image

image

Ariel y los cuerpos

Sebastià Portell

Traducción de Bruno Álvarez Herrero y José Monserrat Vicent

image

Primera edición: marzo de 2020

ARIEL I ELS COSSOS © 2019 Sebastià Portell Clar

© de la traducción: Bruno Álvarez Herrero y José Monserrat Vicent

© de esta edición: Dos Bigotes, A.C.

Publicado por Dos Bigotes, A.C.

www.dosbigotes.es

eISBN: 978-84-121428-1-5

Diseño de colección:

La traducción de esta obra ha contado con una ayuda del Institut Ramon Llull.

image

image

La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por ACE traductores.

Todos los derechos reservados. La reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio, deberá tener el permiso previo por escrito de la editorial.

Impreso en España — Printed in Spain

La creación de esta novela ha sido posible gracias a la Beca Montserrat Roig de Barcelona Ciudad de la Literatura, en una estadía en la Fundación Joan Miró, y a la residencia Writers Art Omi - Ledig House de Nueva York, con la colaboración del Institut Ramon Llull.

Índice

PRIMERA PARTE. ARIEL Y EL NONATO

SEGUNDA PARTE. ARIEL Y EL ESTRÁBICO

«He stretched himself. He rose. He stood upright
in complete nakedness before us, and while the
trumpets pealed Truth! Truth! Truth!, we have no
choice left but confess — he was a woman»
.

Virginia Woolf

«No és to u, un home o una dona! …».

Víctor Català

«Tu, tota aquesta escampadissa».

Sebastià Perelló

PRIMERA PARTE
ARIEL Y EL NONATO

Primera sesión

Os aseguro que Ariel existió.

Sé que parece una locura, sé que puede parecer un delirio mío o que no estoy del todo cuerdo, pero Ariel existió y os lo diré tantas veces como haga falta para que me creáis.

Si me preguntáis cuándo vi a Ariel por primera vez, encontraréis mi primera contradicción: os puedo decir que la primera vez que le vi la cara fue un día de agosto, en la zona de fumadores de un tanatorio, y también os puedo decir que estoy seguro de haberlo visto antes. En el metro, en los periódicos, en programas de televisión.

Cuando hablé con él por primera vez, algo me decía que aquella cara era nueva para mí, pero no aquella nuca, ni aquella espalda, ni aquella mano, que puede que hubiera visto sujetando un libro, en la que me debí de haber fijado en un trayecto de tren anodino. Ariel siempre había estado ahí, y a la vez me resultaba completamente nuevo.

Supongo, sin embargo, que vosotros que necesitáis pruebas, que necesitáis hechos y delimitaciones y datos antes de pronunciar la palabra «verdad», antes querréis saber cómo fue la primera vez que le vi la cara, mucho antes de nuestro accidente.

Lo he dicho: fue un día de agosto. No sé si lo sabéis, pero el verano es la época en la que se producen más muertes en los países del Mediterráneo, porque el calor no perdona a los cuerpos viejos, a los cuerpos estropeados, a los cuerpos que no pueden más y que finalmente se funden.

Eso es lo que le pasó al cuerpo de Esperança.

Esperança era la hermana de mi abuelo materno, la última mujer de la familia, de su generación, que aún vivía. «Hierba mala nunca muere», le oí decir a mi abuela en su lecho de muerte, justo antes de desconectarse, harta de respirar, de comer, de beber, de mear con una máquina. Aquellos días, mi abuela estaba amarilla y sabía que Esperança la sobreviviría. «Es lo último que se pierde», le debería haber respondido, y nos habríamos reído por última vez.

Una habitación mal ventilada, la temperatura demasiado alta, comida en mal estado, tal vez. Esperança habría muerto un día de agosto como tantos abuelos anónimos si no fuera porque ella nunca llegó a serlo, abuela, y este debió ser el principal bagaje que se llevó a la incineradora.

La desazón de no haber tenido nunca un hombre a su lado.

