Edición en e-book SLOPER: marzo de 2020
Imagen de portada: © Foto de Alejandro Maestro
Diseño de Guillem Pericay
¡Vamos?
© Sloper S. L.
© Xavier Pericay
Editorial Sloper
C/ Victoria, 2, 3° C
07001 Palma de Mallorca
www.editorialsloper.es
ISBN e-book: 978-84-17200-37-4
Una temporada
en política
Cuatro palabras
1. Salto mortal
2. Miradas
3. Vías de acceso
4. Parlamentando
5. El núcleo duro
6. La mirada de Albert
7. Nuestro Perú
8. El espíritu de las carpas
9. La sanjuanada
10. Una idea
“Y, tal vez, ser tan poco popular me facilitará poder dedicar en adelante todo mi tiempo y mi energía a escribir, algo para lo que –toco madera– confío ser menos inepto que para la indeseable (pero imprescindible) política”
Mario Vargas Llosa
El pez en el agua (1993)
Cuando, en abril de 2015, la dirección de Ciudadanos me pidió que encabezara la candidatura del partido a la Presidencia del Gobierno Balear, yo andaba trabajando en un proyecto de libro sobre la vejez. Un ensayo prospectivo, por así llamarlo. E indagatorio. Por lo general, uno no envejece de golpe, sino paso a paso. Y, a partir de cierta edad, cada uno de esos pasos, reflejado en una imagen, una sensación o una palabra, constituye una evidencia irrebatible del poder del tiempo. En mi caso, el primer aviso había tenido que ver con el frío, con un frío que empezaba a afectarme y que no había sentido hasta entonces. Curiosamente, años más tarde, en un diario de Josep Pla correspondiente a 1956 encontré esta anotación: “He ido a Palafrugell. He tenido frío. Nunca me había pasado. Envejezco –esa es la realidad–”. La coincidencia en la sensación y en la edad en que esa sensación se manifestaba –en vísperas de los sesenta–, aparte de tranquilizarme, me alegró, acaso porque siempre suele alegrarme lo que me permite comulgar con la figura y la obra del escritor. El frío, pues, formaba parte del elenco de actores de la vejez. Y le correspondía, a juzgar por las coincidencias, un papel de primer orden.
Pero, ya se sabe, el hombre propone y Dios dispone. Aunque mejor sería decir, al menos en lo que a mí respecta, que lo que viene, conviene, tal y como me advirtió un día mi amigo Chema Solera echando mano de lo que una mujer de un pueblo de Teruel le había dicho hace ya un montón de años a una convecina, que resultó ser su abuela. ¿Y por qué conviene?, parece que le preguntó la abuela. Porque viene, zanjó la otra. Pues bien, lo que vino entonces, para mí, no fue ese proyecto de libro sobre la vejez, sino otra cosa. Y debo admitir que convino. Durante cuatro largos años he disfrutado de una experiencia que jamás me habría imaginado tener. He conocido el poder, lo he vivido de cerca, y además de frecuentarlo, lo he ejercido. Y puestos a enseñar las cartas desde el principio, añadiré que también lo he padecido, en tanto que he sido víctima de él. En cualquier caso, durante ese tiempo he aprendido mucho, del modo como se aprenden en verdad las cosas: a través de la propia experiencia.
Las páginas que siguen aspiran a reflejar esa experiencia, esto es, mi paso por la política representativa y de partido. ¿Ascensión y caída? Sí, pero moderados. Para la mayoría de quienes la practican, la política acostumbra a ser, aparte de un oficio, un trampolín, un trampolín social. Yo, en cambio –ventajas de la edad–, ya la alcancé con los deberes hechos y el expediente vital prácticamente cubierto. Quiero decir que, en lo que a mí respecta, ni la ascensión fue tan pronunciada ni la caída tan vertiginosa. Por otro lado, ninguna de las dos ataduras que suelen impedir que uno se quite de esa profesión, el sueldo y la vanidad, me afectaba ya decisivamente a estas alturas, por lo que el fin de ciclo no podía ser –ni ha sido– en modo alguno traumático.
