Sobre este libro
En nuestra vida profesional tenemos que tomar decisiones difíciles, obtener resultados que nos permitan avanzar en nuestras carreras, y adaptarnos a un mundo en constante cambio. Pero también debemos lograr vivir con serenidad y armonía, y encontrar un sentido profundo para nuestra existencia. El camino para lograrlo –nos dice Chris Lowney en Vivir heroicamente, sobre la base de su experiencia como jesuita y como hombre de negocios– no es el de la mezquindad y el egoísmo (que impiden ver que somos algo más que individuos aislados) sino el de los valores y el compromiso que permiten integrar cada una de nuestras acciones con un sentido humano profundo, transformador y, además, productivo.
Vivir heroicamente imparte habilidades vitales a través de una estrategia que nos desafía a transformar el trabajo y el hogar, y las creencias y las acciones, en un todo integrado. Una estrategia para que usted pueda lograr la articulación de un propósito digno del resto de su vida, tomar decisiones de carrera y de relación sabios, y hacer que cada día valga la pena por los resultados logrados.
El autor de este libro nos lleva a visitar barrios pobres de Caracas, salas de juntas corporativas, salones de clase de la escuela secundaria y otros lugares para permitirnos conocer a algunas de las innumerables personas comunes y corrientes que se han mejorado a sí mismas, y a su vez han contribuido a mejorar el mundo mediante la búsqueda de un propósito y valores por los cuales vale la pena vivir.
Índice
Sobre este libro
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Portada
Ediciones Granica
Créditos
Dedicatoria
Introducción
Usted nació para cambiar el mundo
Primera parte
Cree una nueva estrategia para los nuevos tiempos
Capítulo 1
Nuestro dilema
Navegar por un mundo complejo y que cambia rápidamente
Destrucción creativa y crisis de identidad
El cambio me fuerza a descubrir quién soy
El choque de culturas me fuerza a preguntarme cuáles son mis convicciones
La gran escala de los asuntos de la vida moderna me fuerza a considerar por qué soy importante
La complejidad me fuerza a pensar cómo elegir bien
Una nueva propuesta para las nuevas realidades del mundo
Capítulo 2
El camino hacia delante
Cree una estrategia para toda la vida
Los capítulos que siguen
Los Ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola
Segunda parte
Descubra su propósito fundamental
Capítulo 3
¿Dónde se halla ahora?
Evalúe el mundo en el que le ha tocado vivir
Hemos avanzado, pero ¿hacia dónde nos dirigimos?
Los buenos estrategas enfrentan los hechos
Capítulo 4
¿A dónde está usted dispuesto a llevarnos?
Imagine el futuro por el cual vale la pena luchar
Una visión que trascienda todas las fronteras
Tratado como parte de la familia real
Caminando loma arriba y loma abajo
Imaginarse una nueva civilización
Capítulo 5
¿Por qué está usted aquí?
Formule un propósito por el cual valga la pena vivir
Su propósito es ser santo
Las organizaciones santas funcionan mejor
Su propósito es arreglar el mundo
Construir la civilización del amor
Capítulo 6
¿Qué tipo de persona quiere ser?
Adopte valores con los cuales valga la pena identificarse
La integridad: un valor para nosotros mismos
La reverencia: un valor para los demás
La excelencia: un valor para nuestro trabajo
Capítulo 7
¿Qué hace la diferencia?
Póngale corazón a la estrategia para darle vida
No tener el valor de vivir como debemos
Un santo que juntó la cabeza y el corazón
Tomarlo a pecho
Olvidarnos de nosotros mismos
Acudir a su Dios
Tercera parte
Escoja con sabiduría
Capítulo 8
Haga elecciones importantes
Aprenda a usar la cabeza y el corazón
El factor X
Hágase cargo de su vida. Para ello, tenga una actitud optimista, proactiva y abierta al mundo
Retírese para avanzar… y aprenda a reflexionar
Controle los incontrolables. Concentre su energía donde importa
Libérese… Desarrolle la habilidad de desprenderse
Aprenda a reconocer la consolación y la desolación. Ponga atención a lo que siente en su interior
Consígase un verdadero amigo. Busque compañeros prudentes
Hágalo una y otra vez, desde múltiples perspectivas
Tome sus decisiones, con riesgos incluidos
Capítulo 9
Viva en libertad
Oiga la pequeña voz silenciosa
¿Qué trabajo glorifica a Dios?
Nuestra responsabilidad más básica
¿Rayos y relámpagos?
