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Días de sol y niebla

Enriqueta Flores Arredondo

Edición y diseño equipo Edebé Chile

© Enriqueta Flores Arredondo

© 1999 Editorial Don Bosco S.A.

Registro de Propiedad Intelectual Nº 107.835

ISBN: 978-956-18-1208-6

Editorial Don Bosco S.A.

General Bulnes 35, Santiago de Chile

www.edebe.cl

docentes@edebe.cl

Primera edición digital, febrero 2020

Diagramación digital equipo Edebé Chile

Ninguna parte de este libro, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, transmitida o almacenada, sea por procedimientos químicos, electrónicos o mecánicos, incluida la fotocopia, sin permiso previo y por escrito del editor.

Índice

“Capítulo I: El encuentro”

“Capítulo II: Días de Sol”

“Capítulo III: Temores de niña”

“Capítulo IV: Las nanas vienen del sur”

“Capítulo V: El albor de una ilusión”

“Capítulo VI: ¿Por qué?”

“Capítulo VII: Siempre es primavera”

“Capítulo VIII: Como el paso de las gaviotas”

“Capítulo IX: Un instante en la eternidad”

“Capítulo X: Interlunio”

“Capítulo XI: El color de las lágrimas”

“Capítulo XII: Una noche singular”

“Capítulo XIII: Intihuatana”

“Capítulo XIV: Días de niebla”

“Capítulo XV: Mensaje de amor”

“Epílogo”

Capítulo I

El encuentro

Algo inusitado ha sucedido. Las voces acallan el murmullo acompasado de las olas que se estrellan contra los roqueríos y no dejan oír el graznido de las gaviotas. Pasos apresurados bajan los peldaños de dos en dos, pero son pisadas alegres, acompañadas de risas menudas. Alguien ha abierto una ventana y el aire fresco de la mañana ondea los visillos e inunda la galería con el olor penetrante de las algas impregnadas de sal. Nadie se ha acordado de Blanca, que, en medio de su habitación, peina sus cabellos del color de la miel con una escobilla de cerdas cristalinas. Una y otra vez, hasta llegar a cien, pasa el cepillo sobre las ondas sedosas y cuando cree que es suficiente, procura descubrir qué está pasando en la casa. Unas carcajadas trituradas, tal vez por el viento, que mueve el oleaje, se han dispersado y le llegan sin que pueda identificarlas. Abajo, sobre la grava del camino, se ha detenido un vehículo. ¿Cómo no lo escuchó venir? Un vaho a bencina, desagradable al olfato, la hace estornudar. Dicen que Blanca es muy sensible a las emanaciones que circulan por el aire; por eso decidieron que permaneciera todo el año en la casa de la playa, acompañada por la nana Mela y por la señorita Velia.

Hoy es martes y nadie ha anunciado visita. La casa es enorme, es cierto, pero tiene todos los dormitorios ocupados; las primas y los primos duermen en camarotes. Ellos son tremendamente desordenados, inquietos, bulliciosos y –¿por qué no decirlo?– desagradables; apenas pueden ser controlados por sus padres o por algunas de las niñas de turno. Las “niñas” son las nanas que cuidan a los pequeños y, aunque son de cierta edad, se creen muy tiernas. Una de ellas fuma escondida cuando sabe que las señoras están durmiendo siesta, pero Blanca empieza a toser y todos se dan cuenta de que alguien o algo está perturbando sus delicadas y sensitivas narices. Pero ahora una persona desconocida ha llegado y esa presencia altera tanto a los chicos, que sus chillidos suben al segundo piso. Blanca deja el peine transparente sobre la mesita de noche para ocupar ambas manos en taparse los oídos, presionándolos con sus finos y sonrosados dedos. Cuando considera que ya ha transcurrido un lapso prudente, despliega las frágiles yemas y los sonidos la inundan como una marea repentina. Puede distinguir palabras entre los gritos de los niños –¡cállense, cierren la boca, silencio!– dichas por las tías y las nanas.

