RAFAEL ARGULLOL

LA RAZÓN DEL MAL

ACAN

ACANTILADO

BARCELONA 2020

CONTENIDO

IIIIIIIVVVIVIIVIIIIXXXIXIIXIIIXIV

I

Primero hubo vagos rumores, luego incertidumbre y desconcierto; finalmente, escándalo y temor. Lo que estaba a flor de piel se hundió en la espesura de la carne, atravesando todo el organismo hasta revolver las entrañas. Lo que permanecía en la intimidad fue arrancado por la fuerza para ser expuesto a la obscenidad de las miradas. Con la excepción convertida en regla se hizo necesario promulgar leyes excepcionales que se enfrentaran a la disolución de las normas. Las voces se volvieron sombrías cuando se constató que la memoria acudía al baile con la máscara del olvido. Y en el tramo culminante del vértigo las conciencias enmudecieron ante la comprobación de que ese mundo vuelto al revés, en el que nada era como se había previsto que fuera, ese mundo tan irreal era, en definitiva, el verdadero mundo.

Y, sin embargo, antes de que los extraños sucesos se apoderaran de ella, se trataba de una ciudad próspera que formaba parte gozosamente de la región privilegiada del planeta. Era una ciudad que, a juzgar por las estadísticas publicadas con regularidad por las autoridades, podía considerarse como mayoritariamente feliz. Se dirá que esta cuestión de la felicidad es demasiado difícil de dilucidar como para llegar a conclusiones. Y, tal vez, quien lo diga tenga razón si se refiere a casos individuales. Pero no la tiene en lo que concierne al conjunto. Nuestra época, quizá con una determinación que no se atrevieron a arrogarse épocas anteriores, nos ha enseñado a reconocer los signos colectivos de la felicidad. Por lo demás son fáciles de enunciar y nadie pondría en duda que tienen que ver con la paz, el bienestar, el orden y la libertad. La ciudad se sentía en posesión de estos signos. Los había conquistado tenazmente y disfrutaba, con legítima satisfacción, de que así fuera.

Naturalmente también tenía zonas oscuras, paisajes enquistados en los repliegues del gran cuerpo. Pero ¿qué ciudad, entre las más dichosas, no los tenía? Eso era inevitable. No alteraban la buena apariencia del conjunto. Hacía ya tiempo que se sabía que los focos malignos debidamente sometidos a la salud general perdían eficacia e incluso, bajo la vigilancia de un riguroso control, podían ejercer una función reguladora. Por fortuna habían quedado muy atrás las inútiles aspiraciones que pretendían extirpar todas las causas del desorden social. Una ciudad ecuánime consigo misma sabía que la justicia ya no consistía en hurgar en las heridas sino en disponer del suficiente maquillaje para disimular las cicatrices.

Si el ojo de un dios centinela de ciudades hubiera posado su mirada sobre ella seguramente habría concedido su aprobación: la ciudad creía haberse hecho merecedora de un honor de este tipo en su afanosa búsqueda del equilibrio. Orgullosa de su antigüedad, se había sumergido con entusiasmo en las corrientes más modernas de la época. Pobre, y hasta miserable, durante siglos, había sabido enriquecerse sin caer en la ostentación. Abierta y cosmopolita, había conservado aquellos rasgos de identidad que le permitían salvarse del anonimato. Al menos esto es lo que opinaban muchos de sus habitantes, y bien podría ser que, en algún sentido, fuera cierto. Antes, claro está, de que las sombras de la fatalidad se arremolinaran sobre su cielo dispuestas a soltar su inquietante carga.

Antes de que esto sucediera la vida circulaba con fluidez por las venas de la ciudad y nada presagiaba ningún cambio. Un análisis clínico habría reconfortado al paciente con resultados tranquilizadores. Los datos se ajustaban a las cifras de referencia. Algunos coeficientes presentaban pequeñas oscilaciones hacia los máximos o los mínimos aconsejables pero, más allá de estas ligeras anomalías, susceptibles de ser corregidas con facilidad, el balance reflejaba una incuestionable normalidad. Y este diagnóstico de normalidad, pensaban casi todos, debía ser mantenido a toda costa.