Pero vayamos ya, si les parece, con lo prometido. Mejor dicho: ¡vamos!
No era la primera vez. La ocasión se había presentado ya en julio de 2006, en el congreso fundacional del partido. La ocasión, y las tribulaciones consiguientes. ¿Doy el paso? ¿No lo doy? Porque se trataba de meterse en política, pero no a medias, sino hasta el fondo. A medias andaba yo metido desde un año antes, desde el día en que una quincena de intelectuales hicimos público un manifiesto en el que pedíamos la creación de un nuevo partido político. La respuesta obtenida nos había llevado, no sin dificultades, hasta aquel hotel de Bellaterra en que iba a celebrarse el congreso fundacional. Y allí, ante el enésimo intento de mi amiga y compañera de fatigas Teresa Giménez Barbat para que me integrara en la lista que ella patrocinaba para la ejecutiva –y de la que también formaba parte, por cierto, quien acabaría siendo su presidente– dije definitivamente que no. O eso creía.
Tenía, claro, mis razones. Aquel partido que fundamos y registramos con el nombre de Ciudadanos-Partido de la Ciudadanía había nacido –y puedo dar fe de ello– con la voluntad de corregir “el déficit de representatividad del Parlamento catalán” ante la hegemonía política del nacionalismo. O sea, aun cuando el partido se había creado pensando en España entera, su campo de actuación prioritario era Cataluña –prioritario y casi único; las pocas agrupaciones surgidas fuera de allí tuvieron un curso más bien efímero–. Y resulta que yo, por entonces, llevaba ya tres años residiendo en Palma de Mallorca. En tales circunstancias, ¿cómo podía dar un paso que me habría obligado, de tener éxito, a regresar a Barcelona, ciudad de la que había marchado, junto a mi mujer y mi hija, sin pesar alguno y con el firme propósito de no volver? Y, por si no bastaba con lo anterior, estaba luego mi forma de ser. A saber: esa querencia aparentemente indomeñable por un papel discreto, secundario; mucho más de retaguardia que de vanguardia, para entendernos. Entre lo uno y lo otro, en definitiva, y por más vueltas atribuladas que yo le diera, mi negativa estaba cantada.
Pero cerca de nueve años más tarde, en aquella primavera de 2015, la situación había cambiado bastante. La situación política española, la de Ciudadanos y la mía en particular. El bipartidismo empezaba a flaquear, como habían demostrado las elecciones europeas, donde lo mismo Podemos que Ciudadanos y UPyD habían obtenido representación, y sobre todo las autonómicas andaluzas, celebradas apenas un mes antes de las que entonces se avecinaban, donde las dos primeras formaciones habían entrado con holgura –mayor en el caso de Podemos– en el Parlamento regional. Ciudadanos, por lo demás, después de triplicar su representación en la Cámara catalana en 2012, había lanzado al año siguiente su Movimiento Ciudadano, una especie de marcha naranja por las tierras de España –sin parada en Baleares, por cierto– cuyo objetivo final era implantar la nueva marca política en el conjunto del territorio nacional. En este sentido, los resultados obtenidos en las europeas y las andaluzas en los dos años siguientes habían certificado sin duda la viabilidad del proyecto. Y poco a poco, como si de una entidad bancaria en expansión se tratase, el partido había ido abriendo sucursales aquí y allí, aprovechando iniciativas particulares en las que, junto a ciudadanos ajenos a lo público, aparecía siempre algún político más o menos vetusto en vías de reciclaje, o mediante la absorción de fuerzas políticas regionales.