Hay movimiento en el camino, como si bajaran maletas o bultos. Pero, ¿quién puede haber llegado? Nadie ha venido a anunciárselo. Ni siquiera la nana Mela, que parece haberse extraviado en algunos de los intrincados recovecos de la casona o que, simplemente, no desea presentarse por alguna razón muy justificada. Ahora la tía Javiera se ha puesto frenética y alza la voz por sobre la de todos:

–¡Pepe! ¡Qué maravillosa sorpresa! ¿Por qué no avisaste que vendrías? ¿Y quién es este jovencito?

Blanca mueve los brazos, aleteando, y empieza a girar como si formara parte de una invisible ronda. ¡Ha llegado el papá! ¡Ha llegado el papá! Empieza a reír con carcajadas breves y siente que un grato calor la inunda entera y se le queda pegado a las mejillas. Entiende la razón de porqué la nana Mela no ha venido a verla; ella adora a su “niño Pepe” y por nada del mundo se perdería darle el beso de bienvenida. Y el papá se sentiría desilusionado si ella no estuviera aguardándolo; él la llama “mama” o sólo Melita, porque lo vio nacer y lo crió hasta que creció tanto que ya no podía vestirlo ni amononarlo sin que a él le diera vergüenza. Blanca empieza a detener su giro; sabe que entre las voces se escuchará la de su padre preguntando por ella.

–¿Dónde está mi niña? ¿Dónde está mi cielo? ¿Dónde está mi reina?

Blanca está radiante. Su padre la ha encontrado más alta y muy bella; sabe que son halagos vanos, porque los ha oído de sus tías, cuando estas no saben que las está escuchando. Temen que algún día Blanca llegue a ser más hermosa que la sirena que canta sobre la roca en el plenilunio de mayo. Por lo menos, así lo asegura la nana Mela, aunque la señorita Velia menea la cabeza haciendo un chasquido audible sólo para Blanca; porque la señorita Velia no cree en nada que tenga un toque mágico; por esa causa es la profesora de Blanca y permanecerá a su lado hasta que ya no tenga nada que enseñarle. Pero eso no interesa en esos momentos. En exactamente ocho zancadas, estuvo el papá abrazando a Blanca; sobre el lecho aún cruje el papel que encubre algún regalo diferente a todos. Para el cumpleaños fue un gigantesco oso blanco, con el vientre cruzado por un cierre; dentro traía una camisa de dormir de algodón muy suave y perfumado; para Navidad le había regalado un collar de treinta redondeadas perlas con un broche de oro.

–¡Ese no es obsequio para una chiquilla que no tiene quince años! –había reclamado la tía Toña.

Pero Blanca sabía que la opinión ajena no le importaba a su padre y ella se había sentido dichosa al palpar la tersa superficie de cada perla. ¿Qué le habría traído ahora? Con paso breve, Blanca va hasta la cama; instintivamente toma la cinta, la tira y el paquete se abre como la flor del suspiro al beso del Sol. Con las manos ávidas recorre la superficie de una enorme caja hasta que halla la tapa; dentro hay un sombrero de frágil paja, con el ala enorme para proteger el rostro del viento salino y de los rayos implacables que bajan desde el cielo.

–¡Ayúdame a ponérmelo, papá! ¿Cómo me veo? ¿Verdad que me encuentro bien? ¡Gracias, papacito!

Y Blanca lo abraza de nuevo, lo besa en la cara áspera y él queda con un corazón húmedo en la piel.

De pronto, Blanca recuerda lo que había escuchado y le pregunta:

–¿Con quién más viniste, papá? La tía habló de un jovencito…

–¡Ah! Esa es una sorpresa que le tenía reservada a mi mama… ¿Sabes que le he traído al nieto mayor? La Melita casi se desmaya de la impresión. Ya lo vas a conocer; es un chico muy despierto y, sobre todo, muy caballerito…

Su papá era así; si una niña era “muy damita”, podía contar con él para siempre; ahora el nieto de la nana Mela había ingresado a la categoría de “caballero” y eso le auguraba un buen futuro. Por lo menos mientras estuviera bajo el alero protector de la casa de don Pepe.

