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LAS CIEN MEJORES POESÍAS
DE LA LENGUA CASTELLANA

Luis Alberto de Cuenca

Luis Alberto de Cuenca

LAS CIEN MEJORES POESÍAS
DE LA LENGUA CASTELLANA

© 1995, María Kodama

© Herederos de los autores

© 1929, Rafael Alberti; © 1966, Herederos de Vicente Aleixande;
© 1968, Herederos de Jaime Gil de Biedma; © 1924, Fundación Pablo Neruda;
© 1970, Herederos de José Ángel Valente

© Luis Alberto de Cuenca y Prado

© 2017. Editorial Renacimiento

www.editorialrenacimiento.com

POLÍGONO NAVE EXPO, 17 41907 VALENCINA DE LA CONCEPCIÓN (SEVILLA)

tel.: (+34) 955998232 editorial@editorialrenacimiento.com

Diseño de cubierta: Alfonso Meléndez

ISBN: 978-84-17266-04-2

PRÓLOGO

Aprincipios del siglo XX, concretamente en 1908, don Marcelino Menéndez Pelayo publicó una antología rotulada Las cien mejores poesías (líricas) de la lengua castellana que gozó de gran difusión. Noventa años después, en 1998, apareció mi florilegio Las cien mejores poesías de la lengua castellana en la popular colección Austral de Espasa. Don Marcelino fue nombrado director de la Biblioteca Nacional en 1898, a raíz de la muerte de Tamayo y Baus, y lo fue hasta el final de sus días, en 1912. También yo me desempeñaba como director de la B. N. –lo fui entre 1996 y 2000– cuando vieron la luz mis Cien mejores poesías de Austral, de modo que podría hablarse de más de una coincidencia, teniendo en cuenta, eso sí, que mi bouquet atendía a los gustos de finales del siglo XX, y los del estudioso cántabro a los de finales del XIX. La empresa me resultó en su momento muy atractiva, y la llevé a cabo en no más de dos meses de trabajo, limitándome a recordar los poemas que permanecían almacenados en mi memoria como criterio fundamental de selección.

Titulé el libro Las cien mejores poesías de la lengua castellana, por entender que en poesías ya se contenía el adjetivo (líricas) ­menendezpelayesco. Además, me impuse como norma no incluir fragmentos en mi antología, lo que hacía imposible que joyas de la poesía épica como el Cantar del Cid o La Araucana se diesen cita en sus páginas. El título del libro excluía la riquísima poesía española escrita en lenguas distintas del castellano y acogía algunas piezas compuestas por autores de Hispanoamérica. En el ámbito cronológico, me detuve en poetas nacidos antes de 1930.

Cuidé con mimo de los textos elegidos, unificando criterios ortográficos y de puntuación, y acompañé cada poesía de una breve nota introductoria de carácter personal con alguna referencia bibliográfica y ninguna intención científica. La generosidad de mi amigo Abelardo Linares ha hecho que aquella antología, que disfrutó de un buen número de reimpresiones en su edición original –las tres últimas enriquecidas con un apéndice pedagógico de J. Francisco Peña–, vuelva a los escaparates de las librerías españolas e hispanoamericanas en esta edición de 2017, inserta en la colección «Los cuatro vientos», de la editorial hispalense Renacimiento. El libro es sustancialmente el mismo de 1998, con cuatro únicos cambios. Por problemas de derechos de autor ha habido que prescindir de las aportaciones de Vicente Aleixandre, Dámaso Alonso, Blas de Otero y Nicanor Parra (el único poeta que quedaba vivo del primitivo florilegio). Tres poetas españoles y uno chileno que han sido sustituidos por cuatro hispanoamericanos: el mexicano Amado Nervo, el colombiano Luis Carlos López y los argentinos Leopoldo Lugones y Oliverio Girondo.

