Lofeudo, Alejandro Martín
¿Con qué sueñan las hormigas? / Alejandro Martín Lofeudo. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-987-87-0490-6
1. Narrativa Argentina. 2. Novela. I. Título.
CDD A863ºº
Editorial Autores de Argentina
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Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
De los miedos nacen los corajes; y de las dudas las certezas.
Los sueños anuncian otra realidad posible y los delirios, otra razón.
Al fin y al cabo, somos lo que hacemos para cambiar lo que somos.”
Eduardo Galeano
“Siempre que emprendas un viaje, enfila hacia el oeste”. Una bella historia de amor dentro del desconsuelo inconformista de la época colonial americana y esa era quizá la única frase, extraída del libro, que junto a su autor iban a ser el tema principal de su tesis, que a Gerónimo le había quedado zumbando en la cabeza después de leerlo. Y, aun así, no le encontraba demasiado sentido. Los caprichos del destino pueden estar muy bien confabulados, pero cuando el tren Transiberiano se halla dispuesto a salir de la estación de Moscú, con rumbo a Vladivostok, no le queda mucho más remedio que poner marcha sobre las vías en dirección al oriente. Así y todo, sin detenerse a pensar demasiado en casualidades y causalidades, aquí estaba Gerónimo dispuesto a partir hacia el poniente. Con su pelo castaño algo alborotado, acomodado apenas con sus manos cada mañana frente al espejo, se podría decir que Gerónimo era un joven muchacho poseedor de un talante distendido, aunque a veces no podía evitar ser algo ansioso y testarudo. Había planificado este viaje con unos pocos días de anticipación. En realidad, esa “planificación” incluía llenar el tanque de combustible del impecable cupé Dodge Polara RT negro y armar un pequeño bolso con dos mudas de ropa y algunos artículos de higiene. Además, un ejemplar de Alguien se robó la primavera, una novela ligera del desconocido autor Marco Brunetti, y algunos de los primeros apuntes de su trabajo final. Si algo más le hiciera falta, se lo procuraría en el camino. Unos pocos ahorros le daban respaldo para comida, alojamiento e imprevistos.
—Pero ¿cómo que te vas? ¿Adónde vas, Gerónimo? –preguntó con dulzura Martina, su madre, el día anterior a la partida.
—Es por mi tesis. ¿Te acordás? –respondió Gerónimo. Y siguió: –Resulta que me he podido contactar con una antigua profesora de literatura que vive en Rosedales, y me ha dicho que conoce algo de la historia de este autor.
—Ya hemos tenido esta charla, ¿no? –dijo Martina, con cierto pesar. Él asintió con un gesto y bajó los ojos, pero no dijo nada. Gerónimo adoraba a su madre, que ahora iba a quedar al cuidado de Mariela, una enfermera desempleada que gustosamente aceptó el trabajo por una tarifa muy inferior a la usual. Vivían juntos los fines de semana en una pequeña casa de madera pintada de blanco en Playa Palmeras. Los tirantes se retorcían un poco cada año debido a la cercanía a la costa y la constante brisa marina. Cuando Gerónimo era un niño procuraban pintar la casa al menos una vez al año, sobre todo cuando su padre volvía de los largos viajes en el pesquero Fénix, propiedad del viejo Guzmán. ¿Quién puede saber si eran tiempos más felices? Pero el recuerdo permanecía intacto: por la mañana su padre preparaba la pintura y brochas, y forraba el piso con diarios viejos. En el exterior de la casa hacía lo mismo para cuidar el pasto y las hortensias que tanto cuidaba Martina. Y mientras Gerónimo esperaba impaciente que su padre le asignara una brocha y alguna sección de la casa para pintar, su madre horneaba unas deliciosas medialunas de manteca cuyo hojaldre había empezado a preparar la noche anterior. El aroma inundaba la casa, y hacía que algún vecino intrépido asomara un par de veces al porche para ligar alguna de ellas. Cosa que siempre ocurría, pues eran una familia sumamente generosa. Al cabo de un rato, luego de las primeras pinceladas, el olor a pintura borraba todo rastro de aquello. A la tardecita, con los últimos haces de luz solar y el objetivo cumplido, se sentaban los tres en el patio trasero y escuchaban al padre de Gerónimo contar algunas anécdotas del último viaje de pesca, sobre todo aquellas que resultaban más graciosas para ellos y que referían al viejo Guzmán renegando por el mal clima o por tardar más de lo esperado en encontrar el cardumen. Pero desde hacía unos años, esa tarea venía quedando postergada. Gerónimo viajaba a la ciudad los lunes, muy temprano en la mañana, y volvía a Playa Palmeras los viernes por la tarde. Estaba finalizando sus estudios en la carrera de Periodismo en la Universidad del Mar Patagónico. Doña Martina, como le gustaba que la llamaran en la comarca, había enfermado. Sufría terribles dolores musculares y tenía frecuentes episodios de pérdida de memoria y el padre de Gerónimo tuvo que empezar a realizar más salidas al mar para costear los costosos medicamentos de Martina, y también para ayudar a su hijo en su educación universitaria. Apenas si lo veían uno o dos meses al año, en lapsos de 15 días. El pobre viejo también veía su luz sumir tan pesadamente como el ocaso sobre el Fénix en mar abierto. Ahora, las paredes de madera se resquebrajaban y el color blanco cedía a un soso y lúgubre gris opaco. Era bien entrado el otoño y, aunque continente adentro todavía se disfrutaban algunos días calurosos, aquí el sauce llorón de la vereda se mecía con la brisa fría y punzante, y el pasto del retiro ya se había vuelto amarillo por un par de heladas tempranas. Una lámpara sin plafón del porche de entrada colgaba de un cable seco color café y se movía como péndulo con el viento. Ahí estaba Gerónimo, apoyado con su hombro en el umbral de la puerta. Había dejado el Polara en marcha en la calle para que tome algo de temperatura. Contempló aquella escena un instante, sus ojos se hicieron vidrio y saludó a su madre:
—Adiós, ma.
