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E-pack Jazmín, n.º 190 - marzo 2020
I.S.B.N.: 978-84-1348-339-9
A treinta minutos de Brisbane, las nubes oscuras comenzaban a entrar por el este. Con incontables horas de vuelo, él observó fascinado cómo las nubes comenzaban a agolparse formando núcleos tormentosos. «La naturaleza en estado puro», pensó él. Una fuerza inimaginable que podía levantar un avión ligero, voltearlo, golpearlo con un rayo, o dejarlo pasar de manera milagrosa.
Él sabía que podría manejar el espectáculo pirotécnico de aquella tarde. Pero tampoco era aquello lo que necesitaba y notó que se le formaba un nudo de frustración en el pecho. El mal tiempo provocaba temor en cualquier piloto, pero él no pensaba ceder ante ello. No podía permitirse otra interrupción en su largo viaje, así que blasfemó para reducir la tensión que se apoderaba de él. Debía permanecer impasible. Era la única manera de mantener el control.
Era un piloto experto y hacía mucho tiempo que había obtenido la licencia. Su padre, Daniel, se había sentido orgulloso de él y le había dado una palmadita en la espalda.
–Tienes talento, Garrick. Todo lo haces con mucha facilidad. ¡No podría estar más orgulloso de ti!
Su padre había sido su modelo para todo. Él había aprendido a volar igual que su padre había hecho. Con naturalidad. Era un piloto meticuloso. Volar le daba la vida. Pero también podía darle la muerte. No podía olvidarlo. Ni por un momento. Ya había habido muchos accidentes de avión en las zonas despobladas de Australia. ¡Sin embargo a él le encantaba volar! ¡Y el sentimiento de libertad que le proporcionaba!
El Beech Baron era el símbolo de lo que su familia había conseguido con el tiempo, un avión de vanguardia mantenido para que fuera lo más seguro posible. Aun así, una turbulencia severa comenzó a agitar la avioneta como si fuera un juguete. Por suerte, terminó antes de que se convirtiera en un verdadero problema.
Había sido un infierno de viaje. Primero, había aceptado hacer un vuelo por emergencia médica para un vecino de una finca cercana que llevaba algún tiempo sin avioneta debido a grandes problemas económicos. Había sido su abuelo, Barton, el que había convertido Rylance Enterprises en una de las primeras empresas en diversificarse hasta el punto de que Coorango era sólo una de las muchas empresas que aportaban beneficios. La situación más arriesgada a la que se había enfrentado Garrick durante el vuelo era aterrizar en una carretera del interior de Australia que atravesaba una zona despoblada y que era peligrosa por su anchura y por los canguros que había por la zona. Los canguros se asustaban con el ruido de los motores, entraban en pánico y saltaban de un lado a otro, lo que suponía un importante peligro. Algunos se tumbaban sobre la pista como si estuvieran paralizados y miraban como diciendo: «No me hagas daño». Los canguros no tenían sentido común.
Al menos, la improvisada pista de aterrizaje no era demasiado corta y se extendía entre un paisaje lleno de arbustos e innumerables cursos de agua secos que los aborígenes aprovechaban para sus campamentos y entre los que, de vez en cuando, se encontraban pozas llenas de agua que brillaban con el sol.
El capataz de la finca estaba pálido y sudoroso a causa del dolor, pero no se quejaba. El propietario de la finca y dos de sus hombres habían llevado al paciente en coche hasta allí, y después lo habían subido al Beech Baron en una camilla. Su misión era llevar a aquel hombre hasta el Royal Flying Doctor Service más cercano, donde recibiría atención médica.
–¡Eres maravilloso, Rick! –le había dicho Scobie, el dueño de la finca–. Hace falta un buen piloto para poder aterrizar con un Beech Baron valorado en más de un millón de dólares en una pista de arbustos. No sé cómo agradecértelo. ¡Whitey se ha tapado los ojos durante todo el aterrizaje! –Scobie miró a su peón y éste sonrió.
–¡Nunca he visto nada parecido, señor Rylance! –dijo Whitey–. ¡Eres un as!
–¡Un as con mucha suerte, Whitey!
Cuando llegó a Brisbane, la tormenta había terminado y el sol había dispersado las nubes. Él aterrizó el avión con suavidad y lo aparcó detrás de un Gulfstream. Llegaría un día en el que él pudiera comprarse uno así. Desembarcó del avión y se acercó a la limusina que estaba esperándolo para llevarlo hasta la mansión de los Rylance.
–¿Ha tenido un buen vuelo, señor Rylance? –le preguntó el chófer, llevando dos dedos hasta la visera de la gorra del uniforme.
–Los he tenido mejores –sonrió, mientras guardaba la maleta en el maletero. No necesitaba que el chófer lo hiciera por él.
Momentos más tarde estaban en camino con una agradable conversación. El propósito de ese largo viaje era asistir como padrino en la boda de Corin, un pariente suyo que se casaría dos días después. Aquélla sería una ocasión especial tras los meses extremadamente traumáticos posteriores a la muerte de Dalton Rylance, el padre de Corin y Zara, y de su segunda esposa, Leila, en un accidente de avión en China. Un suceso que conmocionó a todo el país. Dalton Rylance había sido un gigante de la industria. Pero la vida continuaba y no había más remedio que seguir su ritmo. Corin era un luchador. Y estaba a punto de recibir su recompensa, casándose con Miranda Thornton, el amor de su vida.
Garrick había conocido a Miranda, una mujer menuda y de cabello rubio platino, en el funeral de Dalton y se había fijado en ella de inmediato. No sólo era una mujer bella, también muy inteligente. Y estaba estudiando para ser doctora. Corin era afortunado. Y merecía serlo. La vida no había sido fácil para él. Ni para Zara. Tras la muerte prematura de su madre, la primera señora Rylance, adorada por el resto de la familia. No como la segunda señora Rylance. Ella no se había ganado el corazón de su madre. A veces, la madre de Garrick hacía comentarios mordaces. Él había conocido a Leila en alguna reunión familiar y le había parecido una mujer dulce y encantadora. O al menos, con él había desplegado todos sus encantos.
Leila Rylance había sido una mujer glamurosa que había hecho feliz al arrogante y exigente Dalton.