Cómplices de esta aventura han sido, desde el principio y en mayor o menor medida, los siguientes nombres propios, que cito por orden alfabético: Alfredo Arias, Alfonso M. Galilea, Víctor García de la Concha, Regino García-Badell, Enrique Gracia, Julio Martínez Mesanza y Emilio Pascual. La palma de la gratitud para ellos entonces y ahora, con motivo de esta nueva y preciosa aparición de mis Cien mejores poesías de la lengua castellana.

LUIS ALBERTO DE CUENCA

Instituto de Lenguas y Culturas del Mediterráneo y Oriente Próximo

(CCHS, CSIC)

Madrid, 12 de marzo de 2017

EPITAFIO EN LA SEPULTURA DE URRACA,
LA VIEJA TROTACONVENTOS

Urraca soy, que yazgo en esta sepultura;

cuando estuve en el mundo tuve halagos, soltura,

a muchos bien casé, reprobé la locura.

¡Caí en una hora bajo tierra, de altura!

Descuidada, prendióme la muerte, ya lo veis;

aquí, amigos, parientes, no me socorreréis.

Obrad bien en la vida o a Dios ofenderéis;

tal como yo morí, así vos moriréis.

Quien aquí se acercare, ¡así Dios le bendiga,

Dios le dé buen amor y el placer de una amiga!,

que por mí, pecadora, un pater noster diga;

sino lo dice, al menos a mí no me maldiga.

(Libro de Buen Amor, col. Odres Nuevos, Castalia, Madrid, 1995)

[2-5]

ROMANCERO

Desde pequeño, he sido muy lector del Romancero viejo castellano. Creo que este tipo de creaciones colectivas habla más del espíritu de nuestra raza que cualquier otro rasgo psicológico o sociológico de los que hacen las delicias de los intelectuales al uso. Reservo para el Romancero cuatro poesías de mis cien: «La muerte de don Beltrán», donde constan dos de los octosílabos más memorables de la poesía española: «Por la matanza va el viejo, / por la matanza adelante»; «Sueño de doña Alda», una pieza cuyos versos «Al son de los instrumentos / doña Alda adormido se ha; / ensoñado había un sueño, / un sueño de gran pesar» presidían un viejo poema mío de Elsinore (1972), repleto de emoción y de palabrería; «El conde Arnaldos», que no podía faltar y «El prisionero», del que mi amigo Joaquín Díaz cantaba una versión que guardo en un rincón privilegiado de la memoria.

2

LA MUERTE DE DON BELTRÁN

Con la grande polvareda

perdieron a don Beltrán.

Nunca lo echaron de menos

hasta los puertos pasar.

Siete veces echan suertes

quién lo volverá a buscar,

todas siete le cupieron

al buen viejo de su padre:

las tres fueron por malicia

y las cuatro por maldad.

Vuelve riendas al caballo

y vuélveselo a buscar,

de noche por el camino,

de día por el jaral.

Por la matanza va el viejo,

por la matanza adelante;

los brazos lleva cansados

de los muertos rodear;

no hallaba al que busca,

ni menos la su señal;

vido todos los franceses

y no vido a don Beltrán.

Maldiciendo iba el vino,

maldiciendo iba el pan,

el que comían los moros,

que no el de la cristiandad;

maldiciendo iba el árbol

que solo en el campo nace,

que todas aves del cielo

allí vienen a asentar,

que de rama ni de hoja

no lo dejaban gozar;

maldiciendo iba el caballero,

que cabalgaba sin paje:

si se le cae la lanza,

no tiene quien se la alce,

y si se le cae la espuela,

no tiene quien se la calce;

maldiciendo iba la hembra

que tan solo un hijo pare:

si enemigos se lo matan,

no tiene quien lo vengar.

A la entrada de un puerto,

saliendo de un arenal,

vido en esto estar un moro

que velaba en un adarve;

hablole en algarabía,

como aquel que bien la sabe:

—Por Dios te ruego, el moro,

me digas una verdad:

caballero de armas blancas

si lo viste acá pasar;

y si tú lo tienes preso,

a oro te lo pesarán,

y si tú lo tienes muerto,

désmelo para enterrar,

pues que el cuerpo sin el alma

solo un dinero no vale.

—Ese caballero, amigo,

dime tú qué señas trae.