La desazón de no haber podido decir nunca tranquila la palabra «casa».

La desazón de no haber tenido hijos en un mundo en el que las mujeres no servían para mucho más que para tener hijos.

Suerte que le ahorré la desazón de saber que a su sobrino nieto —¿se dice así?— le gustaban los señores tanto como a ella o más. Seguramente más. La tía Esperança murió con la conciencia familiar por estrenar.

La mujer que la cuidaba, nacida en alguna antigua república soviética, había sido muy gráfica con el relato de su muerte: le había puesto delante el platito con sus dos tostadas de cinco cereales, se había girado para coger el zumo de naranja y, cuando se dio la vuelta, ¡pum!, tenía la cabeza caída y los ojos miraban a un punto indefinido del mantel de fantasía. Después todo fueron llantos, y la retahíla de comentarios banales que todo el mundo, quien más, quien menos, ha de soportar tras la muerte de alguien con quien se tenía una relación más o menos próxima: «la han dejado como un ángel», «está muy natural», «puestos a elegir, firmaría por morir como ella», «siempre se van los mejores», «setenta y ocho años hoy en día es morirse joven» y demás perlas de escalera de vecinos.

Al igual que los cumpleaños, los funerales tienen menos éxito en verano. Menos aún si la persona que los protagoniza no tenía una gran vida social, o si la que tenía se había resentido con los años y unas cuantas negligencias. Así pues, de las cuatro horas que duró el velatorio de la tía Esperança, la que no iba a morir nunca de lo mala que era, habrían sobrado tres y media si no fuera porque mi madre, su sobrina predilecta, se había empeñado en no dejar el cuerpo solo en la sala ni un momento. Decía que debíamos estar con ella aunque fuera ahora que ya no nos necesitaba, y también con la mujer que la había visto morir.

El tiempo no corría, pero mi imaginación sí. Pensaba en el futuro de esta persona, tan ligada a la muerte del abuelo de turno al que le tocara acompañar, y pensaba en la necesidad de la ceremonia pagana que tanto le habría molestado a la tía Esperança, devota hasta el final. «No estamos para pagar misas, Jordi», le había dicho mi madre a mi padre cuando él había dejado caer la opción de respetar la voluntad de la difunta. Nadie protestó. Si su sobrina decidía que no iba a haber misa, era que no debía hacerse y punto.

Es curioso: me encontraba ante una persona muerta y no podía evitar pensar en la vida que había tenido. Aquella parcela que a mí y seguramente a todos los presentes se nos escapaba. ¿Qué había sido la vida de la tía Esperança, más allá de los arreglos de ropa en el taller de su casa, las visitas de los parientes y la misa ineludible de las ocho? Todos sabíamos que nunca había estado casada, pero ¿se habría enamorado?

Las imágenes iban y venían en mi cabeza, y de repente me encontraba ante una especie de tía Esperança con la misma cara arrugada y otoñal de la tía Esperança, pero con un cuerpo de mujer joven vestida a la moda de la época, sonriendo y charlando con otras mujeres sobre esto y aquello, y lo que me dijo y lo que yo le respondí. Me imaginé una historia de amor imposible, un hombre que se iba a hacer las Américas o las Indias o lo que fuera y que le proponía casarse por poderes, a distancia, sin noche de bodas ni retrato ni vestido. Y ella llorando ante la negativa de sus padres, y ella fundiéndose en el agosto de su juventud, y ella abrazando cojines con encajes hasta que la noche la engullía y la amargaba gota a gota.

O ella amando en secreto otros cuerpos, cuerpos prohibidos, cuerpos de mujer que se desnudaban día sí y día también ante su mirada, con agujas para tomarles las medidas y vestirlos de colores y estampados. Un posible lesbianismo me venía a la cabeza como explicación del desierto sentimental de la tía Esperança cuando noté que mi madre me había puesto una mano en cada hombro y me susurraba desde atrás que, si quería, podía salir un segundo a descansar.

