© Círculo de Tiza

© Del texto: Karina Saínz Borgo

© de la fotografía: JEOSM


Primera edición: Noviembre 2019


Diseño cubierta y maqueta: Miguel Sánchez Lindo

Impreso en España por Artes Graficas Cofas


ISBN 978-84-949131-9-8

E-ISBN: 978-84-121237-3-9

Depósito Legal: 25146-2019


Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra ni su almacenamiento, tratamiento o transmisión de ninguna manera ni por ningún medio, ya sea electrónico, óptico, de grabación o fotocopia sin autorización previa pro escrito de la editorial.


«Emma cogió el bocal azul, arrancó el tapón, metió la mano y la sacó llena de un polvo blanco que empezó a comerse».

Flaubert, Madame Bovary


«Basta el espacio de una lápida para contener, encuadernada en musgo, la versión abreviada de la vida de un hombre».

Nabokov, Risa en la oscuridad


«Tienen mis deseos por término estas montañas»

Cervantes, Don Quijote de la Mancha


Dícese del barbitúrico

Escribir, para entender.

Escribir, para resistir.

Escribir, como una sedación.

Escribir, para no matarse.

Escribir, para matarse.

Yo no soy Adelaida Falcón

Hace ya casi un año publiqué una primera novela: La hija de la española, una historia de madres e hijas, el retrato de una tierra que expulsa y carboniza a quienes viven en ella y a quienes la sobreviven. Fue una hecatombe. Se vendió a 23 idiomas antes de su publicación y terminó por alcanzar las 26 lenguas. Me han preguntado, muchas veces, si hay cosas mías en su protagonista, Adelaida Falcón, incluso si es autobiográfica.

Contesto con una frase más de Adelaida que mía: yo, como ella, nací en un lugar en el que hasta las flores depredan. A aquel personaje le presté mis recuerdos y las amarguras de un país en trance de morir. Le dejé mi lunar de desarraigo y mi mirada de desterrada. Es difícil sobreponerse de un lugar en el que muchas fuimos viudas a los diez años y del que huimos tatuadas con la culpa del superviviente, la misma que siente ella y siento yo.

Pero ni yo soy Adelaida Falcón ni este es un libro sobre Venezuela. Cuando aterricé en España hace ya más de doce años tuve una idea, solo una: si quería sobrevivir, tenía que escribir. Pasar por el tamiz del teclado todo cuanto ocurriese en mi vida de recién emigrada. Solo así podría comprender y tener fuerza para conducir el cayuco de mi propia prosa. Tenía que crear de la nada una laguna Estigia o un cementerio imaginario. En otras palabras: confeccionar un país duradero, el de la literatura como automedicación. Olvidarlo todo para volver a encontrarlo.

Lo que está a punto de leer usted son apuntes, decisiones arbitrarias, enamoramientos súbitos y odios profundos a la par que pretenciosos —sí, en ocasiones lo son—. Son estampas o costurones de un pintón invisible que me abrió el corazón como una fruta. Estallé contra el asfalto, como una naranja. Los textos que forman parte de Crónicas barbitúricas son abocetamientos de una abolición: la del país que dejé atrás y de ese otro al que me incorporé, España. Este es un libro hecho con el periodismo que conozco y que aprendí desde muy joven.

Las crónicas que forman parte de este libro están ordenadas cronológicamente, porque puede reescribirse todo, excepto la desesperación o la euforia de los días. La base de esta selección proviene de un documento Word que creé el 12 de octubre de 2006, hace ya 13 años. Se trata de piezas que tomaron la forma de un blog abolido y que llegan a sus manos en las páginas de este volumen.

También he incluido algunos textos publicados en prensa. Todos ellos han sido deliberadamente actualizados en el tiempo y la forma, moldeados con la lenta reescritura de las incertidumbres; por eso algunos aparecen con dos fechas. Conservan el asombro y la ira que los impulsó, pero han pasado por el quirófano del tiempo. Es así, el tiempo también escribe. Y menos mal.

A las crónicas que alimentan este vademécum les he practicado cirugías. Las he profundizado, editado y ampliado en sus detalles y acotaciones, como un ejercicio de memoria y honestidad. Lo he hecho para mostrar fogonazos de la década en la que todo cambió: tanto el país que dejé atrás, Venezuela, como España, esa casa que construí dentro de mí misma al mismo tiempo que otra se demolía.

