Si por mi padre fuera, mi vida entera estaría en vídeo.
Con cualquier cosa que hago, coge el teléfono y le grita a mi madre:
—¡Opal! Rafe está comiendo cereales. Esto hay que filmarlo.
Dice filmar como si, en vez de un iPhone, tuviera todo un equipo de rodaje grabándome.
Por eso, en cuanto aparcó su Saturn Vue híbrido frente a un enorme edificio de piedra y bajé del coche para observar mi nuevo hogar por primera vez, no me sorprendió que lo primero que hiciera fuera coger el móvil.
—Haz como si acabaras de llegar a casa después de estar tres años en el extranjero con el ejército —dijo con el ojo izquierdo oculto detrás del teléfono—. Haz cabriolas.
—No creo que los soldados hagan cabriolas —le dije—. Y no.
—Valía la pena intentarlo —contestó.
El que caso es que nadie ve esos vídeos. Le he visto grabar horas y horas, pero nunca le he visto mirando ninguno de sus vídeos, ni tampoco ha cumplido su amenaza de subirlos al «Feisbus», como él lo llama.
—Como no guardes ese trasto, te lo tiro —le dije—. En serio, ya está bien.
Se apartó el teléfono del ojo y me lanzó una mirada herida, inmóvil sobre sus sandalias de cuero y sus rodillas protuberantes que brillaban bajo el sol.
—No se te ocurrirá tirar a mi niño.
—Papá, tu niño soy yo.
—Ya, bueno, pero tú no grabas vídeos.
Se guardó a su otro niño en el bolsillo y nos quedamos el uno junto al otro admirando la fortaleza de piedra donde dormiría a partir de ahora, la Residencia Este. A nuestro alrededor había familias descargando cajas y maletas en la acera, y chavales estrechándose las manos y chocando los puños como si fueran viejos amigos. Hacía bochorno y el único cobijo que había del sol era un inmenso roble cerca de la entrada principal. Algunos padres estaban sentados en la hierba, observando las idas y venidas de los coches a la residencia. Las cigarras cantaban y zumbaban, y su cacofonía invisible me atronaba el oído interno.
—En Boulder no tenemos nada parecido —dijo papá señalando el viejo edificio, que probablemente se construyó antes incluso de que Boulder fuera una ciudad.
—Y que lo digas —contesté, aunque las palabras casi se me atascaron en la garganta.
Sentí como si los deberes a los que tanto esfuerzo dediqué, como si todos los sobresalientes que saqué hubieran sido por una razón. Y por fin la tenía delante: mi oportunidad para empezar de cero. Aquí, en Natick, podría ser simplemente Rafe. No el extravagante hijo de los chiflados Gavin y Opal, no el chico «diferente» del equipo de fútbol, no el niño abiertamente gay que lo tiene todo clarísimo.
Puede que esa fuera la impresión que yo daba desde fuera. A ver, que sí, salí del armario. Primero con mis padres, cuando tenía catorce años, y después durante mi primer año en el instituto Rangeview. Al parecer era un centro abierto y tolerante, un lugar seguro. Después, hubo una reunión con el equipo de fútbol y ellos también se enteraron. Familia lejana, amigos de amigos… Rafe. Gay.
A nadie le explotó la cabeza. No pegaron, amenazaron ni insultaron a nadie. Bueno, no mucho. Todo fue la mar de bien y eso es genial, pero…
Un día, cuando me levanté, me miré al espejo y esto fue lo que vi:
GAY GAY RAFE GAY GAY GAY GAY GAY GAY
GAY GAY GAY GAY GAY GAY RAFE GAY GAY
GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY
GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY
GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY RAFE GAY
GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY
GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY
GAY GAY GAY GAY GAY GAY RAFE GAY GAY
GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY
GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY
GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY
GAY RAFE GAY GAY GAY GAY GAY GAY GAY
¿Adónde había ido Rafe? ¿Dónde estaba yo? La imagen que veía era tan bidimensional que no me reconocía en ella. Era tan invisible en el espejo como lo fui en el titular del Daily Camera de Boulder del mes anterior: «La historia del gay del instituto».
La verdad es que había muchas razones por las que me había mudado a la otra punta del país para cursar mis dos últimos años en la Academia Natick. Y algunas de esas razones habrían sido difíciles de explicar, digamos, a la presidenta de la Asociación de Padres, Familias y Amigos de Lesbianas y Gays de Boulder, porque ella no entendería que, aunque consiguió hacerle la vida más fácil a un chico gay, ese chico gay quería irse igualmente.
Y menos aún cuando la presidenta de dicha asociación es tu madre.
Así que puede que ocultara un poquito la verdad. Aunque no era mentira que quería entrar en una universidad como Harvard o Yale; eso era cierto. A mamá le preocupaba que un internado masculino fuera un entorno homófobo, pero le enseñé que en Natick no solo tenían una Alianza Gay-Hetero, sino que el año anterior habían invitado a un exjugador de fútbol americano gay a dar una charla. Había un artículo al respecto en el Boston Globe, donde se explicaba que incluso un centro como Natick se estaba adaptando al «nuevo orden mundial», en el que no pasa nada por ser gay. Y así se quedó tranquila. Lo que ella no sabía es que ese lugar iba a darme la oportunidad de vivir una vida sin etiquetas.
La noche anterior, papá y yo habíamos cenado en un restaurante vietnamita de Harrisburg, Pensilvania. Él no se dio cuenta de que, mientras nos comíamos los fideos de celofán y el pollo picado envuelto en lechuga, yo me despedía en silencio de aquella parte de mí: mi etiqueta. Aquella palabra que me definía como una única cosa ante los demás.
Me constreñía. Mucho.
—¿Por qué no me dices a qué le andas dando tantas vueltas antes de que te marees? —preguntó papá.
—Solo estoy reflexionando —le respondí. Estaba pensando en cómo las serpientes cambian de piel cada año y qué genial sería si la gente pudiera hacerlo también. De hecho, eso era lo que yo estaba intentando hacer.