Le hice caso. Dejé la sala de velatorio número tres, no más impersonal y aséptica que la dos o la cuatro, y me dirigí a la explanada con vistas a toda la ciudad que había justo delante.

Fue allí. Fue allí donde, sin darme cuenta, tuve unas ganas irreprimibles de fumar y me empecé a palpar los bolsillos de la americana y de los pantalones, maldiciendo la etiqueta de los tanatorios que decide que los vaqueros no están muy bien vistos. Mierda.

—¿Quieres? —Una voz venía de atrás, como un humo nicotinado.

No la reconocí, pero algo hizo que dejara pasar unos segundos antes de girarme para asociarle una cara para siempre. Algo dentro de mí sabía que lo que estaba a punto de vivir sería uno de los momentos más recurrentes en mis pesadillas y mis deseos, dos territorios cavernosos que, en ocasiones, coincidían.

Y ahí lo tenía: no más alto que yo, la piel blanquísima, el cabello claro y rizado; rizos y rizos que enmarcaban una cara que merecería estar en todas las monedas, en todos los billetes, en todos los retratos de todas las galerías del mundo. Por primera vez, Ariel se me presentaba como un aura de lo que podría llegar a ser.

—¿Disculpa?

—Que si quieres, digo —respondió con indiferencia, lo que aumentaba su aureola sobrenatural. Le habría comido aquella boca carnosísima allí mismo, le habría repasado el vacío entre los dos incisivos superiores con la lengua y con los iris y con las yemas de los dedos, pero me limité a coger un cigarrillo de la caja que me ofrecía.

—Gracias.

La silueta de la ciudad se dibujaba con más detalle ahora que el humo de Ariel me llenaba la boca y me llenaba el esófago y me llenaba el pecho, y tenía esa sensación, tan difícil de forzar, de sentir que estás anclado en el tiempo. A lo lejos, casi imperceptibles, entraban cruceros, buques de carga, algún bote militar. Los aviones planeaban sobre el azul más oscuro, rompían el azul más claro. Toda la ciudad se resumía en casas, torres, edificios altos, indicios de una humanidad desordenada.

Y si me lo preguntáis, así me sentía yo: una gota que cae de la ropa recién tendida, una chispa suicida que salta de la chimenea al frío de la tierra. Me sentía poco, me sentía loco, me sentía ridículo, me sentía esclavo. Me sentía virgen, incluso.

—Lo siento.

Su voz me hizo volver al cuerpo con el que me había lanzado al vacío de calles y plazas. ¿Por qué debía disculparse aquel ser ideal, aquella aparición de humo y de carne, si me acababa de convertir en el hombre más feliz y más avergonzado del planeta?

—¿Cómo?

—Que lo siento, siento mucho lo que ha pasado.

—No te entiendo.

—Si estás aquí, debe ser que alguien cercano se ha marchado.

—Ah, sí. Alguien se ha marchado.

—Pues lo siento.

—Gracias. Supongo.

Di otra calada. Durante unos instantes, aquel cigarrillo era el único centro de gravedad que tenía. Evitaba los ojos de Ariel y al mismo tiempo necesitaba verlos por dondequiera que pasaran los míos.

—¿Cómo se llamaba?

Esperé antes de contestar.

—¿Ella?

Entonces calló él, a punto de transparencia.

—Esperança —continué.

—Es un nombre bonito. Y es triste pensar que la esperanza muere.

—Y tanto que es triste.

—Perdona. No sé qué relación teníais y te hablo de esa persona sin saber nada. Lo siento.

—No tienes que disculparte, hombre. —En ese momento, Ariel dio unos pasos hacia delante y se acercó a donde yo estaba, junto a la barandilla de vidrio que daba a la piscina sin agua, llena de ahogo, de la cuadrícula urbana. Posó las manos sobre el vidrio y, mientras les pedía a los dioses y a los astros que no se cortara deslizándolas por la superficie, me fijé en ellas. Extensiones perfectas de un cuerpo al que ya amaba. Habría matado por ser colilla y encontrarme entre aquellos pliegues de piel—. ¿Trabajas aquí?