—Blancas armas son las suyas,

y el caballo es alazán,

en el carrillo derecho

él tenía una señal

que, siendo niño pequeño,

se la hizo un gavilán.

—Este caballero, amigo,

muerto está en aquel pradal.

Las piernas tiene en el agua

y el cuerpo en el arenal;

siete lanzadas tenía

desde el hombro al carcañal

y otras tantas su caballo

desde la cincha al pretal.

No le des culpa al caballo,

que no se la puedes dar:

siete veces lo sacó

sin herida y sin señal

y otras tantas lo volvió

con gana de pelear.

3

SUEÑO DE DOÑA ALDA

En París está doña Alda,

la esposa de don Roldán,

trescientas damas con ella

para la acompañar;

todas visten un vestido,

todas calzan un calzar,

todas comen a una mesa,

todas comían de un pan,

sino era doña Alda,

que era la mayoral.

Las ciento hilaban oro,

las ciento tejen cendal,

las ciento tañen instrumentos

para doña Alda holgar.

Al son de los instrumentos

doña Alda adormido se ha;

ensoñado había un sueño,

un sueño de gran pesar.

Recordó despavorida

y con un pavor muy grande,

los gritos daba tan grandes

que se oían en la ciudad.

Allí hablaron sus doncellas,

bien oiréis lo que dirán:

—¿Qué es aquesto, mi señora?

¿Quién es el que os hizo mal?

—Un sueño soñé, doncellas,

que me ha dado gran pesar:

que me veía en un monte

en un desierto lugar;

de so los montes muy altos

un azor vide volar,

tras d’él viene una aguililla

que lo ahínca muy mal;

el azor, con grande cuita,

metióse so mi brial;

el aguililla, con grande ira,

de allí lo iba a sacar.

Con las uñas lo despluma,

con el pico lo deshace.

Allí habló su camarera,

bien oiréis lo que dirá:

—Aquese sueño, señora,

bien os lo entiendo soltar:

el azor es vuestro esposo,

que viene de allén la mar;

el águila sodes vos,

con la cual ha de casar,

y aquel monte es la iglesia

donde os han de velar.

—Si así es, mi camarera,

bien te lo entiendo pagar.

Otro día de mañana

cartas de fuera le traen;

tintas venían por dentro,

de fuera escritas con sangre:

que su Roldán era muerto

en la caza de Roncesvalles.

4

EL CONDE ARNALDOS

¡Quién hubiese tal ventura

sobre las aguas del mar

como hubo el conde Arnaldos

la mañana de San Juan!

Con un falcón en la mano

la caza iba a cazar;

vio venir una galera

que a tierra quiere llegar:

las velas traía de seda,

la ejercia de un cendal,

marinero que la manda

diciendo viene un cantar

que la mar facía en calma,

los vientos hace amainar,

los peces que andan ’n el hondo

arriba los hace andar,

las aves que andan volando

’n el mástil las faz posar.

Allí fabló el conde Arnaldos,

bien oiréis lo que dirá:

—Por Dios te ruego, marinero,

dígasme ora ese cantar.

Respondióle el marinero,

tal respuesta le fue a dar:

—Yo no digo esta canción

sino a quien conmigo va.

5

EL PRISIONERO

Por el mes era de mayo,

cuando hace la calor,

cuando canta la calandria

y responde el ruiseñor,

cuando los enamorados

van a servir al amor,

sino yo, triste, cuitado,

que vivo en esta prisión,

que ni sé cuándo es de día

ni cuándo las noches son

sino por una avecilla

que me cantaba al albor.

Matómela un ballestero;

déle Dios mal galardón.

6

COSAUTE

DIEGO HURTADO DE MENDOZA

( H. 1365-1404 )

Uno de los pocos poemas castellanos en forma paralelística es este célebre «Cosaute» de Diego Hurtado de Mendoza, quien, además de padre del Marqués de Santillana, fue almirante de Castilla y prócer influyente durante el reinado de Juan I y Enrique III. Se distinguió en la guerra naval contra los piratas berberiscos. Sus versos se conservan en el Cancionero de Palacio.