A partir del día siguiente tendría una piel nueva, y esa piel podría tener cualquier aspecto y sería distinta a cualquier otra cosa que hubiera vivido antes. Era como si fuera a renacer. De nuevo. Pero, a ser posible, no como en Daredevil.
Papá abrió el maletero y empezó a dejar mis mochilas y cajas sobre el cálido asfalto. El sudor que se me acumulaba en la frente me caía sobre el labio superior mientras me esforzaba en levantar una caja que había estado debajo de las mochilas. Era un calor húmedo, algo en lo que me fijé por primera vez cuando llegamos al Medio Oeste, quizás a Iowa. Nunca había estado al este de Colorado antes del viaje, pero ahora ahí estaba, a punto de vivir en Nueva Inglaterra.
Tuvimos que hacer cuatro largos y sudorosos viajes por las escaleras hasta el cuarto piso para llevar todas mis cosas al dormitorio. Mi compañero de habitación, un tal Albie Harris (según el correo electrónico que recibí), no estaba, pero en cuanto abrimos la puerta, vimos claros indicios de su presencia. Vaya que sí.
El lado de la habitación de Albie era un desastre, como si hubiera habido un terremoto. La decoración era bastante normalita: suelo de linóleo, dos mesas juntas de madera de imitación y dos armarios blancos a los pies de dos camas individuales de estructura metálica en lados opuestos de la habitación. Pero también había una caja de cereales para niños abierta y cuyo contenido se había desparramado por el suelo. Una almohada sin funda había viajado hasta la otra punta del cuarto y había acabado debajo de mi cama, junto con una camiseta negra, un libro de ciencias y lo que parecían unas gafas con una nariz y un bigote falso. Puede que hubiera llegado un día antes que yo, porque las residencias abrieron justo el día anterior, pero ya había por lo menos cinco latas de refresco debajo y alrededor de su cama deshecha. En el centro del dormitorio había dos maletas abiertas y todavía llenas de ropa que rebosaba en todas direcciones. Sobre su mesa, había un par de walkie-talkies y una especie de radio con un montón de botones. También tenía colgado sobre su cama un póster enorme y amenazador de un coche explotando. En la parte inferior, en letras grandes y sangrientas, podía leerse Survival Planet.
Miré a mi padre con los ojos bien abiertos; él, por su parte, tenía esa media sonrisilla que pone cuando está saboreando algo que podrá usar más adelante. Yo soy de los que siempre guardan gamuzas atrapapolvo de reserva y él me conocía lo suficiente como para saber cuánto me horrorizaba encontrarme en esa zona catastrófica.
Me dejé caer sobre la cama que mi compañero no había tocado. Papá se quedó en el umbral de la puerta, sacó el iPhone y yo solté un quejido.
—La pareja perfecta —dijo mientras tomaba una panorámica con el móvil.
Nada me molestaba más que el hecho de que mi padre tuviera una opinión y que luego encima tuviera razón. Durante cuatro meses, y con más vehemencia durante los 3482 kilómetros que acabábamos de recorrer en coche, me había dicho que me estaba equivocando. Ese habría sido mi momento para negarlo, para insistirle en que el que se equivocaba era él, pero parecía inútil discutir. Si mis padres hubieran podido pagar a mi compañero de habitación para que mi dormitorio nuevo me pareciera el peor hogar posible, ese habría sido el resultado.
Así que me rendí. Puse la cabeza entre las manos y la sacudí exageradamente, como si estuviera muy disgustado.
—Esto no pinta bien —murmuré.
Papá se rio, se sentó a mi lado y me pasó el brazo por encima de los hombros.
—Bueno, las cosas son como son —dijo él, en plan gran filósofo.
—Lo sé, lo sé. Yo tomo mis propias decisiones y vivo con las consecuencias. Soy libre para cometer mis propios errores —contesté.
Él se encogió de hombros y dijo:
—El universo es infinito.
En el idioma de mi padre, eso significa: «Solo soy un tío normal, ¿yo qué sé?». Se puso en pie y continuó:
—¿Quieres que te ayude a instalarte? —preguntó con tono de señor que tiene por delante un viaje de vuelta de 3482 kilómetros y al que ahora mismo le apetece bien poco meter polos en cajones.
—Ya me apaño —le dije.
—¿Seguro?
—Sí.
Papá se acercó a la ventana, así que le seguí. Mi habitación estaba en la parte trasera de la residencia y daba a un enorme césped. Fuera había chicos lanzándose frisbees y congregándose en pequeños grupos. Chicos, todos chicos, la mayoría pijos. Todo muy estilo conservador de Nueva Inglaterra. No era muy distinto de las fotografías que había visto en internet y que fueron las que despertaron mi interés. Aunque sí era muy distinto de lo que podía ver de mi compañero de habitación.
—¿Estás seguro de que este es el lugar adecuado para ti? —preguntó.
—Estaré bien, papá. No te preocupes por mí.
Miraba por la ventana con la vista perdida, como si ese sitio le causara tristeza.
—Seamus Rafael Goldberg. En la Academia Natick. No sé por qué, pero no me suena bien —dijo.
Sí, me llamo Seamus (se pronuncia «Sheimas») Rafael Goldberg. Imagínate tener ese nombre con cinco años. De pequeño me llamaban Seamus y después, hasta que tuve unos diez años, Rafael (que casi era peor). Sobre esa edad decidí que me llamaran Rafe y he insistido en ello desde entonces.
Papá cruzó la habitación, dejándome solo en la ventana, y vi cómo un chaval lanzaba un frisbee a casi cincuenta metros. Hice una mueca cuando vi que papá me apuntaba con la cámara.
—Venga. Un vídeo para tu madre.
Me encogí de hombros y me acerqué al centro de la habitación, justo donde estaban los cereales derramados, y los señalé como si fuera un guía turístico del Gran Cañón. Después, troté hacia la cama de mi compañero de habitación, uní las manos y apoyé la cabeza sobre ellas, como diciendo: «¡Estoy enamorado!».