Verdaderamente no había ningún motivo importante para el desasosiego. Las crónicas del pasado no contenían momentos similares. Se pronunciaban sobre hambre, guerras y agitaciones. Si juzgamos por ellas, la ciudad había sido, con pocos intervalos, un permanente escenario cruento donde el odio se había cobrado innumerables víctimas. Ideas y pasiones habían ensangrentado las calles. Pero todo esto parecía pertenecer a un tiempo muy remoto. No, quizá, en la distancia de los años aunque sí en la disposición del espíritu. El espíritu de la ciudad, libre al fin de aquellas penurias depositadas en los libros de Historia, había apostado por una paz duradera y, lo que era más decisivo, había ganado la apuesta.

Palabras como normalidad, paz, felicidad, son palabras honorables que insinúan valores honorables, pero en la realidad de los hechos cotidianos, ¿cómo forjarnos una imagen de ellas? La respuesta es, lógicamente, compleja, si bien se puede aventurar una cierta aproximación a su significado. Emanaban, por así decirlo, de un talante compartido que impregnaba por igual a los que gobernaban y a los gobernados y que, en su raíz última, sólo había podido originarse con el nuevo curso de los tiempos. Había sido necesario dejar definitivamente atrás la época de las grandes convulsiones para que se impusiera este talante innovador. Los que habían reflexionado sobre ello, y eran muchos, consideraban que era una conquista irreversible.

Según este talante era prioritario que la ciudad mantuviese una apariencia de armonía, independientemente de los desarreglos ocasionales que pudieran producirse. Nadie dudaba de que se producían, con molesta insistencia, todos los días y en numerosos rincones. No obstante, esto formaba parte de las reglas del juego y no debía producir ninguna zozobra. Lo importante es que otras reglas, mucho más imprescindibles, dictaminaban que los males particulares quedaban disueltos en el bien común.

Podían registrarse repentinos corrimientos de tierra, y de hecho era inevitable, pero esta circunstancia no debía afectar a la solidez del edificio. No se descartaba cualquier tipo de movimiento con tal de que la apariencia fuera de inmovilidad, del mismo modo en que no se negaba al subsuelo su capacidad para albergar conductas desviadas, con tal de que fuesen las conductas virtuosas las que se presentaran a la luz pública. La ilusión de lo sólido, lo inmóvil y lo luminoso era la mejor terapia para que la ciudad se curara instantáneamente de cualquier herida. Que todo aconteciera bajo la bruma de que nada imprevisto acontecía era un principio exquisito para el mantenimiento de la estabilidad. Éste era el talante de la ciudad y, para sus más complacidos moradores, el arte más preciado al que se podía aspirar.

Por lo demás la ciudad era similar a otras ciudades prósperas de la región privilegiada del planeta. La originalidad había sido sacrificada con gusto en el altar del orden, aunque, visto desde otro ángulo, se había descubierto que lo auténticamente original era la ausencia de originalidad. Alguien, por aquellos días, resumió este fenómeno aludiendo al profundo cambio de hábitos que se había producido en la lectura de los periódicos. A diferencia de lo que ocurría en el pasado ahora la inmensa mayoría de los lectores se sumía en las páginas de su diario favorito empezando por el final y siguiendo un recorrido inverso al propuesto por el periódico. Así, dado que todos los periódicos estaban ordenados de la misma manera, el lector satisfacía su apetito cotidiano abordando, en primer lugar, las secciones que le eran de mayor interés, postergando para las breves ojeadas finales aquellas otras secciones que apenas contenían aportaciones interesantes.

Comenzaba su tarea informándose de las últimas vicisitudes de los personajes considerados socialmente relevantes. A continuación repasaba los programas que podría elegir en su televisor. Seguía su periplo a través de las páginas económicas y deportivas, a las que prestaba una particular atención. Finalmente leía con ansiedad y detenimiento los informes meteorológicos. En esta sección se acababa lo que podría ser catalogado como trayecto de alto interés. Dependiendo de los días, y de las expectativas de ocio nocturno, también la cartelera de espectáculos se incorporaba a este trayecto. A partir de este punto, y siempre de atrás adelante, el resto del periódico era un puro trámite que, o bien era cumplido con cierta desgana, o bien se posponía para otro día, con el convencimiento de que cualquier día era igualmente representativo.

