portada
Keren David

© Faye Thomas

nació en Reino Unido en 1963. Es periodista y escritora de literatura juvenil. Comenzó su carrera como mensajera, después se desempeñó como reportera y llegó a trabajar en varios periódicos nacionales. Posteriormente se mudó a Ámsterdam con su familia y estudió historia; también aprendió a andar en bicicleta, pero falló en su intento de aprender holandés. En 2007 regresó a Londres y asistió a un taller de escritura creativa en la City University. Gracias a sus publicaciones ha sido nominada a varios premios, entre ellos el Premio de Literatura Juvenil The Bookseller’s, el Premio Branford Boase y el Premio Carnegie.

Forastero / A través del espejo
Keren David / Forastero

traducción de
LAURA LECUONA

Fondo de Cultura Económica

Primera edición en inglés, 2018
Primera edición en español, 2019
[Primera edición el libro electrónico, 2019]

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ÍNDICE

Capítulo uno

Capítulo dos

Capítulo tres

Capítulo cuatro

Capítulo cinco

Capítulo seis

Capítulo siete

Capítulo ocho

Capítulo nueve

Capítulo diez

Capítulo once

Capítulo doce

Capítulo trece

Capítulo catorce

Capítulo quince

Capítulo dieciséis

Capítulo diecisiete

Capítulo dieciocho

Capitulo diecinueve

Capítulo veinte

Capítulo veintiuno

Capítulo veintidós

Capítulo veintitrés

Capítulo veinticuatro

Capítulo veinticinco

Capítulo veintiséis

Capítulo veintisiete

Capítulo veintiocho

Capítulo veintinueve

Capítulo treinta

Capítulo treinta y uno

Capítulo treinta y dos

Capítulo treinta y tres

Capítulo treinta y cuatro

Capítulo treinta y cinco

Capítulo treinta y seis

Capítulo treinta y siete

Capítulo treinta y ocho

Capítulo treinta y nueve

Capítulo cuarenta

Capítulo cuarenta y uno

Capítulo cuarenta y dos

Capítulo cuarenta y tres

Capítulo cuarenta y cuatro

Capítulo cuarenta y cinco

Capítulo cuarenta y seis

Capitulo cuarenta y siete

Capítulo cuarenta y ocho

Capítulo cuarenta y nueve

Capítulo cincuenta

Capítulo cincuenta y uno

Capítulo cincuenta y dos

Capítulo cincuenta y tres

Agradecimientos

contraportada

Para mis amigos Valerie y Robert Peae, con amor.

James Valentine, siempre en mis recuerdos.

CAPÍTULO UNO

1904

EMMY

—Pensaba que era mejor ocultarte la verdad, pero ahora estoy dudosa. Sólo trataba de protegerte, sólo trataba de hacer lo mejor posible. Perdóname, mi amor, perdóname.

Estaba desnudo y ensangrentado como bebé recién nacido, y también igual de feo. Estaba tan flaco que su cabeza parecía peculiarmente grande para su cuerpo y sus rasgos demasiado grandes para su cara. Llevaba el pelo a la altura del hombro y enmarañado, con polvo y ramitas encima. Tenía rasguños y cicatrices en la cara y las extremidades, pudriéndose de suciedad. El lodo y la sangre se habían secado y formado manchas como de óxido en una verja de hierro, salvo por una herida reciente en el costado de la que salía sangre roja a borbotones. Se la apretaba con una mano para tratar de pararla, pero la sangre se le escapaba entre los dedos.

Sadie fue la primera en verlo, o al menos en ver algo, cierto movimiento entre los árboles en la orilla del bosque que rodeaba nuestra pequeña ciudad. Íbamos caminando de regreso de la escuela, platicando de esto y aquello, cuando se paró en seco a mitad de una oración y me agarró del brazo.

—¡Emmy! ¿Qué es eso?

Miré con cautela, pero todo estaba tranquilo y oscuro.

—¿Era un animal, Sadie?

Pensé que, por supuesto, un oso o un lobo no se acercarían tanto a la ciudad. El invierno había sido menos frío que de costumbre y seguramente en el bosque habría suficiente comida para los depredadores.

—No lo… —Sadie titubeó, pestañeó y se quedó viendo cómo las sombras se movían, encarnaban y venían dando traspiés hacia nosotras.

—¡Sadie! —musité. Había miedo y asco agriándoseme en la boca, pero nunca he sido de las que se dejan llevar por el pánico.