Este libro es la farmacopea de mí misma y de los lugares que me expulsaron y acogieron. Es la receta médica del que escribe para empujar la pastilla del desencanto. Es mi arsénico y mi insatisfacción. Es el punto y aparte de esta medicación a la que se amarra uno para sacar a pasear la cólera. Aquella, la de Aquiles. La primera palabra sobre la que se levantó el acantilado de la literatura.

Lo siguiente es dejarse caer.

Madrid, 2019

Barbitúricos ciudadanos

Una maleta nunca es la misma, cobra una nueva existencia en cada equipaje. Vive de lo que alguien aprisiona en sus correas. Late con el pulso de su carga. Puede vérselas tropezar en sus coreografías como barrigas de peces que caen sobre las terminales de los aeropuertos. Todo lo que contienen es frágil, aunque eso no las exime de acumular el sobrepeso de las buenas intenciones. Sus dueños las observan, las protegen. Luego las dejan ir, no sin antes pasar lista a la combinación del cerrojo: esa despedida implícita de las cerraduras.

Una maleta nunca es la misma. Son ese vuelo a punto de partir, ese montón de ganas envueltas en plástico. En eso pensaba mientras me vestía con el chaleco fluorescente de los que tienen algo que declarar. Llevaba conmigo toda la furia del mundo, la fiebre más alta de todas las que haya padecido alguien jamás. Pero mis párpados sobreactúan. Parecen más valientes que mi voluntad. Por eso dejé mi pasaporte en el mostrador y bajé a la pista. Obedezco fácilmente.

Allí estaba, de pie, frente a mi ultrajada maleta con aspecto de ballena, viendo cómo un funcionario de la Guardia Nacional venezolana se daba el último gusto del día al tiempo que levantaba los cerrojos con saña. Tac, tac. El funcionario me apuntaba con su uniforme verde, con su orgía de medallas en el pecho, el arma en el cinto y el país desangrado en la cartuchera de su pistola.

El distinguido auscultaba, husmeaba solo como suele hacerlo la autoridad cuando está muy ocupada, precisamente, en ser la autoridad. «¿Por qué tantos libros?», increpó. Quise decirle que llevaba toda la cocaína del mundo en esas páginas. Me contuve. Miré mis cosas revueltas: libros, cajas de cigarrillos, suéteres que no sirven para combatir el frío, objetos inútiles, lugares portátiles. En medio de la pista del Aeropuerto Internacional Simón Bolívar vi apiladas las escasas pertenencias que habrían de atravesar el Atlántico conmigo. Sentí estar ante el vientre abierto de una ballena que se deja tocar las vísceras.

Sentí pudor, quise cubrirla y cubrirme. Barrunté muchas cosas, pero no hice ninguna. No pateé a los perros antidroga, no escupí al distinguido, ni arrebaté de sus manos mis sujetadores y camisas. No le pedí ni una sola explicación al Guardia Nacional. No alcé mi dedo. No pregunté cuántas balas suyas llevan nuestro nombre escrito. No reproché nada. Obedecí, solo eso. Todos a mi alrededor actuaban igual. Nos comportábamos con la docilidad de las minorías, esa gente a la que se puede apilar como a los troncos o los cadáveres.

Una maleta nunca es la misma, su pasajero tampoco. Compartimos una indefensión de pescadería. Alguien nos descuartiza, nos abre en canal, nos jurunga, nos ultraja. El día que cogí mi primer avión a Madrid entendí de qué están hechas ciertas despedidas. La mía fue eso: aquel puñado de mierda y vísceras, aquel litoral acabado; ese país insolvente al que no pude devolverle ni siquiera una lágrima.

—¿Pollo o carne?

—Pescado, por favor —respondí a la azafata.