Con el iPhone aún grabando, volví a la ventana intentando que me saliera alguna pose graciosa. Pero entonces pasó algo raro: noté como un pinchazo en el estómago y me mordí el labio. Yo no soy mucho de arrebatos emocionales, por eso se me hizo tan raro. Pensé que me vendría abajo y que empezaría a llorar, repentinamente consciente de que, en cuanto papá se fuera, no tendría sino desconocidos a mi alrededor. Papá debió de ver algo en mi lenguaje corporal, porque bajó el teléfono, se me acercó y me dio un abrazo empapado de sudor.
—Anda, que vas a ser una estrella aquí, Rafe —me susurró al oído.
Era una de esas cosas que él siempre me decía desde que tenía cinco años y me llevaban a la guardería. Sería la estrella del arenero, sería la estrella de la orquesta de primaria y, ahora, me iba a convertir en la estrella de Natick.
—Te quiero, papá —le dije con la voz un poco entrecortada.
—Ya lo sé. Nosotros también te queremos, hijo. Venga, sal y cómete el mundo —dijo casi tropezándose con la caja de cereales mientras me soltaba y se dirigía a la puerta—. Échate un novio.
Me puse en tensión. Aquello no era exactamente lo que quería soltar a los cuatro vientos durante mi primera hora en Natick. Algunos chavales pasaban por allí, pero nadie se paró ni miró.
—Dale un abrazo a mamá de mi parte —dije, y le abracé una vez más.
—¿Un último vídeo para el camino? —me preguntó, apuntando su iPhone hacia mí otra vez.
Me oculté la cara con las manos, como si fuera un famoso harto de que le hicieran fotos. Algo de verdad había; no porque yo fuera famoso, claro, sino porque estaba hartísimo de estar delante de una cámara.
Cuando eres el hijo gay de Gavin y Opal, siempre te sientes como si alguien te estuviera mirando. No necesariamente con mala cara; simplemente te miran porque hay algo de ti que les resulta interesante y diferente. Pero lo que no sabes es qué están viendo, y eso es algo que puede hacerle perder la cabeza a cualquiera.
Papá pilló la indirecta y se guardó el teléfono en el bolsillo por última vez.
—Adiós, hijo —dijo mientras una sonrisa dulce e inimitable se le dibujaba en el rostro.
—Adiós, papá.
Y me dejó solo en mi nuevo mundo, observando la página casi en blanco que representaba mi lado del dormitorio.
Una cosa que no tuve en cuenta cuando imaginé el mundo idílico de Natick es que la realidad no incluyera aire acondicionado. El edificio era antiguo, supongo. Tenía la ventana y la puerta abiertas de par en par para ver si corría algo de aire, pero eso no ayudaba demasiado a refrescar la habitación sofocante ni a que yo tuviera menos calor. Así que, mientras metía la segunda mochila vacía en el armario, decidí darme una ducha, porque olía como si mi fecha de caducidad hubiera vencido semanas antes. Un chico pasó corriendo por delante de la puerta, pero después oí que sus pasos eran cada vez más lentos hasta que se detuvieron. Volvió. Allí de pie, en mi puerta, vestido con una camiseta de tirantes azul marino, había un chico alto y atlético de cabello negro, ojos azules y unos hombros para morirse.
—Eh, chaval —dijo—. Estamos preparando un partido abajo, ¿quieres…? ¡Hostia!
—¿Qué? —dije mirando detrás de mí.
—Te pareces un montón a Schroeder.
—¿Al de Snoopy?
—¿Qué? No, al chico este, uno que se graduó el año pasado. Era superpopular. Podrías ser su hermano.
—Ah —musité con el corazón a mil.
—¿Soy el primero que te lo dice? —preguntó el chico revelando una hilera perfecta de dientes como perlas.
Le sonreí, deslumbrado por su presencia. Esperaba no haberme puesto colorado.
—Eres el primero en decirme algo. Eres la primera persona que conozco aquí.
—Anda, ¿en serio? Bueno, baja, que vamos a jugar a fútbol americano y nos vendría bien algún jugador más. —Me tendió la mano—. Me llamo Nickelson, Steve Nickelson.
—Rafe Goldberg —contesté.
—¿Te vienes?
—Eh… Claro.
La ducha podía esperar.
Bajamos corriendo las escaleras y, cuando llegamos al césped que había detrás de la residencia, vi a un montón de chicos grandes y fornidos repartidos por el césped pasándose un balón. Aquello parecía un anuncio lleno de tíos buenos.
—A ver —dijo Steve corriendo hacia ellos—. ¿A quién se parece este?
—¿A tu madre? —contestó uno. Entonces, los chicos me miraron y vi un montón de sonrisas.
—Pensaba que nos habíamos librado ya de Schroeder. ¿A qué universidad fue al final? ¿A Tufts? —preguntó un chico de voz profunda y con la cara llena de acné.
—Sí.
—¿Cómo te llamas?
Los comentarios y las preguntas me llegaban tan rápido que no tuve tiempo para fijarme en nada aparte de que estaba delante de un grupo de unos doce chicos, todos robustos y la mayoría muy guapos. Formaban una masa enorme, un concentrado gigantesco de testosterona.
—Rafe Goldberg.
—¡Oh! Eres el nuevo, ¿verdad? ¿De dónde eres? —preguntó un chaval de cabello rubio y fino que lucía una camiseta de skater.
—Sí, soy de Colorado.
—Ya había oído que vendría un alumno nuevo que no era de primero —comentó un chico muy bronceado que llevaba una camiseta de los Patriots del revés—. ¿Juegas?
—Claro.
Apenas si hubo presentaciones, no era el momento. El Chico de Voz Profunda y Acné me tendió la mano y dijo:
—Robinson.
—Rafe —contesté. Nadie más la ofreció.
—Oye, Colorado —dijo Steve—, ¿eres rápido?
—Sí —aseguré.
Aparte de saber esquiar, esa quizá sea mi mejor cualidad, al menos en lo que a deportes se refiere. Soy un jugador de fútbol normalito, y la gente con la que salía en Boulder no era mucho de improvisar partidos. Quizás esta gente sí lo fuera.