Dalton Rylance y Daniel, su padre, eran primos segundos. Su rama de la familia había sido ganadera desde tiempos coloniales. Su padre era un hombre maravilloso, una verdadera figura de inspiración y un héroe para su familia. Desgraciadamente, durante los últimos años había vivido en una silla de ruedas tras sufrir importantes daños medulares provocados por una caída a caballo cuando se disponía a ayudar a un imprudente empleado de la finca.
Dalton y Daniel nunca habían estado unidos, aunque su padre mantenía bastantes acciones en Rylance Metals. Dalton Rylance no había sido un hombre que inspiraba afecto, pero sí había sido un brillante hombre de negocios y un pionero en la industria minera del estado.
Como solía ocurrir a menudo, Garrick no pudo evitar pensar en Zara. Ella lo había abandonado en un infierno emocional. Tiempo atrás, Zara y él habían estado locamente enamorados. Bueno, o él había estado locamente enamorado de ella. Zara había estado probando sus armas de mujer en el ámbito de la sexualidad y, cuando le hacía el amor, él sentía que su cuerpo se disociaba del alma. Habría hecho cualquier cosa por ella. Cualquier sacrificio excepto abdicar a su herencia. Como hijo único y heredero tenía grandes responsabilidades esperándolo, igual que Corin, el heredero de Dalton.
Zara era la heredera de los Rylance. Dalton, como buen machista que era, esperaba que ella siempre estuviera bien guapa y se casara con el descendiente de otra familia rica para formar una familia. Dalton Rylance era un gran defensor de la teoría de que las mujeres no estaban hechas para los negocios.
Por supuesto, Rylance Metals estaba dirigida por hombres. Igual que Rylance Enterprises, aunque eso estaba cambiando rápidamente. Su madre, Helen, estaba en la junta directiva de todas sus empresas y desempeñaba un rol activo. Era ella la que había recomendado a otras dos mujeres clave para el negocio. Su madre era una mujer especial. Y tenía muy buen ojo para la gente, y a menudo él se preguntaba cómo se había equivocado tanto con Zara.
Su preciosa Zara. Su ángel oscuro. El centro de sus sueños.
Tenía veintiocho años, dos años menos que él, y a pesar de que todo el mundo pensaba que se casaría joven, ella seguía soltera. Siempre había tenido una larga lista de admiradores. Y no era una niña rica y mimada. Se había convertido en una triunfadora en el mundo de los negocios. Dalton no contaba con que su única hija fuera tan inteligente. Pero Zara había heredado el cerebro de los Rylance para los negocios. Aun así, Dalton nunca le había ofrecido un trabajo en Rylance Metals.
Uno de los pocos grandes errores que había cometido. Pero Dalton Rylance había sido un hombre como los de su época. Zara era licenciada en Empresariales, y Dalton había permitido que estudiara para que en un futuro pudiera proteger la herencia que le correspondía. Ella vivía y trabajaba en Londres. Y tiempo atrás se había visto implicada en un gran escándalo con Konrad Hartmann, un hombre de negocios muy rico de Europa al que habían encontrado culpable de una estafa a gran escala. Hartmann estaba esperando al juicio y, cuando llegara el momento, pasaría el resto de su vida en prisión. Cuando la historia salió a la luz, un periódico británico nombró a Zara como la joven amante australiana de Hartmann. Se comentaba que ella conocía, o sospechaba, el enrevesado y dudoso negocio que él tenía. Además de ser la hija de Dalton Rylance, un magnate de la minería australiana, Zara era un lince para los negocios.
La amenaza de que emprendieran acciones legales contra ella hizo que su jefe de aquella época, el influyente Marcus Boyle, le echara una mano. Corin tampoco había perdido el tiempo y había volado a Londres para organizar al mejor equipo de representantes legales. Más tarde, cuando todo se tranquilizó, llevó a Zara de regreso a casa. Al parecer, ella estaba deseosa de regresar.
A él no le había hecho ninguna ilusión saber que Zara se había visto relacionada con el tema, a pesar de que ella negaba que hubiera tenido algo serio con el millonario. ¿Y era verdad? Sólo Zara y Hartmann lo sabían. Lo que él sí sabía era que nunca perdonaría a Zara por cómo lo había tratado. Quizá todavía le diera un vuelco el corazón al verla, pero un corazón roto no era fácil de reparar.
Por un lado había deseado rechazar la invitación de Corin para que fuera su padrino de boda. Puesto que Zara iba a ser la dama de honor principal, él sabía que correría un gran riesgo. Incluso el sonido de su nombre le hacía daño. Pero nadie lo sabía. Se había convertido en un experto a la hora de ocultar sus sentimientos. Al final, había decidido que no podía decepcionar a Corin. Después de todo, era un honor. Corin no conocía la historia de cómo lo había traicionado Zara. Ni nunca se enteraría. Zara y él tenían ese secreto. Ambos se sentarían juntos en la mesa nupcial, como si fueran parientes con una buena relación.
Él había vivido mucho desde que Zara lo dejó, intentando olvidar el pasado. Incluso se había comprometido con Sally Forbes en una gran fiesta que les habían preparado los padres de ella. Los Forbes eran amigos de la familia desde hacía mucho tiempo. Ella era todo lo que un hombre como él podía desear. Una mujer entrenada para ocupar el puesto de esposa en una gran finca ganadera. Como Coorango. Podía haber funcionado si él no se hubiera visto afectado por lo que sentía por Zara. Al final, Sally y él se separaron y ella se casó con Nick Draper, un amigo común. Sally y Nick seguían siendo sus amigos y parecían una pareja feliz.
A veces, él no podía creer lo rápido que pasaba el tiempo. Zara y él habían hecho el intento de cerrar la brecha que se había abierto entre ellos escribiéndose varias cartas. Las últimas habían sido enviadas desde Londres. Eso había sido poco antes de que ella empezara a salir en la portada de los periódicos. La tentación de leer sus cartas había sido muy poderosa. Él había tenido que contenerse para no devorar el contenido de las cartas, al fin y al cabo, lo consideraba una traición a sí mismo. A su autoestima. Por ello había guardado todas las cartas en un cajón de su escritorio y después las había condenado a la hoguera.
El pasado era algo prohibido.
Era una lástima que no pudiera borrar los recuerdos.
La mansión de la familia Rylance estaba situada en un jardín de dos hectáreas en cuya parte de atrás había una enorme piscina y un río.