Pasada la euforia, Blanca empezó a apartar sonidos; lo hacía bajando los párpados para concentrarse mejor, aunque ese era un gesto inútil para los demás. Lentamente penetró el ruido del oleaje por la ventana y una bandada de gaviotas dejó vibrando en el aire la estela de su paso. Fue entonces cuando nuevas voces subieron hasta ella. Una era la inconfundible de la nana Mela. La otra no la había oído nunca. Tenía el apresurado ritmo de una melodía desconocida, ingrávida y, sin embargo, grata. No logró captar el sentido de lo que decían, porque la brisa se llevaba algunas palabras más allá de donde el río se entrelaza con las olas o, tal vez, más allá de las dunas que se pierden en el mar. La voz, que llegaba traída por el suave viento, estaba henchida de ternura y de cadencias nuevas; debía pertenecer al nieto de la Mela, porque sólo los hijos de los hijos pueden destilar miel de sus labios. Blanca guardó sus pensamientos para que no interfirieran cuando subiera la nana Mela, acompañada de esa voz que vendría de un cuerpo que, lentamente, iría Blanca adivinando cómo era. Erguida, delante de la ventana que filtraba el Sol, Blanca comenzó a esperar.

Capítulo II

Días de Sol

Cuando Blanca sintió los pesados pasos sobre los peldaños, sabía que su nana venía subiendo; eran diecisiete suspiros que se le escapaban desde la opulencia de su pecho y, seguramente, cuando llegara al pasillo se quejaría de lo vieja y cansada que estaba. Pero en cuanto abriera la puerta, una risa bonachona acabaría con sus lamentos. Siempre era así; pero no en esta oportunidad; otros pasos lentos, tímidos, venían tras la Mela, alcanzándola. Un murmullo y un golpecito apenas perceptible en la puerta:

–¿Se puede pasar, corazoncito?

Y la pregunta quedó aguardando una respuesta. ¿Desde cuándo actuaba ella con tantísima consideración?, reflexionó Blanca y no contestó. Otra llamada con los nudillos, esta vez más enérgica, la obligó a decirle que pasara. Una carraspera absolutamente forzada brotó de la garganta de la nana Mela, mientras dos respiraciones débiles permanecían inmóviles. Entonces Blanca entendió. La Melita tenía junto a sí al nieto menor, ese de quien tan orgullosa se sentía porque había dado la “prueba de actitud”.

–Aquí le traigo al José, mijita, pa’que lo conozca. ¡Ya, niño, no seai corto, mira que la Blanquita no te va a comer!

Y con un leve empujón, una mano tibia se alargó hasta alcanzar la que se le ofrecía. Ni una sola palabra; apenas un apretón rápido, de compromiso.

No le agradó a Blanca el silencio del muchacho, porque a ella le gustaba oír hablar a las personas; sólo así podía empezar a conocerlas. Por el ángulo del brazo calculó que era más alto que ella; un olor húmedo le hizo notar que acababa de peinarse con demasiada agua. Debía de tener el cabello indómito, aunque quizás el largo viaje en auto se lo había desordenado. Sí, esto último era más lógico.

–¿Que un guarén te comió la lengua, José? Habla, di algo, mira que la Blanquita va a creer que eres un tonto…

–No, José –se adelantó Blanca–, nunca pensaría eso que dice tu abuelita. ¿Vienes a quedarte por mucho tiempo o te irás pronto?

José titubeó. Quiso decir algo inteligente, pero estaba turbado. Nadie lo había preparado para lo que estaba viendo: una niña esbelta, de largos cabellos con hebras de sol entretejidas; un vestido etéreo, como hecho de espuma, la envolvía con gracia; era más baja que él, pero proporcionada. Ella esperaba una respuesta; no podía ver su rostro, pero adivinó la expresión expectante. Al fin le contestó con cierta timidez que no creía poseer:

–La verdad, vengo a ver a mi abuelita… No sé cuándo regresaré a mi casa…

–¡Qué bueno, José! Le pediré a mi papá que te deje todo el verano; eres como de mi edad y, a lo mejor, podríamos llegar a ser buenos amigos… Porque con mis primos es imposible congeniar, ¿no es así, Melita?

