cip instituto mora. biblioteca ernesto de la torre villar
nombres: Buriano Castro, Ana, 1945-, autor.
título: Panorámica de la prensa en el Ecuador garciano : construcción y cuestionamiento de una legitimidad política, 1860-1875 / Ana Buriano Castro
descripción: Primera edición | Ciudad de México : Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, 2018 | Serie: Colección Historia Política.
palabras clave: Ecuador | Prensa | Libertad de prensa | Elecciones | Política y gobierno | Gabriel García Moreno | Siglo XIX.
clasificación: DEWEY 079.866 BUR.p | LC F3701 B7
Imágenes de portada: Parte superior, centro y atrás, Los Andes, Guayaquil, 27 de octubre de 1869. Parte inferior izquierda, La América Latina, Quito, 29 de agosto de 1866; derecha, El Porvenir Nacional, Guayaquil, 25 de junio de 1874, tomadas de Colección de Revistas y Periódicos Siglos xix y xx. Biblioteca Aurelio Espinosa Pólit. Parte superior derecha, autor desconocido, Cuerpo embalsamado de Gabriel García Moreno, 1875, Wikimedia Commons.
Primera edición, 2018
Primera edición electrónica, 2019
D. R. © Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora
Calle Plaza Valentín Gómez Farías 12, San Juan Mixcoac,
03730, Ciudad de México.
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ISBN: 978-607-8611-21-8
ISBN ePub: 978-607-8611-55-3
Impreso en México
Printed in Mexico
Introducción
I. La prensa durante el primer gobierno, 1861-1865
Los periódicos durante la crisis
Un periodismo no exento de debates para la difícil institucionalización de un nuevo proyecto político
El lento deterioro del relativo consenso: los periódicos en las guerras, entre la unidad nacional y la discrepancia con la política exterior
La prensa en la campaña electoral de 1865
II. El Interregno (septiembre de 1865-enero de 1869)
La prensa durante el gobierno de Jerónimo Carrión
La prensa durante el gobierno de Javier Espinosa
La campaña electoral de 1868 y las vanguardias periodísticas
III. La prensa en el segundo gobierno, 1869-1875
Una prensa entre el desafío a la censura, la autocensura y el derrumbe de paradigmas
La desangelada campaña electoral reeleccionista: ¿devocionario o prensa de combate?
IV. Algunas consideraciones sobre la prensa
Prensa oficial, prensa privada, medios y agentes de circulación
Los hombres de prensa, sus trabajos y medio social
La prensa como actor político
Fuentes consultadas
Índice onomástico
Índice de títulos de periódicos
El periódico es una enciclopedia menor que todo lo contiene… es un brillante insecto efímero; no vive sino un día, hace su ovación para mañana, y muere para siempre… Todos los elementos hierven en el periódico, y se tocan, y se entreveran, y de esta masa heterogénea se compone el material de que los hombres sacan sus políticos y sus sabios, sus estratégicos, sus capitanes y sus diplomáticos: ¿qué no se aprende en ese compendio prodigioso?, ¿qué no se ve por ese vidrio óptico?, ¿qué no se oye en esa cuerda pulsada por todas las manos? Si derrepente [sic] faltara el periódico a la hora de hoy, esa fuera la caída del sol, y el mundo volviera al caos primitivo. Por eso, nosotros que no tenemos periodismo, vivimos entre tinieblas, viéndonos las caras siniestras al resplandor lejano de estrellas de otros mundos: recibamos el bautismo de la prensa, si queremos ser cristianos de esta religión política, que gana terreno en todas direcciones.1
Un guayaquileño devenido serrano por haber entroncado con la clase política quiteña vía matrimonial, se hizo del poder en una circunstancia crítica de la vida del Ecuador, cuando el país estaba al borde de la disolución. Gabriel García Moreno encabezó este esfuerzo de dar consistencia a uno de los Estados difíciles de conformar en el continente, una de las formaciones territoriales complejas para cuajar como proyecto político estatal, de los muchos que compartieron esta condición. Varias propuestas habían fracasado desde que, en 1830, Ecuador se constituyó como Estado independiente, dentro de Colombia,2 y fue afianzando lentamente su existencia entre dos vecinos mucho más poderosos. Un “pequeño” entre dos grandes, país “niño” se complacían en tipificarlo, quizá como una disculpa ante sucesivos fracasos en la construcción nacional. Las elites serranas se sentían hartas de un proyecto liberal-democrático e igualitarista3 que las amenazaba con medidas transformadoras, en el momento en que los ingresos de aduana le permitieron suprimir el tributo. El quiebre que sufrió Ecuador en 1859 fue quizá el mayor de su historia, pero no el último. Estuvo a punto de desintegrarse en medio de regionalismos y de la atracción que ejercían sobre sus límites los vecinos fronterizos. Invadido el puerto de Guayaquil por Perú, desconocido el gobierno, formadas tres jefaturas supremas en las regiones y una república federal dentro del país, García Moreno se erigió como el único capaz de superar la crisis y reunificar a un Ecuador descuartizado. Desplegó un esfuerzo frenético para salvar la supervivencia del Estado territorial. Utilizó todos los métodos pragmáticos que pudo: desde ofrecer el protectorado a Francia, pasando por recrear la Gran Colombia, hasta concluir que debía aplicarse a constituir un gobierno centralista y autoritario que le permitiera conjurar el caos y la anarquía e impulsar el progreso.