La criatura dio otro paso hacia nosotras y Sadie me sujetó la mano firmemente. Luego él hizo un ruido gutural, un quejido como de perro aullando, y Sadie pegó un grito. Me soltó la mano y se fue corriendo por el lodo y salpicando sus mejores botines de botones.

—¡Ven, Emmy! —gritó Sadie, pero no pude moverme.

“Necesita que lo ayuden —pensé—, está herido”.

Me quedé oyendo cómo Sadie chapoteaba mientras corría por el lodazal de la Calle Norte hasta que al final lo único que podía oír era el viento en los árboles, el martilleo de un pájaro carpintero y la respiración irregular del muchacho.

—¿Hablas inglés? —le pregunté con voz temblorosa—. ¿Entiendes lo que digo?

Lentamente, asintió con la cabeza, pero no dijo nada: sólo se quedó con la boca abierta, como tonto.

El brazo que le quedaba libre colgaba a su costado; supuse que tendría alguna herida, pero me equivocaba: tenía una pistola en la mano.

—¡Suelta la pistola! —ordené, aunque él no había hecho ningún ademán de usarla.

Se miró la mano, como si yo lo hubiera sorprendido. Hizo un ruido extraño, un llanto ahogado, y arrojó el arma al pasto, como si estuviera ansioso por deshacerse de ella.

En ese momento me sentí poderosa, y muy superior a Sadie, quien había huido rápidamente.

—Bien —le dije—; bien hecho.

Hizo una mueca de dolor y cayó de rodillas. Se aferró a mi zapato y yo retrocedí.

Me quité el abrigo para cubrirlo, tendido en el suelo.

—La ayuda viene en camino —le dije.

Le toqué la frente con cuidado. Aunque el viento estaba helado, él ardía de fiebre.

—¿Qué te pasó? ¿De dónde eres?

Movió la boca y me incliné para escuchar sus palabras.

—¿Qué eres?

Eso me confundió, pero al mismo tiempo fue un alivio confirmar que hablaba inglés.

—¿A qué te refieres? —pregunté.

No respondió. Parecía estar escuchando algo con mucha atención, aunque yo no sabía exactamente qué. Se puso de pie con dificultad, mirando de un lado a otro. Mi abrigo estaba tirado en el suelo, arrugado.

Yo era terriblemente consciente de su desnudez. Sabía que la mayoría de las muchachas habrían gritado y salido corriendo, pero yo no era ninguna muchacha común y corriente. Además, mi madre me había dicho muchas veces que los cuerpos son cuerpos; no hay nada de qué espantarse.

—¿Qué haces? Quédate quieto ¡estás herido!

—Vienen hacia acá… me van a matar —su voz era poco más que un quejido.

—¿Quiénes? —dije, y en ese mismo momento oí un ruido atrás de mí. Me giré y vi el coche de Adam, que se acercaba entre el lodo con dos hombres conduciendo los caballos. Seguramente Sadie corrió hasta la granja de su familia y mandó a su padre y a su hermano a buscarnos.

—¡So, Ben, atrás! —la voz del señor Harkness gritándole a su perro retumbaba entre los árboles—. Por Dios santo ¿qué es esto? —vi que llevaba su rifle.

El cuerpo del muchacho se tensó. Me jaló hacia él y me apretó contra su pecho, como para protegerse. Sus brazos eran delgados y rugosos y su cuerpo ardía de fiebre. Sentí en la nuca su aliento, tembloroso y fétido.

Me quedé viendo al señor Harkness y luego a Adam. Sus expresiones me decían que yo debía estar aterrorizada, pero por alguna razón no lo estaba. O en todo caso, no por mí: más bien me asustaba lo que pudiera pasarle al muchacho.

—¡Díganle que no le harán daño! —grité—. ¿No ven que está asustado?

Adam no me hizo ningún caso; bajó del coche con gesto adusto.

—¡Quítale las manos de encima! —gruñó.

Su voz, por lo general amable y tranquilizadora, me impactó. Era una persona que yo ya no reconocía. Otra vez fui presa del miedo, un estado que tenía menos relación con el muchacho que me tenía retenida, que con el cambio en alguien a quien creía conocer.

—¡Emmy! —rugió el señor Harkness—, ¿qué es esto?

—Está herido y necesita nuestra ayuda. Está sangrando; necesita ir al hospital, ¡rápido!

—¡Suéltala! —Adam estaba prácticamente encima de nosotros. De pronto el muchacho dejó de apretarme. Se tambaleó hacia atrás y Adam me apartó con el brazo—. ¡Corre al coche, Emmy! —me ordenó.