No es que no merecieran cuidado los hechos de la política local, pero se tenía la certidumbre de que todo lo que pudiese suceder ya era sabido de antemano y de que las pequeñas sorpresas podrían ser detectadas fácilmente con la mera lectura de los titulares. De otra parte, tampoco se despreciaba lo que pasaba en el exterior, aunque también en este caso era difícil eludir el sentimiento de reiteración pues, día tras día, mientras una parte del mundo insistía en el perfeccionamiento de los dispositivos que regían la paz, la otra parte se repetía a sí misma aportando guerras y revueltas incomprensibles en países de nombres igualmente incomprensibles.

Podría resultar raro que los propietarios de los periódicos, sabedores de la nueva forma en que eran consumidos sus productos, no hubieran invertido, ellos también, el orden de las secciones. Desde una perspectiva de estricta funcionalidad lo natural es que hubiesen dispuesto esta inversión para facilitar el acceso del público a sus diarios. Negarse a hacerlo era la consecuencia de una concepción sutil, y asimismo lógica, de la sociedad moderna.

El peso de la tradición aconsejaba mantener el orden acostumbrado de las secciones pues se entendía que, precisamente, para una sociedad que tenía tal vocación moderna el recurso a lo tradicional era, de modo inconsciente, un certificado de seguridad. Había, sin embargo, una razón de más peso, cimentada en una visión estrictamente política del problema y que podía sintetizarse así: en las sociedades contemporáneas lo que aparecía como decisivo estaba camuflado y lo que aparecía como interesante no era decisivo.

De acuerdo con este argumento los propietarios conservaban la primera parte de sus periódicos para lo decisivo y la segunda para lo interesante. Quizá había un tercer motivo, más ligero pero no falto de astucia, que apoyaba aquel orden de las secciones. Los dueños de los diarios pensaban que tal vez así se cultivaba un inocuo inconformismo de los lectores, los cuales, al invertir la lectura de los periódicos, se sentían partícipes de una inofensiva transgresión con respecto a lo que el poder reclamaba de ellos.

Como quiera que fuese, la perspicacia de aquel agudo observador que resumió la existencia social a través del procedimiento de lectura de los periódicos era incuestionable. Los ritmos internos de la ciudad traducían a gran escala las páginas impresas en las secciones que apasionaban a los lectores. Se trataba, evidentemente, de los grandes ritmos. Un amor sin importancia, una decepción sin importancia o un crimen sin importancia eran minúsculos latidos que repercutían, cierto, en sus protagonistas, pero que no afectaban al pulso de la ciudad. Éste se medía sólo con los grandes ritmos, que eran los que realmente involucraban a las miradas de los ciudadanos.

También el ojo del hipotético dios centinela de ciudades se habría involucrado con ellos, deleitándose en la contemplación del remolino gigantesco que arrastraba muchedumbres de un extremo a otro, vomitándolas en plazas, estadios y avenidas para, a continuación, disolverlas en el poderoso hueco de la noche. Para ese supuesto escudriñador divino la imagen del remolino debía de poseer, con toda probabilidad, una fuerza majestuosa. No se equivocaba: la rutina de las multitudes era majestuosa y desde este elevado punto de vista la ciudad funcionaba como un maravilloso engranaje de relojería que nunca fallaba.

Cada día, a la misma hora, se ponía en marcha el mecanismo y cada día, a la misma hora, se detenía. Atendiendo a los grandes números, entre ambos momentos, todo sucedía con meticulosa reiteración. El asfalto era testigo de una ceremonia infinitamente repetida. Esto era válido para los días laborables pero también para los festivos, con la única diferencia de que en estos últimos el gran engranaje, cambiando automáticamente de registro, cumplía su ciclo con un peculiar movimiento de rotación que se iniciaba con una expulsión masiva de ciudadanos y terminaba con una invasión masiva de esos mismos ciudadanos.