Ese suave susurro que viene “de aquí”
La zarza ardiente
Cuarta parte
Haga que cada día sea importante
Capítulo 10
Sea coherente
Dispóngase a lograr resultados
Señor, voy a poner un hombre en la Luna
Cómo no hacer lo que hay que hacer
Enfoque: aprenda de San Juan Berchmans
Pida retroalimentación en tiempo real y haga las correcciones necesarias en tiempo real: aprenda de Walmart
Divida los grandes retos en retos más pequeños: aprenda de los Alcohólicos Anónimos
Recuerde diariamente lo que es importante para usted: aprenda de mi vecino
Sea responsable: aprenda de un buen jefe
Capítulo 11
Reconozca que está progresando
Utilice una tecnología espiritual para tener un propósito en la vida
Superar a los estrategas del siglo xxi
Tradiciones espirituales tachonadas de herramientas para la ejecución
Epílogo
Déjese guiar por la gratitud y el optimismo
Permita que la gratitud lo impulse hacia delante
Avanzar con optimismo hacia un mundo mejor
Agradecimientos
Acerca de los autores
Selección de títulos
Portada
Chris Lowney
Vivir heroicamente
Las prácticas de la compañía de Jesús que cambiaron el mundo
Buenos Aires – México – Santiago – Montevideo
Ediciones Granica
© 2013 by Ediciones Granica S.A.
www.granicaeditor.com
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Créditos
Lowney, Chris Vivir heroicamente: Las prácticas de la compañía de Jesús que cambiaron el mundo. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Granica, 2015. ISBN 978-950-641-817-5 1. Coaching. 2. Emprendimientos. I. Título |
Fecha de catalogación: 11/07/2014
Título original en inglés: Heroic Living. Discover Your Purpose and Change the World
Editor original: Loyola Press
Traducción: María del Mar Ravassa Garcés
Diseño de tapa: El ojo del huracán®
Conversión a EPub: Daniel Maldonado
Reservados todos los derechos, incluso el de reproducción en todo o en parte, en cualquier forma.
Dedicatoria
Para mi mamá y mi papá
Introducción
Usted nació para cambiar el mundo
Usted podrá aprovechar esta oportunidad única si llega a dominar tres habilidades de vital importancia.
1. Formular un propósito que valga la pena para el resto de su vida.
2. Tomar decisiones sensatas en cuanto a su profesión y a sus relaciones en este mundo cambiante e incierto.
3. Hacer que cada día sea importante, al ponerle cuidadosa atención a sus pensamientos, acciones y resultados.
Mi propia poco usual carrera, primero como seminarista jesuita y después como banquero de inversión, ilustra por qué estas habilidades particulares son esenciales para llevar una vida con sentido en el siglo xxi. Tuve la suerte de servir en tres continentes como director ejecutivo de J.P. Morgan & Co., institución que logró la meta enormemente ambiciosa de cambiar por completo sus líneas y, en el proceso, producir resultados superiores. (Para los lectores que no estén familiarizados con el mundo de los negocios, esto es como haber revisado y modernizado nuestro avión en vuelo, expuestos al ataque del enemigo.) La vida cotidiana puede parecer igualmente exigente a medida que nosotros, maestros, abogados y personas dedicadas al hogar, hacemos malabarismos para manejar el trabajo, la casa y las relaciones, al tiempo que nos ajustamos a las sorpresas, con frecuencia poco gratas, que nos trae la vida diaria. Los más eficientes entre nosotros empezamos a dominar esas mismas habilidades que J.P. Morgan demostró: entender nuestras fortalezas y debilidades, tomar control de nuestra vida, escoger entre alternativas difíciles y adaptarnos a medida que las circunstancias lo requieren.
Pero la psicología moderna nos dice que los individuos sanos y felices también tienen un profundo sentido de propósito. Es decir, representan valores apreciados, se sienten conectados con otras personas y están al servicio de causas más nobles que ellos mismos y sus egos. Francamente, muchos de nosotros no encontramos modelos de esas cualidades vivificantes en nuestro trabajo. Por el contrario, las organizaciones pueden ser lugares estresantes, desalmados, donde gerentes poco auténticos hablan de lugares comunes como respeto, y sin embargo tratan a sus subordinados como objetos que se utilizan y luego se desechan. Los ejecutivos expresan visiones atractivas, pero carecen del valor y del compromiso para hacer sacrificios por ellas. Las peores organizaciones ofrecen un sueldo, pero espiritualmente están en bancarrota y son perfectamente incapaces de proporcionarnos la alegría, la satisfacción o la paz que encontramos, por ejemplo, en nuestras familias y tradiciones espirituales.