Él no era más que un niño cuando visitó la casa por primera vez. A los diez años, a los niños del interior de Australia cuyos padres se lo podían permitir los enviaban a un colegio interno para que recibieran la mejor educación posible. Era una tradición. Corin y él habían sido escolarizados nada más nacer, en el mismo centro donde habían estudiado sus padres y sus abuelos.
Su relación con Corin había sido muy estrecha desde un principio. La hermana pequeña de Corin había aparecido como la princesa de los cuentos que leía su hermana Julianne, y él se había quedado prendado nada más verla.
–Ésta es Zara, Garrick. Mi tesoro.
Kathryn, la madre de Corin y Zara, había sonreído al ver que él se quedaba boquiabierto al conocer a la pequeña. Kathryn Rylance había fallecido años después cuando su coche salió volando por encima de un puente. Toda la familia quedó conmocionada. Él recordaba cómo su madre se lamentaba de que Dalton Rylance se hubiera casado otra vez poco tiempo después.
–Es lo bastante joven como para que pudiera ser su hija, Daniel, ¿lo puedes creer? –le había dicho ella a su padre–. ¿Qué será de esos niños sin el amor de su madre? Dalton no les ofrecerá ningún consuelo. La pequeña Zara será la que más sufra. Recuerda mis palabras. ¿Me estás escuchando, Daniel? Con Zara cerca, Dalton y la nueva señora Rylance no serán capaces de olvidar a Kathryn. Sé que no te gusta que te lo diga, pero siempre he pensado que nuestra querida Kathy sufría mucho...
En ese momento, su padre lo vio asomado a la puerta y lo llamó:
–No pasa nada, Garrick. Pasa.
¡Justo cuando esperaba oír lo que su madre iba a decir! Todo el mundo sabía que su madre no estaba impresionada por Leila Rylance. No era un secreto. Y de hecho ella lo decía con toda claridad. Quizá no era algo sorprendente, teniendo en cuenta que sentía mucho afecto por Kathryn, a quien tanto se parecía Zara.
Las espectaculares rejas de forja se abrieron para dejarlos pasar. Una vez cerca de la mansión, él se fijó en los jardines de rosas que recordaba. Las rosas eran las flores favoritas de su madre y florecían en verano, inundando el jardín con sus variados colores.
Él sabía que Kathryn Rylance se había tomado un gran interés personal en el jardín. Era ella la que trabajaba junto al Joshua Morris, un jardinero inglés que se había encargado de ampliar las rosaledas. Josh había dimitido de su cargo casi inmediatamente después de que se conociera la noticia de la muerte de Kathryn Rylance. Al parecer, estaba destrozado.
Los jardines se habían mantenido en recuerdo de Kathryn.
Garrick ya no sentía cansancio. Sin embargo, era consciente de que estaba nervioso. No estaba seguro de que Zara se estuviera alojando en la casa o no. Sabía que ella tenía un apartamento en la ciudad, pero dada la cercanía de la boda, era posible que ella se estuviera hospedando en la mansión. Tenía entendido que Zara y Miranda se llevaban muy bien. Pero era cierto que Zara tenía mucho encanto.
Corin había confesado que tenía sentimientos encontrados acerca de mantener la propiedad. Por un lado, tenía muy buenos recuerdos. Pero a pesar de tener una buena cantidad de dinero a su disposición, se vería forzado a encontrar una propiedad más valiosa o mejor situada. La finca debía de valer muchos millones y Dalton tenía contratado a un equipo de seguridad de los mejores. Todo dependía de Corin. Era posible que a Miranda no le importara vivir en la casa, a pesar de que sólo había conocido a Leila Rylance brevemente. Como esposa de Corin, Miranda recibiría mucha atención. Normalmente, las estudiantes de Medicina no llegaban a casarse con multimillonarios.
Incluso antes de que se abriera la puerta, Garrick sabía que sería Zara.
Kathryn Rylance le había pasado su belleza a su hija. Zara lo miró con una tímida sonrisa, sin duda insegura de cómo iba a reaccionar al verla.
–Hola, Garrick.
¿Sabía el dolor que sentía con tan sólo mirarla? ¿Nunca llegaría a superar la angustia que había sufrido por ella cuando era joven?
Había madurado. Había blindado su corazón.
–Zara, me preguntaba si estarías aquí.
Ella se sonrojó al oír su tono cortante.
–No espero que me des un abrazo.
–Ya no soy cariñoso, Zara –dijo él, con el corazón acelerado–. Tú me quitaste esa costumbre, Zara. ¿Puedo pasar?
–Por supuesto –ella dio un paso atrás. Llevaba el cabello recogido y el peinado resaltaba su cuello de cisne y sus bonitas orejas. Ella iba vestida con una blusa blanca sin mangas y unos pantalones negros de pernera estrecha. A pesar de su altura, llevaba zapatos de tacón. Un conjunto sencillo pero delicado. A Zara le quedaba bien todo lo que llevaba.
–Corin se ha retrasado –dijo ella con nerviosismo–. Miri está con él. Han salido a tomar una copa rápida con unos amigos. Llegarán para la cena. Se sirve a las siete.
–Lo recuerdo –dijo él.
–¿Quieres que te enseñe tu dormitorio?
–¿Dónde están los empleados? –preguntó él.
–Andan por ahí. Quería recibirte en persona.
–¿De veras? –arqueó una ceja–. Supongo que tenemos que ver cuál es la mejor manera de llevar los dos próximos días.
–¿Todavía me odias? –preguntó ella.
Él ni siquiera tuvo que pensar la respuesta.
–No te engañes, Zara. Si alguna vez te apoderaste de mis sueños, esos días pasaron hace mucho tiempo.
–Tú todavía te apoderas de los míos –dijo ella.
–Siempre se te dio bien actuar. Pero seguro que todavía no has superado lo de Hartmann.
–Estás diciendo tonterías, Garrick. No tuve una relación con Konrad Hartmann. Salimos un par de veces a cenar y a un par de conciertos.
–Supongo que puedo creerlo –se encogió de hombros–. Las diosas no se enamoran de los mortales. Pero ¿tuvisteis una relación sexual?
–No es asunto tuyo –dijo ella.
–Está claro que la tuvisteis.