De hacer caso a los más pesimistas, el pasatiempo favorito de ese dios curioso no podía ser otro que la entomología. La ciudad le ofrecía, a este respecto, todos los alicientes de un enorme panal o de un bullicioso hormiguero. Sin embargo, los seres observados por el eventual entomólogo no tenían demasiada conciencia de su condición. Más bien, al contrario, habrían protestado airadamente contra esta equiparación. Se consideraban libres y estaban acostumbrados a oír en boca de sus dirigentes que jamás había habido seres tan libres como ellos. Para las voces más críticas esto no era suficiente: para ellas los ciudadanos, a pesar de su plena libertad de elección, habían perdido el gusto de elegir. Se conformaban con escasas opciones monótonamente compartidas como si, acobardados por la abundancia que veían en ellas, se hubiesen olvidado de todas las demás. A causa de esto su comportamiento se acercaba mucho al de los animales menos imaginativos. Pero ellos lo ignoraban o fingían ignorarlo. Y todos los indicios apuntaban a que ésta era la fuente de su felicidad.

Esta opinión corrosiva, dictada por el pesimismo, tenía, no obstante, pocos valedores. La gran mayoría, que era por la que en definitiva se advertía el pulso de la ciudad, tenía un alto concepto de su existencia y, de estar en condiciones para hacerlo, así se lo habría hecho ver al vigía divino: aquel en el que vivían no era el más perfecto pero sí el mejor de los mundos posibles. Esta convicción estaba tan arraigada que bien podría considerársele el lema favorito que, en otros tiempos, habría sido esculpido en los pórticos de acceso a la ciudad.

Por eso cuando hizo acto de presencia un mundo que distaba de ser el mejor de los mundos posibles, la ciudad lo recibió como si, inesperadamente, hubiera sufrido un mazazo demoledor. Descargado el golpe, lo que sucedió después predispuso al advenimiento de un singular universo en el que se mezclaron el simulacro, el misterio y la mentira. En consecuencia se rompieron los vínculos con la verdad y, lamentablemente, el dios centinela de ciudades, el único en condiciones de poseerlos todavía, nunca ha revelado su secreto.

II

Al principio nadie dio importancia al hecho. Tampoco Víctor, pese a que, involuntariamente, fue uno de los primeros que estuvo en condiciones de dársela. No prestó demasiada atención al comentario de David.

—Esta semana hemos tenido mucho trabajo en el hospital.

Lo cierto es que David no insistió ni añadió nada más. Un pequeño comentario de este tipo no parecía ofrecer mayores perspectivas. La conversación estaba dedicada a otros asuntos y, sin dilación, volvió a ellos. A Víctor le gustaba conversar con David. Llevaban años haciéndolo, con ese almuerzo semanal en el París-Berlín que había acabado convirtiéndose en un rito.

Y eso que David era poco hablador. Formaba parte de aquel sector masculino que, con el paso del tiempo, restringía el uso de la palabra hasta llegar a lo estrictamente imprescindible. Quizá era esto lo que hacía conservar en Víctor el atractivo de escucharle. Por otra parte, como ellos mismos decían, su relación era ya inmemorial. Hacía tanto tiempo que se conocían que habían olvidado cuándo se conocieron. Esto, en su caso, facilitaba el diálogo. No hacían falta preámbulos y aclaraciones. Sabían a la perfección lo que les unía y lo que les diferenciaba. Sin la existencia de equívocos cada una de sus citas era un capítulo más de una misma conversación.

De todos modos no dejaba de ser, la suya, una relación especial. Sólo se veían, con rigurosa puntualidad semanal, en el París-Berlín. Nunca en otro lugar ni en compañía de otras personas. En otra época lo habían intentado, sin resultado. Mezclaron amigos y mujeres. No funcionó. Pronto desistieron. Habían llegado tácitamente a la conclusión de que su amistad era de aquellas que soporta mal la mezcolanza y las intromisiones. Una amistad sin espectadores. A no ser que lo fueran indirectos, como lo eran los otros comensales del París-Berlín.