Muchos de nosotros esperamos que la religión o la espiritualidad nos dé lo que nos hace falta en el lugar de trabajo; y aunque con frecuencia encontramos consuelo e inspiración en la mezquita, la iglesia o el templo, a menudo salimos de nuestras ceremonias religiosas sin una guía clara para las complicadas decisiones que tenemos que tomar durante la semana laboral. Nuestras tradiciones religiosas frecuentemente son fuentes inigualables de sabiduría, pero no nos proporcionan un método sencillo para entretejer esa sabiduría en nuestra vida diaria. Mi Biblia de mil páginas, a pesar de todas sus riquezas, no es una estrategia. Nuestras tradiciones espirituales nos dan respuestas, pero también nos dejan con preguntas cada vez más desconcertantes: ¿cómo conectar mis más profundas creencias con lo que hago toda la semana en el trabajo y en la casa?
De allí que nuestro reto sea crear toda una estrategia de vida que sea espiritual y a la vez terrenal. Sí, tenemos que tomar decisiones difíciles, hacer las cosas bien y adaptarnos a un mundo siempre cambiante, como lo hacen las mejores compañías; pero también tenemos que encontrar paz y satisfacción al darnos cuenta de la grandeza a la cual somos llamados como seres humanos. Estamos aquí en la Tierra para vivir por algún propósito poderoso que nos eleve y nos haga esforzar. Estamos aquí para volvernos visionarios que miramos más allá de nuestro interés personal y nuestra vida, porque nuestro corazón y nuestro espíritu son más grandes que cualquier empleo o suma de dinero. Y al transformarnos en quienes debemos ser, llevaremos a nuestra civilización a ser lo que debe ser: no una humanidad mezquina y narcisista, sino una civilización llena de espíritu, que ama la vida, a los demás y al mundo.
Lo que sigue, entonces, es un manual de instrucciones para la tarea de ser humanos, pero que rechaza el pensamiento convencional de los libros de autoayuda. La mayoría de los manuales garantiza un resultado con solo leer el libro; este no garantiza ningún resultado si lo único que usted hace es leerlo. Esos otros libros normalmente cortan nuestra vida en pedacitos al concentrarse solo en el problema que prometen resolver: convertirnos en millonarios, encontrar pareja, ser admitidos en la universidad o conseguir un puesto. Este libro nos reta a transformar el trabajo y el hogar, nuestras creencias y nuestros actos, el cuerpo y el espíritu, en un todo integrado. Esos libros trazan un plan de pasos fáciles hacia una meta; este traza un camino difícil que requiere práctica a lo largo de toda la vida.
El tiempo de las soluciones fáciles se acabó, porque las soluciones fáciles han fallado. Por ejemplo, muchos de nosotros trabajamos duro, pero encontramos poca satisfacción en nuestro trabajo (o, peor aun, nos aburre). O sentimos como si estuviéramos viviendo vidas divididas, desgarradas por las exigencias de dos fuerzas que compiten entre sí, el trabajo y la familia. Un mundo rápidamente cambiante nos apremia con la necesidad de hacer elecciones –en nuestras relaciones, carreras y estilo de vida– y con demasiada frecuencia las hacemos equivocadamente. Nos preocupa no tener empleo mañana, qué mundo heredarán nuestros hijos, y, más profundamente, si el gran esfuerzo que hacemos en el trabajo realmente cambia en algo las cosas en este mundo inmenso y complicado. Un número cada vez mayor de estadounidenses dice, en encuesta tras encuesta, año tras año, que se sienten recelosos, infelices o insatisfechos. La mitad de nosotros dice que nos va peor que a las personas de dos generaciones atrás, y el sesenta por ciento cree que a nuestros hijos les irá peor que a nosotros.
Rechazo el pronóstico y escribí este libro con la esperanzadora convicción de que podemos superar las mencionadas aflicciones, sentirnos mejor acerca de quienes somos, ser mejores versiones de nosotros mismos y también inspirar a los miembros de nuestra familia y a nuestros colegas a ser mejores versiones de sí mismos. Sé que esto puede suceder porque lo he constatado. En las páginas siguientes, visitaremos hogares, barrios bajos de Caracas, salones de juntas y los basureros de Manila, para hacer un esbozo de algunas de las incontables personas comunes y corrientes que son mejores versiones de sí mismas gracias a haber encontrado un propósito por el cual vale la pena vivir, una visión por la cual vale la pena luchar y valores que vale la pena defender.
Sé también que la estrategia de este libro puede funcionar, porque las prácticas que promueve han funcionado por casi cinco siglos. Si bien su esquema estratégico ha sido influenciado por J.P. Morgan (y otras organizaciones), el corazón que lo anima está inspirado en Ignacio de Loyola, fundador, en el siglo xvi, de la orden de sacerdotes y hermanos jesuitas. Ignacio fue pionero en aplicar técnicas de valor incalculable para confrontar las preguntas fundamentales de la vida y delinear un camino en respuesta a esas preguntas.
