas cagás...

Sebastián escuchaba atento todo lo que Nico decía. Pensaba que el Nico siempre tenía en la punta de la lengua lo que él mismo tenía miedo de reconocer. La diferencia es que su amigo decía todo lo que pensaba. Para eso tenía plata. Y por eso también lo habían echado del colegio. Por tratar mal a los profesores, le habían dicho a sus padres. No era cierto. El Nico les decía las cosas que todos sentían, pero que los demás no se atrevían a expresar. Sin embargo, lo que hoy decía el Nico, en la mente de Sebastián se cruzaba con lo ocurrido la noche anterior.

Examinaba a cada instante lo que había pensado e irremediablemente llegaba siempre al mismo punto. No hacer nada. Quedarse para siempre allí sentado en la alfombra y que fuese el mundo el que hiciera algo que cambiara definitivamente las cosas. La frase de Kurt Cobain tantas veces repetida, sin detenerse a captar su verdadero sentido, adquiría en ese momento una fuerza insólita, que le golpeaba cada vez más fuerte en las sienes: “No vale la pena vivir la vida”, había dicho el solista de Nirvana. Y no tan solo se había conformado con decirlo, sino que lo había hecho.

–Hágalo, compadre –se estremeció cuando pensó que el Nico le estaba leyendo el pensamiento–, váyase por unos días, y cuando estén locos buscándolo, se vuelve. Le apuesto a que los papás van a estar juntitos en la casa, rezando con un cura de tu colegio y “aquí no ha pasado nada”.

II