Era un lugar que contribuía al mantenimiento de su intimidad. El París-Berlín era un restaurante sin pretensiones, de aquellos en que los platos del día todavía se apuntaban en la puerta de cristal de la entrada. La comida era buena, aunque algo severa y, desde luego, alejada de toda sofisticación. La única sofisticación del París-Berlín era su nombre cosmopolita, cuyo origen nadie sabía explicar. Como consecuencia, la clientela tampoco era sofisticada. La mayoría tenía aspecto de comerciante. Se hablaba principalmente de negocios. También de deportes y, algo menos, de aventuras eróticas. Sin embargo, reinaba una modesta discreción, como si los clientes se hubiesen puesto de acuerdo en respetar la austeridad del restaurante. David y Víctor siempre ocupaban la misma mesa, reservada para ellos todos los miércoles.

A excepción de estos encuentros, que ambos perpetuaban con evidente cuidado, sus vidas habían tomado derroteros muy distintos. David Aldrey siempre había sido un sedentario. Nunca le había gustado demasiado viajar, y había acabado por odiarlo. Llevaba una existencia meticulosa que transcurría entre su casa y el hospital. Decía amar a su mujer y a su hijo adolescente, a los que veía por las noches, del mismo modo en que decía soportar a sus enfermos, a los que dedicaba los días.

Todo el mundo afirmaba de él que era un psiquiatra muy competente aunque poco espectacular y, quizá, excesivamente tradicional. Era difícil saber qué era lo que se quería indicar con tales afirmaciones, pero era cierto que el doctor Aldrey tenía una visión tradicional y poco espectacular del dolor: lo detestaba. Por eso no estaba contento con su profesión. En cualquier caso tampoco era de los que creía que uno tenía una profesión para estar contento. Había escogido en su juventud, y era suficiente. La familiaridad con la locura le había quitado las ganas de interrogarse sobre su propio destino. Cumplía a secas con él.

Víctor Ribera envidiaba secretamente esta faceta de su amigo. A él le ocurría lo contrario: se interrogaba demasiado. No estaba seguro de nada. Nunca lo había estado, y cuando repasaba lo que había sido su vida, lo cual trataba de evitar, encontraba confirmación a sus dudas. Tampoco creía cumplir un destino pues, para que esto fuera así, habría sido imprescindible que una fuerza exterior lo cegara, arrastrándole hacia adelante. No lo había conseguido. De ahí que hubiera tenido que cambiar continuamente de escenario. Sucesivos países, sucesivos amores: estaba cansado. El cansancio había aparecido súbitamente y desde entonces no lo había abandonado. Las excusas se agotaban. Le quedaba la fotografía, su trabajo, pero sentía que también éste se agotaba.

Es verdad que su última exposición había sido un éxito notable. Sin embargo, para Víctor era como la gota que faltaba para colmar el vaso. El día de la inauguración sintió náuseas, lo que demostraba que se desvanecía el último vestigio de vanidad. El resultado era intolerable porque afectaba, además de a la mente, al estómago. Se vio como un perfecto payaso en medio de la gente que llenaba la sala. A nadie le importaban sus fotografías. A él tampoco. De lo que más se arrepintió es de haber puesto aquel título solemne y ridículo: «El instante decisivo».

¿Para quién era decisivo? Para nadie. Miraba de soslayo su colección de caras tensas mientras oía el estruendo de risas a su alrededor. No tenía ningún sentido. El paracaidista a punto de lanzarse, el atleta justo antes de empezar la carrera, el cirujano blandiendo el bisturí: había tenido la pretensión de atrapar con su cámara momentos únicos. Pero, allí colgados, eran momentos completamente falsos. En lugar de rostros concentrados en el supremo esfuerzo eran rostros cansados. Él les había transmitido su cansancio. Sentía que tenía razón en envidiar la sosegada energía de David.

Aquel miércoles se despidieron como lo hacían todos los miércoles. Sabían que durante siete días no tendrían la menor noticia el uno del otro y que a la semana siguiente, puntualmente, se reanudaría esa conversación que, casi como un milagro, se mantenía imperturbable desde hacía años. Sabían que, entretanto, el mundo no cambiaría y que, consecuentemente, tampoco ellos lo harían. Pero se equivocaban.