No respondió. Se limitó a mirar al horizonte y sonreír, como si lo que había dicho fuera muy gracioso. Y surtió efecto.

Me sentí como un tonto.

—Perdona —dije, bajando la cabeza casi hasta el lustre de los zapatos que me había dejado mi padre—. ¿Tú también tienes a alguien aquí?

Me habría pegado un tiro en la garganta. Ariel volvió a reír y esta vez lo hizo con la boca bien abierta, pero sin llegar a emitir ningún sonido. Dicen que las personas son según ríen, y en ese momento vi que una posible definición de Ariel era el silencio total.

—Sí y no. Todos tenemos a alguien en algún lugar.

Le habría dicho mil cosas.

Le habría preguntado por el misterio de sus palabras, por su arte de la insinuación sin insinuar nada en el fondo, le habría preguntado por el vacío y por la plenitud de las proposiciones que dibujaba en el aire como anillos de humo.

Le habría dicho que necesitaría volver a verlo, que me quería aprender cada milímetro de su cuerpo cubierto de algodón, que quería cambiar de año y de etapa y de vida con él y ver cómo nuestras pieles se arrugaban como la de la tía Esperança, pero sin la amargura que se le notaba en cada surco.

Le habría dicho que no lo conocía y que le quería desde el principio de todo.

Pero, sin que ninguno de los dos nos lo esperásemos, alguien gritó mi nombre. Era mi madre. Mi permiso para respirar lejos del cadáver se había acabado y me tocaba volver a entrar en la cámara de los horrores, en el cuarto de los pésames y los besos salivosos. Me tocaba decir adiós al magnetismo salvaje de aquel cuerpo de hombre joven y no encontraba la manera de hacerlo sin romper ese momento.

Él me ayudó: volvió a sonreír e hizo un gesto con la cabeza. Ni una palabra. En el fondo ahora sé que me decía: «Antes de que te des cuenta nos volveremos a ver. Esto no es más que el principio».

Noté como, dentro de mí, nacía una esperanza en minúscula.

NOTA A PIE DE ALMA

EN LA QUE ARIEL
SE PREGUNTA SOBRE
LÍQUIDOS CORROSIVOS
QUE SE COMPARTEN

Labio con labio, lengua con lengua, dientes con dientes.

Besar también puede ser una erosión muy lenta.

¿Por qué nos llenamos las bocas de saliva, y no de la bilis que llevamos dentro?

EUGENI INTENTA ESCRIBIR LO QUE
ARIEL ES

Ariel es escribirlo todo en cursiva. Ariel es llorar en el coche, oír a alguien cantando en la ducha. Ariel es no llevar paraguas cuando llueve. Ariel es que se te mojen los zapatos y los calcetines un día de lluvia. Ariel es la lluvia impredecible. Ariel es almendras tostadas. Ariel es el silencio de la espera de una llamada con un desconocido. Vivir en el aeropuerto.

Segunda sesión

—Es posible que tengas la piel utópica.

Era la segunda vez que le veía la cara a Ariel y que me hablaba de la piel y de sus complicaciones, como si fuera un augurio de todo lo que sucedería entre nosotros.

Yo aún no sabía que la piel es el órgano más grande que tenemos.

—Querrás decir atópica —le respondí, y él se rio.

Risas, risas, risas y poco más que ofrecer. Risas en el tanatorio, risas en mitad de una conversación, sin motivo aparente, risas como el espectáculo ideal para cualquier acto de aparición. Así era como me tenía comiendo de su mano. Fue así como le encontré de nuevo.