Los chicos se dividieron. Mi equipo lo formaban Steve, el chico bronceado con la camiseta del revés (que resulta que se llamaba Zack), un chaval negro y callado que se llamaba Bryce y que vestía una camiseta que ponía «Quiero ir allí», y un tío enorme, Ben, que hacía dos de mí de ancho y tenía unas piernas como bocas de incendio.
—Vosotros empezáis con el balón porque, total, os vamos a dar una paliza igualmente —dijo Steve mientras nos posicionábamos para dar el chute inicial. Yo no sabía demasiado de ese deporte, así que decidí que mi estrategia consistiría en quedarme atrás y observar.
Steve chutó el balón y lo lanzo muy alto y lejos en dirección al otro equipo, que estaba de cara a nosotros. Entonces, todos corrimos hacia un contrario bajo un sol de justicia y envueltos por un aire denso como la miel.
Resultó ser bastante divertido. Los chicos del otro equipo intentaron bloquearnos en cuanto corrimos hacia el que cogió el balón. Un chico alzó los antebrazos hacia el frente cuando me vio correr hacia él, así que intenté esquivarlo. Me golpeó en el pecho con los brazos y casi perdí la respiración. Cuando me volví, vi a Steve echarle las manos encima al chico del balón y la jugada terminó.
Mientras los chavales del otro equipo se reunían, Steve nos dio instrucciones. Se suponía que yo tenía que cubrir a Robinson. Cuando nos pusimos en posición, Robinson me miró y me dedicó una sonrisa burlona. Era más alto y ancho que yo, con unos músculos en las piernas mucho más grandes que los míos, y de su cuello colgaba una cruz. Pensé que, si le pasaban el balón a él, lo que tenía que hacer era tocarlo antes de que se me escapara para que no pudiera marcar un touchdown.
Un chaval alto con la piel blanca como un lirio y el pelo rapado se posicionó en medio del terreno, con dos chicos a cada lado y de cara a nosotros.
—¡Va! —gritó.
Robinson dio zancadas como si fuera un caballo, y yo retrocedí un poco sin perder su cara de vista. De repente sus ojos eran enormes y aceleró hasta dejarme atrás, así que me volví y corrí tan rápido como pude. Oí la voz de Steve gritando en mi dirección y, no sé cómo, supe que tenía que mirar al cielo.
Allí estaba el balón, volando hacia nosotros. Robinson se dio la vuelta y se preparó para recibirlo, pero yo estaba justo a su lado y, una milésima antes de que él saltara, lo hice yo.
He jugado al voleibol. Sé saltar alto y rematar. Con los puños, golpeé el balón con fuerza contra el suelo.
—¡Eh! —bramó Steve mientras corría hacia mí como un loco—. ¡Sí que es Schroeder! ¡Nadie viene y mete esa mierda en mi campo!
Zack se acercó también; los dos tenían una expresión en la cara como si yo hubiera hecho una proeza. La sangre me corría por las venas a toda velocidad y noté cómo los pelos de la nuca se me ponían de punta.
—Esa era la frase de Schroeder —dijo Steve alzando la mano para que se la chocara.
Copié la voz que Steve puso cuando imitó a Schroeder y voceé:
—¡Nadie viene y mete esa mierda en mi campo!
Steve dirigió una mirada a Zack, chocaron los puños y dijo:
—¡Si es que hasta suena como él!
Señalé a Robinson, que trotaba de vuelta hacia sus compañeros de equipo.
—No, no —dije negando con el índice en su dirección. Él me ignoró y siguió a lo suyo mientras Steve y Zack se abrazaban desternillándose de risa.
—Eso sí que es original de Colorado, ¡nuestro Schroeder no lo hacía! ¡Tendremos que llamarte Schroeder Dos!
Durante mi vida, he tenido momentos de gran felicidad. Sin embargo, no podía recordar ninguno que se pareciera a ese. Me sorprendió. Nunca me vi como el tipo de persona que quisiera encajar en un grupo de deportistas, pero ahí estaba, henchido de orgullo porque me habían puesto un apodo.
¿Un deportista? ¿Yo? Lo pensé, lo saboreé. Me hizo sonreír y luego reír un poco. Estaba eufórico. Eso era lo que sentía en el pecho. Euforia. Jamás la había sentido antes.
Mientras disfrutaba de esa sensación, mi vista se posó en Ben y Bryce justo a tiempo para ver que ponían los ojos en blanco. Dejé de sonreír, avergonzado. ¿A qué venía eso? ¿Qué les había hecho? Si yo tan solo me lo estaba pasando bien.
Me recordaron a la GDN de Boulder en versión deportista. La Gente De Negro era un grupito que vestía gabardinas, se quedaba al margen de todo y juzgaba al resto del mundo. ¿Quiénes eran ellos para juzgarme?
A pesar de esto, me lo pasé bien en el partido. La verdad es que fue un alivio que el apodo Schroeder Dos tuviera una muerte rápida cuando vieron que recoger pases no era lo mío. Steve me hizo dos pases seguidos: en el primero, el balón se me resbaló de las manos; en el segundo, el balón me pegó en el pecho y rebotó a otro lado. Pensé que había faltado poco, sobre todo en el segundo, pero no sirvió para nada y el apodo cayó en el olvido. Mejor. Habría sido otra etiqueta que me definiría.
—Bien —dijo Steve en la piña que habíamos hecho para preparar el último ataque, empatados a puntos—. Colorado, haz un buttonhook de diez pasos. Zack, tú ve directo a la izquierda. Benny, afuera y adentro. Bryce, listo para marcar. ¿Entendido?
Las otras veces, Steve había dibujado las jugadas con el dedo sobre su mano, pero esta vez no nos ayudó con gestos. Yo no tenía ni idea de qué debía hacer, así que después de que todos gritáramos «¡Vamos!», di unos golpecitos sobre el inmenso hombro izquierdo de Ben el Idiota.
—Hum… ¿Qué es un buttonhook?
Me miró con cara rara y, después, puso la palma de la mano hacia arriba y me dibujó la jugada: una carrera (diez pasos, supuse) y luego un giro.