Al cabo de los siete días preceptivos, cuando se reunieron de nuevo, el París-Berlín ofrecía el aspecto habitual. Poco importaba que algunos clientes hubieran cambiado: las caras eran las mismas. Los gestos y los diálogos, también. En esta ocasión predominaban los comentarios sobre un trascendental partido de fútbol celebrado el domingo anterior, y ello daba lugar a análisis divergentes. Los camareros, con sus chaquetas blancas algo raídas, aunque conservando el decoro que proporcionaban largos años en el oficio, se movían de mesa en mesa dejando caer, esporádicamente, sus propios comentarios. Era lo acostumbrado. Durante su almuerzo la conversación entre David y Víctor circuló, asimismo, por los cauces acostumbrados. Únicamente cuando ya estaban tomando el café David aludió a algo que parecía preocuparle:

—¿Recuerdas que el otro día te dije que en el hospital teníamos mucho trabajo?

—Sí—contestó Víctor recordando vagamente.

—Pues esta última semana ha aumentado todavía más.

Víctor miró fijamente a su amigo. No adivinaba qué era lo que quería decirle.

—Quizá sea una mala racha.

Era lo único que se le ocurrió decir. Entonces advirtió que David estaba algo pálido. Lo encontró más viejo, aunque era absurdo que hubiese envejecido de una semana a otra. La vejez no aparecía de golpe. ¿O podía ser que sí? Su compañero le interrumpió:

—Es posible. Pero empieza a ser excesivo.

Víctor notó que David quería hablar de su trabajo. Era raro. Casi nunca lo hacía. Preguntó:

—¿A qué te refieres?

—La semana pasada hubo cincuenta ingresos. Ésta, más de un centenar. El hospital está lleno. Lo mismo sucede en los otros hospitales. Y en las clínicas. Nadie lo entiende.

—Pero ¿quiénes son los que ingresan? ¿De qué se trata?

David se tomó un tiempo antes de responder. Sorbió el resto de su café.

—La verdad es que no sabemos de qué se trata—dijo, mirando al fondo de su taza—. No tenemos ni la más remota idea. Al principio, cuando se presentaron los primeros casos aislados, sí creíamos saberlo. Neurosis depresivas que no tenían nada de extraordinario. El problema vino después. El número de casos era ya demasiado grande. Las características de los enfermos han acabado de desorientarnos.

Víctor sabía que David era poco partidario de las fáciles alarmas, y aún menos como médico. Pero, por primera vez en su vida, lo veía alarmado.

—¿Cuáles son estas características?

David casi no le dejó terminar su pregunta.

—Todos los casos parecen calcados. Cuando llegan al hospital presentan ya síntomas graves. Nos los traen sus familiares, y siempre dicen lo mismo: han intentado cuidarlos en casa pero no aguantan más. No comprenden lo que les ha sucedido, así de repente, de la noche a la mañana, sin que antes hubieran podido advertir nada. Eran muy normales. Los familiares insisten en eso: eran muy normales. De pronto cambiaron. Se mostraron indiferentes. Perdieron el interés por todo. Sus familias dejaron de interesarles y sus trabajos, también. Ellos mismos dejaron de prestarse atención. Se abandonaron por completo. Olvidaron toda actividad. Incluso era difícil lograr que comieran. Cuando nos los traen su apatía es total. Los que nos los traen están desesperados. Repiten una y otra vez: eran muy normales. Siempre habían sido muy normales.

Encendió un cigarrillo y aspiró a fondo el humo. También hablaba para sí mismo:

—Lo cierto es que así parece ser. A ellos no les sacamos nada, pero los historiales que hemos reunido por boca de los familiares lo confirman. Ninguno de ellos tiene antecedentes que puedan hacer imaginar lo que les pasa. Más bien, al contrario, todos llevaban una vida bastante satisfactoria. O, al menos, ésta es la información que nos dan sus familiares.

—¿Y tú les crees?