Recuerdo que allá por el mes de octubre o noviembre de 2014, hallándome yo en una céntrica calle de Palma entregado a mi habitual paseo vespertino, recibí una llamada de José Manuel Villegas, hombre de máxima confianza de Albert Rivera. La llamada era para informarme de la intención del partido de crear una agrupación en Baleares y para preguntarme si sabía de alguien que pudiera y quisiera encargarse de ponerla en marcha. Sintiéndolo mucho, tuve que contestarle que no, que en aquel momento no se me ocurría nadie. En realidad, sí conocía algunas personas –las había incluso que eran amigas–, pero militaban todas en UPyD, partido con el que Ciudadanos acabada de tener una prolongada trifulca a cuenta del tan cacareado como imposible intento de fusión. O sea, mejor olvidarse de ellas. Quedamos, sin embargo, en que yo seguiría pensando en ello y en que él iría un día a Palma y nos veríamos para hablar del asunto.
Lo cierto es que mi búsqueda resultó infructuosa y que su visita nunca se produjo. Lo cual merece, como mínimo, una apostilla. Mientras estuve pensando en alguien que pudiera acometer la tarea de la que me había hablado Villegas, en ningún instante se me pasó por la cabeza postularme. No pretendo insinuar con ello que mi posterior incorporación a la trinchera política deba interpretarse, a la luz de los hechos, como una especie de remedo de Le médecin malgré lui de Molière; no, de ninguna de las maneras. Pero sí creo importante destacar que en aquel otoño de 2014 estaba yo muy lejos de imaginar lo que iba a suceder medio año más tarde. Y, ya puestos a apostillar, acaso no esté de más señalar que el autor de aquella llamada a la que no siguió visita alguna tampoco me propuso en ningún momento involucrarme en la operación, más allá de pedirme que le sugiriera algún nombre. Me tenía, sin duda, por lo que yo mismo creía ser: alguien cuya función en Ciudadanos había terminado en aquel primer congreso de 2006.
Sea como fuere, al poco de aquello, entrado ya el mes de enero de 2015, leía en el periódico una información referida al germen balear del partido. Se había creado una junta, y de las seis personas que aparecían en la foto que acompañaba la noticia yo no conocía a ninguna. Lo cual era hasta cierto punto lógico. Mi vida social en aquel entonces era extremadamente discreta, y mi vida política se limitaba al reducido número de afiliados de UPyD con los que confraternizaba, por lo general una vez al mes y tras haber visto y comentado alguna de esas películas que dan que hablar. Todo ello sin olvidar, claro, el inevitable peaje que debía pagar, en lo que a memoria se refiere, por mi condición de forastero –de catalán, para ser precisos– con apenas una docena de años de residencia en la isla. Bien es verdad que esas lagunas estrictamente personales con que me enfrentaba a aquellas seis caras y a los nombres que acompañaban a cinco de ellas quedaron pronto disipadas por nuevas informaciones en las que se especificaba el currículo de las tres personas que parecían llevar el peso de aquella junta. Dos habían estado vinculadas durante décadas a la política de partido y la tercera, a la política sindical. Se trataba, pues, de gente con experiencia, pero con un perfil de afiliado muy distante de lo que era en aquella época el desiderátum del propio partido: el de un ciudadano procedente de la sociedad civil que pudiera regenerar la vida política mediante una nueva manera de concebir y gestionar la cosa pública.
Decía hace un momento que en aquella fotografía provista de un pie que rezaba “Los miembros de la Junta Directiva de Ciutadans en Baleares” había seis caras, mientras que en el texto que la acompañaba no figuraban más que cinco nombres. En efecto, la cara innominada era la de Fran Hervías, secretario de Organización del partido, a quien yo por entonces tampoco conocía y cuya presencia en la imagen debía de obedecer, entiendo, a la preceptiva bendición de la nueva junta directiva por parte de la dirección nacional. De lo que se infiere, por cierto, que, en vez de Villegas, quien viajó a Palma en aquellos primeros compases de 2015 fue Hervías. Y no para reunirse conmigo precisamente.