—No, Adam, yo… —dije jadeando, pero Adam no estaba escuchándome. Me soltó, cerró el puño, echó atrás su fuerte brazo—. ¡No, Adam, no! —grité mientras él le daba un fuerte golpe en la cara al muchacho, que cayó al suelo con sangre manándole de la nariz.

Adam se detuvo.

—¡Emmy! ¿Estás bien?

—¡No te preocupes por mí! —chillé—. Está herido, necesita un médico. ¡Llévenlo al coche de inmediato!

—Pero tú… tienes sangre en la falda y en la blusa.

—Yo estoy bien —dije, tan enojada que quise darle un puñetazo a Adam—. ¿Por qué le pegaste? —estaba furiosa, con los ojos ardiéndome por el llanto.

Adam estaba desconcertado. Quizá esperaba que yo cayera en sus brazos y lo llamara héroe.

—Sadie dijo que era peligroso.

—Sadie se equivocó —respondí bruscamente. Dios me perdonaría la mentira. Bastantes problemas tenía el muchacho, y la pistola en el pasto ya no representaba un peligro.

Adam y su padre intercambiaron una mirada. De mala gana subieron al muchacho al coche y lo envolvieron en una cobija. Yo me monté junto a ellos y salimos hacia la ciudad. Mientras las ruedas daban tumbos por el sendero, el muchacho emitía suaves gemidos.

El señor Harkness movía la cabeza en señal de reprobación. Sólo porque yo no tenía un padre, él pensaba que era su responsabilidad decirme cómo debía portarme.

—Emmy, no deberías haberte quedado sola con un loco. Era peligroso y lo sabes.

Nos trataba a Sadie y a mí como si fuéramos unas niñas de doce años, no unas jóvenes de dieciséis a punto de terminar la escuela.

—¿Qué dirá tu madre? —tenía buenas intenciones, pero a veces su preocupación me agobiaba.

—Está herido y necesita ayuda. Ella habría hecho lo mismo —dije con firmeza. Ambos sabíamos que yo tenía razón.

—Puedes estar en lo correcto —concedió—, pero tú no eres tu madre y no tienes su experiencia en estos asuntos. Ten cuidado, Emmy, o acabarás en problemas.

CAPÍTULO DOS

1904

EMMY

Había un pequeño sendero que empezaba en la carretera principal, un atajo al hospital. Estaba intransitable por coche, pero le pedí al señor Harkness que me dejara bajar para adelantarme corriendo y avisarle a mi madre que había una emergencia en camino.

Para cuando llegué estaba sin aliento y mis botas, falda y enagua, abundantemente salpicadas de lodo. Irrumpí por la puerta principal del sanatorio y pasé entre los aproximadamente doce pacientes que esperaban su turno gritando en busca de mi madre. Mi voz sonaba brusca en el silencio del corredor. Charlotte, una enfermera, salió precipitadamente de la sala de tratamiento.

—¿Emmy?

—¿Dónde está mi madre? —pregunté jadeando.

—¿Estás herida? ¿Qué pasó? ¡Estás hecha un desastre!

Mis palabras fueron un torrente de emotividad y pánico:

—Hay un muchacho en camino; está gravemente herido. Tienen que prepararse para atenderlo: está sangrando.

—¡Emmy! —por fin llegó mi madre—, no hace falta que grites. Dinos lo que pasó, tranquila y en voz baja, por favor.

No preguntó si yo estaba herida, a pesar de mi ropa manchada de sangre. Mi madre nunca se dejaba llevar por el pánico, en ninguna circunstancia; por eso algunas personas le decían fría e insensible. Su acento inglés cortado no ayudaba, y ella se empeñaba en verse lo menos atractiva posible: se recogía el cabello rubio en un riguroso chongo, ocultaba sus preciosos ojos verdes tras un par de gafas y casi nunca sonreía. A mi madre no le importaba ser querida o admirada. “Lo más importante es que me tomen en serio”, solía decirme.

Hice todo lo posible por serenarme y concentrarme. Le expliqué cómo había aparecido ese muchacho de la nada y había caído a mis pies. Omití la parte de la pistola y que me había usado como escudo. No me regañó como Jonathan Harkness. En vez de eso, me preguntó únicamente sobre lo que ella podía resolver.

—¿Fiebre, dices, y una herida? ¿Qué tan reciente es la herida? ¿Había señales de que estuviera infectada?

—Está tan sucio que es difícil saberlo. Tiene los ojos rojos e irritados.

Mi madre frunció el ceño y se subió las gafas, que se le habían resbalado por la nariz.

—¿Es un indio?

Pensé en esos ojos inyectados de sangre.