Aquel árbol que vuelve la hoja

algo se le antoja.

Aquel árbol de bel mirar

hace de manera flores quiere dar;

algo se le antoja.

Aquel árbol de bel veyer

hace de manera quiere florecer:

algo se le antoja.

Hace de manera flores quiere dar:

ya se demuestra; salidlas mirar:

algo se le antoja.

Hace de manera quiere florecer:

ya se demuestra; salidlas a ver:

algo se le antoja.

Ya se demuestra; salidlas mirar;

vengan las damas la fruta cortar:

algo se le antoja.

Ya se demuestra; salidlas a ver;

vengan las damas la fruta coger;

algo se le antoja.

7

VILLANCICO QUE HIZO
EL MARQUÉS A TRES HIJAS SUYAS

ÍÑIGO LÓPEZ DE MENDOZA, MARQUÉS DE SANTILLANA

( 1398-1458 )

De espíritu medieval y renacentista a la vez, la obra poética de Santillana resume admirablemente el pasado y se proyecta con audacia, y en ocasiones con ingenuidad, hacia el futuro. Amador de los Ríos publicó por primera vez sus Obras completas a mediados del siglo xix. Me gustan, como a todo el mundo, las delicadísimas serranillas del Marqués, pero prefiero este villancico dedicado a sus hijas, indiscutible joya de la poesía cancioneril.

Por una gentil floresta

de lindas flores e rosas,

vide tres damas fermosas

que d’amores han recuesta.

Yo, con voluntad muy presta,

me llegué a conoscellas.

Comenzó la una d’ellas

esta canción tan honesta:

Aguardan a mí:

nunca tales guardas vi.

Por mirar su fermosura

d’estas tres gentiles damas,

yo cobríme con las ramas,

matíme so la verdura.

La otra con gran tristura

comenzó de sospirar

e decir este cantar

con muy honesta mesura:

La niña que amores ha,

sola ¿cómo dormirá?

Por no les facer turbanza

non quise ir más adelante

a las que con ordenanza

cantaban tan consonante.

La otra con buen semblante

dijo: «Señoras d’estado,

pues las dos habéis cantado,

a mí conviene que cante:

Dejadlo al villano pene:

véngueme Dios dele».

Desque hubieron cantado

estas señoras que digo,

yo salí desconsolado,

como hombre sin abrigo.

Ellas dijeron: «Amigo,

non sois vos el que buscamos,

mas cantad, pues que cantamos».

Dije este cantar antigo:

Sospirando iba la niña

e non por mí,

que yo bien ge lo entendí.

8

ENDECHAS A LA MUERTE DE GUILLÉN PERAZA

( SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XV )

El caballero sevillano Guillén Peraza murió a mediados del siglo xv, en un intento de conquistar la isla de La Palma, en el archipiélago canario. Recogidas de la tradición oral en 1632, estas maravillosas endechas debieron de componerse poco después de la muerte de Peraza.

Llorad las damas, sí Dios os vala.

Guillén Peraza quedó en La Palma,

la flor marchita de la su cara.

No eres palma, eres retama,

eres ciprés de triste rama,

eres desdicha, desdicha mala.

Tus campos rompan tristes volcanes,

no vean placeres, sino pesares,

cubran tus flores los arenales.

Guillén Peraza, Guillén Peraza,

¿dó está tu escudo?, ¿dó está tu lanza?

Todo lo acaba la malandanza.

9

COPLAS A LA MUERTE
DE DON RODRIGO MANRIQUE

JORGE MANRIQUE

( 1440-1479 )

Siempre he dicho que si tuviera que elegir un poema en lengua castellana –solo uno, no un centenar, como los de este libro–, ese sería Coplas a la muerte de su padre, de Jorge Manrique, un autor en el que tradición y originalidad conviven en perfecta armonía y a una temperatura estética muy alta. El tono meditativo y elegíaco, la oportunidad en la elección de cada palabra, la mágica fluidez de versos y estrofas, revelan al poeta superdotado que fue Manrique, cuyo mensaje lírico sigue hoy más vivo que nunca.