Octubre, 2006

La excepción al paraguas

Llevo dos días en una ciudad que desconozco y en la que habré de vivir si nada se tuerce. En apenas 48 horas no se esfuman algunas costumbres: darse la vuelta, caminar como quien lleva retrovisores, desconfiar, acelerar el paso. ¿Alguien me sigue? ¿Alguien me mira? ¿Alguien me roba, me secuestra, me apunta con un arma? Detrás de mí no hay nadie, al menos nadie de aspecto amenazante. No zumban las motocicletas. No se desparrama la miseria sobre las faldas de una montaña. Nada ocurre. Nada intimida. Aún así, aprieto mi bolso.

No todo está perdido, pienso. Tengo en mi paraguas fucsia el más efectivo de los nuevos instrumentos civiles. Desde que lo compré en una tienda de baratijas, descubrí en el artefacto algunas funciones adicionales. Solo bastaba que cayeran las primeras gotas para comprobar el fenómeno ciudadano que se escondía tras su lona impermeable. Un fusil de asalto contra la intemperie y el extrañamiento.

Cuando llueve, los paraguas se abren como ráfagas. Estallan cual botones de flores mecánicas, con ese sonido inconfundible de capa pesada, de falda que se abomba. Entonces ocurre. Por un momento dejo de mirar si alguien me sigue, para incorporarme con cuidado a la coreografía ciudadana del paraguas. Porque sí, existe tal cosa como esa. Es un acuerdo tácito entre sus dueños: bailamos sin saberlo, nos tropezamos como un pelotón a punto de ahogarse bajo la lluvia.

En una misma acera —todo depende del tamaño del paraguas— se despliegan solistas y coro. Lo hacen con sus propias reglas: si una sombrilla excede en tamaño a la otra, solo es cuestión de levantarla un poco y dejar pasar al que se guarece con la más pequeña; si la estrechez de la calzada se impone, habrá que morder el borde para no darse de bruces, o ceder el paso. Vista desde lejos —la sincronía de los que suben y bajan, el efecto dominó de las telas, de los que se apartan y se incorporan—, la escena es casi un musical en el que solo falta que lluevan macetas.

Aquí todos ensayan sus pasos a la perfección. Parecen mecánicos y prolijos. La cortesía es un protocolo individual, pero todo se reduce a una norma más simple: apartarse del terreno ajeno para asegurarse el propio. Si pierdes el paso serás derribado. Y si la mano invisible existe, lo hace para sostener una sombrilla. ¿Acaso estaría lloviendo cuando a Adam Smith se le ocurrió semejante metáfora?

Las pocas veces que ocurre, la lluvia en Madrid se revela de otra forma. Es una de las primeras lecciones en el manual del individualismo moderado. Nunca con la precisión inglesa o el combate checo de las abuelas que bastonean con furia en las novelas de Kundera, tampoco la transparencia británica que te deja atornillado bajo un farol. Aquí todo ocurre de una determinada forma: no del todo desordenada, pero tampoco precisa. Es, más bien, un equilibrio aleatorio.

En España todo es mediterráneo: aparenta el orden y la dulzura. Está tocado por una diferencia en la escala Celsius: unos grados por encima del nórdico vegetativo y otros por debajo del arrebato criollo que aún me recorre los huesos. Todo se aloja en la franja climática de una curvatura, una informalidad —una que con el paso de los años aprendería a amar desaforada y locamente—. Esa forma que tienen los españoles de hacer estallar algunos asuntos con belleza y brusquedad.

El Quijote cervantino contiene gran parte del acertijo que confirma y a la vez desmiente la coreografía del paraguas: «En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme» (porque me no dio la regalada gana). Y si las aspas de los molinos son una metáfora colectiva, los modestos paraguas también. Simbolizan ese lugar donde el espacio público intenta la coincidencia, aunque ahora ignore lo complicada que es esa palabra aquí.

El espectáculo me asombra, me toma por sorpresa, me hace pensar que en el lugar del que provengo la ciudadanía es una escena del crimen. Dejamos que llueva para borrar el camino de vuelta o limpiar la sangre de la calzada. Hay impunidad en mi lluvia. No nos resguardamos, porque ya estamos muertos. O a punto de morir. Aquí, en Madrid, la lluvia es una excepción de la que se habla en los taxis y los ascensores.