Esos fueron los balbuceos iniciales. El proyecto político, como todos los que han existido, se fue labrando en el tiempo, en medio de avatares y luchas que no es el momento de describir. Bastaría atenerse a las oscilantes propuestas iniciales, por lo menos las dos ofertas de protectorado a Francia, en 1859, y desde la presidencia constitucional, en 1862, para comprender que las elites estaban confundidas y desanimadas. No eran las únicas en la región y como todas buscaban formas de organización que les permitieran salvaguardar sus jóvenes Estados. La figura de García Moreno adquirió tal realce que no sólo la época lo reconoció como el factótum, sino que la historiografía no ha podido encontrar otra denominación para el periodo que la que emana de su nombre: garcianismo, garcismo o morenismo se dijo en algunos momentos.4
Pese a este protagonismo desbordante, y aunque resulte obvio, cabe señalar que García no actuó solo. Muchos lo acompañaron. Algunos convencidos de que habían encontrado en él al caudillo providencial y la figura idónea para imponer un proyecto, que acompañaban y promovían. Otros lo siguieron por tramos y con fuertes reservas en la mayor parte de ellos. Compartían muchas cosas, la búsqueda del progreso en el orden que permitiera superar la anarquía. Especialmente después que Francia, muy ocupada con su aventura expansionista, desistiera de aceptar el protectorado y les aconsejara conformarse con observar el modelo que aplicarían en México. Cobraron conciencia entonces de la pequeñez de su Estado, de la regionalización acentuada por las carencias en infraestructura de comunicaciones, en medio de una geografía con desafíos casi insalvables para la tecnología de la época; un Estado pequeño, poco atractivo y rodeado de vecinos peligrosos. Las elites lo rodearon porque prometía hacerse cargo del país, en serio. Por ello, le permitieron desbordes en su primera administración (1861-1865) pero también le impusieron algunos frenos. Así se implantó un primer gobierno, constitucionalmente acotado pero represivo, que desarrolló una acción modernizadora bajo los límites que le impuso el constante amague de la oposición a través de incursiones armadas.
En esas circunstancias y a falta del apoyo de las potencias del primer mundo, sumó a su favor una fuerza internacional: la Iglesia católica universal a la que convocó en apoyo del proyecto a través de un Concordato pactado con la Santa Sede que le permitió usar su fuerza universal y su arraigo nacional para la gran tarea de extensión de la educación y para el control ideológico. Por ese apoyo el proyecto pagó también un alto costo: el enfrentamiento con el episcopado y las órdenes religiosas nacionales. En esta lucha aprendió algo muy útil hacia el futuro: cuando no se podía vencer existían dos posibilidades: reprimir o prescindir y, en ocasiones, era posible combinar ambos métodos. Así, reprimió al clero nacional y lo marginó a través de la importación de órdenes y congregaciones que se desplazaban de Europa hacia América en medio de los avances del secularismo. También lo hizo con los opositores, especialmente con los sectores liberales desplazados del poder y desarrolló una pésima política exterior que lo condujo a dos guerras con Colombia en las que Ecuador fue derrotado. Cierto es que, desde el poder central, se impulsó una política de organización y saneamiento de las finanzas y los recursos que permitió una mejoría notable en la administración del Estado, en el control territorial y particularmente exitosa en la extensión de la educación básica, incluso hacia sectores hasta entonces marginados de ella.
Cuando finalizó su primer gobierno las elites de distintas regiones estuvieron muy próximas a prescindir de su proyecto. El peligro inminente había pasado y otras soluciones se atisbaban en el horizonte. Pero el grupo garciano fue lo suficientemente decidido, atrevido, experimentado y poderoso como para desairar a estos sectores y lanzarse solo a una aventura nueva, en un segundo gobierno al que llegó por un golpe de Estado. En esta etapa no iban exclusivamente por la organización estatal y la salvación de la independencia territorial. Eso ya lo había logrado en el primer impulso. Ahora querían, necesitaban construir la nación, labrar su “espíritu”. Una nación a su imagen y semejanza. Incluyente, de todos los que pudieran ser integrados a su estilo de modernidad política: un pueblo homogeneizado por sus creencias que daría fundamento a una nación católica, testimonial, relicario de la fe que se batía sola frente al mundo de la impiedad.
Eran épocas difíciles para un proyecto de este tipo. Pero ellos, los garcianos, nunca la habían tenido fácil. Estaban acostumbrados a luchar. Se sentían orgullosos en su singularidad, querían mostrar al mundo y a sus opositores internos que existía otra forma de ser civilizados y modernos al abrigo del catolicismo. En este plano dieron una gran batalla con el viento de la historia en contra y lo hicieron al mismo tiempo que el Estado se transformaba y entraba al mercado mundial, en un Ecuador en pleno movimiento, no sólo por la expansión de la banca sino también por migraciones internas, propiciadas por una intensa política de extensión de la infraestructura de comunicaciones. Estaban en esa brega cuando la intensa crisis que sacudía el mundo, a partir de la gran depresión de 1873, no dejó indemne a Ecuador. Golpeó sus exportaciones, afectó a su banca, ya muy perturbada por la financiación que el Estado le exigía a cambio de otorgarle capacidad emisora. Los garcianos presentaron una batalla intensa. Pero para muchos, después de quince años de ejercicio del poder, se habían tornado lentos, anacrónicos, en fin, prescindibles. El personalismo que caracterizó la etapa no preveía una alternancia, tampoco era época para esa amplitud de juego político. Después de la reelección que situaba a García en su tercera presidencia, no pareció posible encontrar otra solución más allá del magnicidio que se consumó en agosto de 1875.