Recuerde el alma dormida,

avive el seso y despierte,

contemplando

cómo se pasa la vida,

cómo se viene la muerte

tan callando;

cuán presto se va el placer,

cómo, después de acordado,

da dolor;

cómo a nuestro parescer,

cualquiera tiempo pasado

fue mejor.

Y pues vemos lo presente

cómo en un punto s’es ido

y acabado,

si juzgamos sabiamente,

daremos lo no venido

por pasado.

No se engañe nadie, no,

pensando que ha de durar

lo que espera

más que duró lo que vio,

porque todo ha de pasar

por tal manera.

Nuestras vidas son los ríos

que van a dar en la mar

que es el morir;

allí van los señoríos

derechos a se acabar

y consumir;

allí los ríos caudales,

allí los otros, medianos

y más chicos,

allegados son iguales

los que viven por sus manos

y los ricos.

Dejo las invocaciones

de los famosos poetas

y oradores;

no curo de sus ficciones,

que traen hierbas secretas

sus sabores.

A aquel solo me encomiendo,

Aquel solo invoco yo,

de verdad,

que en este mundo viviendo

el mundo no conosció

su deidad.

Este mundo es el camino

para el otro, que es morada

sin pesar;

mas cumple tener buen tino

para andar esta jornada

sin errar.

Partimos cuando nascemos,

andamos mientra vivimos,

y llegamos

al tiempo que fenescemos;

así que, cuando morimos,

descansamos.

Este mundo bueno fue

si bien usásemos d’él

como debemos,

porque según nuestra fe

es para ganar aquel

que atendemos.

Y aun el hijo de Dios,

para sobirnos al cielo,

descendió

a nascer acá entre nos

y vivir en este suelo

do murió.

Ved de cuán poco valor

son las cosas tras que andamos

y corremos,

que, en este mundo traidor,

aun primero que muramos,

las perdemos;

d’ellas deshace la edad,

d’ellas casos desastrados

que acaescen,

d’ellas, por su calidad,

en los más altos estados

desfallescen.

Decidme, la hermosura,

la gentil frescura y tez

de la cara,

la color y la blancura

cuando viene la vejez,

¿cuál se para?

Las mañas y ligereza

y la fuerza corporal

de juventud,

todo se torna graveza

cuando llega al arrabal

de senectud.

Pues la sangre de los godos,

el linaje y la nobleza

tan crescida,

¡por cuántas vías y modos

se sume su gran alteza

en esta vida!

Unos, por poco valer,

por cuan bajos y abatidos

que los tienen;

otros que, por no tener,

con oficios no debidos

se mantienen.

Los estados y riqueza

que nos dejan a deshora

¿quién lo duda?

No les pidamos firmeza,

pues que son de una señora

que se muda;

que bienes son de Fortuna

que revuelve con su rueda

presurosa,

la cual no puede ser una,

ni estar estable ni queda

en una cosa.

Pero digo que acompañen

y lleguen hasta la huesa

con su dueño:

por eso no nos engañen,

pues se va la vida apriesa

como sueño.

Y los deleites de acá

son, en que nos deleitamos,

temporales,

y los tormentos de allá,

que por ellos esperamos,

eternales.

Los placeres y dulzores

d’esta vida trabajada

que tenemos,

¿qué son sino corredores

y la muerte, la celada

en que caemos?

No mirando a nuestro daño

corremos a rienda suelta

sin parar;

desque vemos el engaño

y queremos dar la vuelta,

no hay lugar.

Si fuese en nuestro poder

tornar la cara fermosa

corporal

como podemos hacer

el ánima gloriosa

angelical,

¡qué diligencia tan viva

toviéramos toda hora,

y tan presta,

en componer la cativa,

dejándonos la señora

descompuesta!

Esos reyes poderosos

que vemos por escrituras

ya pasadas,

con casos tristes, llorosos,

fueron sus buenas venturas

trastornadas.