—Gracias —le dije forzando una sonrisa—. Te debo una.
Él inclinó ligeramente la cabeza y se fue al lado opuesto de Steve. Yo me fui a la izquierda, me puse delante de Robinson y, cuando Steve comenzó la jugada, corrí diez pasos y me di la vuelta.
El balón llegó a mi cara de inmediato. Me dio en toda la nariz justo cuando estaba alzando las manos. Demasiado tarde. El dolor que sentí me dejó sin aliento. El esférico pasó rozándome la mano izquierda después de rebotar sobre mi nariz; conseguí recomponerme y aparté con decisión los brazos del cuerpo.
Allí tenía el balón, en la punta de los dedos. Después de algunos malabarismos, conseguí tomarlo en mis manos, lo apreté contra el pecho y empecé a correr.
—¡Corre, que solo te ha tocado con una mano! —oí que gritaba Steve, y aceleré en dirección a la zona de anotación del equipo contario. Una vez que cogí el ritmo, sabía que Robinson no podría alcanzarme.
—¡Touchdown! —vociferó Steve.
Planté el balón tal y como había visto hacer a jugadores profesionales por la tele, y como había visto hacer a algunos de los otros chicos. Después hice un bailecito, porque hay que bailar cuando marcas, todo el mundo lo sabe. Fui adelante y atrás, levantando y bajando los hombros con gracia.
—¡Sí que tiene ritmo el tío! —dijo Steve cuando se acercó a darme una palmada en la espalda.
Me volví hacia él para decirle algo, pero entonces noté la sangre.
—¡Hostia! —exclamó Steve, y los demás compañeros del equipo se acercaron.
—Tiene mala pinta —comentó Bryce.
—Estoy bien —dije.
La verdad es que bien no estaba, pero no me apetecía interrumpir mi celebración ni por una emergencia médica. Ben me cogió del hombro:
—Tendríamos que llevarte a la enfermería. Puede que esté rota.
—Qué va —dije apartándome—. La nariz me sangra solo con mirarla. No pasa nada.
Me miró a los ojos. Los suyos eran de un azul translúcido. Parecía amable y no quería apartar la mirada. Me di cuenta de que no ser el chico gay aquí me daba más acceso; en Boulder, se suponía que no debía mirar a los deportistas a los ojos. Era un acuerdo tácito: ellos me aceptaban y yo no les incomodaba con contacto visual. Aquí no había ningún acuerdo así. Ben pestañeó, yo pestañeé y, cuando aquello empezó a parecer demasiado íntimo, miré hacia otro lado.
Aquel resultó ser el touchdown de la victoria. Las últimas jugadas las pasé con la nariz sangrando y, cuando terminó el partido, Bryce se me acercó y me dio unas toallas de papel.
—Gracias.
—Nada —contestó él sin entonación alguna. Con cierto aire de superioridad, se empezó a marchar con Ben y me dejó con Steve y Zack.
Volvimos juntos a la residencia, y me preguntaron si luego quería cenar con ellos.
—¡Y tanto!
Y volví a mi habitación con una nariz ensangrentada y una sensación exultante en el pecho que era totalmente nueva para mí.
Decir que en Boulder me habría gustado sentarme a comer con los deportistas no es del todo cierto. A ver, me lo pasaba muy bien con mi mejor amiga, Claire Olivia. Nos reíamos mucho y, a veces, de los deportistas. Pero debo admitir que me preguntaba cómo sería estar en la cima de la cadena alimentaria.
En mi primera noche, pude vivir la versión de Natick de lo que me había estado perdiendo.
—Es tu primer día, ¿eh? Te ha tocado uno bien caluroso —dijo Steve.
Yo estaba sentado en una mesa con ocho chicos; todos habían jugado en el partido de antes. La nariz ya no me sangraba y lo único que me pasaba era que estaba de los nervios. ¿Y si decía algo que no debía?
—Ya ves —dije mientras le daba un bocado a una hamburguesa más que decente.
—Un calor de la hostia —dijo otro chico con la cara redonda.
—¿Hace calor en Boulder? —me preguntó el Chico con la Camiseta de los Patriots.
—En verano.
—Seguro que os nieva mucho allí —comentó Zack.
—Sí, en invierno. Un montón.
—Aquí también nieva, pero seguramente no tanto como allí —dijo otro chico.
Sus amigos del Canal Meteorológico les han ofrecido esta conversación, oí que decía la voz de Claire Olivia que vive en mi cabeza. Frené el impulso de preguntarles si todos ellos estaban estudiando para ser hombres del tiempo.
—Seguramente —dije.
—Hace un par de años fui a esquiar por allí con mi familia. A Vail —dijo Steve.
—Vail está muy bien —dije—, pero yo soy más de Eldora.
Nadie parecía saber qué era Eldora, porque nadie dijo nada al respecto.
—Has pasado de los Rockies a los Red Sox —dijo uno de los chicos, y yo me reí. No sé mucho de béisbol, pero sé lo suficiente como para saber que los Rockies son malísimos, siempre lo han sido y siempre lo serán.
—Ya te digo —dije sonriendo, y un par de chicos rieron. Entonces, empezaron a chincharme con que los Red Sox ganaron a los Rockies en la Serie Mundial de 2007, pero yo me lo tomé bien. Nunca nadie me había chinchado con un tema de deportes. Me gustaba.
—Bueno, ¿y qué hacéis por aquí para amenizar los ratos libres? —pregunté para cambiar de tema. No sé por qué me puse finolis de repente, pero en cuanto me oí me arrepentí porque sonó superraro y estaba seguro de que empezarían a tomarme el pelo. Primer strike, Rafe.
Pero Zack solo dijo:
—Deberes. Echar partidos. En otoño, los domingos son de los Patriots. Los sábados por la noche los dedicamos a salir con las chicas de Joey Warren.
Me explicaron que Joseph Warren era el instituto público y que estaba justo al lado opuesto del estanque Dug. Asentí y dije:
—Mola.