—No es indio. Sus ojos son tan grises como el cielo, y la poca piel que alcancé a ver era blanca.

Más blanca que la mía, de hecho, porque a mí me encantaba estar en exteriores y nunca me ponía sombrero. Entre mis pecas, mi frente amplia, mi cara larga y mi rebelde pelo café rojizo, nadie jamás me consideraba una belleza, pero por suerte esas tonterías a mí nunca me importaron. Tampoco nadie me consideraba fea. De hecho, Adam Harkness me había admirado en secreto por tanto tiempo que yo daba por sentado que seguiría haciéndolo sin necesidad de que yo lo alentara. Pensaba que siempre estaría encantado de llevarme las primeras manzanas de la cosecha, me daría aventones en su coche o caminaría junto a mí siempre que fuera posible. Sentía que mi futuro podía suponer dejar atrás Astor y a Adam, aunque no sabía adónde podría ir o por qué. Pero si me quedaba, entonces tal vez algún día podía decidir casarme con él.

Creía tener el poder de decidir mi propio destino. Me equivocaba.

—Probablemente es un fugitivo —dijo mi madre—, trabajador de alguna granja o ayudante de un aserradero. Charlotte, prepara la sala de aislamiento. Emmy, tú también puedes ayudar, pero no con esa ropa sucia. Ven, voy a buscar qué puedes ponerte.

Me encontró un uniforme de enfermera y me apresuré a ponérmelo. Me quité las botas y las sustituí con unos mocasines de fieltro. Me lavé muy bien las manos y seguí a mi madre por el corredor hasta la sala principal del hospital, donde nos topamos con un alboroto.

El muchacho había recobrado la conciencia en algún sitio entre el coche y el hospital y estaba tratando de librarse de la custodia de Adam, retorciéndose y emprendiéndola a golpes, gruñendo como animal. La nariz todavía le sangraba y había sangre salpicada en el piso y las paredes.

A nuestro alrededor, las mujeres gritaban y protegían a sus hijos, mientras que los hombres trataban de ayudar a Adam a contenerlo, pero el muchacho consiguió soltarse y se dirigió a la salida tembloroso y tambaleándose. En pocos minutos estaba de vuelta en el suelo, derribado por el corpulento Jack Greengrass, el hijo del carnicero, que estaba ahí por una cortada en la mano.

Mi madre dio unas palmadas.

—¡Silencio! —ordenó—. Todo mundo siéntese.

Se arrodilló junto al muchacho, medio apachurrado debajo de Jack y se ahogaba con su propia sangre. La venda de Jack se había caído y daba la impresión de que toda la sala de espera era un caos de sangre. Me quedé unos momentos paralizada, pero la voz de mi madre me hizo volver pronto en mí.

—Charlotte, ayuda a Jack —ordenó, y luego se inclinó para decirle al muchacho—: Estamos aquí para ayudarte. ¿Puedes venir conmigo tranquilamente?

Sus ojos, irritados y salvajes, se cruzaron con los míos. Vi en ellos una pregunta.

—Ven tranquilo —repetí—; nosotras te ayudaremos.

Asintió lentamente con la cabeza. Jack se le quitó de encima y bruscamente lo levantó.

Mi madre se dio media vuelta para irse y Jack agarró al muchacho para llevarlo medio a rastras detrás de ella. Yo los seguí. Oí que detrás de mí la sala de espera empezaba a animarse con chismorreos y gritos ahogados y el sonido de Minnie, la mujer de la limpieza, que llegó con el trapeador y la cubeta para quitar la sangre. Me sentí mal por el muchacho: herido, confundido y asustado, desnudo y sucio enfrente de toda esa gente.

Adam estaba esperándome en la puerta de la sala de aislamiento.

—Emmy ¿estás bien? ¡Podría haberte matado!

Pobre Adam. Tan amoroso y protector, tan absolutamente perfecto como futuro esposo. Sobre todo, tan paciente. A los dieciséis, aún no me daba cuenta de lo difícil que es encontrar a un hombre tan bueno.

—No deberías haberlo golpeado —dije—. Ya estaba herido; sabía que no me haría daño.

—¿Y cómo podías saberlo? Parece muerto de hambre, pero pelea como fiera.

—Lo sabía y ya. Deberías confiar en mí.

—Nadie “lo sabe y ya”. Puedo llevarte a tu casa, ¿o por qué no vienes con nosotros?

Puse la mano en la puerta.

—Debo ir a ayudar a mi madre.

—Voy contigo —dijo, poniendo suavemente su mano sobre la mía—. Emmy, no seas tonta. No sabes nada de esta persona.