Así que no hay cosa fuerte,

que a papas y emperadores

y perlados

así los trata la muerte

como a los pobres pastores

de ganados.

Dejemos a los troyanos,

que sus males no los vimos

ni sus glorias;

dejemos a los romanos,

aunque oímos y leímos

sus historias.

No curemos de saber

lo de aquel siglo pasado

qué fue d’ello;

vengamos a lo de ayer,

que también es olvidado

como aquello.

¿Qué se hizo el rey don Juan?

Los Infantes de Aragón,

¿qué se hicieron?

¿Qué fue de tanto galán?

¿Qué fue de tanta invención

como trujieron?

Las justas y los torneos,

paramentos, bordaduras

y cimeras,

¿fueron sino devaneos?,

¿qué fueron sino verduras

de las eras?

¿Qué se hicieron las damas,

sus tocados, sus vestidos,

sus olores?

¿Qué se hicieron las llamas

de los fuegos encendidos

de amadores?

¿Qué se hizo aquel trovar,

las músicas acordadas

que tañían?

¿Qué se hizo aquel danzar,

aquellas ropas chapadas

que traían?

Pues el otro, su heredero,

don Enrique, ¡qué poderes

alcanzaba!,

¡cuán blando, cuán halaguero

el mundo con sus placeres

se le daba!

Mas veréis, ¡cuán enemigo,

cuán contrario, cuán cruel

se le mostró!

Habiéndole sido amigo,

¡cuán poco duró con él

lo que le dio!

Las dádivas desmedidas,

los edificios reales

llenos de oro,

las vajillas tan febridas,

los enriques y reales

del tesoro,

los jaeces y caballos

de su gente, y atavíos

tan sobrados,

¿dónde iremos a buscallos?,

¿qué fueron sino rocíos

de los prados?

Pues su hermano, el inocente

que, en su vida, sucesor

se llamó,

¡qué corte tan excelente

tuvo y cuánto gran señor

que le siguió!

Mas, como fuese mortal,

metióle la muerte luego

en su fragua.

¡Oh, juïcio divinal!,

cuando más ardía el fuego

echaste agua.

Pues aquel gran Condestable,

maestre que conoscimos

tan privado,

no cumple que d’él se hable,

sino solo que lo vimos

degollado.

Sus infinitos tesoros,

sus villas y sus lugares,

su mandar,

¿qué le fueron sino lloros?,

¿fuéronle sino pesares

al dejar?

Pues los otros dos hermanos,

maestres tan prosperados

como reyes,

que a los grandes y medianos

trujeron tan sojuzgados

a sus leyes;

aquella prosperidad

que tan alto fue subida

y ensalzada,

¿qué fue sino claridad

que, estando más encendida,

fue amatada?

Tantos duques excelentes,

tantos marqueses y condes

y barones

como vimos tan potentes,

di, Muerte, ¿dó los escondes

y traspones?

Y las sus claras hazañas

que hicieron en las guerras

y en las paces,

cuando tú, cruda, te ensañas,

con tu fuerza las atierras

y deshaces.

Las huestes innumerables,

los pendones y estandartes

y banderas,

los castillos impugnables,

los muros y baluartes

y barreras,

la cava honda, chapada,

o cualquier otro reparo,

¿qué aprovecha?

Que si tú vienes airada,

todo lo pasas de claro

con tu flecha.

Aquel de buenos abrigo,

amado por virtuoso

de la gente,

el maestre don Rodrigo

Manrique, tanto famoso

y tan valiente;

sus grandes hechos y claros

no cumple que los alabe,

pues los vieron,

ni los quiero hacer caros,

pues el mundo todo sabe

cuáles fueron.

¡Qué amigo de sus amigos!

¡Qué señor para criados

y parientes!

¡Qué enemigo de enemigos!

¡Qué maestro de esforzados

y valientes!

¡Qué seso para discretos!

¡Qué gracia para donosos!

¡Qué razón!

¡Qué benigno a los sujetos,

y a los bravos y dañosos,

un león!