Habían pasado unos días después de la incineración de Esperança y nuestras vidas, las de mi familia y la mía, habían vuelto a la normalidad, si es que alguna vez habían llegado a salir de ella. Superadas las visitas de rigor al notario y las de cuatro amigas que querían repartirse algunos quinqués y los jarrones de porcelana, el nombre de la tía de mi madre volvía a no ser más que una estrella apagada en una constelación muy lejana, difícil de discernir.

Yo había vuelto al trabajo. Para ser sincero, debería decir que solo había faltado dos días, y que no sabría afirmar si la muerte de la tía Esperança había sido la causa o una feliz excusa. El caso es que había vuelto, y que fue allí donde volví a ver a Ariel. Ariel riendo, fumando, soltándose los rizos de su cabellera bajo un sol de agosto que mataba a ancianas y reanimaba a los jóvenes como nosotros.

En la terraza, el día no había sido peor que cualquier otro. Señoras muy perfumadas que se quejaban de que el café estaba demasiado caliente y señores con los bigotes teñidos de amarillo, atabacados, que repasaban la cuenta de arriba abajo como si la estafa de moda fuera cobrar dos cafés con leche de más. Alguna pareja joven vergonzosa, que parecía fuera de lugar, pensando que la noche que habían pasado en el hotel no les pertenecía por una simple cuestión de poder adquisitivo. Como si no se merecieran las vistas. Trabajar en un sitio supuestamente exclusivo te da perspectiva sobre el esnobismo del momento, y aquel hotelito en la vertiente este de Montjuic era una muestra exacta.

—¿Puedo bajar contigo? —A las cinco, después del turno de mañana, la voz de Ariel en el aparcamiento para empleados.

Me giré con la misma naturalidad con la que él me había formulado la pregunta, y con absoluta naturalidad, asentí. Ante el ataque de nervios que me suponía verlo de nuevo, y hacerlo ni más ni menos que con la ropa del trabajo cubierta de sudor, la camisa blanca y el chaleco burdeos empapados, pensé que la mejor forma de disimular era con una comunicación sin palabras.

Ariel fumaba en el aparcamiento para empleados y yo sudaba por culpa del sol y de las horas, pero sobre todo lo hacía por la orquesta que me recorría las arterias una vez asumí que sí, que volvía a estar delante de mí y que estaba como nunca, como siempre, como lo recordaba: vertical y funámbulo, en perfecto desequilibrio. Como si fuera humo.

Le invité a entrar en el coche y no pensé en abrir las puertas con el mando. Tiré de la manilla y no funcionó, me miró, yo dejé de mirarle, intenté balbucear alguna cosa y, mientras sacaba otra vez el juego de llaves del bolsillo, las manos me flaquearon como la boca y se me cayó al suelo. Él dejó escapar una gran risotada, una risotada con a, y yo me uní a él por vergüenza.

Una vez dentro, con los cinturones abrochados y llenos de inseguridad, Ariel orientaba todo el cuerpo hacia mí, en un ejercicio que, si no viniera de él, habría dicho que era forzado. Tenía las manos sobre la entrepierna, abiertas hacia arriba, como si dejar las palmas a la vista fuera una muestra más de su atención, de estar presente.

—Es posible que tengas la piel utópica —me dijo.

Intenté corregirle, alterar su orden mental de las cosas por primera vez, pero todo cuanto recibí fueron risotadas y una caricia furtiva en la nuca. Se me erizó el vello de todo el cuerpo. El coche deambulaba con precaución por las curvas, montaña abajo, y yo tenía la sensación de que Ariel no solo estaba ahí, sino que siempre había estado, como el respirar, con una risotada en la boca.

Ariel, mi amor, mi humor.

Después me dijo que, por cómo me veía las manos, agarradas al volante y repletas de pequeños cortes e imperfecciones, me las tenía que cuidar con mayor esmero que cualquier otro. Que la piel de las personas contaba historias, y que la mía era la de alguien que había sufrido mucho y había cicatrizado como había podido. «Muy bien —pensé—, una forma estupenda de congeniar con alguien que acaba de salir del armario».