Entretejiendo sus percepciones en un sólido marco estratégico, crearemos un enfoque singularmente poderoso para nuestro más importante empeño: dirigir nuestra propia vida.
Buena parte del lenguaje que utilizo en este libro, aunque no todo, se nutre de la tradición cristiana que comparto con Ignacio de Loyola; sin embargo, no les pido a los musulmanes, judíos, humanistas laicos u otros lectores que adopten mis creencias. En vez de ello, por favor, piensen en los recursos vivificantes de su propia tradición a medida que leen; no dudo de que todos caminaremos hacia delante por un sendero común. Los ideales esbozados en este libro provienen de una comprensión del sentido de la vida humana compartido por muchas tradiciones espirituales y humanísticas. De hecho, el “caso” de este libro lo resume mejor el budismo tibetano del Dalai Lama, no mi propia tradición cristiana.
Si buscas la iluminación para ti simplemente para enaltecerte y elevar tu posición, equivocas la intención; si buscas la iluminación para poder servir a los demás, tienes un propósito.
Este siglo necesita desesperadamente legiones de personas dispuestas a dar el paso y a vivir por un gran propósito, personas que sepan cómo hacer elecciones sabias y que puedan hacer que cada día sea importante.
Primera parte
Cree una nueva estrategia para los nuevos tiempos
Capítulo 1
Nuestro dilema
Navegar por un mundo complejo y que cambia rápidamente
Los seres humanos modernos absorbemos más información y tomamos más decisiones en un día promedio que las que nuestros antepasados tomaban en un mes. En apariencia, nos adaptamos bien a este paso acelerado. Sin esfuerzo, hacemos la transición del teléfono corriente al celular, al mensaje instantáneo y a lo que venga después. Nadie siente el impulso genético de entrenar palomas mensajeras o de volver a utilizar teléfonos de disco.
Sin embargo, internamente, a menudo las cosas no son tan fáciles. Las múltiples exigencias de la vida diaria que compiten entre sí nos hacen trizas. Trabajamos largas horas para servir a nuestra familia, y como resultado de ello, irónicamente, terminamos pasando muy poco tiempo con ella. Tomamos cantidades de decisiones, pero cada vez nos sentimos más estresados a medida que lo hacemos. Trabajamos con eficiencia en ocupaciones altamente técnicas en compañías multinacionales gigantescas, pero al volver a casa, nos preguntamos si nuestro trabajo realmente importa.
Mientras usted lee esta página, cuatro factores decisivos están cambiando radicalmente el paisaje en el que todos tenemos que vivir y trabajar. Esos factores son el cambio, el choque de culturas, la escala cada vez mayor de las cosas y la complejidad. Estoy a punto de contar cómo mi ex empleador luchó por dominar con éxito el cambio y la complejidad. Pero esta historia del mundo de los grandes negocios es también una parábola de su vida y la mía. Las realidades que han golpeado el medio empresarial también han sacudido nuestro mundo. De hecho, con frecuencia sufrimos mayores temblores que nuestros empleadores, porque estos a veces enfrentan el cambio, endilgándonos sus repercusiones.
El cambio, el choque de culturas, la creciente escala de todo y la complejidad no van a desaparecer sino a acelerarse. Las organizaciones exitosas han entendido a golpes que la actitud de actuar como si nada estuviera pasando ya no les va a funcionar. Nosotros tenemos que darnos cuenta de que a nosotros tampoco.
Destrucción creativa y crisis de identidad
El economista Joseph Schumpeter (1883-1950) acuñó el término destrucción creativa para describir el desplazamiento de tecnologías existentes por nuevas tecnologías. Los televisores, las computadoras, los teléfonos celulares y los automóviles son algunas de las incontables innovaciones que han generado nuevos negocios, cambiado nuestro estilo de vida y aumentado nuestra prosperidad. Sin embargo, la innovación a menudo lleva a la conformación de nuevos negocios a expensas de otros. Por tanto, Shumpeter habló de destrucción en vez de evolución o transición.
La destrucción creativa se ha tornado aun más severa desde que Shumpeter expresó su tesis. Comparemos el siglo xix con los últimos años del siglo xx. La primera presentación que hiciera Thomas Edison de su prototipo de bombilla en 1879 significó el apagón para los fabricantes de velas y de lámparas de queroseno; pero pasaron muchas décadas antes de que los Estados Unidos estuvieran electrificados completamente. Los fabricantes de lámparas de queroseno tuvieron tiempo de decidir hacia dónde encaminarían sus esfuerzos, a medida que el ocaso de su negocio lentamente se desvanecía en la noche de la obsolescencia.