En ventura, Octaviano;

Julio César, en vencer

y batallar;

en la virtud, Africano;

Aníbal, en el saber

y trabajar;

en la bondad, un Trajano;

Tito, en liberalidad

con alegría;

en su brazo, Aurelïano;

Marco Atilio, en la verdad

que prometía.

Antonio Pío, en clemencia;

Marco Aurelio, en igualdad

del semblante;

Adrïano, en elocuencia;

Teodosio, en humanidad

y buen talante;

Aurelio Alexandre fue,

en disciplina y rigor

de la guerra;

un Costantino, en la fe;

Camilo, en el gran amor

de su tierra.

No dejó grandes tesoros,

ni alcanzó grandes riquezas

ni vajillas,

mas hizo guerra a los moros

ganando sus fortalezas

y sus villas.

Y en las lides que venció,

muchos moros y caballos

se perdieron,

y en este oficio ganó

las rentas y los vasallos

que le dieron.

Pues por su honra y estado,

en otros tiempos pasados,

¿cómo se hubo?

Quedando desamparado,

con hermanos y criados

se sostuvo.

Después que hechos famosos

hizo en esta dicha guerra

que hacía,

hizo tratos tan honrosos

que le dieron aun más tierra

que tenía.

Estas sus viejas hestorias

que con su brazo pintó

en la joventud,

con otras nuevas victorias

agora las renovó

en la senectud.

Por su gran habilidad,

por méritos y ancianía

bien gastada,

alcanzó la dignidad

de la gran caballería

de la Espada.

Y sus villas y sus tierras,

ocupadas de tiranos

las halló,

mas por cercos y por guerras

y por fuerza de sus manos

las cobró.

Pues nuestro Rey natural,

si de las obras que obró

fue servido,

dígalo el de Portugal,

y en Castilla quien siguió

su partido.

Después de puesta la vida

tantas veces por su ley

al tablero,

después de tan bien servida

la corona de su Rey

verdadero,

después de tanta hazaña

a que no puede bastar

cuenta cierta,

en la su villa de Ocaña

vino la Muerte a llamar

a su puerta.

Diciendo: «Buen caballero,

dejad el mundo engañoso

y su halago;

vuestro corazón de acero

muestre su esfuerzo famoso

en este trago;

y pues de vida y salud

hecistes tan poca cuenta

por la fama,

esforzad vuestra virtud

para sofrir esta afruenta

que os llama.

»No se os haga tan amarga

la batalla temerosa

que esperáis,

pues otra vida más larga

de fama tan glorïosa

acá dejáis.

Aunque esta vida de honor

tampoco no es eternal

ni verdadera,

mas con todo es muy mejor

que la otra temporal,

perescedera.

»El vivir que es perdurable

no se gana con estados

mundanales,

ni con vida deleitable

en que moran los pecados

infernales.

Mas los buenos religiosos

gánanlo con oraciones

y con lloros;

los caballeros famosos,

con trabajos y aflicciones

contra moros.

»Y pues vos, claro varón,

tanta sangre derramastes

de paganos,

esperad el galardón

que en este mundo ganastes

por las manos;

y con esta confianza,

y con la fe tan entera

que tenéis,

partid con buena esperanza,

que estotra vida tercera

ganaréis».

«No gastemos tiempo ya

en esta vida mezquina

por tal modo,

que mi voluntad está

conforme con la divina

para todo;

y consiento en mi morir

con voluntad placentera,

clara y pura,

que querer hombre vivir,

cuando Dios quiere que muera,

es locura.

»Tú, que por nuestra maldad

tomaste forma servil

y bajo nombre;

Tú, que a tu divinidad

juntaste cosa tan vil

como el hombre;

Tú, que tan grandes tormentos

sufriste sin resistencia

en tu persona;

no por mis merescimientos,

mas por tu sola clemencia,

me perdona».

Así, con tal entender,

todos sentidos humanos

conservados,

cercado de su mujer

y de sus hijos y hermanos

y criados,

dio el alma a quien ge la dio,

el cual la ponga en el cielo

de su gloria.