Él dejó de mirarla y se fijó en el lujoso salón. Lo habían redecorado desde la última vez que él había estado allí y había quedado de maravilla. El suelo de la entrada principal seguía siendo de baldosas blancas y negras, pero en lugar de los arcos que separaban las estancias había cuatro columnas de estilo corintio.
¿Y quién lo había decorado así? Probablemente Zara. Ella siempre había tenido muchísimo estilo.
Zara permanecía a poca distancia, perdida en su pensamiento.
–No puedo hablar de Konrad Hartmann –le decía–. Yo fui la víctima de esa historia.
–¿Su bella amante australiana?
–Si te crees eso, ¡te creerás cualquier cosa! –dijo ella–. Siento que rompieras tu compromiso con Sally Forbes. La recuerdo bien. Era una chica muy atractiva. Y muy apropiada.
Él se encogió de hombros.
–Ahora está felizmente casada con Nick Draper. ¿Lo recuerdas?
–Recuerdo mejor a Nash, tu otro amigo.
–¿Y cómo no? –se rió–. Nash también se enamoró de ti. De un modo u otro causaste impresiones duraderas. Corin se ha debido de dejar una fortuna redecorando este lugar.
–¿Te gusta?
–Hay alguien que tiene un gusto exquisito –dijo él, dirigiendo hacia ella la mirada de sus ojos azules–. ¿Miranda? Creía que estaba demasiado ocupada con sus estudios. Y por cierto, admiro mucho sus aspiraciones.
–Todos lo hacemos –dijo ella de manera cariñosa–. Miri y yo tomamos decisiones en conjunto. Por supuesto, también contamos con la ayuda de un equipo profesional. No queríamos ningún recuerdo de... –se calló de golpe y se mordió el labio inferior.
Tenía una boca preciosa. Una boca que durante un tiempo Garrick podría haber besado todo el día. Y toda la noche.
–Continúa –dijo él, consciente de que nunca tendría suficiente protección contra esa mujer–. No te llevabas bien con tu madrastra, ¿verdad? Supongo que es comprensible. No podías soportar que otra mujer ocupara el lugar de tu madre y robara la atención de tu padre. Ella se llevó la mano al cuello como si sus palabras le hubieran causado mucho dolor.
–¿Qué sabes tú acerca de eso, Garrick?
–No pretendo hacer como si supiera mucho –confesó él–. Después de todo, hemos vivido a miles de millas de distancia durante casi todas nuestras vidas. Pero recuerdo que me contaste montones de veces que Leila se había interpuesto entre tu padre y tú. No era que pasáramos mucho tiempo hablando, o mejor dicho hablando sobre algo más aparte de nosotros y de nuestros planes de futuro.
–Ella hizo más que eso –dijo Zara–. Pero se supone que no se debe hablar de los muertos. Basta con decir que fue Miranda la que quería más que nadie que hiciéramos grandes cambios.
–¿Qué? ¿No le parecía que lo que había era lo bastante bueno? –preguntó él sorprendido–. Nadie puede decir que Leila no tuviera estilo.
Zara se volvió hacia el otro lado.
–Dejemos el tema, ¿quieres? No es asunto tuyo.
–Por supuesto que no. Pero, dime, ¿qué es lo que es asunto mío? –agarró la maleta–. Soy el padrino de Corin.
–Corin te tiene mucho aprecio –se dirigió hacia la escalera que se dividía hacia ambos lados de la casa.
–El sentimiento es mutuo –dijo él, fijándose en sus hombros delicados–. Eres tú la que lo echó todo a perder... Por cierto, Corin no sabe nada acerca de nosotros, ¿verdad?
Ella no se detuvo, consciente de que él estaba picándola.
–No hace falta que traigas tu maleta –dijo ella–. Ya te la subirá alguien.
–Responde a mi pregunta –dijo él en tono cortante.
Ella se volvió para mirarlo.
«Es la mujer más deseable del mundo», pensó Garrick, tratando de ignorar los recuerdos de pasión que invadían su mente.
«Ya te complicó la existencia una vez. No permitas que lo haga de nuevo».
–No leíste mis cartas, ¿verdad? –preguntó ella con tristeza y apoyándose en la barandilla para estabilizarse.
La rabia se apoderó de él y trató de controlarla.
«No permitas que se dé cuenta de que te está afectando».
–¿Qué sentido tenía? No ibas a regresar conmigo. Lo dejaste muy claro. Estabas levantando el vuelo. Aprovechándote de todo lo que sentía por ti.
–Tenía miedo de mi padre –dijo ella–. Él me llamó. Y yo fui.
–¡Tonterías! ¡Tu padre te lo dio todo! Aunque no lo quisieras.
–Sólo en cierto modo. Desde que yo era pequeña, incluso cuando mi madre estaba viva, mi padre fue un hombre controlador. Él la controlaba –las lágrimas afloraron a sus ojos y pestañeó–. Nunca tuve valor para enfrentarme a él. Ahora me avergüenzo de ello. Debería haber sido más valiente. Pero mi padre asustaba hasta a los hombres fuertes. Hay que tenerlo en cuenta. Incluso a los hombres de negocio, no sólo a los sirvientes y demás. Corin era el único que se enfrentaba a él. Yo pagaba el precio por parecerme a mi madre. Corin era el heredero. Yo era la hija. Una don nadie. Las hijas no son nadie. Pero él nunca perdía el control. No conocías a mi padre, Garrick, igual que no conocías a Leila. La recuerdas como una mujer encantadora, glamurosa y amable. Pero la realidad era muy diferente.
–Creía que no ibas a meterte con los muertos –comentó él–. Y tú no eras muy traviesa, claro –la retó–. Tu padre confesó que estaba muy decepcionado porque tú hacías todo lo posible para hacerle la vida imposible a tu madrastra. Según él, Leila trataba de complacerte para establecer una relación contigo, pero tú no se lo permitiste. Como ya te dije, era comprensible, pero no creo que Leila tenga toda la culpa, y además no está aquí para hablar.
–Bueno, parece que ella te convenció –contestó dolida–. ¿Crees que Leila y mi padre eran más de fiar que yo?
–¡Cielos, sí! ¿Por qué iban a mentir? Parecían muy sinceros. Sé que había muchos conflictos –frunció el ceño–. Todos lo sabíamos más o menos. Era evidente que el hecho de que una esposa más joven entrara a formar parte en la familia tendría repercusiones.