Me detuve. El contacto de su mano no me sentó del todo bien; estaba peligrosamente cerca de recargarme en él y dejar que me consolara, pero recobré la compostura.

—Confío en mis instintos —dije—, y no soy ninguna tonta.

Dentro de la sala el muchacho estaba acostado en una cama, sin moverse; había dejado de forcejear. Albert, el camillero, le apretó la nariz y los hábiles dedos de mi madre examinaron la herida del torso, cubierta de algodón pero aún sangrante. El muchacho se le quedaba viendo como si ella fuera el hombre en la luna.

—Hay que limpiarlo y sedarlo —dijo—. Ha perdido mucha sangre, pero la herida es superficial. Emmy, ya vete; Adam, Albert y yo nos encargaremos. Charlotte ¿puedes quedarte a cargo del dispensario?

—Puedo ayudar —protesté, pero mi madre me hizo callar y señaló la puerta. Charlotte y yo salimos juntas, ella para ir con sus pacientes y yo a enfurruñarme en el pasillo. Sabía, y también mi madre, que no hay nada de malo en que una enfermera y una doctora atiendan a un paciente, por desnudo que esté. Pero yo no era una enfermera, y media ciudad aún no aceptaba que ella, aun con su título de la Escuela de Medicina para Mujeres de Londres, fuera una verdadera doctora.

Al muchacho no le hizo gracia que lo limpiaran, eso seguro. A través de la pesada puerta de roble alcanzaba a oír sus gritos mientras trabajaban. Era un sonido inquietante, mitad animal y mitad humano, y me estremecí al oírlo. Quizá estaba mejor quedarme en el corredor.

Poco después Adam salió a la puerta y me pidió que entrara. Primero vi la pila de toallas sucias, el agua puerca en la cubeta, y luego al propio muchacho. A pesar de los empeños, su piel blanca seguía manchada de gris y mugre. Él ya estaba en silencio, acostado en la cama y rígido, pero volteó los ojos hacia mí cuando me acerqué. Volví a sentir la fuerza de esa intensa mirada.

Le habían tijereteado la maraña de pelo, que ahora no era sino un triste montón en el piso.

Me puse manos a la obra antes de que me lo pidieran.

Levanté la cubeta y la rellené con agua limpia, hervida. También metí algo de ropa de cama. Tomé una escoba y con cuidado eché el pelo en un cuenco. Mientras lo echaba en la basura lo toqué; sentí entre los dedos hebras sedosas en medio de bolitas de mugre.

Me lavé las manos y regresé a la sala.

Mi madre estaba tratando de convencer al muchacho de que tomara un jarabe para dormir. En cuanto lo probó se puso frenético: gritaba y temblaba, como si le estuvieran dando veneno. El vaso de medicamento atravesó el cuarto volando… otra tarea de limpieza para mí.

Mi madre le hizo un gesto a Adam, que sostuvo al muchacho con sus fuertes brazos. Éste siguió resistiéndose, pero no pudo impedir que mi madre le levantara la barbilla y lo obligara a tragar el sedante. Él evitaba cerrar los párpados y gimoteaba con el esfuerzo de permanecer despierto, pero no lo logró por mucho tiempo y en poco rato quedó inconsciente, con la boca entreabierta.

Dormido, con el corte irregular de pelo y la amplia boca relajada, parecía bastante inofensivo. Quizá era alguien con retraso y su familia lo había abandonado: había oído rumores de que eso pasaba antes, en tiempos de los pioneros, si en una familia había escasez de alimentos. Pero en cuanto pensé en esa teoría, la descarté. No me había gustado que me usara de escudo, pero eso demostraba que el muchacho era lo bastante listo para protegerse.

A veces Jonathan Harkness contaba historias de su niñez, cuando su padre colonizó la tierra que se convirtió en Astor, y nos costaba creer que alguna vez toda esa zona no hubiera sido más que bosque, sin sitio para cultivar. Pero eso había sido antaño. Ahora teníamos muchos cultivos. Incluso al final de un largo invierno Hannah, nuestra ama de llaves, se aseguraba de que tuviéramos la bodega llena de cereales y conservas, y el ferrocarril nos traía suministros durante toda la estación.

—Sujeta esto, Emmy —me dijo mi madre, pasándome unas almohadillas de algodón y unas tijeras quirúrgicas—. Ya puedes irte, Adam. Gracias por tu ayuda.

Adam trató de verme a los ojos al salir, pero yo seguía enojada con él. Cuando volteé para concentrarme en mi trabajo sentí que mi madre nos veía. Fue un alivio oír la puerta cerrarse tras él.