Para sostenerse en el poder durante tres largos lustros, salpicados de dificultades y coyunturas diversas, utilizaron en la lucha un sinnúmero de herramientas. La represión sostenida y los métodos disciplinarios y correccionales fueron algunos de ellos y muy importantes, pero no fueron los únicos. Dieron una lucha política que se libró en los más diversos planos de la vida social, desde el político-constitucional y las bases de la representación, hasta la batalla por hegemonizar la opinión pública. En este plano todo fue válido: la extensión de la educación “a las ínfimas clases de la sociedad” y a las mujeres; las oratorias en los exámenes anuales de los colegios; las ceremonias cívico-religiosas de alto impacto en masas extensas como la consagración de la República al Sagrado Corazón de Jesús, la formación de sociedades y clubes políticos, las campañas electorales y, por supuesto, la prensa como el instrumento privilegiado desde el que se actuó sobre distintos ámbitos de sociabilidad, civiles y religiosos; las oficinas de la extendida burocracia estatal y los sermones en el púlpito; las tertulias de lectura colectiva, y los estanquillos; las sociedades de artesanos y las plazas públicas.
Este libro aborda, desde un objetivo panorámico, la prensa partidaria, opositora o de otro tipo, durante los gobiernos de García Moreno, sus avatares, tropiezos y éxitos, en un estudio de alcances modestos que apunta sólo a las grandes líneas. No puede esperarse de él un análisis a profundidad de las polémicas que se sustanciaban en el ámbito impreso. Lo que nos proponemos ahora es una etapa anterior y previa, en extensión, no en profundidad, que sentimos necesaria para enmarcar los estudios de especialización que de ella se deriven. El carácter de las fuentes manejadas orientó y dio dirección a este tipo de acercamiento pues comprendió la revisión de casi 70 medios de prensa. Esa dimensión definió los márgenes de la investigación e introdujo una complejidad cuyo análisis apenas se esboza en esta incursión abigarrada.
La obra puede y debe valorarse como inscrita, con límites, en una perspectiva de innovación historiográfica e inspirada en las tendencias de la nueva historia política. Dejando de lado las polémicas en torno a la existencia de una nueva historia o una nueva mirada,5 cierto es que se encuentra marcada por la corriente. Aunque logra apenas aproximarse a extraer toda la potencialidad del análisis, de ella recibió préstamos esenciales. El principal provino de su tendencia a la pluralización de los actores que le dotó de una nueva perspectiva para la valoración de la prensa en la vida política de las sociedades latinoamericanas. Otros, inscritos en la nueva óptica, complementaron el panorama a partir de su atención a la expansión de la ciudadanía, los procesos electorales, la democracia, la opinión pública, el asociacionismo, los giros lingüísticos y muchas otras temáticas. Ellos ubicaron a la prensa en un nuevo sitial. Tradicionalmente la historia política ha hecho uso del contenido de los periódicos de manera intensiva para ilustrar debates que se fincaban en el ámbito público pero que, generalmente, habían tenido su origen en otros espacios. Es decir, la prensa como fuente que reflejaba lo que enfrentaba a las elites en los congresos, en el diseño de las propuestas constitucionales, en las formas de administrar y gobernar los Estados latinoamericanos. Una prensa-espejo, que no protagonista y actor de primera línea de la historia política. No debe negarse el hecho de que, en ciertos momentos, esa puede haber sido su función, especialmente durante la primera mitad del siglo xix cuando la elección del Ejecutivo y demás cargos de representación era indirecta. Como propone Sabato, la prensa entonces cumplía el papel de incidir sobre las elites políticas. Sin embargo, la extensión de los sistemas electorales directos junto a otros cambios que complejizaron las sociedades la fue convirtiendo en un elemento nuclear con relativa independencia. Una prensa dirigida a un público más amplio, a un ciudadano que, por lo menos, debía ser atraído para otorgar legitimidad más allá del carácter que revistiera su sufragio. En muchos momentos, pero particularmente en esos, en torno a los periódicos se articulaban formas de sociabilidad conexas que muestran una mayor autonomización de la sociedad civil a medida que la lectura se expandió en áreas urbanas más allá de los reducidos círculos de las elites ilustradas.6 Las formas de ejercicio de la actividad política comenzaron a transformar el espacio público, dieron mayor apertura a las esferas existentes al tiempo que surgieron nuevas formas de sociabilidad. Y al unísono cambiaron también los discursos. La mirada panorámica sobre este universo periodístico nos permitió abrir algunas rendijas para incursionar en los espacios de lectura conformados alrededor de la prensa, las articulaciones políticas que se producían en su entorno y una serie de prácticas, identidades, sentidos y formulaciones discursivas que ella trasminó. Esta mirada nueva hacia la prensa revela el otro gran tema introducido en las ópticas de la nueva historia política a partir de las influencias recibidas de la historia cultural. Todas estas prácticas son finalmente indicativas de transformaciones en la cultura política de las sociedades latinoamericanas y en particular en la ecuatoriana.
Sustraer el análisis de la prensa de los meros aunque útiles repertorios cronológicos de periódicos del xix, aunque sólo sea para un periodo de ese siglo, constituye, quizá, el valor de este esfuerzo modesto por obtener una panorámica de la prensa periódica de la época. Valor circunscrito a un esfuerzo por abarcar los contenidos de la fuente que se desplegaron ante los ojos de la investigadora y mostraron el trabajoso afianzamiento de un actor que se fue introduciendo en la vida política, pese a la censura predominante en la época, y se fue erigiendo como un sujeto histórico independiente, con su propia personalidad. Al punto que, en ocasiones, el nombre de los periódicos se encargaba de prestar su denominación a las corrientes de opinión que se agitaban en el país: “los Centinelas” cuencanos,7 constituye un ejemplo de las habituales referencias a la corriente conservadora moderada de esa provincia.