–Así fue –se volvió antes de continuar–. Lo siento, pero no quiero hablar de ello. Es evidente que tienes tu opinión formada. Al parecer no aprecias el hecho de que fuiste bendecido, Garrick. Puede que ambos hayamos nacido en una familia rica y privilegiada, pero tú te criaste con unos padres maravillosos. Para la mayoría de la gente, ser la heredera de la familia Rylance significaba que todo estaba a mi alcance. Y no era así. Ser rico tiene sus cargas. Lo sabes. Uno puede comprar relaciones. La gente quiere conocerte, que la vean con uno. Pero el amor nunca se puede comprar. No está a la venta, y el amor lo es todo en la vida.
–¡Por favor! Yo te amaba, Zara. ¿No lo recuerdas? Tú no querías mi amor. Yo sabía que te quería más de lo que tú me querías a mí, pero no me importaba. Lo que tú me dabas llenaba mi vida. Tenía la esperanza de un futuro brillante. Y en realidad, no había esperanza alguna. Lo que hiciste fue exponerme a la infelicidad. No merecías la pena. Lo que más odio son los comportamientos deshonestos.
–Entonces, tus recuerdos están distorsionados. Para mí no era un juego, Garrick.
–Cállate, por favor –dijo él, apretando los dientes–. Tenemos un pasado de sufrimiento, pero no podemos convertir este fin de semana en un campo de batalla. Lo pasado, pasado está.
–¿Qué era lo que decía Faulkner, el escritor norteamericano? El pasado nunca muere, ni siquiera es pasado. Julianne y tú no sufristeis traumas familiares como Corin y yo. Teníais unos padres maravillosos. Tu padre es un hombre encantador, y espero verlo. Me ha invitado a ir a Coorango.
–¿Qué? –no pudo controlar el tono de su voz. La agarró del brazo y sintió de nuevo una especie de chispazo eléctrico que provocó que se le erizara el vello de la nuca. Sus ojos azules brillaban como zafiros–. Mi padre no puede haber hecho tal cosa sin decírmelo.
–Sigue siendo el dueño de Coorango, ¿no es así? –lo retó ella, temblorosa–. A tu madre también le gustará verme –continuó ella–. Helen y yo siempre nos llevamos bien. Ella quería a mi madre. Me lo dijo.
Al menos, eso era verdad. Durante un instante, él sintió que su vida estaba descolocándose.
–¿Y cuándo se supone que vas a ir? –la soltó al sentir que el roce de su piel lo quemaba.
–Creo que pensaban que... Por favor, Garrick, tranquilo. Creo que pensaban que podría volar de regreso contigo.
–No puedes hablar en serio. Nadie me ha dicho nada al respecto –dijo asombrado. Sus padres siempre le contaban todo. No había secretos entre ellos. Y también habían sido invitados a la boda. Pero su padre no gozaba de un buen estado de salud para realizar un viaje tan largo y su madre no abandonaría a su adorado esposo–. Hay algo más detrás de todo esto, ¿no es así? Les preguntaste si podías ir. Y ellos nunca te dirían que no. Sin duda, Coorango es lo más lejos que puedes llegar. Supongo que la gente todavía habla de tu relación con Hartmann.
Ella avanzó hasta el primer rellano, separándose de él.
–Una parte de la prensa hizo todo lo posible para destruirme. Esas cosas perduran en el tiempo. Tendré que vivir con ello. Pero las personas que me conocen o me quieren no dudan de mi palabra. Los negocios de Konrad estuvieron mucho tiempo bajo sospecha. Todos lo sabíamos. Pero necesitó una operación larga y dolorosa para revelar la verdad.
–Mira, no quiero hablar sobre el timador de tu ex amante. Vamos arriba –dijo él, y agarró la maleta otra vez.
–Por supuesto.
No volvieron a hablar hasta que ella se detuvo frente al dormitorio.
–Espero que te encuentres cómodo aquí –dijo ella, y abrió la puerta gesticulando para que pasara.
–Agradable –murmuró él. La habitación era muy amplia y tenía una gran terraza llena de plantas desde la que se veía el jardín trasero, la zona de la piscina y, por supuesto, el río. En el interior, una cama enorme y una decoración en tonos bronce y marfil.
–Es el dormitorio más armonioso que un hombre podría pedir –dijo él sin mirarla. Estaba tan cerca de ella que no podía evitar ponerse tenso.
–Tiene baño en la habitación, por supuesto.
–¡Por supuesto! –repitió él con sarcasmo.
–Te has vuelto muy duro, ¿no es así, Garrick? –dijo ella, fijándose en que estaba más atractivo que nunca. El calor de la mirada de sus ojos azules hacía que temiera derretirse–. Has perdido la sonrisa.
–Sólo contigo, Zara –contestó él.
–También tienes un tono de voz más serio. Cada vez te pareces más a tu padre. Siempre pensé que llegarías a ser como él, con todos sus defectos y virtudes.
Con su maravilloso sentido del humor y su comprensión del ser humano, de nuestras fortalezas y debilidades. Ahora, no estoy tan segura.
–Nunca seré como mi padre –dijo él–. Pero lo intentaré. Nunca te conocí, Zara –dijo él–. Me enamoré de ti cuando éramos niños, aunque parezca descabellado. Creía que tu belleza interior era igual que tu belleza exterior. Y me equivoqué. En cualquier caso, eso no es más que el pasado. Un hombre sólo puede permitirse quedar como un idiota una vez en la vida.
–¿No amaste a Sally? –preguntó ella.
–¿De veras quieres saberlo?
–De veras. Siempre he querido que fueras feliz, Garrick.
–Dame un respiro, Zara –se quejó él–. No te importaba nada. Sólo te regodeabas de la admiración de un joven. Después de ti, Sally fue una brisa de aire fresco. Nuestra ruptura fue mutua.
–No es lo que he oído.
–Sally merecía otro tipo de compañero –dijo él–. Reconozco que me he vuelto más duro. Sally necesitaba a alguien que le encajara mejor... Nick. Y tú, para ser una mujer que esperaba casarse pronto, sigues soltera. ¿Qué pasó con todos los chicos con los que saliste antes de Hartmann?
–¡Ninguno era comparable contigo!