—Pero ¿dónde vas tan temprano, hijo? –dijo doña Martina, desconcertada. Gerónimo respiró tan profundo que sintió un pequeño mareo, un nudo en la garganta se le hizo insoportable, tiró el bolso al suelo y abrazó a su madre tan fuerte como pudo. Apretó los dientes, la hizo a un lado tiernamente, tomó su bolso y se marchó al auto. Martina sacó una mano por debajo del abrigo, saludó a su hijo con una hermosa sonrisa y cerró la puerta. Tenía las pulsaciones tan aceleradas que pensó en gritar, golpear el volante del Dodge, incluso morderlo. Furia e impotencia se apoderaban de él al ver a su madre así; pero tan solo atinó a secarse una lágrima que le corría por la mejilla, miró a su casa y volvió a decir en voz baja “Adiós, ma…”; puso primera y arrancó. El viaje a Rosedales por fin había comenzado. Apenas estaba amaneciendo, era un sábado usual en Playa Palmeras. Gerónimo tomó la calle 2 hasta el Bulevar Central, las calles estaban casi desiertas. Pasó un camión recolector de residuos y se distrajo tratando de divisar si aquel hombre en bicicleta que cruzó el bulevar unas dos cuadras adelante era Luis, el panadero. Tanto se distrajo que se olvidó de la cuneta en la intersección de la calle 9 y la tomó tan rápido que el Polara alcanzó a despegar las 4 ruedas del asfalto. Él salió impulsado hacia arriba y se dio un pequeño golpe en la cabeza con el techo del auto. Cuando se repuso una cuadra más adelante sonrió irónicamente, se despabiló repentinamente y se prometió a sí mismo estar más atento el resto del viaje. Habían transcurrido unas pocas cuadras y tenía por delante 1300 kilómetros hasta destino. Luego de pasar la rotonda de entrada al pueblo, con un pequeño monumento de piedra y un cartel de hierro oxidado que dice “Bienvenidos a Playa Palmeras”, ya estaba en la ruta y se dio cuenta de que en el salto aquel se había caído debajo de sus piernas el libro que era el motor de dicho viaje, Alguien se robó la primavera. Lo levantó y dijo en voz alta: “Más vale que valgas la pena”.