Ello permitió distanciarse, en alguna medida, de la visión predominante: el Ecuador del periodo no tuvo prensa porque García se encargó de acallarla, una opinión muy difundida por los opositores políticos, particularmente por Montalvo. Cierto es que la prensa enfrentó grandes persecuciones en ese lapso, pero mostró también una tenacidad opositora que, por sí misma, habla de un sujeto histórico arraigado, implantado socialmente en un universo que valoraba la circulación de opiniones a través de la prensa. El autoritarismo no lo podía todo. Existía, claro está, un ámbito local de protección, incluso institucionalizado a través de los jurados de imprenta, un freno nada fácil de sortear. Pero por encima sobrevolaba un clima político y una época histórica que imprimían valores difíciles de soslayar. Estas consideraciones “epocales” se concatenan con una dupla de límites ambiguos, la marcada por modernidad/tradición, tan iniciática en la reflexión de la nueva historia política.8
Está de más explicar en qué medida el cuestionamiento de las modernidades unívocas de tono liberal9 movieron la reflexión sobre el fenómeno de la prensa y sus debates. La interpretación historiográfica que se encargó de desactivar la dupla como términos radicalmente opuestos puso sobre el tablero la existencia una rica interacción entre política y sociedad10 que amplió el campo de estudio de las culturas políticas. No sólo en el plano de las nuevas sociabilidades que pluralizan los espacios y los actores, sino que aproximó también otros términos, por ejemplo, la religión y el mundo de la política. Elisa Cárdenas utiliza el término “ciudadanización” de la religión y aborda los entrecruzamientos entre una “modernidad política” y una “modernidad religiosa”.11 Una valoración de la prensa que obliga a considerar la de corte católico en el periodo garciano no puede dejar totalmente de lado esta óptica, aunque debemos reconocer que la aproximación panorámica de esta propuesta dejó poco espacio al tema, pero el suficiente para mostrar que tradición y modernidad se entretejían y convivían en un flujo permanente de intercambios, como no podría ser de otra manera.
Otras consideraciones, como la articulación de la prensa con las corrientes políticas, tienen presencia en el estudio y muestran el papel dinamizador que ella ejerció para acelerar los deslindes entre tendencias en medio de una opinión ganada por el unanimismo. Muchos, y no precisamente los garcianos, querían mantener la vida política en ese plano. Tampoco ese unanimismo era propiamente antimoderno y corporativo, como ha señalado Palti.12 Imposible ignorar la prolongada visión oscilante que impregnó al garcianismo y a sus opositores en el largo periodo analizado. Si quienes desearan partidizar el espectro político eran disolventes de la nación, también es cierto que quienes se sustrajeran de unas opiniones que se abrían paso en un espacio público que se ensanchaba, se convertían en obsoletos. La búsqueda de legitimidad obligaba a suscribir ciertos valores rectores de una época histórica para enmarcar en ellos una concepción católica alternativa de la modernidad que exigía formas de intersubjetividad para cumplir su propósito. Inhibir o acotar la polarización de las opiniones jugaba también un papel significativo en lo que a la libertad de expresión se refiere. En medio de opiniones activadas en el debate político, la obsolescencia fue uno de los mayores temores del régimen en sus estertores finales, pero también lo fue, en sus periodos intermedios, el papel desorganizador del tejido social y del control político que ellas pudieran generar.
Esas y muchas otras son las problemáticas que enfrentó y dirimió una prensa que jugó en el centro del escenario y esas son también las deudas que el estudio tiene con los propósitos de la nueva historia política que ha encontrado en este actor uno de sus campos de desarrollo, que entronca con la consideración que entre sus tendencias metodológicas se le dispensa a nuevas áreas de la vida social incorporadas a una visión extensa del espacio de lo político –en la acepción de Rosanvallon con su preocupación por lo conceptual–,13 con esa intención “globalizante”14 que la caracteriza en este retorno por sus fueros. La prensa como constructora de ciudadanía desempeña un papel esencial en los procesos electorales: publicista de programas, hacedora de opinión; generadora de espacios públicos y sociabilidades diversificadas; creadora de “lo público” como factor de legitimación del poder; en fin, como un insumo básico transformador de la cultura política que impregnó al continente en la segunda mitad del siglo. Una vasta producción historiográfica, imposible de citar completa, inspiró el camino metodológico para esta mirada sobre la prensa ecuatoriana desde la nueva historia política.15
Nos asomamos a esa vía desde el universo periodístico del periodo garciano. Reconocimos que los periódicos no eran el único formato impreso desde el cual se pretendía impactar el espacio público. Por el contrario, estaban acompañados de folletos, hojas volantes y hasta papeles manuscritos, donde las distintas tendencias confrontaban ideas. En muchas ocasiones los artículos de la prensa se encargaban de actuar como disparador de esas otras expresiones. Abundaban los folletos y hojas destinadas a dar respuesta a artículos específicos de los periódicos. Es que ellos no eran todavía un medio del todo ágil para el enfrentamiento político. Predominaban los semanarios, quincenarios y aun mensuarios y, aunque existieron iniciativas de una prensa diaria y un espíritu “diarista”, ni aun los capitales del puerto de Guayaquil parecen haber sido suficientes para dar continuidad a este propósito, que no logró ni el periódico oficial que fue transitando desde una frecuencia semanal hasta convertirse en un trisemanario, en la década de los años setenta. Los tiempos del enfrentamiento político exigían respuestas rápidas a través formatos impresos que no requirieran esperar el tiempo de edición de una publicación seriada y con una frecuencia diferida. Y para eso el folleto y la hoja volante eran ideales.