Él estaba tan enfadado que se giró y la agarró por los hombros, sorprendiéndose de su violenta reacción. Deseaba tomarla en brazos. Deseaba... ¡Maldita sea!
–No hagas esto, Zara –le advirtió–. No estoy seguro de qué trata este nuevo juego, pero he de decirte que no me gusta.
Ella lo miró, tranquila.
–Te gusta zarandearme, ¿verdad?
Al momento, Garrick bajó las manos.
–Lo siento –murmuró–. Haces bien en no provocarme. Y lo haces a propósito –le dijo, deseando tomarla entre sus brazos y besarla de manera apasionada.
«Por favor, recuerda todo lo que has aprendido».
No le resultaba fácil. Por primera vez en mucho tiempo se había sentido vivo. Algo que no había experimentado desde que ella lo había dejado. Su poderosa sexualidad, tanto tiempo dormida, intentaba liberarse. Pero ¿cuánto tiempo podría contenerla? Las bodas eran ocasiones muy especiales. Y llenaban de magia el ambiente. Tendría que pasar todo el tiempo calmando sus instintos.
Ella se llevó la mano a un hombro y se masajeó despacio.
–No tenía intención de hacerte daño –se disculpó de nuevo.
–Creía que sí –dijo ella–. Los próximos días nos resultarán muy difíciles si no conseguimos aparentar que somos amigos.
Él echó la cabeza hacia atrás y dijo en tono de mofa:
–¿Amigos?
–Puede que no... Pero somos adultos. ¿Crees que no podremos fingir?
–No veo por qué no. Tú eres una buenísima actriz, y lo último que quiero es disgustar a Corin y a la que será su encantadora esposa. Lo que no comprendo es por qué quieres regresar conmigo a Coorango. He dejado muy claro lo que pienso de ti.
Ella lo miró con sus ojos oscuros.
–Hace tiempo que no veo a tus padres. Les caigo bien. Quieren verme aunque tú no quieras. Admito que me gustaría irme de la ciudad durante algún tiempo. Tus padres lo saben. Tú estarás fuera de la finca la mayor parte del tiempo. Sé que trabajas mucho. Sólo puedo decirte que haré lo posible por mantenerme alejada de ti. Podría ayudar a tu madre mientras Jules está en Washington esperando a dar a luz –Julianne Rylance se había casado con un diplomático unos años atrás y estaban destinados en Washington.
–Tengo que pensar en esto –dijo él–. Me gusta mi vida tal y como es –dijo él, sin esforzarse en disimular su rabia–. No quiero que vuelvas a formar parte de ella. Déjame en paz, Zara. Lo que hubo entre nosotros terminó hace mucho tiempo.
La amistad perduró durante la deliciosa cena y hasta bastante después. Se retiraron a tomar café a la terraza donde se sentía la brisa proveniente del río y se percibía la mezcla de olores del jardín. El cielo estaba lleno de estrellas y las luces de exterior iluminaban la piscina y el jardín. El aroma de las rosas se mezclaba con el aroma que se desprendía del cuerpo de Zara.
Él no tuvo que esforzarse para comportarse con educación. Al fin y al cabo era un chico educado y la alegría que mostraban Corin y Miranda ayudaba a disipar su cinismo. Corin adoraba a Miranda. Miranda adoraba a Corin. ¡Eran afortunados!
¿Y él no había pensado una vez que las puertas del paraíso se habían abierto ante él? Zara y él habían hecho el amor una y otra vez de manera apasionada. Ella se lo había permitido. ¿O había sido al revés? Fuera como fuese, había sido como tenía que ser. Y aunque hubiera finalizado de manera cruel, él lo recordaría el resto de sus días.
Esa noche, ambas mujeres lucían un largo vestido de verano y unas sandalias. Era evidente que Zara había conquistado a su futura cuñada con su encanto, y Miranda la trataba con cariño.
«Lástima que no empleara sus encantos con Leila», pensó él.
En ese momento, Zara volvió la cabeza y sus miradas se encontraron. Él respiró hondo y se percató de que había estado allí sentado, mirándola sin más.
¡Maldita sea!
No podía cambiar el hecho de que ella siguiera afectándolo.
No podía deshacer el pasado.
La pasión y la traición solían ir de la mano.
Cuando Garrick bajó a la piscina para nadar un poco, los trabajadores estaban por todo el jardín preparándolo para la boda. Él se había despertado antes del amanecer y había tardado unos segundos en darse cuenta de dónde estaba. Recordaba que había soñado con Zara y, en un momento dado, se había despertado convencido de que ella estaba acurrucada contra su cuerpo.
Sobrevivir a la boda iba a resultarle más difícil de lo que creía. El truco era centrarse en Corin y en Miranda y olvidarse de sus propios problemas. No le gustaba que la mujer que lo había traicionado siguiera teniendo tanto poder sobre él.
Cuando salió de la piscina ya habían levantado dos marquesinas blancas y estaban terminando con una tercera. También habían colocado varias mesas y unas mujeres estaban esperando para poner los manteles. El entusiasmo invadía el ambiente. Garrick nunca había visto a Corin tan feliz.
Estaba secándose cuando Zara apareció a su lado. No la había oído llegar.
–Te has despertado temprano –dijo ella, quitándose el batín de color azul y dejándolo sobre el respaldo de una silla.
–¡Uf! –dijo él, sintiendo una erección.
–¿Uf? –preguntó ella, arqueando las cejas.
–Sí, ¡uf! ¡Qué maravilla! –dijo él, enfadado consigo mismo por el comentario. Notaba una fuerte presión en la entrepierna. ¿Cuántas veces había nadado con Zara en la laguna Blue Lady de Coorango? Unas veces con bañador, otras, sin él. Garrick todavía visualizaba su cuerpo desnudo y su larga melena cayendo por su espalda. Su piel pálida que nunca se bronceaba, y cómo lo miraba fijamente con sus ojos grandes.
«Te quiero, Rick. ¡Y siempre te querré!».
«Yo te adoro. Estamos hechos el uno para el otro».
En aquel momento había pensado que era verdad. Zara era la única mujer del mundo con la que deseaba casarse.
Pero era otro momento. Otro lugar.
–Gracias –dijo ella con una sonrisa–. Tú tampoco estás mal.
–El trabajo duro hace que uno se mantenga en forma –soltó él.
–¿Sigues bronceado por todos sitios?