En las semanas siguientes Ciudadanos no fue noticia en Baleares. Como mínimo, en los papeles a los que yo tenía acceso. Hasta el 8 de marzo. Ese día se publicó en el periódico de mayor tirada de la isla una entrevista con el coordinador de la Junta, Josep Lluís Bauzá. En ella Bauzá criticaba la política lingüística llevada a cabo por el gobierno popular de José Ramón Bauzá a lo largo de la legislatura, lo mismo en la Administración que en la enseñanza, por cuanto había supuesto un “adelgazamiento” del catalán, al tiempo que abogaba por una vuelta al modelo anterior, el del último gobierno social-nacionalista del llamado Pacto de Progreso, partidario y ejecutor de una política lingüística en la que el catalán era un requisito para el acceso a un puesto de trabajo en la Administración autonómica y en la que la inmersión lingüística generalizada en esa lengua constituía el modelo de referencia de la enseñanza pública y parte de la concertada. Como es natural, aquello no tenía nada que ver con el ideario de Ciudadanos. Mejor dicho, era su negación misma. Y, puesto en boca de su coordinador en Baleares y más que probable candidato a encabezar la lista al Parlamento regional, daba incluso grima. De ahí que al día siguiente escribiera en mi blog un breve apunte en el que, haciéndome eco del contenido de la entrevista, denunciaba lo que consideraba una suplantación en toda regla. Un Ciudadanos fake, vaya. Y para asegurarme de que llegara adonde tenía que llegar se lo mandé a Juan Carlos Girauta, con el que me unía una vieja relación de amistad y que a la sazón era eurodiputado y formaba parte del núcleo dirigente del partido.
Aquello tuvo secuelas. Por un lado, en forma de tirón de orejas interno. Por otro, con la publicación aquel mismo día, a instancias de la dirección nacional, de un comunicado en el que Josep Lluís Bauzá desmentía haber dicho lo que el diario le atribuía y en el que se indicaba que el periodista autor de la entrevista iba a proceder a la oportuna rectificación. Por desgracia para el coordinador y para el partido, lo que el rotativo publicó al día siguiente no fue la rectificación prometida, sino una nota en la que el entrevistador se ratificaba en la veracidad de lo transcrito. (Un mes más tarde, cuando nos conocimos –la víspera de mi presentación como candidato–, Josep Lluís insistió en su versión y en que el periódico se la había jugado. Es posible. En todo caso, a lo largo de los cuatro años en que él fue portavoz en el Ayuntamiento de Palma, nunca tuvimos el menor problema en este ámbito; al contrario. Ni en ningún otro que afectara la actividad política, por cierto. Tanto él como el resto de concejales que constituían el grupo municipal hicieron una meritoria labor de oposición, generalmente reconocida.)
Tras la mencionada entrevista y con la cita electoral en el horizonte, el partido empezó a ser carne de los medios de comunicación baleares. Se entiende. Las elecciones andaluzas, celebradas el 22 de marzo y en las que Ciudadanos había sacado unos excelentes 9 diputados, habían creado no pocas expectativas. Y las encuestas que se iban conociendo con vistas a las elecciones de mayo, aunque referidas a otras partes de España, no hacían sino acrecentarlas. Por otro lado, se habían producido los primeros encontronazos en el núcleo fundador de la agrupación autonómica del partido –que habían desembocado incluso en la expulsión de uno de sus promotores– y el periodismo, claro, había dado fe de ellos.
En ese contexto tuvo lugar el desembarco. No fueron tres hombres de negro, como en el caso de Michael Ignatieff, pero sí tres hombres. Y no vinieron a convencerme de liderar nada, como sí ocurrió con el autor de Fuego y cenizas, sino tan solo a hablar conmigo de la situación y a reunirse con la junta de la agrupación. Los tres hombres eran José María Espejo, Carlos Carrizosa y el propio Girauta, todos de la dirección del partido. La situación de la que había que hablar se resumía, por aquello de los apremios, en la necesidad de encontrar un cabeza de lista para el Parlamento. Y la reunión con la junta regional, en fin, tenía por objeto anunciar a sus miembros que, al contrario de lo que ellos mismos habían anunciado, no habría primarias –el reglamento del partido permitía no convocarlas, dado el escaso número de afiliados– y sería la propia dirección la que decidiría quién iba a encabezar cada lista.