Este libro estará consagrado a la “prensa privada”. Esta definición de “privada” es relativa. El poder, mientras se ejerció, protegió y en muchas ocasiones financió a sus partidarios y persiguió a sus enemigos. Al hablar de “prensa privada” no nos referimos a aquella que no se publicó desde el gobierno como oficial y de la que nos hemos ocupado en estudios anteriores, sino a la que emanó de distintas imprentas, muchas de ellas utilizadas por el gobierno, pero también otras opositoras. Esta diferenciación de prensa “oficial” y “privada” no implica de ninguna manera que lo oficial, es decir, el poder central, no incidiera, controlara y censurara a la “privada”. Tampoco establece una clara distinción de propósitos: adeptos y opositores al proyecto garciano pugnaban desde los periódicos por la misma cosa: la opinión de la sociedad ecuatoriana en su plural configuración. Otro elemento complejiza esta dicotomía “oficial-privada”. El Nacional, nombre con el que se presentó el periódico oficial desde 184616 tuvo, como muchos otros periódicos oficiales del continente, una muy activa sección “No oficial” desde la que se pretendió verter opiniones que no comprometieran directamente al gobierno e incluso introducir artículos que hicieran atractiva su lectura y que fueran más allá de las secciones que publicaban estrictamente documentos que amparaban la actividad gubernamental. Entendámonos, la sección “No oficial” del periódico oficial fue elaborada de acuerdo con la estricta voluntad del gobierno y se constituyó en un reflejo y en una proyección ampliada del discurso oficial. Luchó en el espacio público al mismo nivel o aún más allá de lo que lo hizo la prensa privada adepta. Pero tuvo sus límites, los que le imponía el periódico en el que estaba inserta. Y además monologó. De las opiniones contrarias o francamente opositoras sólo dio referencias en la medida de sus respuestas. La prensa privada adepta al gobierno tampoco era totalmente independiente del poder central, sino que muchos periódicos dependían de su financiamiento. Pero otros gozaban de independencia en ese plano.
En esta investigación tratamos de cubrir la necesidad de registrar lo plural de las voces. Escuchar las del círculo garciano y también las de quienes lo enfrentaban. La oposición se refirió a la intelectualidad del régimen, la que tuvo una responsabilidad directa en su proyección impresa, como “sus hombres”, los operadores políticos de García Moreno. Ellos también mostraban matices. Aunque manifestaban una unidad de propósitos lo hacían desde la diversidad de estilos. Sixto Juan Bernal, el periodista e impresor garciano de Guayaquil, no fue ni se expresó de la misma forma que Juan León Mera. Ni qué decir de quienes lo hicieron desde una adhesión crítica durante ciertos periodos, como Benigno Malo o Luis Cordero. Y esa riqueza de estilos, que también responde a la problemática regional, diversifica la visión falsamente monolítica con la que pretendió presentarse el garcianismo. Era necesario recoger la voz opositora, hasta para develar de manera más amplia no sólo los grandes temas sobre los que se estructuró el debate político, sino también las preocupaciones concretas y cotidianas de la época.
En Ecuador la prensa tenía una tradición desde la introducción de la imprenta en el periodo colonial, que recogen los estudios generales sobre ella. También tenía costumbre de debates, polémicas encarnizadas que incluso habían terminado en tragedias sangrientas. De modo que, a inicios de la sexta década del siglo xix, existía una prensa con arraigo y el papel de las opiniones escritas e impresas en espacios públicos había sido asumido de manera clara por todo aquel que aspiraba al poder o lo ejercía. No puede resultar entonces sorprendente la extrema velocidad con la que los garcianos le asignaron a la prensa un papel esencial en la dura batalla que libraron desde que la Asamblea Constituyente de 1861 designó presidente a García Moreno. Así que sus periódicos ingresaron inmediatamente a la lid política y se mantuvieron a través del largo periodo como uno de los espacios privilegiados para dirimirla. En ellos se debatían formas de manejo del poder, se confrontaban proyectos, se argumentaba a favor o en contra, tanto de las grandes líneas, como de las medidas concretas de gobierno, se daba espacio a lo doctrinario, a la literatura y a cultura.
García y su grupo hubieran querido que los periódicos cumplieran otra función. El régimen aspiraba a retrotraer el debate a un plano donde ciertas verdades no fueran cuestionadas, aunque admitía, a regañadientes, como legítimas algunas controversias siempre que no afectaran las bases de la sociedad sobre las que intentaba erigir su proyecto nacional. Deploraba la confrontación de tendencias, la asociaba a la “demagogia” y por consiguiente a la “anarquía” que afectaba el necesario y preciado “orden” sobre el que basaba su dominación. Sin embargo, desde los inicios de su primer gobierno, el propio García se había encargado de destruir el momento “unanimista”17 a partir de sus cuestionamientos a la Constitución de 1861,18 la de “la insuficiencia de las leyes”, aquella que según decía le impedía gobernar. El sólo hecho que desde la presidencia se cuestionara al instrumento constitucional abría naturalmente ese debate de tendencias que él execraba porque era consciente que desestructuraba los consensos y potenciaba el juego político. Pese al desagrado que ello le provocaba, sus objeciones a la Constitución no se referían a asuntos puntuales como “las cuestiones administrativas o fiscales”, sino a las propiamente políticas como “las relativas a las normas constitucionales”. La ruptura del momento ocurría, como señala Palti, en un plano inadmisible para mantener la cohesión y la armonía, aquel que José Ma. Luis Mora había definido con claridad en el “Discurso sobre los caracteres de las fracciones”19 en el sentido de que:
el conflicto de opiniones jamás puede versar sobre las bases verdaderamente esenciales de la sociedad, es decir, sobre los pactos y las leyes que aseguran las garantías individuales […] Tampoco […] sobre las leyes ciertamente constitucionales […] pues de otro modo jamás la sociedad tendría aquel reposo firme y permanente que le es indispensable […] y la fluctuación continua acabaría por disolverla y hacerla presa de la tiranía.