Intenté imaginarme formando parte de un grupo de chicos que los fines de semana se dedica a ligar con chicas del instituto público. Me resultaba difícil de concebir, pero yo estaba dispuesto a intentarlo. No lo de ligar, solo lo de ir en cuadrilla.
—¿A quién tienes de compañero de habitación?
—A Albie. Albie Harris.
—Vaya, hombre —dijo Zack—. Qué mala suerte.
Asentí y le di un sorbo a mi refresco.
—Sí, ya hemos tenido un encontronazo. Pero parece buen tío, y su amigo Toby también.
—Son un poco… distintos… con ese rollo paramilitar —dijo Steve. Me di cuenta de que estaba siendo educado porque yo era nuevo, y lo agradecí.
—Sí. Estaba intentando averiguar si iban en serio o en plan coña —dije.
Los chicos siguieron comiendo; nadie parecía tener una respuesta. Debatieron y bromearon sobre un tal Jacoby Ellsbury, que al parecer era un jugador de los Red Sox. Yo me limité a escuchar y me preguntaba si sería posible ser parte de un grupo cuando realmente no contribuyes nada, pero a la vez me lo estaba pasando bien. Era algo totalmente nuevo para mí, y me sentí como un antropólogo estudiando otra cultura.
Cuando empecé a atacar mi brownie, Steve me preguntó si ese año iba a jugar al fútbol. Natick era demasiado pequeño como para tener un equipo de fútbol americano (eso ya lo sabía gracias a mi investigación).
—Sí, de centrocampista —dije.
—Mola —contestó—. Tu velocidad nos vendrá bien.
Asentí.
—¿Estás en forma? —me preguntó.
—Pues no sé.
—Más te vale, que aquí el fútbol es una religión —dijo Steve mirándome directamente—. Si juegas bien, no tienes de qué preocuparte. Si no juegas, no importas. Y perder no es una opción. Tienes que echarle cojones y dar un ciento veinte por ciento. El año pasado nos quedamos con diez victorias y tres derrotas. Perdimos las eliminatorias contra Belmont. Este año tenemos que hacerlo mejor.
Él parecía estar esperando a que yo dijera algo, así que contesté afirmativamente intentando sonar como un coro de niños, todos iguales:
—Sí, mmm, ajá, ajá…
Un poco raro. Tendría que pulir esas cosas. Segundo strike.
—Algunos de nosotros —empezó un chico a mi izquierda— tenemos que meternos caña este año, porque, si te digo la verdad…
—Ay, no —solté sin pensar.
La conversación se detuvo, igual que mi corazón durante un momento.
—¿Cómo que «ay, no»? —preguntó Steve levantando una ceja.
Todo el mundo me miraba. Me di cuenta de que Steve era el líder. ¿Quizás no se le podía cuestionar? Intenté no tartamudear:
—Eh… De donde vengo, tenía este rollo divertido con mi… colega —dije sin especificar que mi colega era una chica, porque imaginé que eso no encajaría mucho con el grupo—. Era como que, cada vez que alguien dice «si te digo la verdad», mejor sal por patas, ¿sabes? Porque, en toda la historia del mundo, nadie ha dicho nada bueno después de esas palabras. Nunca es: «Si te digo la verdad, acabas de decir algo muy inteligente». O: «Si te digo la verdad, te huele el aliento a menta fresca». Es como una forma educada de decir: «¿Te importa si ahora te insulto?».
La mesa se quedó en silencio. Los chicos se miraban entre sí. Ese era el tipo de coñas que tenía siempre con Claire Olivia, y ahora me daba cuenta de por qué no nos sentábamos con los deportistas. No es que fueran mejores que nosotros, es que simplemente no nos reíamos de las mismas cosas. Y yo estaba en plan: tercer strike, eliminado. Me voy a buscar la mesa de los raritos. ¿Dónde están Toby y Albie?
Entonces Zack empezó a descojonarse:
—Si te digo la verdad —le dijo al chico de mi izquierda—, deberías dejar de jugar al fútbol.
—Si te digo la verdad —le contestó ese chico—, tu madre debería dejar de llamarme.
—Si te digo la verdad —dijo otro—, creo que necesitas medicación para el acné.
—Si te digo la verdad, creo que deberías comprarte una novia hinchable.
Al poco, todos estaban partiéndose de risa. Incluso Steve sonreía viendo como todos se decían las verdades a la cara. Una oleada de alivio me envolvió, y me di cuenta de que esa gente me caía realmente bien. No me había reído tanto con un grupo de chicos desde… Bueno, jamás me había reído tanto con un grupo de chicos.
Mi móvil empezó a vibrar. Le eché un ojo y vi que era Claire Olivia. No habíamos hablado desde que llegué al campus, y sabía que debía contestar.
Rechacé la llamada en silencio.
—¿Quién te llamaba? —preguntó Steve.
—Si te digo la verdad, nadie importante. —Sonreí.
El segundo invento jodido llegó esa misma noche, después de cenar, cuando fui a mear. Me encontré con Ben, el tipo enorme que durante el partido me había dedicado un desaire con su colega Bryce. Ellos no se habían sentado con nosotros para cenar.
Conozco el protocolo de los urinarios. Para empezar, nunca se dice más de un «hola» a otro tío cuando está meando. Es una cortesía básica. Pero yo nunca me había divertido tanto en un solo día y, ahí estábamos, dos deportistas meando el uno al lado del otro. Lo único que quería era seguir con el buen rollo, así que rompí la regla de oro:
—¿Qué tal?
Por el rabillo del ojo, pude ver que miraba al techo.
—Bien —contestó.
Silencio.
—El partido ha estado bien —dije.
—Sí.
Silencio otra vez.
—Se supone que no hay que hablar en los urinarios —dije como un loco—. Lo sé, de verdad. Estoy rompiendo las reglas.
Él se rio:
—Eres un rebelde.
Estaba tan agradecido de que me hubiera dicho algo más que un monosílabo que me volví hacia él. Quizás no fuera la mejor idea.
—Tío —dijo retrocediendo un poco—. ¿En serio?
Miré al frente tan rápido como pude mientras la cara entera se me ponía colorada.
—Lo siento.