Pero Ariel no iba por ahí, sino que me hablaba de cosas más lejanas, de otras constelaciones, zodíacos que no conocía, aún más lejos que el recuerdo de Esperança y la posibilidad de que volviera. Ariel, mi primer amor, hablaba de cicatrices, de ombligos, de accidentes, de besos. De marcas demasiado profundas causadas por la escasa moderación de los amantes. Del peso de las manos adultas en el lugar donde se nace. Del sol y de la luna, de remedios, de cánceres. Ariel desplegaba ante mí un mundo que era como un fuera de campo, un fuera de pista de mi vida anterior a él, y que aumentaba más y más mis ganas de saber y de abrazar, que vienen a ser lo mismo.

De haber podido, habría alargado la bajada durante otros quince, veinte, cuarenta minutos, solo para sentir la forma en que Ariel me pasaba las manos tan finas, cubiertas de pelo rubiáceo, por mi pescuezo de gato sin madre.

Cada vez estábamos más cerca de la atmósfera de polución que era la ciudad y yo no podía evitar vivir el interior del coche como una especie de burbuja, un lugar templado y silencioso. Podían explotar los depósitos de los barcos que teníamos delante, podían caerse y hacerse añicos los monumentos y las estatuas, podía desaparecer por completo el mapa expresamente cuadriculado de aquel enjambre de vidas que era Barcelona, que, si las yemas de los dedos de Ariel estaban cerca de mí, el resto no me importaba lo más mínimo.

—¿Has estado esperando mucho tiempo? —le pregunté, cuando también podría haberle preguntado por cómo había descubierto dónde trabajaba, dónde sudaba, dónde soportaba el calor.

—¿Qué?

—Que si has estado esperándome mucho tiempo, en el trabajo.

—No mucho. O un poco, no lo sé.

—Pero ¿has esperado más de una hora?

—¿Cómo? ¿Una hora?

Siempre he odiado, en las películas, ese recurso barato en el que los conductores desvían la mirada hacia el copiloto y desatienden la carretera durante unos minutos sin sentir que ponen sus vidas en peligro. Al hacerlo, esperaba encontrarme con un Ariel socarrón, unas mejillas alzadas y llenas de picardía, cualquier cosa. En cambio, me respondió una seriedad que me descolocó.

—Lo que quiero decir es si has estado esperando mucho tiempo —proseguí, fijando la mirada hacia delante de nuevo, pasando un semáforo en ámbar de milagro.

—No he estado contando. No suelo contar las cosas.

—¿No cuentas los minutos, las horas…?

—Las horas aún menos.

No supe qué decir. Una parte de mí esperaba esa risotada a la que ya me había acostumbrado Ariel, una risotada que conocía de toda la vida o de las dos horas en que habíamos coincidido, pero la otra sabía que aquello estaba lejos de ser una broma.

Ariel era único y es posible que empezara a darme cuenta de ello entre desvíos y cruces de caminos.

Decidí permanecer en silencio por miedo a encontrarme con otras sorpresas mientras nos íbamos acercando a la ciudad, que nos engulliría para convertirnos en viandantes sin nombre, en dos jóvenes de piel utópica por ser demasiado inciertas.

Durante la bajada lo intenté.

—¿Quieres que vayamos a algún sitio?

Él todavía tenía la mano en un pequeño mechón de pelo de la parte de atrás de mi cabeza y cesó el movimiento durante unos segundos.

—Ya estamos en un sitio.

Reanudó el movimiento. Me desconcertaba, me estimulaba, hacía que me avergonzara. Tenía la respuesta más exacta y más extraña para lo que fuera que se me ocurriera decirle.

—Ya —dejé ir el tema.

—Puedo bajarme donde te bajes tú. Donde sea me vale.