—En cierto modo sí. Hasta ahora, como puedes figurarte, no hacía mucho caso de las opiniones de los familiares. Esto es distinto. Tengo mis reservas, pero los creo. Creo que los enfermos con que tenemos que vernos las caras eran personas sin inclinaciones neuróticas aparentes. Llevaban una vida que todos consideraban normal. Es el único dato que hemos obtenido. Es el único rasgo común. Todo lo demás es diferente: diferentes clases sociales, diferentes profesiones, diferentes edades. Hombres y mujeres indistintamente. Algo inaudito.

—¿No hay ninguna explicación?—aventuró Víctor.

—Yo no logro encontrar ninguna—replicó David—. Es como una epidemia.

—Esto no tiene sentido.

—No, no lo tiene, pero no encuentro otra palabra. ¿Cómo calificarías tú el hecho de que, repentinamente, centenares de personas se vuelvan apáticas por completo? ¡Y pueden ser muchas más! Los hospitales están repletos pero imagínate lo que está sucediendo en las casas. A nosotros sólo nos llegan los enfermos que en las casas se hacen insoportables. ¿Cuándo llegarán los otros? ¿Cuántos hay? ¿Cuántos habrá? No lo sabemos. Claro que es una tontería hablar de infección, pero lo que actúa, que no sé lo que es, actúa como una infección.

Víctor miró fijamente a su compañero de mesa. Soltó:

—O una maldición.

Sabía que esto agrediría al racionalista que habitaba en David Aldrey. Éste reaccionó, aunque sin demasiado convencimiento:

—Yo debo prohibirme calificaciones de este tipo. Sería lo peor que podríamos hacer.

Sin embargo, bajando la voz, añadió:

—Reconozco que lo parece.

Estuvieron en silencio durante un buen rato. David miró su reloj con un gesto de impaciencia.

—¿Tienes que irte?

—Sí.

—Dime antes qué piensas hacer.

—No lo sé. Supongo que se trata de trabajar para acabar con esto.

—Pero, David, ¿qué es esto?

El doctor Aldrey alisó el mantel con un movimiento mecánico. Víctor temió que no iba a contestar. Lo hizo:

—Por el momento es imposible saberlo. Parece que hayan perdido completamente las ganas de vivir. No les queda ni una sombra de voluntad. Si fuera filósofo o sacerdote quizá diría que es como si sus almas hubiesen muerto.

—¿Tú crees en el alma?

David sonrió ligeramente:

—Tan poco como tú.

Tras abandonar el restaurante Víctor Ribera tomó un taxi para trasladarse a la galería donde tenía lugar su exposición. Estaba situada en la parte baja de la ciudad. Durante el trayecto procuró olvidar las informaciones que le había proporcionado David mirando a través de la ventanilla del coche. No era difícil conseguirlo: hacía una hermosa tarde de otoño, las calles estaban muy concurridas, atestadas de ciudadanos que se desplazaban de un lado a otro con propósitos al parecer muy determinados, y la radio del taxista emitía un programa en el que una voz femenina prodigaba consejos sobre los más distintos aspectos de la vida. Todo, pues, seguía su curso. Ninguna alteración, ningún desajuste. Las horas se deslizaban imitando sin pudor a las horas de cualquier otro día.

En el interior de la galería también todo se confirmaba. Allí estaban sus fotografías, suspendidas en las paredes como abruptos accidentes que hubiesen brotado en la blancura deslumbrante de una sala demasiado iluminada. Había tres o cuatro espectadores que deambulaban ante las imágenes con aquella peculiar actitud que caracteriza a los visitantes perdidos en una galería a media tarde. Víctor se preguntó qué hacían allí. No se contestó y se introdujo rápidamente en la oficina que estaba al fondo de la sala.

Una secretaria le atendió con amabilidad, poniéndole al corriente de ventas y críticas. Dijo que el propietario de la galería estaba satisfecho con lo que se estaba consiguiendo. Víctor estuvo unos minutos ojeando los papeles que le había tendido la secretaria: reseñas, facturas y alguna que otra carta. Luego se los devolvió y se despidió.