Desde el pie de la escala, la tía Javiera empezó a llamar; era hora de almorzar y sólo faltaba Blanca. Todos estaban en el comedor esperándola y no entendían que habiendo estado su padre ausente de casa por tanto tiempo, se retrasara para reunirse con él. ¿Acaso no estaba allá arriba la Mela? ¿Y qué hacía que no la acompañaba a bajar?

Rezongó la nana; dejó de hablar Blanca; José no entendió la razón por la que su abuela debía bajar con la chica. Pero obedeciendo a un gesto de aquella, se fue escaleras abajo con agilidad. Ya le había dicho Mela a su nieto que en esa casa él estaba de paso; que no era visita de la familia y que tenía que guardar las distancias, sobre todo con las señoras, porque eran muy delicadas.

Así que José se fue derecho a la cocina y por esa tarde no supo más de Blanca y tampoco se atrevió a preguntar por ella.

Blanca pasó la tarde con su padre. Asida de su brazo fuerte, caminó por la costanera; con el sombrero de paja, sentíase distinguida, como esas doncellas del siglo pasado que la nana Mela había visto en revistas muy antiguas; además, el ala ancha le protegía su rostro y eso era bueno para su delicado cutis; porque Blanca había empezado a preocuparse de su persona y, de un tiempo a esta parte, ya no se comía dos panes amasados con mantequilla y queso a la hora del té, sino tres galletas. Naturalmente que a su papá no le podía contar esas cosas tan femeninas, porque de seguro que pondría el grito en el cielo; eso de “guardar la línea”, se lo había escuchado decir muchas veces, era para mujeres con la cabeza hueca. Pero conversaron de muchas otras cosas.

De la señorita Velia, por supuesto. Siempre inquiría su padre sobre las lecciones, qué materias eran más difíciles o cuáles le gustaban más; así se enteró el papá que la señorita Velia insistía en que Blanca jamás aprendería geometría y que, en cambio, poseía grandes aptitudes para resolver problemas algebraicos; también se impuso de que su hija dominaba el inglés como para sostener una conversación simple en un supermercado o en una estación de ferrocarriles y, tal vez, con un policía de tránsito o la azafata de un avión. Se rieron mucho con las restringidas posibilidades que tenía de practicar el idioma. Hablaron de música y Blanca le contó a su padre que cuando los días amanecían brumosos y fríos, se quedaba un rato más en cama escuchando a Mozart o algún concierto de los muchos que tenía grabados; era la única forma de disfrutar de la ejecución perfecta de Arrau; porque aunque estuviera lloviznando, en cuanto se levantaban los primos se acababa la paz. Así que prefería oír música al amanecer, salvo que hubiera sol, pues entonces saltaba de la cama, abría la ventana y se ponía a recibir la frescura de la mañana con verdadero deleite. A veces, la nana Mela andaba rondando por el jardín y al ver que ella estaba cara al aire, apenas con el camisón puesto, se espantaba y subía rezongando, no fuera a pescarse una pulmonía o un romadizo. Su padre le aconsejó que no hiciera locuras; estaba bien que gustara de respirar aire incontaminado, pero con prudencia; así que Blanca tuvo que prometerle que antes de asomarse y abrir la ventana, se arroparía bien y hasta se pondría un gorro pasamontañas, calcetas chilotas y un poncho. Volvieron a reírse. Siguieron paseando por la avenida del litoral, tratando de esquivar a los conocidos, limitándose a la gentil venia o al saludo fugaz. De pronto, Blanca se acordó del nieto de la nana Mela.

–¿Puedo ser amiga del José, papá? ¿Cuántos días se quedará en la casa? ¿O se irá cuando tú debas irte?