La ciudad en la que ahora vivo, aunque todo luzca simétrico, está recubierta por una capa no del todo uniforme. Aparecen, como escamas, rastros de una Edad Media ciudadana que toma por asalto las aceras y vagones, mostradores y escaparates, una vida y la siguiente. El punto no es la ciudadanía, sino quién es más ciudadano. Incluso más: qué tipo de ciudadano se es.

El facha y el progre no lograrán ponerse de acuerdo, a menos que llueva o truene lo excepcional. Extraña excepción al garrotazo que se atribuyen ellos siempre, acaso porque una tendencia a olvidar alimenta esa visión oscura de su propio quehacer. Yo, por ahora, me aplico en el tema de la sombrilla y, aunque me esmero, he reprobado. Todo está en calma. Nada amenaza. A pesar de eso, aún siento que alguien me persigue.

Octubre, 2006-2017

Esa zarzuela de churros con chocolate

El otoño no ha llegado aún al Café Comercial. No al de ahora, sino al de antes. El que entonces fue el de siempre: el local más longevo de la capital, el competidor natural del Gijón en la antigua tertulia madrileña. Un termómetro marca 18 grados a las siete menos cuarto de una tarde con lluvia y cinco hombres sentados ante una mesa recuerdan. Al fondo, un golpe de fichas difumina sus voces y su enfisema —entonces se podía fumar en los bares y cafeterías—. Hablan unos por encima de otros y, aunque todos están de acuerdo, parecen discutir; si no… ¿por qué gritan de esa manera?

Zapatero los encabrona; y mucho. En ese entonces pasaba todos los días: la gente se enfadaba. Parecía aburrida de su propio bienestar. Las hipotecas las regalaban; si dejabas un trabajo, conseguías otro la semana siguiente; ETA daba patadas de ahogado y nada había comenzado todavía a derrumbarse, aunque ya comenzara a caerse a pedazos. Se vivía como Dios, pero nadie parecía satisfecho… estos abuelos tampoco.

Más que el presidente de Gobierno, lo que parece molestar a este grupo de jubilados es la vocación del entonces presidente socialista por recordar la Guerra Civil. La ley de Memoria Histórica propuesta por el PSOE los enfurece aún más que la propia contienda. Les incomoda que todos se sientan autorizados a recordar, porque —aunque parezca— la memoria no es un privilegio al que todos puedan acceder, al menos a juzgar por el altísimo listón que estos ancianos adjudican al pasado: ese terreno minado al que van a parar las colillas como esquirlas. Aquello no fue así. Fue asá.

Los cinco hombres piden churros, también chocolate. Remueven el bebedizo con cucharillas astilladas. Pringan el churro en el cacao y lo mordisquean con mordiscos vigorosos. Ejercen su jubilación impunemente, con gusto. Defienden, si no la desmemoria, al menos sí el derecho al recuerdo que unos detentan por encima de otros. Parecen preferir el olvido, como quien escoge una almohada de púas para recostarse. «Cuando se nos escarba, sacamos lo nuestro», dice uno.

El actual ejército les parece una vergüenza, una «pandilla de niñas» —entonces el lenguaje inclusivo y sus linchamientos era algo remoto—. «Si hubiesen visto el ejército del Generalísimo… —asegura—. Eso sí era un poder militar», refunfuñan con su humor de pantuflas. Un camarero trae otra taza de chocolate espeso y humeante. El mayor de la mesa subraya su derecho de palabra y desdeña al resto por considerarlos solo testigos. Él sí que estuvo, él sí peleó. Él tiene más y mejores recuerdos.

Investido con sus medallas imaginarias, el hombre chasquea la lengua. Generalísimo sí, pero tampoco tanto. Su condición de actor y testigo lo autoriza a interrumpir la gallera decrépita: «Os voy a contar algo. El campo de tiro nuestro se llamaba Matabueyes. Allí llegaban los tanques de Segovia. No había ninguna coordinación, el único que sabía qué hacer era el cura. ¡No teníamos ni agua para afeitarnos!».

Para no quedarse atrás, alguien exagera el volumen de su voz con la clara intención de interrumpir, esa manera de hablar que se parece al derribo y que agota al mismo tiempo que vitaliza. «En el desfile de la Victoria desfilaron 200.000 hombres. Comenzó a las nueve de la mañana y terminó a las ocho de la tarde. Hubo gente... —lo repite tres veces, para abrirse paso en la alharaca y evitar ser interrumpido—. Te digo que hubo gente que marchaba codo con codo para poder entrar, todo completo hasta el Palacio Real».