“Eres una insensata, Emmy Murray”, dije para mis adentros mientras mi madre exponía el torso del muchacho, blanco como la leche, con costillas protuberantes que parecían a punto de reventar la piel.

—Pobre muchacho —susurró mi madre, y yo me acerqué a ver más allá de la herida del abdomen. Tenía el cuerpo lleno de marcas que se entrecruzaban: nuevos rasguños, viejas cicatrices. Me estremecí de imaginar cómo podrían haber sido infligidas.

La sangre se filtraba entre los vendajes. Mi madre me hizo una señal para que los cambiara. La herida me dio escalofríos: era mucho más impresionante verla en la carne desnuda y lastimada que cuando estaba cubierta de lodo. Traté de que ella no notara mi repugnancia.

—Es joven —dijo mientras lo mirábamos dormir—. Apenas un poco mayor que tú, Emmy.

Volvimos a limpiar la herida y luego ella le dio unas puntadas, tan bien hechas como las de cualquier bordadora. Le puse un nuevo vendaje y ella lo aprobó.

—Bien hecho —dijo: un elogio muy poco común viniendo de ella.

Ahora que habíamos hecho nuestro trabajo pude fijarme bien en él. Tenía la nariz recta, una boca generosa, rasgos bien definidos, como si lo hubieran tallado en madera con un cuchillo bien afilado. Sus delgadas extremidades tenían algo de tristeza y desamparo; lleno de cortadas y moretones, me recordaba a un polluelo que se hubiera caído del nido. Luego recordé la fuerza de esos brazos que me habían retenido y estrechado, y los estremecimientos que me provocó su aliento en el cuello.

Traté de imaginar su vida en el bosque. La oscuridad, el suelo pedregoso, el lodo rezumante. Insectos, víboras, osos, lobos y otros depredadores salvajes. Las hojas susurrando, y él todo el tiempo atento por si se acercaba un animal o un cazador, el miembro de una tribu salvaje o incluso algún fantasma; siempre alerta a cualquier cosa que pudiera hacerle daño. ¿Dormiría en lo alto de los árboles para mantenerse a salvo, o habría encontrado una cueva o un túnel de las viejas obras mineras, abandonadas hacía cincuenta años y ya casi olvidadas?

Charlotte apareció en la puerta. Había llegado el padre de un niño enfermo y quería ver a mi madre.

—¿Te relevo aquí? —preguntó Charlotte, pero mi madre dijo:

—No, Emmy puede encargarse.

Me sentí triunfadora. Por suerte ya no había sangre; todo lo que tenía que hacer era cuidar al paciente, que ya estaba cubierto de nuevo, y deshacerme de los viejos vendajes.

Sus ojos parpadearon varias veces; su boca se movía como si estuviera a punto de hablar.

Sacó un pie de abajo de la colcha. La suciedad del bosque seguía incrustada en su piel, entre el montón de cortadas y cicatrices. Miré más de cerca. ¿En verdad éstos eran los pies de un niño salvaje? ¿No eran demasiado recientes las cortadas, demasiado suave la piel? Imaginé cómo sería vivir descalza. Pensé en cómo la piel se pondría dura y negra, llena de callos y cicatrices.

Era rarísimo estar viendo así los pies de alguien más. Se sentía casi como algo más íntimo y privado que cuando estaba completamente desnudo. Fácilmente podía imaginar el dolor de caminar descalzo sobre piedras y entre zarzas, como el muchacho seguramente había hecho.

Mi madre volvió al cuarto y se paró junto a la cama para valorar su estado.

—Ya está estable, Emmy. Puedes irte a casa; vete antes de que sea más tarde. Hannah te estará esperando con la cena. Gracias por tu ayuda.

Quería quedarme y se lo iba a pedir, pero recapacité. Recordé que había otros asuntos urgentes que atender y no tenía ningún interés en darle a mi madre la impresión de que quería estudiar para enfermera o médica: no tan cerca de terminar la escuela.

Hice un fardo con mi ropa llena de lodo y volví a ponerme mis botas para caminar a casa. Me puse el abrigo, por el frío, pero estaba lleno de sangre y lodo, manchado y maloliente, y se sentía raro tenerlo puesto, como si fuera la piel del lomo de algún animal. Medio corrí por la Calle Norte hasta que llegué al punto en el que lo habíamos visto antes. Lo reconocí por el pasto aplastado donde se tiró al suelo. Traté de recordar dónde había arrojado la pistola. Pensé que sería fácil de encontrar, a pesar de que empezaba a oscurecer.