Quedamos para almorzar en un restaurante del centro de Palma. Ellos llevaban ya parte de la mañana haciendo gestiones, toda vez que habían venido con una lista de contactos. Por lo que me pareció entender, no habían sido tanto contactos directos con posibles candidatos como con personas conocidas, de relativa confianza, que pudieran orientarles en el laberinto de la sociedad civil mallorquina para dar con el elegido. No era tarea fácil. Los mallorquines suelen ser retraídos, desconfiados incluso, poco inclinados a fare il signore senza esserlo, renuentes a entrar en política por cuanto supone de exposición y riesgo. Quien se gana bien la vida se expone a complicársela, aparte de perder dinero. Y luego, conviene no olvidarlo, a lo largo de décadas el poder en el archipiélago había estado repartido entre dos bloques, el conservador del Partido Popular y el social-nacionalista de los llamados Pactos de Progreso, con el consabido partido regionalista, tamizado de pancatalanismo, presto a echar una mano a uno u otro bloque a cambio de prebendas y manos libres para la corrupción –esto es, la Unión Mallorquina de Maria Antònia Munar–. Así las cosas, un ciudadano podía dar el paso y alistarse, según sus querencias, a la derecha o a la izquierda del tablero político, y hasta podía, si su conciencia y su moral se lo permitían, integrarse en la bisagra corrupta; pero optar por un partido nuevo, sin arraigo en las islas ni en la mayor parte de España era una apuesta atrevida –cuando no una locura– si para ello debía abandonar un despacho, una empresa o un simple puesto de trabajo decentemente remunerado. De ahí que las personas a las que mis compañeros de manteles habían tanteado de forma indirecta, o de las que habían pedido referencias, acabaran siendo desechadas, tras alguna gestión más, por inadecuadas, en tanto en cuanto no se ajustaban al ideario del partido, o por imposibles.
Yo mismo había hablado con un amigo mío –a decir verdad, entonces se encontraba aún en la fase de “conocido”, la amistad vendría luego– a fin de convencerle para que se presentara o para que, en su defecto, tanteara de forma discreta en mi nombre y con semejante propósito a otros hipotéticos candidatos. Fue en vano. Y como mis comensales tenían todavía un par de citas por la tarde y alguna más que dejaban para los días siguientes, nos despedimos con el compromiso de seguir buscando la pieza que nos faltaba. Eso sí, dada la situación, les adelanté que me comprometía a integrarme en la candidatura al Parlamento, en un puesto de posible salida incluso, si con eso lográbamos convencer a algún indeciso. Me parecía que la condición de fundador del partido podía contribuir a ello. Y, para qué negarlo, la oportunidad de asumir un papel análogo al que había tenido en los inicios de Ciudadanos me atraía. Un papel análogo, pero no idéntico, claro. En 2006 se trataba de ayudar a fundar un partido; esta vez, de ayudar a que una candidatura tuviera representación parlamentaria en Baleares, y cuanta más mejor. Con la circunstancia añadida de poder convertirme en diputado si la suerte electoral no nos era esquiva.