Ben respiró hondo:
—No me has mojado, pero vamos, eso es lo de menos.
—Lo siento muchísimo, de verdad. No sé cómo se me ha ocurrido.
Seguimos meando el uno al lado del otro en silencio. No hay color que defina cómo debía de tener la cara. Era el momento de realizar un control de daños. Un control de daños muy amplio.
—Tengo un problema con la orina —solté intentando hacer un chiste; quería que sonara como si estuviera diciendo «tengo un problema con la bebida». Pero en cuanto las palabras me salieron de la boca, me di cuenta de que se podían malinterpretar.
—Ah —dijo él.
—Lo decía en plan «problema con la bebida». Pero no te pienses que bebo orina o algo raro.
—Ya… —dijo Ben con voz muy baja.
La situación era tan horrible que no pude evitarlo y me empecé a reír:
—¡Esta es la peor meada de la historia!
Eso le hizo reír y yo me sentí un poco mejor.
—Creo que nunca había dicho tantas estupideces juntas. Guau.
Tenía lágrimas rodándome por las mejillas. Ya me había abrochado y estaba allí parado. Ben se subió la cremallera, tiró de la cadena y dijo:
—Bueno, supongo que debería decir que ha sido un placer, pero mejor lo dejamos en que ha sido muy raro conocerte. Te daría la mano, pero…
—Ya.
Ambos fuimos al lavabo a lavarnos las manos.
—Es que ha sido un día raro —dije—. Es mi primer día en un internado y…
—No sabes mear en público. Lo entiendo.
—Ya me entiendes.
—Sí —dijo Ben mientras sacaba unas cuantas toallas de papel del dispensador.
—Supongo que me siento un poco fuera de lugar. Es difícil.
—Todos estamos fuera de lugar a nuestra manera.
Cogí una toalla de papel del dispensador y dije:
—Qué profundo.
—Sí, profundísimo —dijo Ben con sonrisa contrita.
—Lo digo en serio —dije mientras seguía secándome las manos ya secas—. Me gustan esas cosas.
Él apartó la mirada y yo aparté la mía. La situación se había vuelto rara otra vez y era culpa mía.
—¿Sabes? —dije, totalmente consciente de que la conversación había terminado, pero negándome a reconocerlo—. Tengo el compañero de habitación más raro del mundo. Albie.
—Ah.
—Tiene una radio de policía y un póster de rollo apocalíptico. Me tiene superdescolocado. ¿Es un paramilitar o algo?
—Creo que es un paramilitar irónico.
Yo me reí y Ben pareció satisfecho.
—La verdad es que no me emociona que mi compañero sea tan especialito. No creo que ayude mucho a mi reputación.
Ben hizo una mueca leve, como si le hubiera dado un bocado a algo que no le gustaba.
—Buena suerte con eso —dijo mientras tiraba su toalla de papel—. Adiós.
—No quería decir que… —empecé, pero él ya había salido por la puerta.
Y yo me quedé en plan: ¿Podemos mear juntos por primera vez otra vez?
Guau, pensé mientras subía los escalones de dos en dos hacia mi habitación y mantenía la presión sobre la nariz con las toallas de papel. Ahí estaba yo, dos horas después de haber iniciado mi aventura en Natick, y ya llevaba puesta la piel totalmente nueva con la que había fantaseado. Rafe, el Deportista.
Me sentía cojonudamente, la verdad.
Nada podría joderme el invento ahora, pensé, pero acto seguido me arrepentí. Cualquiera que haya visto una película de Hollywood sabe que ese tipo de pensamientos conducen directamente a que se jodan los inventos.
Y, efectivamente, llegó el primer invento jodido.
La puerta de mi habitación estaba abierta y eché una ojeada. Dentro vi a un chico bajito y rechoncho, vestido con una camiseta negra, que estaba deshaciendo las maletas que antes estaban tiradas en medio del cuarto. Estirado en el espacio que habían ocupado en medio del jaleo de latas de refresco y cereales, había un chico delgaducho y pelopincho. Estaba de espaldas a mí, con las manos detrás de la cabeza como si hubiera estado haciendo abdominales. Hice presión sobre la nariz con las toallas de papel y luego les eché un vistazo. Todavía sangraba bastante.
—Atención, pregunta —dijo el chico del pelo tieso—. Una banda de niños de seis años va por la calle y te ataca. ¿Contra cuántos podrías defenderte?
Me quedé en el umbral; aún no me habían detectado. Aparte de la zona catastrófica que era el centro de la habitación, me alegré de ver que, por lo menos, las cosas se iban guardando. La pila de lo que parecían solo camisetas negras estaba alcanzando una altura considerable sobre la cama del chico bajito. Abrió un cajón del armario que había al lado de su cama y empezó a llenarlo de camisetas.
—¿Tienen armas? —preguntó.
—No, solo los puños —respondió Pelopincho.
—Entonces cuatro, seguramente. Dos de ellos podrían cogerme de las piernas, pero aún tendría los brazos. Si cada uno me cogiera de una extremidad, no tendrían a nadie para castigarme el torso. Podrían inmovilizarme, supongo, pero sobreviviría.
—Sí —comentó Pelopincho—. Cuatro, seguramente. Me gusta pensar que yo podría con cuatro también. Sé que, si fueran cinco, sería un marrón.
—¿Y si tuvieran armas? —preguntó Rebolludo.
Crucé los brazos y me apoyé sobre el marco de la puerta, que crujió bajo mi peso. Los dos chicos se giraron y me miraron.
—¿Por qué tienen una banda esos críos de seis años? —pregunté mientras me limpiaba sangre de la nariz.
Pelopincho me examinó de arriba abajo.
—Porque tienen malos padres —contestó—. Sus padres son yonquis de las anfetas y los críos no tienen adónde ir por la noche, así que van por la calle buscando follón.
Rebolludo metió baza:
—También por la presión social. Tienen hermanos mayores que están metidos en bandas de niños de ocho y nueve años.
Asentí mientras doblaba las toallas de papel para tener un trozo limpio en contacto con la nariz.
—Ya, la presión social es dura. ¿Y quieren hacerte daño de verdad o solo van de chulos?