En tanto, eran admisibles las discrepancias y luchas en torno al “empleo y economía de las rentas públicas”.
De manera que desde el inicio de su administración el régimen garciano se había situado en un plano que implicaba un “tiempo político” donde muchas cosas fundamentales estaban en cuestión y que, por lo tanto, suponía la existencia de una opinión pública por cuya constitución y adhesión favorable había que competir. Los garcianos deseaban retrotraer esa opinión a etapas anteriores o silenciarla. La tensión entre unanimidad/pluralidad política era un problema extendido en el continente20 y, en Ecuador, no sólo involucraba al grupo garciano. Muchas otras tendencias políticas, que se expresaban, incluso de manera opuesta, comulgaban con una visión contraria a la partidización del espectro político. Reconocer explícitamente que ese espectro estaba cruzado por corrientes de distinto signo fue un largo proceso que abarcó casi los tres lustros de las administraciones consideradas en este texto y en el que la prensa y la defensa de la libertad de expresión jugaron un papel fundamental. Más allá de esas reticencias y desde los inicios, existió un esfuerzo del poder central por moldear la opinión pública y volcarla a favor de su proyecto. Ello implicaba admitir, más allá de la autocracia, que la legitimidad política se apoyaba en la opinión y que ella guardaba algún tipo de relación con los debates políticos. Y estos debates tenían en la prensa el espacio idóneo y natural de expansión.
García y “sus hombres” presentaron su empuje inicial bajo el ropaje de la modernidad política: el progreso de Ecuador pasaba por implantar una visión nacional y no mezquinamente provincial y por desarrollar muchas acciones que permitieran conformar y afirmar esa nación, fundamentalmente fincarla en la moral católica. Muy pronto se vieron atenazados en una disyuntiva de hierro. La prensa y la opinión pública eran la expresión del empuje social y la modernidad de las sociedades. Casados como estaban con la introducción de mejoras materiales y técnico-científicas que mostraran el progreso del Ecuador a la luz del catolicismo, compartían la visión de muchas elites de la época, que expresaba Domingo Faustino Sarmiento: “La prensa periódica es una fisonomía de las sociedades modernas, como el ferrocarril, el telégrafo, el reloj público, el café, el alumbrado nocturno”.21 Pero esa misma prensa periódica imponía un debate que podía conspirar contra el anhelado orden sin el cual no concebían la modernización alternativa que proyectaban realizar. Este debate afectaba también los principios religiosos sobre los que fraguarían la amalgama nacional. De modo que deseaban acotarlo a ciertos aspectos. Así lo proponía un artículo del periódico oficial de 1871, momento en que Juan León Mera asumió su redacción. Ellos concebían la libertad de expresión con límites muy claros. No había libertad para “publicar escritos subversivos, para propalar la inmoralidad, para predicar la impiedad” o “para alterar el orden de la nación, echar fuera de ella la paz, corromper las costumbres del pueblo, arrebatarle su fe, desacreditando las doctrinas cristianas y maltratando con mentiras y calumnias a los sacerdotes”. Afirmaba, en cambio, que esta libertad era ilimitada para realizar publicaciones científicas y literarias, disertaciones religiosas, discusiones políticas y “hasta la crítica cuando es juiciosa y no va encaminada al mal sino al bien”.22 Un importante porcentaje de la prensa garciana a lo largo del periodo estuvo dedicada a intentar aniquilar toda fundamentación en torno a la libertad absoluta de expresión y a defender su posición frente a los “utilitaristas” y “sensualistas” partidarios de dar rienda suelta a los sentidos, que no aceptaban que el orden social exigiera un equilibrio, una articulación y finalmente una subordinación de la primera a él. Aspiraban a un debate político que fuera tan ordenado, higiénico y controlado como los espacios urbanos que se proponían ornar.
Vinculado con lo anterior, todas las tendencias, incluso la garciana, tenían la impresión que Ecuador estaba huérfano de medios impresos. Quizá en comparación con sus vecinos, particularmente con Colombia, se extendía la idea de que la prensa era escasa y pobre. Unos y otros daban distintas explicaciones a este hecho. Los opositores culpaban al régimen por el control y censura de la prensa.23 A ello se refiere Montalvo en el epígrafe de esta introducción, cuando alude al vivir entre “tinieblas”, es decir, a la vida efímera de la prensa opositora. Los garcianos minimizaban esta causal. Según su opinión, la ausencia de un gran número de periódicos y el bajo tiraje de los existentes provenía del insuficiente número de lectores pues muchos esperaban leer gratis, dado que la sociedad no comprendía que la lectura era “el pan del alma” y que, aunque existía vergüenza en pedir limosna para “llenar el vientre”, esta no se conocía cuando había que ilustrarse con los periódicos o los libros.24 El argumento no debe considerarse sólo un ardid para ocultar la extrema conculcación de la libertad de expresión. Aunque el costo de las suscripciones de la prensa privada fuera relativamente moderado, todos los periódicos padecieron por la baja cantidad de suscriptores, por su inconstancia para mantenerse en esa condición y por el grave problema de recaudar los montos que se obtenían por estas suscripciones en las agencias de distribución, según evidencian los constantes llamados a los suscriptores y la apelación a los agentes a remitir los dineros recaudados por ese concepto, generalmente insertos en el pie de los números de los periódicos con agencias fuera de la capital donde se imprimían. Esas dificultades motivaron a desarrollar técnicas para atraer nuevos lectores incorporando secciones atractivas: las variedades con noticias científicas y curiosas, temáticas de salud, de agricultura, los folletines literarios y muchas cosas más dirigidas a públicos específicos. Como señala Lyons la serialización de la ficción a través de la prensa abrió un nuevo mercado a la literatura en un mundo donde los libros no religiosos que penetraban en los hogares eran escasos si no inexistentes.25 De alguna manera la literatura había dado un giro y predominaba una novelística dirigida a un nuevo público, una producción más breve ya no en varios volúmenes, sino ajustada a las posibilidades de reproducción en la prensa periódica. La inclusión de folletines era para un público específico, lector de entretenimientos. Disraeli decía que Dios podía haber hecho al hombre, pero al público lo hacían los periódicos.26