A la salida de la oficina vio con alivio que habían desaparecido los espectadores. Pasó sigilosamente por delante de sus obras, y en aquel momento recordó la creencia, compartida por muchos, de que la fotografía lograba congelar el paso del tiempo. Y supo que no era verdad. A sus espaldas sintió las miradas de aquellos hombres que él había grabado para una supuesta eternidad. Le reprochaban su mentira. No se atrevió a mirar sus miradas porque estaban en lo cierto. Él, cuando los fotografió, nunca pensó en ellos. No le importaban. Los sacrificó para obtener su piel reluciente y ofrecérsela al público, como un trofeo. Los nombres de las víctimas se habían desvanecido en su memoria. Más allá de su presencia en las fotografías eran sólo cadáveres abandonados en una fosa común.

Se detuvo, antes de dejar la galería, al lado del atril sobre el que se sostenía el libro de firmas. Éste era siempre el testimonio más curioso de toda exposición. A Víctor le encantaba lo que consideraba una estúpida costumbre. Conocía bien la composición de estos libros, en los que las páginas de escuetos elogios o insultos se alternaban con extensas consideraciones de todo tipo. Lo que leyó no era una excepción. Las frases de admiración eran educadamente torpes mientras las de agresión, convenientemente hirientes. Siempre sucedía lo mismo: el estilo del insulto era más meditado y brillante que el del elogio.

Las largas reflexiones eran el fruto de los que se tenían por expertos en la materia o, simplemente, de los aficionados a los libros de firmas. Había auténticos especialistas que recorrían exposición tras exposición para dejar sucesivas huellas de su maestría literaria. Invariablemente, en todas las ocasiones, había alguien que escribía: «Me ha gustado pero no sé para qué sirve». Y asimismo invariablemente, según Víctor sospechaba, esta mano anónima lograba, con tan pocas palabras, resumir la opinión general.

Cuando salió de la galería la luz del atardecer era ya muy débil. Había refrescado pero el ambiente era agradable. Víctor se entretuvo observando los escaparates añejos de pequeños comercios que salpicaban las callejuelas del barrio antiguo. Allí se conservaban restos de otras épocas, si bien al lado de la amarillenta tienda de comestibles o del minúsculo taller habían empezado a emerger modernos reductos dedicados al negocio del arte o de la decoración. No obstante, a pesar de esta imparable invasión de la estética más avanzada, todavía las calles rezumaban el sabor rancio de viejas presencias.

Víctor dejó que transcurriera el tiempo extraviándose por calles que, aunque conocía desde siempre, siempre lograban desorientarle. Era un entretenimiento inofensivo y gratificante al que se sometía con cierta frecuencia. A medida que aumentaba la oscuridad los transeúntes se hacían más escasos. Los días, en pleno otoño, eran cortos y las calles se vaciaban antes. Los ciclos de la ciudad se cumplían meticulosamente y el mero hecho de comprobarlo disolvía cualquier sombra de turbación. Víctor se había convencido, casi por entero, de ello cuando, súbitamente, una figura se interpuso entre él y su calmada conciencia de reiteración.

Surgió como surgían los vagabundos: como una generación espontánea de la penumbra. Pero no era un vagabundo. Sus ropas lo demostraban. Por su apariencia en nada se diferenciaba de tantos ciudadanos que exhibían su pulcro bienestar por las aceras de la ciudad. Tras un examen de su indumentaria se deducía de inmediato que se había enfundado el uniforme mayoritario. Y esto era lo sorprendente. Ese tipo de abrigo, ese tipo de traje, ese tipo de corbata: la posesión del uniforme mayoritario implicaba, al mismo tiempo, la posesión de un rumbo. Era inimaginable que esta especie de ciudadano no supiera hacia dónde dirigía sus pasos. Lo sorprendente era, de pronto, la irrupción de un ejemplar que desmintiera esta regla.

Víctor tuvo inmediatamente esta impresión cuando el recién aparecido casi se abalanzó sobre él. La figura se detuvo a escasa distancia, de modo que sus cabezas quedaron separadas únicamente por un par de palmos. Apresado en el inevitable cruce de miradas Víctor sintió que un frío repentino se apoderaba de su cuerpo.