Pierdo sintonía, un sonido de copas deshilacha las frases. Alzo la vista. En la glorieta de Bilbao el cielo ha oscurecido. Luces de coches encienden y apagan la tarde. Regreso sobre las páginas de una novela que me aburre y que leo por llenar el tiempo hasta la siguiente. He traído muchos libros y compro otros más en mis largos paseos por las calles de Argüelles. Mi café no llega y me impaciento. Enciendo otro cigarro. De pronto vuelven las voces. «Ese soldado de infantería analfabeta ya no existe, Franco los educó». Algo en sus voces parece decir: cuidado con lo que recuerdas. En dictadura vivíamos mejor.

Hay una paz que solo incumbe a la gente muerta. Los sobrevivientes administran el privilegio que pierden los difuntos. Ahora alguien recuerda por ellos, ordena el tiempo según les parece y distribuye la historia como peones alrededor de una partida de ajedrez. Diestros y siniestros se acomodan para sorber su chocolate espeso y zampar sus churros calientes. Saborean el otoño como un tiempo pasado, algo que almacenan en sus vidas, cual despensa histórica.

El pasado: esa cosa que amarillea, como los días de Miguel Hernández. El problema no es lo que se recuerda, sino la autoridad de quien lo hace. Los motivos están de más. Siempre que haya churros habrá democracia, aunque ya no lo noten. Y aunque su taza civil se enfríe, ya no notarán la diferencia, porque alguien vendrá a reponerla. En el Café Comercial las fichas han dejado de sonar, las voces de los cinco hombres también. Todos sorben, hambrientos aún de quién sabe qué.

Octubre, 2006-2018

Recoletos

Cada vez que subo por el Paseo de Recoletos las veo. Aún no he logrado entender por qué aparecen. He llegado a pensar que Cibeles las conduce hasta aquí. No creo que una diosa que atraviesa Alcalá en un carro tirado por leones tenga algo que ver con esto, aunque tampoco sé si es ella la primera y más triste de las mujeres que cruzan hacia Colón. Nunca me he detenido a preguntárselo. A la diosa, quiero decir. Me conformo con que sus leones sigan allí, con la boca bien abierta.

No más atravesar el paso de cebra siento que cruza, como una ola a mis espaldas, un pelotón de altas y espigadas caminantes a quienes alguien debe una explicación. Me parece que salen a la calle no porque quieran obtenerla: lo hacen para olvidar que la necesitan.

Es difícil caminar entre mujeres tristes. Nunca se sabe si uno encabeza la marcha o huye de ellas. A veces es mejor no preguntarse quién lleva la delantera. Mucho menos en Madrid, tan poco propensa a la mala educación sentimental. Pero no miento: así como hay fantasmas en el Palacio de Linares, existen mujeres tristes cual amasijos de botones y amuletos. Existen. Las he visto, las veo caminar perdidas mientras el letrero del edificio Metrópolis tartamudea sobre la noche de Alcalá. Se las suele reconocer por ese sonido de pato perdido en la tela de sus faldas, por la curvatura infantil de los ojos delineados, el flequillo infaltable o esas uñas trasquiladas por dientes nerviosos. Todas visten igual y hasta podría pensarse que sus ojos son los mismos. Nada puede detenerlas. Se las ve cruzar las calles, atravesar un metro, dejar olvidado un periódico, cambiar de dedo sus opacos anillos o ajustar los cascos de su MP3. Son pasajeras de cabelleras grasosas y cejas dispares. Su silencio no tiene consecuencias. Si dejasen de hablar para siempre, nadie se enteraría.

Otras, en cambio, regresan de otro tiempo; se atornillan en la esquina de Correos a la espera de taxis que nunca viajan libres. Se mantienen de pie como un recuerdo relavado. Y a mi mente vienen por igual suicidas y sobrevivientes, jóvenes y viejas, criaturas viajeras que parecen flotar en el ambiente, como ensartadas por la diosa y su carruaje.