Menos de una década después de la introducción de la bombilla de Edison, George Eastman patentó la primera cámara Kodak, y durante décadas, Kodak confiadamente acaparó alrededor del sesenta por ciento del mercado global de películas fotográficas. Los avisos de la compañía mostraban niños sonrientes que nos recordaban que había que conservar nuestros “momentos Kodak”. Sin embargo, ningún ejecutivo de la compañía sonrió cuando a Kodak le llegó su momento de la verdad con la introducción de la cámara digital. La nueva tecnología no requería película ni procesamiento químico; el negocio básico de Kodak súbitamente se enfrentaba a la obsolescencia. La venta de películas se fue en picada y Kodak estuvo a punto de extinguirse. Los fabricantes de velas tuvieron décadas para sobreponerse a la electrificación (y muchos de ellos lo hicieron, a juzgar por el enorme comercio de velas de todas formas, tamaños y fragancias que hay hoy día), pero los ejecutivos de Kodak solo tuvieron meses para reinventar su compañía. La destrucción creativa afectó terriblemente a una compañía que contaba, orgullosamente, con 150.000 empleados hace cerca de veinte años y ahora tiene apenas unos 30.000. Un reportero de negocios resumió así la difícil situación de Kodak: “Tuvieron la genialidad de cambiar una industria, pero su arrogancia los llevó a creer que la evolución pararía con ellos”.
Kodak tipifica la profundamente alterada realidad de los negocios –y de la vida– hoy día. Durante buena parte de su historia, los ejecutivos de Kodak sabían que eran los principales fabricantes y procesadores de películas del mundo. Los ejecutivos actuales viven con menos claridad y ninguna certeza a largo plazo; los competidores, los clientes e incluso las principales líneas de productos pueden cambiar radicalmente en pocos años. Como resultado, las compañías y sus ejecutivos deben hacerse hoy preguntas que en otro tiempo hubieran parecido estúpidas y poco plausibles: ¿quiénes somos?, ¿qué estamos tratando de lograr?
Tome el caso de J.P. Morgan, mi anterior empleador, como otro ejemplo. Los empleados que en 1983 hacíamos en esa empresa prácticas de gerencia sabíamos que nuestros principales negocios eran prestar dinero a corporaciones grandes e invertir sus fondos de pensiones. También sabíamos lo que no hacíamos: administrar una red de sucursales que concedían hipotecas y les abrían cuentas corrientes a personas “comunes” como usted y yo. (Tuve la suerte de que J.P. Morgan me empleara, pero no era lo suficientemente adinerado para ser su cliente.)
Aunque a J.P. Morgan perennemente se le consideraba “el banco más admirado de los Estados Unidos”, en 1983, incluso nosotros, aprendices, sabíamos que nuestro venerable modelo de negocios estaba sentenciado. Los márgenes de utilidad disminuían a medida que los bancos competían entre sí para prestar dinero a las grandes compañías que gozaban de muchas alternativas baratas para recaudar fondos. A los banqueros, a menudo, se les describe como personas regordetas, lerdas y resistentes al cambio; pero aun los lerdos aprenden a bailar claqué cuando el cambio se hace imperativo. Ante las nefastas perspectivas de nuestro negocio principal, la gerencia de Morgan lanzó una odisea estratégica para injertar negocios rentables y en crecimiento en las raíces del “viejo” Morgan.
En palabras sencillas: estábamos reinventándonos, y haciéndolo continuamente; nuestros negocios cambiaron, y también el elenco y los actores de reparto. Morgan no se podía comprometer con un negocio indefinidamente, y tampoco podía comprometerse indefinidamente con los empleados. Los negocios y los empleados tenían que “crecer o irse”.
Algunos empleados bajaron la cabeza atemorizados, trabajaron duro y esperaron que todo saliera bien; pero muchos otros comenzaron a sentirse libres, mantuvieron los ojos abiertos a oportunidades laborales atractivas y decidieron no volver a ser víctimas de las periódicas cosechas de despidos (contracciones empresariales, subcontrataciones, reorganizaciones o, en el absurdo eufemismo recientemente acuñado por una de las grandes compañías estadounidenses, reducción de contrataciones). El J.P. Morgan de 1983, donde muchos veteranos de la compañía habían trabajado lado a lado por años, se convirtió a finales de la década de los noventa en un lugar de trabajo en el cual muchas personas estaban solo de paso. De los cerca de cincuenta aprendices que entraron a Morgan conmigo, ninguno seguía en la compañía veinte años después.