Pero aunque busqué hasta que tuve las manos llenas de cortadas por las hojas de pasto, la pistola no estaba por ningún lado.

CAPÍTULO TRES

1994

MEGAN

—Al fin en casa —dice papá; vamos en carretera camino a Astor—. Me da gusto verte, corazón. He estado muy preocupado.

Sé que busca consuelo, que quiere hablar de eso, pero la verdad es que yo paso. Hablar las cosas no sirve de nada, ya lo decidí. Además estoy cansadísima del vuelo. Mientras todos a mi alrededor se ponían antifaces y tapones para los oídos y se envolvían en la cobijita para tener dulces sueños, yo me resignaba al entretenimiento de a bordo. Empecé a ver Cuatro bodas y un funeral (todas mis amigas la elogiaban) pero diez minutos de banalidades y embelesos británicos fueron suficientes. No la aguanté y terminé viendo mejor Parque Jurásico, que es un poco sosa pero con ella no había riesgo de afligirme viendo a gente besarse, enamorándose o haciendo planes para el futuro.

Acepto que no puedo huir de todo lo que me causa dolor, o en todo caso no para siempre, pero nadie necesita a otra muchacha trágica y melancólica que no pueda lidiar con las consecuencias de sus propias acciones, así que ahora mismo pretendo hacer lo que puedo: cerrar los ojos, voltear a otro lado, no decir nada, cambiar de canal. Y en este momento mirar por la ventanilla toda esa nada verde. Es muy distinto de Londres. El cielo es más grande, en cierto sentido.

Papá interpreta bien mi silencio y cambia de tema. “Bien hecho, papá”.

—Todos están emocionadísimos de verte —dice—. Sobre todo tu abue. Y Grammy.

—Ajá —digo, y de inmediato me doy cuenta de que sueno como escuincla enfurruñada—. O sea, sí, también yo estoy emocionada.

Y es cierto. Más o menos.

Les pedí a mamá y a papá que no le contaran a nadie lo que pasó. No es que me avergüence, sólo que es asunto mío y de nadie más, o a lo mejor de Ryo. Los secretos no importan tanto en Londres: una gran ciudad anónima a miles de kilómetros de distancia. Pero ahora estamos camino a Astor, lo más cercano a un hogar que jamás haya conocido, y voy a ver a mi abue, a Bee, a la tía abuela Betsy y a Grammy… y en cierto modo quisiera que conocieran la verdad sin que yo tenga que decir las palabras.

Podrías contarles —dice papá, como si me estuviera leyendo la mente—. Todas te quieren mucho.

—A lo mejor —digo, lo cual significa que no. Nada ha cambiado, y yo fui muy clara cuando dije que esto no iba a ser algo para el recuento anual en la tarjeta de Navidad—. Ya pasó, papá. Quiero ir a lo que sigue.

Manejamos en silencio por un rato. Supongo que también hay cosas de las que papá preferiría no hablar. Mamá, para empezar. Pasamos otra señal de tránsito; nos acercamos a Astor.

—Ya quiero que veas la casa —dice papá—. No lo vas a creer.

Mis padres se conocieron en Astor. En la secundaria: cliché total. Mamá era una recién llegada a la ciudad pero papá había nacido y crecido ahí, como prácticamente toda su familia desde varias generaciones atrás. Antes de Elizabeth, la bisabuela de papá, la ciudad no había tenido doctores, y ella fue una de las primeras mujeres en recibir una educación médica formal en el mundo. Me recuerdo de chica, sentada en las rodillas de Grammy, oyéndola hablar del trabajo de su madre en el hospital y pensando incluso entonces que si ella pudo en el siglo XIX ¿por qué no podría yo hacerlo ahora? También yo lo haría, sí.

La mayor parte de mi vida he creído que nací para ser doctora.

Ahora, que acabo de terminar la escuela, ya empecé a dudar de todo. En teoría todavía quiero ser médica, sólo que no estoy segura de querer pasar mi vida en un hospital; ni siquiera en un consultorio.

—Me falta poco para terminar con la planta baja —me dice papá—. El baño tiene apenas lo esencial, pero pronto seguiré con él.

—Qué padre —digo—, pero yo me voy a quedar en casa de abue, ¿no? ¿Como siempre?

—Bueno, pensamos que te gustaría poder elegir… —dice y la voz se le va apagando.