Si me tocara cruzar la calle junto a ellas preferiría esperar al próximo turno, no sea que su paso me lleve, que al darme la vuelta descubra un parentesco, un lunar que nos delate y acerque. Pero de las mujeres tristes no se huye, tampoco de los árboles pelados o de las lluvias. Ha de ser por eso que, a veces, siento que una ola empuja mis pasos, descose los botones de mi abrigo y descuelga mis propios amuletos. Es ese viento de las mujeres tristes. Son los leones; acaso la diosa. Es esta manada que atraviesa Recoletos.

Octubre, 2006-2018

Bésame, bésame mucho

En la estación de Sol, en el último vagón del andén en dirección Legazpi, un matrimonio rumano se apea como puede para hacerse espacio en la trajinada conexión de las ocho de la tarde. El hombre, moreno y curtido como un pan duro, sostiene un pesado acordeón de teclas de mármol; la mujer, de unos 70, mueve sin ganas una pandereta que servirá para recoger después —si los hay— unos céntimos. La anciana canturrea con aspecto de virgen ortodoxa. El «Bésame mucho» más mendigo de la historia ha terminado de sonar. A ellos no les importa que nadie los mire, así como a los pasajeros tampoco parece importarles que ellos se bajen o permanezcan. Si se callan, bien; si no, da lo mismo. Como sentía el público con aquel hombre del piano de Bukowski, yo también preferiría que abandonaran el vagón.

Dos chicos de 17 o 18 años, despatarrados en los asientos, examinan la pulcritud de su engominada cresta mohicana. Emparejan los pellejos de sus manos con los dientes, se acicalan y miran en el espejo, cambian sus anillos dorados de sitio, chocan sus zapatos al ritmo de la melodía que se desprende de los audífonos. La pareja de quinquis —la primera palabra que aprendí y con la que mientan a los jóvenes por lo general maleducados, ostentosos y zafios de la periferia— está bastante ocupada en pasar revista a su ropa deportiva. Y así, muy echados y coquetos, parecen decirle al resto del mundo: yo también tengo poder adquisitivo. A su lado, una pareja ecuatoriana discute si el modelo RZA o el Nokia; si Orange o Amena. El móvil es un asunto de hidalguía, un galón en la escala social. Una redención; y eso que entonces no existían las pantallas táctiles. Para entretenerse había que resignarse al parloteo de toda la vida.

El matrimonio rumano sigue en lo suyo: atormenta al vagón de un extremo al otro. «Crecen los inmigrantes que cobran el paro», dice el titular de un arrugado ejemplar de El Mundo que alguien ha olvidado en el asiento. Según datos del Ministerio de Trabajo, el 5,79 % de los ciudadanos que perciben la prestación por desempleo proviene de otros países. La cifra, cercana a las 80.000 personas, es cuatro veces mayor a la que se registró en 2004. El editorial del periódico condena la laxitud de la política de inmigración del actual Gobierno —ay, caramba, en los años siguientes esa frase habría sido equivalente a darse un baño en una paila de aceite hirviendo—. En la sección internacional, un alcalde italiano sonríe como si levantara una copa de ping-pong. Su ofrecimiento de un bono de productividad de 500 € para aquel ciudadano que denuncie a un inmigrante ilegal ha sido recibido con beneplácito en su localidad. En este vagón corren aún los días de un tiempo que andaba desdeñoso y con ganas de dilapidarse a sí mismo.

El hombre con rostro de pan duro canta «El día que me quieras», los ecuatorianos siguen enfrascados en la dialéctica Amena-Orange y yo me llevo las manos a los bolsillos. Todo en santa paz. «No vas a tener casa en la puta vida», asegura una pegatina que alguien, diligentemente, se ha encargado de colocar en la ruta de la salida para promocionar una protesta el próximo fin de semana. Gran Vía será el punto de encuentro de la protesta. Las líneas cuatro y cinco están llenas de ellas. Un fin de fiesta se olía en el ambiente. Tras el sonido del silbato, las puertas del vagón se cierran. Los rumanos se alejan, pierden fuerza en el ronco túnel de la estación. Yo, en cambio, he perdido el tren a Argüelles.

Octubre, 2006-2018