Pero no son solo los empleados los que están de paso en compañías que están cambiando rápidamente, sino también compañías enteras las que están de paso. El actual jpMorgan Chase es un conglomerado conformado a lo largo de los últimos veinte años, que con más precisión podría llamarse “jpMorgan-ChaseManhattan-ManufacturersHanover-ChemicalBank-BankOne-BearStearns”, etcétera. He omitido algunos nombres, pero esto es suficiente para dar a entender de qué hablo. Los gurús del marketing llegaron a la sabia conclusión de que jpMorgan Chase cabe más fácilmente en una tarjeta de visita. Al igual que todos sus competidores, jpMorgan Chase sigue siendo una obra en proceso que muy probablemente absorberá más adn corporativo antes de que este libro sea impreso.
Las compañías que hoy constituyen JPMorgan Chase eran todas compañías grandes para empezar; ahora, han conformado una empresa realmente colosal. En 1983, ingresé a una compañía de aproximadamente 20.000 empleados. Eso ya era de por sí un número apabullante, pero no es nada comparado con los 170.000 del JPMorgan actual. Las más grandes compañías de hoy pueden compararse a ciudades importantes: Walmart, por ejemplo, tiene 2.000.000 de empleados; eso excede la población de Filadelfia, Detroit o Dallas.
Es más fácil encontrar una cultura común y unos valores compartidos en un pueblo pequeño que en una ciudad cosmopolita, y, asimismo, era más fácil inculcar la manera de hacer las cosas a lo J.P. Morgan cuando la compañía era más pequeña y su cultura era tan palpable que, literalmente, la veíamos y la tocábamos. Yo me había sentado en la misma oficina que el ilustre J.P. Morgan, Jr. una vez ocupó; la misma araña de luces que una vez iluminó el severo rostro del titán había alumbrado mi escritorio. Pero las miles de personas que hoy contrata la empresa ya no pueden encontrar iluminación cultural meditando bajo la araña del anciano o comunicándose con su espíritu; la histórica oficina de J.P. Morgan, vendida a promotores inmobiliarios, es ahora el vestíbulo de un condominio.
No cuento esta historia por nostalgia o amargura. Los gerentes de J.P. Morgan se percataron muy correctamente de que nuestro viejo modelo ya no era viable, y yo desempeñé mi pequeño pero seguro papel en enviar los buenos viejos tiempos al basurero corporativo. La compañía ha seguido prosperando porque hace las cosas de manera diferente. Podemos pensar con afecto en los viejos tiempos, cuando el mundo de los negocios se sentía más pequeño, más predecible y más manejable; pero no podemos detenernos allí si hemos de sobrevivir, porque estas historias de destrucción creativa nos sirven de parábolas para nuestra vida, más allá del banco o del hipermercado. A todos nos sacuden las mismas tormentas que golpean a estas compañías, ya sea que trabajemos en un banco o en un hospital, que vivamos en la ciudad o en el campo, que estemos iniciando una carrera o a punto de jubilarnos.
También nosotros tenemos que lidiar con las preguntas que los grandes negocios deben hacerse hoy día para sobrevivir en vez de desaparecer: ¿quiénes somos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Qué estamos tratando de lograr? El cambio, la complejidad, el choque de culturas y la creciente escala de las cosas nos fuerzan a dar respuesta a estas preguntas fundamentales acerca de nosotros mismos. Al responderlas, crearemos la sólida base de una estrategia duradera para la vida.
Enormes cambios han afectado nuestras vidas en la última década: ¿qué cambios –en el trabajo, en la cultura o en la tecnología– lo han impactado a usted? ¿De qué manera es su vida diferente de como era hace dos décadas?
El cambio me fuerza a descubrir quién soy
Hace algún tiempo, compañías como Kodak y J.P. Morgan se identificaban con determinados productos (Kodak era fabricante de películas y J.P. Morgan era prestamista). Esos negocios a menudo se mantenían relativamente estables durante décadas. Ahora, las compañías y las organizaciones tienen que reinventarse y reinventar sus negocios continuamente.
Hace algún tiempo, también los individuos se identificaban con un determinado “producto”: el trabajo que hacían. De hecho, las identidades de nuestros antepasados con frecuencia se derivaban, literalmente, de su trabajo: piense en apellidos como Zapatero o Herrero. El señor Zapatero era, pues, el zapatero del pueblo (una profesión que su hijo y su nieto posiblemente ejercerían).