—Es chulería, más que nada —dijo Pelopincho—. Es como una iniciación.
Si esos tíos fueran a Rangeview, pensé, serían de los que se entrenan para un futuro apocalíptico: vestirían con ropa militar, saldrían por los campos de tiro y verían programas sobre pescadores que murieron intentando pillar cangrejos y tal. Normal que uno de ellos tenga un póster de un coche explotando.
—¿Qué tiene que hacer un niño de seis años para convertirse en el líder de la banda? ¿Derribar un supermercado de Lego?
Rebolludo me echó una miradita y dijo:
—No seas ingenuo. Es un tema de fuerza, de supervivencia del más apto. El más duro se convierte en líder, rollo El señor de las moscas.
Pelopincho se incorporó y se giró hacia mí. Mientras se restregaba un grano que tenía en la mejilla, puntualizó:
—En El señor de las moscas hay una pelea a muerte por ser el líder.
—Ajá —dije, y después todos nos quedamos en silencio.
—¿Eres Rafe? —preguntó Rebolludo.
—Sí.
—Yo me llamo Albie y este es Toby.
—Qué tal —saludé mientras entraba y me sentaba en mi cama—. Tienes una radio con un montón de botones.
—Es una radio con frecuencia de la policía. La información es poder —dijo Albie—. Tú tienes sangre en la nariz y las piernas llenas de barro.
—Fútbol americano.
Albie y Toby intercambiaron una mirada.
—Qué bien —dijo en un tono que quería decir «qué mal».
—Veo que tú no estudias para dedicarte al mundo de la limpieza, ¿eh? —dije observando la habitación.
—Pues no. ¿Es que eres un obseso del orden?
—Qué va —dije, aunque me di cuenta de que en realidad sí que lo era, porque con solo ver el cuarto tuve el impulso de ir a comprar una aspiradora. O un mayordomo, directamente—. Tienes un montón de camisetas negras.
—Gracias.
—Albie se compra la ropa en una tienda para camareros —dijo Toby.
—Ja, ja, qué gracioso —respondió Albie—. Y tú compras la tuya en la tienda de «A mí no me contratarían ni como limpiamesas porque tengo antecedentes».
—Qué bueno —rio Toby.
—¿Y bien? —dije—. ¿Qué debería saber sobre Natick?
Los dos chicos cruzaron las miradas otra vez.
—¡Huye bien lejos, insensato! —exclamó Toby.
—No será para tanto. Además, acabo de llegar de bastante lejos. Soy de Colorado.
—Bueno, entonces supongo que dependerá de qué tipo de persona seas —dijo Albie.
El antiguo Rafe lo habría dejado correr, pero realmente sentí que necesitaba una explicación.
—¿Por qué tengo que ser un tipo de persona en concreto?
Él me miro de arriba abajo de forma muy obvia.
—A ver, no tienes que serlo, pero lo eres.
Cogí otra toalla de papel que había en mi escritorio y me la puse contra la nariz.
—Ajá, ¿y qué tipo de persona soy? —dije cruzándome de brazos y sacando un poco de pecho.
—Supongo que un deportista pijo —dijo Albie.
—Y eso… ¿es malo?
Albie se encogió de hombros.
—Que una polilla se te meta en el oído y se te aloje en el cerebro es algo malo. Ser un deportista pijo es… no sé. Algo.
—Algo malo, quieres decir.
—Bueno, no es tener una polilla en el cerebro, pero, sí, es bastante lamentable.
—¡Joder, Albie! —exclamó Toby.
—Bueno, él ha preguntado.
Quizás fuera por la adrenalina del partido y porque me sangraba la nariz. O quizás fuera simplemente por la ironía de que, cuando por fin me etiquetaban como algo normal y aceptable, tenía un pringado por compañero de habitación dando por saco.
—Veo que tú eres el tipo de persona a la que le gustan los coches explotando y las radios policiales. ¿Estás con un grupo paramilitar?
—Sí. Eres un genio, estoy con los paramilitares. Será mejor que duermas con un ojo abierto.
—Friki —murmuré.
—Republicano —respondió él.
¿Republicano? ¿Yo? Me imaginé a mi madre con la cabeza explotando, literalmente. La cara se me empezó a poner roja y Albie se volvió hacia mí. No tenía expresión alguna, pero noté un leve movimiento de cejas. ¿Miedo? ¿Le doy miedo? Nadie me había tenido miedo antes, al menos físicamente. Sentí como si me hubiera metido en una dimensión totalmente nueva. Toby se puso entre nosotros y casi me puse a reír, porque yo estaba en plan: ¿Qué? ¿Nos vamos a pegar o algo?
—¿Es cosa mía o aquí hay mal rollo? —preguntó Toby—. A ver, chavales, hagamos lo siguiente. —Se acercó a Albie y le puso la mano en el hombro—. Tú vas a dejar de ponerte a la defensiva con la gente que no se lo merece.
Albie retiró el hombro por un momento, pero luego cedió y asintió.
Toby vino hacia mí. Estaba increíblemente delgado y tenía partes del cabello de color platino. Si estuviéramos en Boulder, no habría habido duda alguna de que era gay. Pero, al fin y al cabo, ¿quién era yo para etiquetar a nadie?
—Y tú. Tú vas a retirar eso que has dicho de los paramilitares y no volverás a decir nada negativo sobre ese póster cojonudo, que resulta que es del mejor programa de la historia de la televisión.
—¿Survival Planet? No me suena.
—Mira, en eso te podemos ayudar. —Toby me apretó el hombro y yo me sonrojé. Sí, seguramente era gay. Y para nada mi tipo.
Respiré hondo antes de contestar:
—Quizá debería verlo. Siempre estoy abierto a cosas nuevas.
Miré a Albie; había dejado de deshacer las maletas y estaba de pie mirando por la ventana. Se le veía triste. Pensé en lo que había dicho, lo de llamarle friki. Eso no entraba en lo que había imaginado que sería mi primera conversación con mi nuevo compañero de cuarto.
—Oye, Albie —dije—