–Eso nunca lo sabrás.
–No digas nada que pueda ser utilizado en tu contra –dijo ella.
–Y tú no intentes coquetear conmigo –le advirtió él–. Ya tuviste tu momento.
–Y desde entonces, he muerto un poquito cada día.
Él la fulminó con la mirada.
–Está bien, está bien –Zara levantó las manos a modo de rendición–. No te caigo bien. Pero no has encontrado a nadie más. Ni yo tampoco.
–A lo mejor les hicimos daño. Déjalo, Zara.
Un poco nerviosa, ella se retiró una horquilla del cabello y se soltó la melena. El bañador entero de color blanco que llevaba resaltaba la belleza de sus piernas. La abertura de la espalda dejaba al descubierto el lateral de sus pechos, pequeños pero perfectos.
Él se obligó a mirar a otro lado. Agarró la toalla de nuevo y se secó el cabello con energía.
–No te marchas, ¿no? –preguntó ella, cubriéndose los ojos con la mano para evitar el sol.
–Ya he nadado –dijo él sin mirarla.
–Quédate, por favor –le suplicó–. Miri bajará ahora. Se alegrará de vernos juntos. Ya sabes... Somos amigos.
–Ex amantes –dijo él, mirándola a los ojos–. La amistad no tiene nada que ver con ello. De todos modos creía que anoche cumplí con mis obligaciones.
–Lo pasamos muy bien –dijo ella.
–Y tú estuviste encantadora –se mofó él–. ¿Se supone que he de sentirme bien?
–Al menos tienes muy buen aspecto –dijo con una risita–. Ahí viene Miri. Por favor, quédate un rato, Garrick.
–De acuerdo, lo haré por Miranda. Su familia neozelandesa llegará antes de comer, ¿no es así? –se pasó la mano por el cabello y frunció la frente–. Ni siquiera sabía que Miranda tenía familia en Nueva Zelanda. Me doy cuenta de que sé muy poco sobre ella. Incluso pensaba que había parte de la familia que no se hablaba entre sí.
–Bueno, será su abuelo quien la lleve al altar y su prima Isabel será una de las damas de honor. Sí que hubo un distanciamiento familiar, pero ya está todo bien. Eso es lo importante.
–Supongo que sí –dijo él–, pero hay cosas que no me estás contando. Al menos, no con detalle.
–¿Por qué dices eso?
–¡Zara! –la hizo callar con la mirada–. Puedo leerte como si fueras un libro abierto. Da igual, déjalo. Miranda me cae muy bien. Corin es un hombre afortunado.
Todo salió tal y como estaba planeado. La ceremonia fue preciosa y más de una mujer tuvo que contener las lágrimas. Miranda estaba radiante y sus ojos brillaban de amor y alegría. Llevaba un vestido blanco de seda, sin tirantes y con el corpiño de pedrería, que le quedaba de maravilla. Sobe la falda habían tejido el dibujo de unas rosas con hilo de plata.
¡Era precioso!
Miranda había elegido la rosa como símbolo para su boda. Era un tributo a Kathryn Rylance, la madre de Zara y de su querido Corin. El detalle provocó que a Zara se le saltaran las lágrimas. Una corona de rosas blancas sujetaba el velo de la novia. Y como collar llevaba un collar de perlas que le había regalado su futuro esposo. Los pendientes eran de perlas y diamantes.
Las cuatro damas de honor eran altas y delgadas. Todas tenían una larga melena que caía sobre sus hombros.
Zara, la dama de honor principal, llevaba un vestido de color rosa. Su tono era el complemento perfecto para el vestido de la segunda dama, que era color lavanda. La tercera iba vestida de un tono amarillo y, la cuarta, de un tono melocotón. Miranda y Zara habían pasado mucho tiempo mirando tejidos antes de elegir las sedas. El resultado fue un éxito. La novia y las damas de honor se movían como si estuvieran bañadas por diferentes haces de luz.
El novio y sus ayudantes también iban muy elegantes. ¿Y el padrino? Todo el mundo comentó que sus ojos azules podría volver loca a cualquier mujer.
Era evidente que Garrick Rylance sería el objetivo de todas las mujeres jóvenes que soñaban con que un sueño se convirtiera en realidad.
Los invitados fueron trasladados desde la iglesia hasta la mansión de los Rylance donde se celebraba el banquete. Zara estaba muy nerviosa y tuvo que amonestarse.
«No puedes permitir que te desborden los sentimientos. Respira hondo. Recupera la calma».
No era tan fácil hacerlo después de haber presenciado la unión de dos almas gemelas. Su corazón estaba lleno de felicidad por Miranda y por su hermano. Pero también se había visto afectado. Durante toda la ceremonia sólo había cruzado la mirada con Garrick una vez. Y durante unos segundos. La mirada de sus ojos azules parecía burlarse de ella. Zara había sido la primera en mirar hacia otro lado. Fue como si él le estuviera diciendo que ella había dejado escapar la única oportunidad de ser feliz.
No podía permitir que le afectara. Ese día era una celebración. Ella era la dama de honor principal. Tenía un importante papel.
Como dama de honor principal, se sentó a la derecha de Corin. Garrick, que era el padrino, se sentó al lado de Miranda.
La comida era estupenda y la acompañaron de champán de la mejor cosecha. Corin ofreció un sincero discurso para su esposa y provocó que a muchos se les saltaran las lágrimas. El discurso de Garrick fue bastante equilibrado. Tuvo un par de momentos de gran seriedad y después se centró en anécdotas de cuando Corin y él eran niños. Contó que cuando tenían diez años, llevó a Corin a una aventura. Ambos se lanzaron al río con una cuerda que habían atado a un árbol. Y no habría sido tan malo si no fuera porque el río estaba desbordado.
–Ambos sobrevivimos para contarlo –dijo Corin con una sonrisa. Ambos se habían metido en muchos problemas.
Al final, la pareja recién casada decidió marcharse. Iban a pasar la noche en Sidney, desde allí volarían a Los Ángeles y se quedarían una semana en la costa oeste antes de volar a Nueva York. Miranda lanzó su ramo de flores desde el balcón para que lo recogieran las invitadas. Ellas estaban nerviosas, con los brazos en alto y gritando: «A mí, a mí».