Sin embargo, los progresos tecnológicos, la competencia corporativa y la búsqueda incesante de la productividad han eliminado prácticamente la carrera profesional según la define el Webster’s New World Dictionary: “una profesión u ocupación para la cual uno se entrena o que ejerce como trabajo de por vida”. Esa bonita definición está completamente pasada de moda en lo que respecta a la gran mayoría de nosotros. Muy poca gente se capacita para una ocupación que vaya a desempeñar en una compañía por el resto de su vida laboral. En cambio, se estima que los egresados de las universidades normalmente trabajarán para siete o diez diferentes empleadores durante su vida profesional. He conocido a personas que a los treinta años han pasado por diez diferentes compañías.
La mayoría de nosotros viviremos muchas décadas más que nuestros bisabuelos y envejeceremos en un mundo totalmente diferente de aquel en que nacimos. A muchos adultos les ha tocado vivir la llegada de la televisión, los teléfonos celulares, las computadoras personales y los aviones jet. Y cualquier persona que se atreva a predecir el panorama tecnológico del año 2050 estará tan desfasada como el comisionado estadounidense de patentes del siglo xix de quien dicen que predijo que “todo lo que se puede inventar ya ha sido inventado”.
Un mundo implacablemente cambiante nos fuerza no solo a adaptarnos y a ser flexibles, sino a confrontar preguntas fundamentales sobre nuestra identidad. Uno de nuestros antepasados podría haber dicho: “yo soy el señor Zapatero, el zapatero de la ciudad”; pero un empleo jamás ha captado del todo la identidad de una persona. Eso es especialmente cierto ahora que la mayoría de nosotros ejercerá múltiples ocupaciones y gozará de muchos más años productivos después de la jubilación. No solo no tiene sentido derivar nuestra identidad principalmente de nuestro trabajo, sino que tampoco es posible hacerlo debido a todos los cambios que moldean nuestra vida laboral.
Cuando las carreras eran estables, la pregunta clave que las personas parecían hacerse era: ¿qué trabajo voy a hacer? Ahora las preguntas claves son más profundas y más retadoras: ¿quién soy? ¿Para qué estoy en este mundo? ¿Qué tipo de persona voy a ser? Es posible que yo desempeñe muchos trabajos durante mi carrera, pero a medida que paso de uno a otro –incluso de una compañía o profesión a otra–, ¿qué queda? Quedo yo. ¿Quién es esa persona, y para qué está viviendo, más allá de para recibir el próximo cheque? Si no puedo darle y expresar de manera consciente algún sentido general y unificador a mi vida, entonces mi vida terminará siendo una serie de episodios desconectados a medida que voy sin rumbo de puesto en puesto, de relación en relación, hasta llegar a la jubilación.
El choque de culturas me fuerza a preguntarme cuáles son mis convicciones
A medida que las compañías y las personas navegan por el cambio, surgen conflictos acerca de cómo se debe hacer el trabajo y cómo se debe vivir la vida. Yo, por ejemplo, tuve la suerte de vivir y trabajar en tres continentes, lo cual me puso en el centro del escenario de choques culturales a veces triviales y a veces profundos. Nosotros, estadounidenses, pensábamos que sabíamos cómo debían conducirse los negocios: las reuniones internas en Nueva York eran ocasiones libres y espontáneas en las cuales todos, desde los aprendices hasta los directores ejecutivos, discutíamos francamente los méritos de varias propuestas. Las reuniones con los clientes llegaban al grano inmediatamente después de presentar nuestras propuestas y lográbamos hacer tratos casi a la fuerza.
Pero cuando nosotros, estadounidenses, bajábamos del avión en Japón, nuestra seguridad se evaporaba. No podíamos decidir si inclinar la cabeza ante nuestros colegas japoneses o extenderles la mano, o ambas cosas. Entrábamos a las reuniones de negocios e inmediatamente abordábamos el tema de la negociación, dejando a nuestros colegas y clientes japoneses un poco avergonzados y horrorizados por nuestro apresuramiento y aparente insensibilidad a la necesidad de construir relaciones duraderas.
La vida en esta era global nos ha tirado a un charco cultural maravillosamente refrescante, pero irritantemente diverso. Hablamos muchos idiomas y comemos platos de diferentes tradiciones culinarias. Muchos de nosotros creemos en Dios, y muchos no creemos. Algunos nos abstenemos de tener relaciones sexuales antes del matrimonio, y otros se “enganchan” después de haberse cruzado unos pocos correos electrónicos. Mis abuelos pasaron prácticamente toda su vida en un pueblo, entre vecinos conocidos que compartían con ellos una visión del mundo y unos valores comunes. En contraste, yo, en un solo día, a menudo me rozo con tantas personas como ellos conocieron en toda su vida. La visión del mundo de su pueblito ha cedido el paso a mi cacofonía cosmopolita de otras culturas religiosas, étnicas y generacionales.