* * *
Sin embargo, algún tiempo atrás, Gerónimo tenía otros planes: inicialmente, para la tesis final de su carrera, Gerónimo había decidido hacer una investigación sobre un libro. No cualquier libro. Pensó en elegir uno que a él le gustara y hacer un análisis crítico de la historia, sus personajes, los lugares donde transcurría, relacionar la propia historia del autor con ello y también sumar un estudio meticuloso de las palabras: su utilización, cantidad de adjetivos, las veces que el protagonista hacía determinada mueca, si el autor era diestro o zurdo y si eso condicionaba la historia, etcétera. Eligió el libro con relativa facilidad. Era una novela que había leído junto a su abuelo cuando era un niño, y trataba sobre un hombre que no recordaba sus sueños, entonces un misterioso mago le regaló una galera alta, negra y muy brillante para que se la ponga en la cabeza al dormir. Luego, este le explica que el sueño quedaría atrapado allí y al día siguiente podría hundir su cara en el hueco del sombrero para revivir aquello que había soñado. Las experiencias eran tan intensas que, con el tiempo, este hombre no pudo quitar su cara de la galera, hasta que tuvo un solo sueño. El sueño de la muerte. Sin vida no hay sueños, sin sueños solo queda morir. Y esa era la idea que más atraía a Gerónimo. Leyó el libro con su abuelo cuando niño, ahora lo releía como un joven adulto tratando de integrarse en el mundo, y el recuerdo de su infancia se presentaba a cada página. Trabajó en ello casi dos meses; tomaba apuntes, citaba frases, escribía sus pensamientos (lo cual hacía bastante bien), y hacía planillas de palabras sobre alguna de las cuales integraba su etimología. Había conseguido hacer un trabajo de unas cien páginas, de lo cual se jactaba, solo en el Polara, cuando volvía los viernes a Playa Palmeras. Cuando hablaba de ello con su madre, solo conseguía llegar hasta la parte donde le contaba qué libro había escogido, aludiendo al abuelo, momento en el cual doña Martina lanzaba un suspiro tembloroso seguido de algunas lágrimas tristes al recordar a su propio padre. La pobre Martina tenía problemas de memoria en el corto plazo, pero tenía marcado a fuego en su alma y su corazón momentos como los compartidos con su familia cuando era niña, o cuando conoció a aquel pescador del Fénix esa mañana lluviosa que, renegando por odiar el pescado, Martina tuvo que ir al puerto a comprar la pesca del día para la sopa del almuerzo familiar. Sigue odiando tener que cocinar pescado, pero ama los paseos por el puerto al atardecer en verano, cuando el sol se pone sobre el mar. Uno de los momentos favoritos, que recuerda muy bien, son aquellos días del nacimiento de Gerónimo, y luego sus primeros pasos, sus caprichos, la caída en bicicleta en la que se quebró un brazo y, por estar inmovilizado, él empezó a escribir con la otra mano; su pena cuando se fue a la ciudad. Doña Martina era una mujer muy sensible, rasgo ineludible también en su hijo. Con todo, Gerónimo consideró prudente consultar con uno de sus profesores la calidad de lo que tenía resuelto hasta el momento. Intentó hablar con el señor Carlos Bierro, uno de sus más estimados profesores y con el cual tenía una excelente relación. Gerónimo admiraba a aquel hombre, a quien consideraba íntegro, sincero y solidario.
—Hola, ¿está el profesor Bierro? –preguntó Gerónimo en la sala de profesores de la universidad.
—Sí, está, pero... –respondió un ayudante de cátedra. Pero Gerónimo dijo por encima:
—Necesitaba hablar con él, solo un momento.
El ayudante, ofuscado por haber sido interrumpido, agregó:
—Si me dejás terminar… –Levantó las manos para mostrar su reproche y siguió–: El señor Bierro está, pero no puede atender a nadie en este momento. Se acaba de reunir con el director y no se para cuánto tiempo tiene ahí dentro.
Gerónimo dejó caer sus hombros, frustrado y preguntó:
—¿Y la señora Higueras?
—Eh, creo que sí –dijo el ayudante sin el menor compromiso con el asunto. Luego agregó–: Ahora la llamo, esperá por ahí sentado.
Gerónimo asintió con descreimiento, pero al fin y al cabo no le quedaba otra alternativa. La señora Higueras era otra profesora de él, enseñaba Comunicación y daba la impresión de estar siempre apurada. Como estaba decidido a mostrar su trabajo a Bierro, mientras esperaba tomó la decisión de quedarse allí hasta hablar con él. Claro que también haría la consulta con Higueras, pero presentía que no le iba a dar ninguna importancia y que su opinión estaría enfocada en tratar de irse rápidamente, más que en el trabajo en sí. Aun así, dos opiniones de dos profesores distintos era mejor que lo que había ido a buscar.
—Decime, querido. ¿Qué necesitás? –Era la profesora Higueras hablando desde el umbral de la puerta de entrada al aula. Y agregó–: No tengo mucho tiempo, por favor… –El pelo castaño, algunas canas y muchos bucles voluminosos le daban a la profesora un aspecto algo tenebroso y cómico por igual; eso, además de los labios bien pintados de rojo y un par de lentes caídos sobre la nariz. Le divertía lanzar miradas inquisidoras por encima de ellos.
—Señora Higueras, ¿cómo le va? –Gerónimo se levantó rápidamente con su trabajo en las manos y se acercó a la profesora.
—Bien, bien. Querido, tengo que…
—No le va a tomar mucho tiempo lo que quería consultarle. Solo necesito su opinión sobre la tesis en la que estoy trabajando. Mire, aquí...
—La profesora, que nunca se movió de su lugar, lo interrumpió de golpe apoyando su mano en el brazo de Gerónimo.
—No, no. Por favor, como se te ocurre que puedo hacer eso en tan pocos minutos. ¿Leer todo ese material y darte mi opinión aquí mismo? –Se rio a carcajadas. A Gerónimo le pareció un poco exagerado, pero en el fondo sabía que la profesora tenía razón. De todas formas, la profesora le quitó el trabajo de sus manos, y con recelo empezó a pasar las hojas como si fuera un folioscopio.