Pero acaso lo más importante de todo aquello era el ambiente. Ese ambiente que yo había conocido a mediados de la década anterior y que ahora recuperaba. El que se da en política cuando estás cerca de un centro de decisión y sabes que tus actos, o aquellos de los que participas, tendrán consecuencias. El poder, en suma. Yo no decidía, por encima de mí estaba la dirección de un partido en el que entonces ni siquiera militaba, pero era arte y parte de lo que se estaba gestando en aquel almuerzo. Me hallaba de nuevo en mi salsa, la política. Siempre me había gustado. Desde pequeño. En casa había antecedentes a los que agarrarse –mi abuelo materno, asesinado en Gerona durante la guerra civil por ser el presidente de la CEDA, y mi hermano mayor, represaliado por su militancia universitaria antifranquista–, si bien ninguno de los dos había ejercido sobre mí una influencia relevante. Sí la habían ejercido, en cambio, las noticias, la actualidad, el periodismo. Así, la familia tenía por costumbre almorzar y cenar con el “Diario hablado” de Radio Nacional. Es decir, oyéndolo o escuchándolo, según la voluntad de cada cual, y atentos a no pronunciar palabra alguna que pudiera entorpecer la escucha de mi progenitor. Y en la mesilla del salón, o encima del sofá, uno encontraba siempre La Vanguardia. Del mismo modo, cada semana aparecía por casa el número correspondiente de Destino y, más adelante, también el de Triunfo, aunque esos mi padre solía guardarlos en su propio despacho, donde se iban acumulando a la espera de que unas tijeras larguísimas, de otro tiempo, recortaran lo que su propietario consideraba de interés. La política le apasionaba. De joven, antes de que la guerra y sus secuelas trágicas lo truncaran todo, había simpatizado con el republicanismo de cepa catalanista. Y el poso de aquel ayer era ese interés desmedido y obsesivo por la actualidad que yo le conocí y que tanto contrastaba con el silencio que se había impuesto a sí mismo –y, por consiguiente, al resto de la familia– sobre su propio pasado.
Crecí, pues, en esa atmósfera. Luego, alcanzada ya la edad adulta y por más que me enzarzara con otras muchas batallas ajenas en apariencia a la política, nunca le volví la espalda. Quien tuvo, retuvo, y lo que yo tuve durante mi infancia y juventud, a través de la actualidad periodística, fue un cultivo político. Un cultivo del que saqué provecho cuando trabajé como editor en el Diari de Barcelona, o cuando desempeñé un cargo de confianza en el Instituto de Cultura de Barcelona, dependiente del Ayuntamiento de la ciudad, o, sobre todo, a partir del cambio de siglo, cuando empecé a colaborar de forma regular en los papeles como comentarista.
Claro que opinar no es lo mismo que hacer. El propio debate político, tan lleno por otra parte de verborrea, lo recuerda a menudo con sentencias del tipo “menos palabras y más hechos” o “una cosa es predicar y otra dar trigo”. Pero las palabras periódicas a las que yo estaba adscrito desde hacía por lo menos tres lustros no eran las de un político, sino las de un outsider de la política. Ni siquiera mi condición de primer fundador de Ciudadanos me había eximido, a partir de 2005, de semejante otredad –y utilizo el término primer sin ningún afán de protagonismo, sólo para distinguir a los quince firmantes del manifiesto, entre los que me contaba, de los muchos cientos de ciudadanos que se sumaron después a nuestra llamada y contribuyeron a la fundación del partido–. Más adelante, formando parte ya del Comité Ejecutivo de Ciudadanos, descubriría hasta qué punto la opinión publicada, y en particular la que llevaba la rúbrica de alguno de aquellos quince primeros firmantes, era desatendida y arrumbada, siempre y cuando no se ajustara, claro está, al análisis y a la línea de actuación previamente establecidos o no consistiera, sobra añadirlo, en una mera laudatio de la marca y de quien la encarnaba. Quizá por ello los miembros más conspicuos del Comité Permanente –esto es, además de Rivera, Villegas y Hervías, el secretario de comunicación, Fernando de Páramo, y la portavoz nacional, Inés Arrimadas– se afanaban una y otra vez, durante nuestras reuniones ejecutivas, en convencernos de que a la opinión publicada, por muy respetable que fuera, ni caso, de que nosotros teníamos nuestras propias encuestas, sabíamos cómo pensaba el común de la gente y actuábamos en consecuencia. Detrás de dicha actitud había sin duda, aparte de un rechazo frontal a cualquier crítica, un recelo enfermizo hacia la palabra cuando esta no se expresa debidamente embridada. O, lo que es lo mismo, una desconfianza notoria hacia la figura del intelectual, cuyo compromiso, a no ser que haya caído en la traición que le afeara hace cerca de un siglo Julien Benda, no admite sujeción alguna a los intereses de un partido.