Cuando mis padres compraron la casa de Astor era un proyecto compartido, el sueño de un futuro común. Ya no andaríamos de trotamundos, ya no estaríamos mudándonos a cada rato, ya no tendría que ir a escuelas internacionales. Rob y yo iríamos a la preparatoria, creceríamos con nuestros primos, tendríamos algo a lo que llamar nuestra casa.

Pero nunca nos mudamos ahí. En cuanto trataban de sentar cabeza, más lejos viajábamos. Nueva York, Hong Kong, Londres… Y mientras tanto mamá y papá alejándose cada vez más.

Hasta que hace un año, cuando Rob empezó a ir a Harvard, papá les pidió la casa a los inquilinos y regresó a Astor a trabajar en ella. Mamá se quedó en Londres; yo tenía un año más de escuela y ella tenía su trabajo. Y en Navidad (¡en Navidad!) anunciaron que eso era algo permanente y se iban a separar. Papá ha ido y venido y cuando está en Londres se queda en un hotel; eso se siente raro. Y mamá salió adelante bastante rápido. En este momento está en Suiza en alguna conferencia con su nuevo “amigo”, Fernando. Nuestra familia sencillamente se disolvió, como si nunca hubiera existido.

Así que heme aquí: en un carro con mi papá, atorada entre un pasado que quiero olvidar y un futuro en el que ya no estoy segura de creer, dirigiéndome a un lugar lleno de historia para ver una casa a medio construir que debió haber sido el hogar de una familia que se fue a pique.

Me pregunto cuánto tiempo siguieron juntos sólo por mí. Me pregunto por qué no pudieron sacar la relación a flote un año más, hasta que yo terminara la escuela. Así muchas cosas habrían podido ser distintas.

No es que culpe a nadie ni nada por el estilo. Mis estúpidos errores son responsabilidad sólo mía.

—He ido mucho a casa de tu abue —dice papá—. He estado organizando las cosas de mi padre. He encontrado un montón de cosas para la antología.

Mi abuelo Jesse murió el año pasado y dejó como un millón de libros. Fue reportero hace mucho tiempo, reportero de guerra, y trabajaba para uno de los periódicos más grandes de Canadá. Se supone que papá está tratando de reunir una colección de su obra. Es un trabajo polvoriento y difícil porque mi abuelo nunca dejó que nadie tocara nada de su estudio, y no era precisamente la persona más ordenada. Mi abuela Vera mantenía el resto de la casa reluciente de limpia, pero no su despacho.

—Lo que creo es que en realidad le gustan el polvo y las telarañas —me dijo una vez—, porque con una que sacuda se pasa una semana enfurruñado.

—Hay un montón de papeles de la familia, aparte de la obra de mi padre —me dice—. Estoy tratando de clasificarla. A la biblioteca local le interesa. He estado hablando con la archivista, Eleanor. Te caería bien.

Papá prosiguió con la historia de Astor: primero vinieron los mineros, luego los indios canadienses en el oeste, pero fue la familia Harkness la que se estableció ahí y fundó la ciudad. No estoy segura de si todo este rollo de las raíces es nostalgia, una manera de lidiar con su tristeza por la muerte del abuelo Jesse, si se trae algo con esta Eleanor o si está tratando de olvidarse del matrimonio con mamá.

Puedo entender ese sentimiento.

Llegamos a las afueras de la ciudad, al bosque de los alrededores que se extiende hasta las colinas.

—No sabes qué gusto que estés aquí para el cumpleaños de Grammy —dice papá—. ¿Pudiste comprarle un regalo o quieres que mañana vayamos a buscarlo?

Mi bisabuela cumple ciento cinco años dentro de un día. Es una de las mujeres más viejas de Ontario, y definitivamente la más vieja de Astor, y le estamos organizando una fiesta. Se reunirán Harkness de todo el mundo para el festejo.

Le digo a papá que no se preocupe: le compré un regalo en Londres. Es una mascada de seda, gris y roja. Grammy estará vieja pero sigue preocupándose por no perder el estilo… o al menos el año pasado aún se preocupaba. Con la gente realmente vieja nunca se sabe cuándo van a escaparse a su propio mundo.

Grammy tiene innumerables nietos y todavía más bisnietos; con todo, parece tener un interés especial en mí. Siempre decía que yo le recordaba cuando ella era una muchacha, le encantaba contarme historias de su juventud y de cuando solía ir de un lado a otro de la ciudad con Sadie, su mejor amiga.

Ella a mi edad nunca se habría permitido meterse en un lío como el mío.

Ella habría sabido cómo hacerle frente.

Estaba muy orgullosa de su bisnieta fuerte, prudente, lista, futura doctora.

La he defraudado.

Creo que nunca podré decirle la verdad.