—A ver de qué se trata esto –dijo. Gerónimo, ya con desánimo, solo pensaba que todo eso era inútil. Estiró los brazos para tomar la tesis y señalar algunos puntos que le parecían importantes.
—Bueno, es sobre un libro que leía con mi abuelo cuando era un niño y… –Se detuvo, miró a la profesora. Ella arqueó las cejas. Luego se mordió un labio y se acomodó una pequeña cartera que llevaba colgada en su hombro. Gerónimo entendió todo ese lenguaje corporal–: Bueno, quizá otro día con más tiempo. Perdón por haberla molestado, profesora.
—Si querés dejame una copia en secretaría y a lo mejor la pueda ver la semana que viene. Quién sabe, quizá saques algo bueno de todo eso –dijo mientras levantaba los hombros. Luego cerró la puerta del aula y se fue. “Una copia en secretaría… ¿A ese inepto le voy a dejar una copia de mi tesis? Ni en sueños”. Un sándwich de queso, dos gigantes y hermosos tazones de café con leche y tres horas después, el profesor Bierro aparecía caminando por el hall central del edificio. Era alto y robusto, y Gerónimo no recordaba haberlo visto nunca, hiciera frío o calor, sin su sobretodo gris que le llegaba por debajo de las rodillas. Por alguna extraña razón, parecía combinar a la perfección con su cabeza calva y su tupida barba que presentaba varias canas. Ya era de noche, parecía cansado. Iba a paso sereno, miraba el piso y renegaba con la cabeza. Gerónimo se preguntó qué había pasado en esa reunión. Sin dudas nada bueno, pero era la única oportunidad de abordar al profesor. Al menos hasta la próxima semana. Y luego del encuentro con la Sra. Higueras y la más aburrida espera en el bufé de la universidad, no estaba dispuesto a dejar pasar más tiempo.
—Hola, profesor, disculpe la molestia…
—¡¡Gerónimo!! ¡Qué sorpresa! ¿Qué hacés por acá a esta hora? –Las palabras jubilosas del profesor no coincidían en nada con la forma en que las pronunciaba. Sonaba lejano, aturdido, y con un ligero tono de tristeza.
—Lo estuve esperando para mostrarle mi tesis, o lo que tengo de ella hasta ahora. Su opinión es la que más me importa.
—Ahora no es el momento, si hubieses venido ayer… –Hizo una pausa y miró su reloj.
—Qué más da. ¿A ver? Contame. –Le hizo un gesto con el brazo para indicarle que entre al aula por la que acababan de pasar. Entraron, encendieron la luz y el tubo parpadeó unos segundos y en el pizarrón se leían fórmulas químicas, incomprensibles para Gerónimo. Le entregó el trabajo y mientras el profesor lo ojeaba pensó lo fácil que había resultado, al final, dar con él.
—Bueno, y ahí explico por qué el protagonista parece siempre renguear…
—Ajá, ajá –asentía el profesor mientras pasaba a otra página. Más adelante, hizo un gesto de sorpresa, seguido de un “guau”. Gerónimo se sonrojó, pues sabía que había hecho un buen trabajo. Siguió pasando algunas páginas, en unas se detenía y leía algunos pasajes, otras las pasaba sin siquiera ver las primeras palabras. Al cabo de unos minutos el profesor soltó una repentina carcajada, lo que fue sumamente extraño para el joven alumno, ya que no había un solo pasaje gracioso, ni siquiera sarcástico. Luego cerró el cuaderno y lo tiró sobre el escritorio.
Cuentos en silencioJLHistorias de un libro olvidadoAlguien se robó la primaveraCuentos en silencio
—¿Todo bien? –preguntó uno de ellos. Otro escondía el porro.
—Sí, todo bien –respondió algo agitado y con muecas de dolor.
—¿Te caíste de ahí? Esa es la biblioteca. Raro, ¿no? –seguía preguntando.
—Sí, bueno… Tuve que… Es que accidentalmente me quedé encerrado. –Él estaba en falta, obviamente ellos también. Entonces dijo con una rudeza sorprendente–: Yo no los conozco, ustedes a mí tampoco. Yo no vi nada, ustedes tampoco. ¿Entendieron? –Se dio vuelta y comenzó a caminar hacia el Polara.
—Me parece justo –dijo uno de los muchachos–. Pero creo que se te cayó algo. –Se acercó al lugar de la caída y levantó del piso el libro. Gerónimo se apresuró a quitárselo de la mano, pero llegó a intuir que el otro joven había podido ver el título.
—Sí, es mío. Gracias. –Los tres hombres siguieron fumando. Gerónimo se subió al Polara y se fue. Unos días después, tenía esa extraña sensación de no saber si lo que había pasado era realidad o recuerdos de un sueño. Leer y tener el libro en sus manos lo despabilaba de esos pensamientos.
* * *