Otra diferencia no menos importante entre la palabra del comentarista político que yo había sido hasta aquella primavera de 2005 y la acción política en la que estaba dispuesto a involucrarme es la que guarda relación con el carácter casi siempre individual de la primera por contraste con el carácter colectivo de la segunda. Lo que conlleva la aceptación de un gregarismo que va a limitar en gran medida la libertad de expresión de alguien acostumbrado a ejercerla públicamente. Esos políticos que se escudan en la etiqueta “a título personal” para soltar una invectiva en las redes sociales –y soltarse ellos de paso– o un comentario durante una rueda de prensa, olvidan que si están allí y alguien les lee, les graba o les escucha es, las más de las veces, por su condición misma de políticos. O sea, de miembros de un partido o de un gobierno que tiene ya definida una determinada postura –“posicionamiento”, lo llaman los medios y, tras ellos, los propios políticos– con respecto a un determinado asunto. Aunque la tentación de exhibirse como un verso suelto debe de pesar más que cualquiera de las que padeció San Antonio, yo al menos siempre rechacé esa bipolaridad y me atuve a la llamada disciplina de partido. Me parecía lo más consecuente. (Y si alguna vez discrepé en público de una decisión, no lo hice agarrado a la boya del “título personal”, sino que asumí lisa y llanamente las consecuencias.) Por lo demás, el día en que consideré que ese sacrificio ya no merecía la pena, renuncié a mis cargos en Ciudadanos y recuperé aquella libertad de la que yo mismo me había privado.
Pero hay que volver a aquella comida de abril de 2015 y sus consecuencias. Durante los días que siguieron tuve aún un par de contactos telefónicos con Juan Carlos Girauta. Lo justo para constatar que ni ellos ni un servidor habíamos encontrado a nadie que quisiera encabezar la lista de Ciudadanos al Parlamento balear. Y fue entonces, la víspera de un viaje a Burdeos y a las suaves, frondosas y ordenadas tierras del señor de Montaigne que mi mujer y yo, junto a una amiga asturiana, teníamos programado desde hacía meses; fue entonces, digo, cuando le planteé a mi mujer la posibilidad del salto mortal. En otras palabras, no sólo la de dar el salto a la política de trinchera ocupando en la lista un puesto de presunta salida, tal y como me había comprometido con los representantes del partido, sino la de darlo con todas las consecuencias, hasta ocupar la propia cabecera de la lista. Su primera reacción, como buena mallorquina, fue de rechazo. No digo que me amenazara con el divorcio, pero casi. Luego, traté de hacerle entender –sin creérmelo demasiado, la verdad– que no era para tanto, que tampoco iba a ser muy distinta mi dedicación a la cosa pública si iba en una posición o en otra. No coló, claro. Pero lo que realmente la convenció fue la apelación al estado de necesidad. No teníamos candidato y quedaban apenas quince días para que expirara el plazo para presentar las listas. Algo había que hacer y pronto. Y yo no podía escaquearme diciendo que todo aquello no iba conmigo. Se hizo cargo, qué remedio. Sólo me puso una condición: cuatro años, ni uno más. O sea, aquella legislatura y luego vuelta a casa. Dije que sí, que de acuerdo, pensando seguramente algo parecido a lo que piensan los adolescentes cuando quieren salir de noche y sus padres les conminan a estar a las doce en casa: esto es, que no va a pasar nada si acaban volviendo a las doce y media. Quién sabe si, como tantos padres, mi mujer ya daba entonces por buena –y por hecha– la posibilidad de una pequeña prórroga. Mientras fuera pequeña, claro.