Con calma, le fue respondiendo cada pregunta. Eso tenía el padre de Blanca; jamás dejaba de sopesar lo que decía y siempre hablaba pausadamente, como meditando cada frase. La amistad no nacía de un simple deseo; las personas tenían que conocerse primero, ver si congeniaban, si tenían aficiones comunes y, sobre todo, si poseían valores similares; difícil que naciera una auténtica amistad entre un individuo ateo y otro creyente, si ambos no cedían en sus posiciones para tratar de entenderse y respetar sus ideas. La amistad, en fin, era un don de Dios, un privilegio. Y en cuanto al tiempo que se quedaría José, eso dependía de si el muchacho se acostumbraba o si su abuela no terminaba por cansarse de él. Blanca levantó la cabeza y su padre adivinó una muda pregunta, porque parecía del todo imposible que la buena de Mela pudiera aburrirse de verdad con alguien; podría quejarse, andar amurrada, pero por dentro estaba inundada de afecto por todos, aun por los chiquilines que ponían patas arriba la casa.

Pero Blanca no inquirió y siguió caminando lentamente, aguardando la respuesta, la que más le interesaba.

–¡Hum! José no volverá conmigo en esta oportunidad, hija. Yo debo irme mañana en la tarde; tú sabes que mis vacaciones empezarán recién en marzo o, tal vez, para Semana Santa. No pongas esa carita tristona. Si puedo, volveré el próximo fin de semana, pero no es cien por ciento seguro. Es mejor que no me esperes y así yo aparezco sorpresivamente a cualquier hora y el día menos pensado. ¿De acuerdo?

Blanca tenía que aparentar que estaba conforme. Aunque nunca había estado en su oficina, sabía que sin él nada marchaba bien. Era importante su padre y toda una empresa dependía de su sagacidad para los negocios, de su inteligencia y dedicación. Esto era preferible, pensó Blanca, a tener que soportar su ausencia cuando debía marcharse fuera del país. Cuando eso sucedía, vivía apegada al radio a transistores, oyendo cada hora las noticias, apenas durmiendo; les tenía miedo a los aviones y le parecía un atentado contra las leyes naturales que máquinas inventadas por los hombres surcaran los aires imitando a los pájaros.

Blanca, por supuesto, había adquirido esos temores a causa de la nana Mela; ella despotricaba contra todos esos inventos que por un lado eran buenos, pero que por otro llevaban la marca del mismísimo don Sata. Era bueno que los aeroplanos –así los llamaba ella– llevaran a la gente hasta lugares muy lejanos y que transportaran alimentos y otras cosas útiles; pero también cargaban bombas infernales y las tiraban sobre pueblos indefensos. Con esos pensamientos bullendo en su cabeza, la niña optó por cargarse más sobre el fuerte brazo de su padre y sonreírle con ternura. No debía demostrar que lo echaría de menos y que cada día sin él se le haría terriblemente largo. Pero había que acostumbrarse a vivir sin la presencia permanente del papá. Entonces Blanca se detuvo, aspiró el aire fresco, y le preguntó:

–Dime, papá, ¿por qué el José se llama José?

–¿Qué José? No te entiendo, hija…

–¡El José, pues, el nieto de la Mela!

–¡Ah! Supongo que le pusieron así por su padre…

–Y a ti, ¿por qué te llamaron José?

–¡Vamos, niña! No me estés tomando el pelo… Tú bien sabes que tu abuelo se llamaba José y es una costumbre algo anticuada eso de ponerles a los descendientes el mismo nombre…

Y Blanca, con soltura y gracia, empezó a cantar:

–José se llamaba el padre, Josefa la mamá, y al hijo que tuvieron le pusieron... José se llamaba el padre, Josefa…

Y entre carcajadas, padre e hija se fueron avenida arriba, mientras el viento de la tarde cruzaba con fuerza sobre ellos, encrespaba las olas y batía las ramas cargadas de verdor de los árboles.