Zara mantuvo la mirada y las manos abajo. El hombre que tanto había deseado estaba a poca distancia, riéndose de los comentarios que había hecho una de las damas de honor acerca de que el padrino era un hombre más que atractivo. ¡Y que cualquier chica estaría dispuesta a perseguirlo!
Ella, por otro lado, había desempeñado su papel con elegancia y dignidad, pero no había perdido la cabeza en ningún momento. Después de la relación que había mantenido con Hartmann, durante la que la habían acusado de ser su amante y conocedora de sus negocios, se había sentido como una mujer que vivía en una casa con paredes de cristal.
Muchas veces se amonestaba por ser demasiado sensible. Se parecía mucho a su madre, y lo que le había sucedido a su madre pesaba sobre sus hombros. Algunas mujeres eran más vulnerables que otras.
Como si fuera un pájaro dirigido, el ramo de Miranda chocó contra el pecho de Zara. Algunas mujeres exclamaron decepcionadas, pero la gran mayoría se acercó a felicitar a Zara.
–¡Eres la siguiente, Zara! –le dijo Chloe, una de sus primas, al oído. Su abuela, Sibella de Lacey, una mujer de aspecto despampanante, se acercó a ella y la agarró del brazo.
–¿No es un buen augurio, cariño? –susurró con un tono de protección hacia su nieta.
–Nan, Miri me lo ha tirado a propósito –dijo Zara.
–Y tiene muy buena puntería –se rió Sibella–. Lo que tienes que hacer ahora, cariño, es poner tu vida en orden. Tienes una nueva vida por delante. Tu padre tuvo mucha responsabilidad sobre lo que has vivido. Te falló en muchos aspectos.
–No puedes perdonarlo, ¿verdad?
–No, no puedo –confesó Sibella–. No puedo hacerlo por Kathryn. Y nunca podré. Ni por no tenerte en cuenta. Cuando parecía que habías encontrado la felicidad, el decidió infligirte más sufrimiento. Alejó a Garrick de tu vida. Tu padre era un hombre de sentimientos encontrados. Amaba a tu madre en aquellos años, pero Kathryn se negaba a encajar en el molde. La otra sí lo hacía.
–Ella se esforzó por hacerlo –dijo Zara.
–Por supuesto. Leila estaba preparada para hacer cualquier cosa por conseguir a Dalton. Después, creo que Dalton llegó a odiarse a sí mismo. No soportaba ni pensar en lo que había hecho. Nadie sabe cómo Leila llegó a tener a esa criatura tan especial.
–¡Buenos abuelos, Nan! –dijo Zara–. Serían personas encantadoras. Leila era algo excepcional.
–¡Deslumbrante! –dijo Sibella con ironía.
–Ella hizo todo lo posible por dejarte de lado. Por celos. Igual que tu madre, ya ves. Puede que esto no fuera evidente para ti, cariño, pero Dalton sentía muchos celos de Garrick.
Zara miró a su abuela asombrada.
–¿De Garrick? ¿No querrás decir Corin? Mi padre siempre intentaba controlar.
–Intimidar, ¿quieres decir? –dijo Sibella–. La venganza de tu padre fue separaros a Garrick y a ti. Garrick no era el tipo de yerno que él quería tener. Deseaba a un hombre dócil y conformista. Alguien a quien pudiera meter en el negocio para teneros a ambos bajo control. Eso no habría podido hacerlo con Garrick. ¿Cómo lo llamaba Dalton? –miró a Zara a los ojos. Los ojos que Zara había heredado de Kathryn.
Zara sonrió.
–¡El chico salvaje! Garrick nunca tuvo miedo de mi padre. Incluso a los diez años ya era un hombre en gestación. En comparación, yo salí una cobarde. Debería haber intentado que mi padre dejara de dominarme en la adolescencia, Nan. Debería haber sido lo bastante fuerte como para liberarme. ¿Y por qué no lo hice?
–¡Te diré por qué! Estamos hablando de un tirano. El control era su obsesión. Era un hombre que conseguía que incluso los competidores más duros se debilitaran. Debió de resultarle fácil que mi hija perdiera la confianza en sí misma. No tenía que haberse casado con él, pero lo deseaba. Él era muy astuto y estaba decidido a conseguirla a cualquier coste. Kathryn, de joven, era una mujer fuerte y con felicidad interior. Eso fue lo más triste. A los pocos años, tu padre se lo había quitado todo. Le había robado la felicidad. Vosotros lo erais todo para ella.
Zara ocultó el rostro tras el ramo de flores para disimular el dolor que sentía.
–Mi padre también me robó la confianza. Él fingía que actuaba por mi bien, y era tan convincente que yo estaba encantada de que me prestara atención. Él me convenció de que nunca encajaría en el modo de vida que llevaba Garrick. Me dijo que no sería capaz de desempeñar ningún papel como esposa de Garrick y señora de Coorango. También decía que mi madre no había podido soportar la presión que suponía adaptarse al papel de esposa de un importante empresario como él. Y que por eso había fracasado el matrimonio.
–Dalton era un ansioso del control –dijo Sibella.
–Pero no pudo controlar a Corin.
Sibella asintió con orgullo y comprensión.
–A mi Corin no. Pero no olvides, cariño, que había mucha diferencia en cómo Dalton trataba a Corin y en cómo te trataba a ti, su única hija. Tú eras demasiado joven para perder a tu madre. Kathryn actuaba como una barrera protectora entre vosotros y vuestro padre. Y sobre todo contigo, porque tenías el mismo carácter bondadoso que ella. La perdimos, Zara, pero ella nunca te habría abandonado a propósito.
–¡No!
–Hoy está aquí con nosotros.
–La he sentido –dijo Zara–. Corin me ha dicho que él también ha percibido su presencia.
–Todos los días rezo por ella y por vosotros, Zara. Te pareces tanto a Kathryn que es como si estuviera todavía con nosotros. Ahora, quiero que hagas algo por mí. Garrick y yo vamos a charlar un rato. Siempre nos llevamos muy bien. Puede que él esté sonriendo a aquella chica del vestido azul, pero sé en qué está pensando. Debes de intentar una reconciliación, Zara. Ya habéis desperdiciado muchos años.
–Ya te lo he dicho, Nan –dijo Zara con el corazón acelerado–. Él me odia.
–Garrick es un hombre orgulloso –Sibella miró de nuevo en dirección a Garrick.