Sin embargo, el papel era caro e importado, y pese a los esfuerzos la alfabetización era limitada.27 En compensación, existían espacios públicos de sociabilidad y necesariamente de debate, donde se leía la prensa colectivamente y en voz alta: tertulias, cafés, tendajones, la propia calle, las plazas y hasta el comentario que ocasionalmente los clérigos hacían desde sus sermones sobre los artículos periodísticos. Y ello era una realidad compartida en todo el continente: un periódico se multiplicaba por cientos. La interacción entre las formas orales y escritas de comunicación era muy compleja y no se resumía sólo a un cambio de medio de transmisión,28 sino que de alguna manera, al decir de Cavallo y Chartier implicaba una revolución en las formas de leer que alcanzaba una expresión social: la lectura en voz alta fomentaba la sociabilidad, mientras la silenciosa implicaba “un comercio más íntimo con lo escrito”, más interior.29 Esos círculos ampliados de lectura activaban la sociabilidad moderna y creaban, como observa Piccato para México, una continuidad entre la comunicación escrita y la oral, donde “el énfasis”, “la entonación” o la gestualidad del lector sugería tanto o más que el texto escrito.30 Implicaba también una ampliación del público. La prensa no publicaba exclusivamente para las elites, algo filtraba hacia sectores sociales más amplios que adquirían desarrollo a medida que prosperaba la urbanización y se extendía la alfabetización.
En pleno periodo garciano Onffroy de Thoron da una idea de este tipo de lectura promovida incluso desde el gobierno. Narra que el intendente de Tumaco, ayudado por el alcalde y el jefe de la Milicia sometía a la población al régimen de los bandos o decretos. Al son del tambor, acompañado por una columna pequeña de soldados, “en alta e inteligible voz hacía la lectura de la correspondencia del día que era […] siempre favorable al partido conservador”. Así desmentía noticias sobre las derrotas del ejército en operaciones. De la misma manera, al “rataplán” “se hacía la lectura de algunos fragmentos del periódico del partido al que pertenecían”. Y concluía diciendo que “el público no necesitaba abono a los periódicos puesto que tenía hasta lectores oficiales y gratuitos”.31
Realmente no parecería que el espectro periodístico fuera tan reducido pues, como refiere Posada Carbó, no existe una correlación directa entre el número de periódicos y el control que un régimen político ejerciera sobre la prensa.32 En Ecuador se fundaban muchos, particularmente en los momentos electorales, pero las publicaciones opositoras apenas superaban el año de vida, si acaso llegaban a ello. Además, tenían distinto alcance. No todas lograban trascender a nivel nacional y lo hacían preferentemente aquellas que contaban con el apoyo del gobierno. El control también se hacía en las oficinas de correo a donde llegaban, ya en el marco de una legislación restrictiva para controlarlos, ya por simple sustracción. Los periódicos abierta o veladamente opositores gozaron de corta vida pese a que, en muchas ocasiones recurrieron a la autocensura o a la utilización de un lenguaje eufemístico que les permitiera evadir la persecución y la cárcel, cosa que no siempre lograron. Tampoco era fácil sobrevivir sin apoyos gubernamentales y sólo librados al régimen de suscripciones. Consciente de la existencia de una opinión pública el garcianismo, desde los albores de la administración, decidió hegemonizarla mediante el financiamiento a los periódicos adeptos. Por ejemplo, La Unión Colombiana, de Sixto Bernal, el fiel editor progarciano de Guayaquil, fue beneficiado durante un tiempo con 200 suscripciones que pagaba el gobierno.33 Otras autoridades locales quizá también otorgaban este apoyo por la compra de suscripciones a una prensa tildada de “ministerial”. Con excepción de los periódicos portuarios, los demás tuvieron una cantidad limitada de anunciantes que pudieran facilitar su mantenimiento. Existieron también periódicos oficiales de la Iglesia, arzobispales y curiales, sostenidos por ella misma, y publicaciones católicas laicas que devenían de colegios, seminarios, sociedades y agrupamientos católicos que seguramente mantenían algún tipo de relación con la institución o recurrían a otras formas de financiamiento. Resistieron mejor aquellos cuyos redactores aunaban al periodismo la condición de propietarios de imprentas. Debe considerarse también que el auge en la aparición de periódicos guardaba relación con los procesos electorales, concretamente los de 1865, 1869 y 1875. En esos momentos, al son de las campañas, aparecía una prensa igualmente efímera que las facciones en pugna y que pocas veces trascendía en el tiempo a la promoción de candidaturas, aunque en algunas ocasiones lograban constituirse en el núcleo de corrientes de opinión que se sostenían pese a la desaparición del periódico. En esos casos los partidarios de la facción aportaban una ayuda ocasional para sostener sus medios por un periodo breve.