Me atraía la idea de que Ariel no solo supiera dónde trabajaba yo, quién sabe cómo, sino que también conociera el espacio delimitado al que me habían enseñado a llamar «casa». Me atraía que, desde aquel momento, Ariel tuviera un arma más con la que controlarme y hacer conmigo lo que quisiera, y me atraía pensar que mi madre, en su esmerado deporte de vigilar desde la ventana, pudiera verme junto a un chico tan atractivo como él.

Pensé que, algún día, tal vez tras décadas, tendría que preguntarle a Ariel su edad.

Llegamos al barrio, vacío como todos los meses de agosto, y dejé el coche cerca de casa. Decidí que, como bien pudiera, haría que Ariel me acompañara hasta la puerta y que uno de mis gestos me delataría, que le diría «yo vivo aquí», que le soltaría algo como «por si algún día quieres buscarme».

Lejos de la montaña, la ciudad sudaba peores olores que los de mis axilas y soltaba la humildad de las calles.

—Pues vivo aquí —le dije. Ariel tan solo me respondió con una sonrisa y con una invasión en la mirada—. ¿Estás seguro de que no quieres ir a tomar algo?

—Estoy bien así. —Él, sin llegar a darme a entender si quería decir que ya había tenido suficiente o que estaba tan bien que prefería alargar aquella situación.

Nos dimos un abrazo de primerísima necesidad. Mi pecho le perseguía y sentía que el suyo también lo hacía. Me gustaba notar, con la excusa inalienable del calor, las formas de su cuerpo. Aquellos espacios para hacer preguntas.

La tensión se podía cortar con el canto de un folio de papel y al mismo tiempo todo era tan vertiginoso que no había posibilidad de caer. Yo jugaba con las uñas, Ariel seguía sin moverse lo más mínimo.

—¿Alguna vez sabré algo de ti? —Era una pregunta que me hacía más para mí que para él.

Y fue entonces cuando Ariel me besó y habría renunciado a cualquier forma de vida si me hubiesen dicho que la muerte era algo parecido a aquella saliva que se introducía por mis labios.

—Me llamo Ariel.

Dio la vuelta y me dejó solo con su nombre, que también se introducía por mis labios y que nunca conseguiréis que me lo quite de la boca.

NOTA A PIE DE ALMA

EN LA QUE ARIEL
PONE POR ESCRITO
LO QUE LE DICEN

Dicen: cuerpo. Y quieren que lo entienda.

Dicen: tú. Presuponen unos genitales.

Dicen: sé.

Hace falta que seas.

Hace falta.

Haz.

EUGENI INTENTA ESCRIBIR LO QUE
ARIEL ES

Ariel es enamorarse de la locución de una estación de metro. Ariel es el último aliento de aire en los pulmones de un muerto. Ariel es quedarse dormido dentro de un taxi. Ariel es un semáforo en ámbar, un himno de música atonal. Ariel es no haber nacido en un sitio. Ariel es el abismo. Ariel es una verdad que espera. Ariel es el polvillo incierto que suelta el futuro antes de que este sea. Ariel son doce horas de avión.

Tercera sesión

Os podría decir que entre el día que vino a sorprenderme al aparcamiento del hotel y el día que me sorprendió en la esquina de al lado de casa pasaron unas tres semanas. O esa es la sensación que tengo.

La sensación, sí. Cuando llevas un tiempo tomando esta mierda que me dais, al final no sabes en qué día te encuentras y por no decir mentiras hablas de sensaciones.

Vosotros os preocupáis mucho por que lo que os digo se apoye en hechos tangibles, con testigos, que hayan tenido lugar más o menos en una hora y un minuto concretos, y no todo tiene cabida. Ahora queréis que sea yo quien hable y me toca a mí decidir cuál es el mapa en el que desplegaré lo que digo. Este mapa son mis sensaciones. Vivir aquí encerrado desde hace meses no es una sensación. Querer a Ariel por encima de todas las cosas y de todas las personas no es ninguna sensación. Por lo tanto, si dejáis que me explique y tenéis paciencia, estoy seguro de que nos entenderemos.