Y aunque la vida murió,

nos dejó harto consuelo

su memoria.

10

[ NO LA DEBEMOS DORMIR… ]

FRAY AMBROSIO MONTESINO

( H. 1448-H. 1512 )

Franciscano. Nacido en Huete, Cuenca, encontró protección en los Reyes Católicos y llegó a ser obispo de Cerdeña. Como poeta, publicó un Cancionero de diversas obras de nuevo trovadas (Toledo, 1508) en el que sobresalen las composiciones, ingenuas y piadosas, sobre el nacimiento de Cristo.

No la debemos dormir,

la noche santa,

no la debemos dormir.

La Virgen a solas piensa

qué hará

cuando al rey de luz inmensa

parirá:

si de su divina esencia

temblará,

o qué le podrá decir.

No la debemos dormir,

la noche santa,

no la debemos dormir.

11

GARCI SÁNCHEZ DE BADAJOZ
SACÓ POR CIMERA UN DIABLO Y DIJO

GARCI SÁNCHEZ DE BADAJOZ

( H. 1450-H. 1520 )

Tañedor de vihuela, sobrado de ingenio y proclive a la desmesura, Garci Sánchez murió loco a causa de un amor no correspondido. Sus versos son intensos, delicados y misteriosos. Tuvo la peregrina idea de escribir unas Lecciones de Job apropiadas a las pasiones de amor que le valieron la condena del Santo Oficio. Memorables por transgresores resultan los dos versos «diabólicos» de su emblema, asumidos más tarde por Villamediana.

GARCI SÁNCHEZ DE BADAJOZ
SACÓ POR CIMERA UN DIABLO Y DIJO:

Más penado y más perdido

y menos arrepentido.

12

[ MUY GRACIOSA ES LA DONCELLA… ]

GIL VICENTE

( H. 1465-H. 1540 )

Fundador del teatro portugués, Gil Vicente es también un poeta extraordinario en castellano. Sus canciones tienen un aire tradicional tan refrescante, con su aparente simplicidad y su estructura paralelística, que bien pudieran pasar por anónimas. El grupo del 27 apreció mucho el cancionero vicentino, que fue editado por Dámaso Alonso poco antes de la guerra civil.

Muy graciosa es la doncella,

¡cómo es bella y hermosa!

Digas tú, el marinero

que en las naves vivías

si la nave o la vela o la estrella

es tan bella.

Digas tú, el caballero

que las armas vestías,

si el caballo o las armas o la guerra

es tan bella.

Digas tú, el pastorcico

que el ganadico guardas,

si el ganado o los valles o la sierra

es tan bella.

13

[ NO TE TARDES QUE ME MUERO… ]

JUAN DEL ENCINA

( 1468-1529 O 1530 )

Al margen unas veces de su valiosa obra dramática, y otras veces formando parte de ella, la obra lírica del salmantino Juan del Encina no tiene desperdicio. El villancico que ofrezco formó parte de una Poesía de prisión. Antología, que publiqué hace unos años por encargo del Ministerio de Justicia. Si hay alguien todavía que no conozca el villancico del carcelero, esta es buena ocasión de que repare su culpable ignorancia.

No te tardes que me muero,

carcelero,

no te tardes que me muero.

Apresura tu venida

porque no pierda la vida,

que la fe no está perdida.

Carcelero,

no te tardes que me muero.

Bien sabes que la tardanza

trae gran desconfianza;

ven y cumple mi esperanza.

Carcelero,

no te tardes que me muero.

Sácame d’esta cadena,

que recibo muy gran pena,

pues tu tardar me condena.

Carcelero,

no te tardes que me muero.

La primer vez que me viste,

sin te vencer me venciste;

suéltame, pues me prendiste.

Carcelero,

no te tardes que me muero.

La llave para soltarme

ha de ser galardonarme,

propiniendo no olvidarme.

Carcelero,

no te tardes que me muero.

Fin

Y siempre cuanto vivieres

haré lo que tú quisieres

si merced hacerme quieres.

Carcelero,

no te tardes que me muero.