En lo que a libertad de imprenta se refiere, está fuera de duda que las limitaciones a las garantías individuales, y muy particularmente a la libre expresión en la prensa, abundaron durante los dos gobiernos de García Moreno (1861-1865 y 1869-1875). El periodo del Interregno (1865-1868)34 fue una especie de oasis que, pese a su corta duración, dio lugar a un verdadero florecimiento de periódicos, folletos y escritos de distinto tipo e intencionalidad. Estas limitaciones no eran tampoco novedosas en el país andino donde la violencia se ejercía sobre las imprentas, los impresores y redactores. En el plano constitucional las sucesivas cartas consagraban la libertad de pensamiento y su libre expresión, oral y escrita desde el momento independentista. Existían, sin embargo, limitaciones que fueron variando a lo largo del tiempo.
Las libertades de expresión oral y escrita y su regulación estaban especificadas en las Cartas respectivas. Así lo establecía el artículo 64 de la Constitución de 1830: “Todo ciudadano puede expresar y publicar libremente sus pensamientos por medio de la prensa, respetando la decencia y moral pública, y sujetándose siempre a la responsabilidad de la ley”; casi en los mismos términos lo hacía el artículo 103 de la Constitución de 1835, con la diferencia que fincaba ese derecho no en la ciudadanía sino en la nacionalidad, al expresar “todo ecuatoriano”; la de 1843 utilizaba una formulación distinta y más restrictiva: su artículo 87 señalaba que “todo individuo residente en el Ecuador tiene el derecho de escribir, imprimir y publicar sus pensamientos y opiniones, sin necesidad de previa censura; sujetándose a las restricciones y penas que estableciere la ley para impedir y castigar su abuso”. No puede obviarse que dejaba fuera el tema de la nacionalidad al situar el derecho en “todo individuo residente”, y, si bien aludía a la no previa censura, daba énfasis al castigo a los abusos; en su artículo 123, la Constitución marcista de 1845 retornaba nuevamente la nacionalidad como dadora de los derechos: “Todo ecuatoriano puede expresar y publicar libremente sus pensamientos por medio de la prensa, respetando la decencia y moral pública, y sujetándose a la responsabilidad de las leyes.” Las tensiones entre las constituciones del periodo de Juan José Flores, el de Vicente Rocafuerte y el marcista se expresaron en ese rejuego de oponer los derechos del nacional con los del residente, en una clara alusión a lo que se denominaría “la extranjería” del venezolano Flores, el general “padre de la patria”.
La Constitución de 1852 estableció en su artículo 122 que “todo ecuatoriano puede expresar y publicar libremente sus pensamientos por medio de la prensa, respetando la decencia y moral pública, y sujetándose a la responsabilidad de las leyes”. En su artículo 117, la primera Constitución del periodo garciano, la de 1861, mantenía textual los contenidos de 1852, aunque incorporaba el respeto “a la religión” junto con la decencia y la moral pública. Por su parte la Constitución de 1869, la propiamente garciana, estableció algunas modificaciones importantes. En su artículo 102 señalaba que “es libre la expresión del pensamiento, sin previa censura, por medio de la palabra o por escrito, sean o no impresos, con tal que se respete la religión, la moral y la decencia; pero el que abusare de este derecho será castigado según las leyes y por los jueces comunes, quedando abolido el jurado de imprenta”, es decir incorporó los manuscritos y, por lo tanto, la posibilidad de que la expresión no fuera exclusivamente impresa. Retomó la no censura previa, insistió en el castigo de los abusos y estableció nuevas formas de punitividad frente a los mismos.35 Los jurados de imprenta que habían sido el ámbito contencioso en el que se dirimieran hasta entonces los considerados “abusos” o faltas al “respeto” periclitaban a partir de ese momento en aras de un tratamiento que los equiparaba con otros “delitos” punibles, identificados en los códigos penales. Esta modificación constitucional que afectó a la libertad de imprenta tuvo una trayectoria más o menos común en Hispanoamérica y a ella nos referiremos más adelante.
De modo que el constitucionalismo ecuatoriano reservó un lugar en el articulado de las Cartas a la libre expresión del pensamiento bajo el cual subsumió la libertad de imprenta. Sin embargo, las limitaciones a la prensa no son observables en el plano constitucional sino en las leyes secundarias. De tiempo atrás existían opiniones contrarias a la expresa inclusión de esta libertad en la ley fundamental, como las que promovió Rocafuerte en su momento. Por lo menos en el caso de la Constitución mexicana, él no consideraba su expresa mención en los textos constitucionales. Al estilo de Hamilton y los conservadores estadounidenses, Rocafuerte pensaba que no era un derecho abstracto regulable constitucionalmente, sino fincado en un equilibrio inestable entre la opinión pública y la voluntad gubernamental. Esta tensión entre el derecho y aquello que estaba asentado en la vida cotidiana de las sociedades fue, en gran medida, responsable de esa particular solución arbitral que fueron los jurados de imprenta.36
Cierto es que esta inserción en los textos constitucionales de la libre expresión del pensamiento, de palabra o impreso era una herencia que provenía del tronco grancolombino del que se había desgajado el país, aunque los aspectos regulatorios quedaban librados a las leyes aprobadas por el mismo congreso. En el constitucionalismo latinoamericano incidía, de manera determinante, la legislación gaditana, sobre todo el Reglamento de libertad de imprenta sancionado en 1820 por las Cortes de Cádiz,37 donde parecía más o menos consolidada la idea de que no se trataba de una libertad irrestricta sino atenida a ciertos límites, traspasados los cuales existía un sistema judicial especial encargado de la regulación y el control de los excesos. Esta noción de libertad había ingresado a Ecuador regulada mediante el constitucionalismo neogranadino que, en coincidencia con muchas repúblicas americanas, situó la libertad de imprenta dentro del ámbito del sistema de juicios por jurado que, proveniente de diversas tradiciones particularmente la anglosajona, se extendía entonces por Europa, EUA y por el continente.383940