El cambio nos forzó a preguntarnos: ¿quién soy? ¿Por qué estoy en este mundo? La diversidad cultural agrega otras preguntas fundamentales a nuestra creciente lista: ¿cómo debo comportarme y tratar a otras personas? ¿Qué valores son importantes y fundamentales en los negocios y en la vida personal?
En una cultura homogénea y estable, a menudo asimilábamos las respuestas del hogar, la escuela y el vecindario, y generalmente las dábamos por buenas. Ahora tenemos que preguntarnos y dar respuesta a esas preguntas nosotros mismos.
La gran escala de los asuntos de la vida moderna me fuerza a considerar por qué soy importante
Gracias al fenómeno moderno de las compañías que se han vuelto gigantescas en un mundo que se está contrayendo, nos enfrentamos a nuevas preguntas fundamentales para nuestra vida.
Los medios modernos nos bombardean con noticias e imágenes de un mundo que cada vez se hace más pequeño: vemos en tiempo real cómo ciudadanos británicos escapan de buses que han sido destrozados por bombas terroristas y simultáneamente enviamos mensajes instantáneos a nuestros conocidos en esa parte del mundo para asegurarnos de que están bien. Sin embargo, a medida que el mundo se vuelve más pequeño, nosotros con frecuencia también nos sentimos más pequeños.
Cada noche, vemos en lugares lejanos sucesos que podrían afectar nuestra propia seguridad y nuestro sustento; sin embargo, sentimos que no podemos hacer nada al respecto, o cambiamos de canal, a uno más ligero, solo para que nos recuerden que nuestras monótonas vidas, consistentes en trabajar y volver a casa, palidecen frente a las vidas aparentemente ricas y plenas de las celebridades.
El gigantismo galopante del comercio moderno acrecienta aun más la impresión de que somos engranajes relativamente insignificantes en la maquinaria mundial de gran escala. Mi abuelo, básicamente un agricultor que producía lo justo para subsistir, podía apreciar de frente el bien que hacía. Vivía entre los hijos que alimentaba; ayudó a construir la casa que los albergaba.
Yo también ayudé a alimentar y albergar gente. J.P. Morgan financió y asesoró a cadenas de supermercados, constructores de viviendas y fabricantes de alimentos; nuestra compañía empleaba a miles de personas, permitiéndoles sostener dignamente a su familia; manejábamos fondos de pensiones que les aseguraban a innumerables jubilados una vejez estable y cómoda. Mis colegas de J.P. Morgan y yo ayudamos a alimentar y dar albergue a más gente de la que ni mi difunto abuelo ni yo podríamos imaginar.
Ese es justamente el problema: que no puedo imaginármelo. Lo grande puede ser bello gracias a la eficiencia y pericia que resultan cuando los seres humanos nos unimos y nos ponemos una meta común a gran escala; pero lo grande puede ser desalentador cuando banqueros, contadores, asistentes administrativos y profesionales de recursos humanos buscamos significado en nuestro trabajo. Las personas de la generación de mi abuelo, en su mayoría trabajadores independientes en pequeños negocios o granjas, a menudo conocían e interactuaban con las personas a quienes alimentaban. Los empleados de mi generación, con frecuencia aferrados a terminales en un mar de cubículos, vemos números en hojas de cálculo, no familias que comen el alimento que producimos. Podemos sentirnos desconectados de los productos que nuestros empleadores producen y de los seres humanos a quienes sirven. Hacemos préstamos para financiar fábricas que jamás visitamos; las fábricas hornean pan con destino a una sucesión de poblaciones anónimas a lo largo del continente.
Sabemos que nuestro trabajo debe afectar en algo el resultado de las cosas; sin embargo, a veces es imposible saber exactamente cuánto. Aun si yo heroicamente asumía el trabajo de dos personas –y a veces lo hacía–, esto ni bajaba los costos de J.P. Morgan en un centavo ni incrementaba los ingresos por acción en un centavo. ¡Qué descorazonador! Cuando me retiré de Morgan, alguien me reemplazó, y el negocio siguió su curso como siempre. En efecto, había tantos colegas que iban y venían que cada vez era más difícil integrarse en el trabajo; en los ascensores, nos encontrábamos con colegas casi anónimos que entraban y salían a diario por las puertas giratorias, todos segmentados en departamentos especializados que estaban diseminados por toda la red mundial de J.P. Morgan.