El mar de hierro



V.1: marzo de 2020

Título original: Railsea


© China Miéville, 2012

© de la traducción, Rosa María Corrales, 2017

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Oz Editorial

C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-17525-87-3

THEMA: YFH

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

EL MAR DE HIERRO

China Miéville

Traducción de Rosa María Corrales

1

Sobre el autor

3

China Miéville es escritor, político y profesor. Nació en Norwich, aunque creció en Willesden, un barrio de clase trabajadora al noroeste de Londres, donde reside desde su infancia.

Está considerado uno de los fundadores de la corriente de la literatura fantástica conocida como new weird, caracterizada por no seguir las estrictas reglas de la ciencia ficción y mezclar cultura pop, magia, steampunk y monstruos mitológicos.

Ha recibido los galardones más prestigiosos dentro del género fantástico como el Hugo o el Locus. Ha ganado tres veces el premio Arthur C. Clarke y dos veces el British Fantasy y, desde 2015, es miembro de la Real Sociedad de Literatura británica.

El mar de hierro

Sube a bordo del Medos y embárcate en una aventura sin igual


Sham viaja en el Medos, un tren que recorre los infinitos raíles que conforman el Mar de Hierro, en el que habitan numerosas criaturas monstruosas y se esconden terribles peligros.

En los escombros de un tren descarrilado, Sham encuentra unas fotos que lo pondrán sobre la pista de algo que, hasta entonces, creía imposible.

Pronto piratas, tripulaciones de trenes, monstruos y cazatesoros irán tras él y sus amigos, y la vida en el Mar de Hierro cambiará para siempre.



Un apasionante relato fantástico con ecos de Moby Dick

Contenido

Página de créditos

Sinopsis


Primera parte


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10


Segunda parte


Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27


Tercera parte


Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

Capítulo 40

Capítulo 41


Cuarta parte


Capítulo 42

Capítulo 43

Capítulo 44

Capítulo 45

Capítulo 46

Capítulo 47

Capítulo 48

Capíutlo 49

Capítulo 50

Capítulo 51

Capítulo 52

Capítulo 53

Capítulo 54

Capítulo 55

Capítulo 56

Capítulo 57


Quinta parte


Capítulo 58

Capítulo 59

Capítulo 60

Capítulo 61

Capítulo 62

Capítulo 63

Capítulo 64

Capítulo 65

Capítulo 66

Capítulo 67

Capítulo 68


Sexta parte


Capítulo 69

Capítulo 70

Capítulo 71

Capítulo 72


Séptima parte


Capítulo 73

Capítulo 74

Capítulo 75

Capítulo 76

Capítulo 77

Capítulo 78


Octava parte


Capítulo 79

Capítulo 80

Capítulo 81

Capítulo 82

Capítulo 83

Capítulo 84

Capítulo 85


Novena parte


Capítulo 86


Agradecimientos

Sobre el autor

Primera parte

Prólogo


Esta es la historia de un chico cubierto de sangre.

Ahí está, balanceándose cual retoño agitado por el viento. Completamente teñido de rojo. ¡Ojalá fuera pintura! Bajo los pies del joven se ha formado un charco de sangre; su ropa, fuera del color que fuera antes, está toda teñida de un espeso escarlata; tiene el pelo mojado y tieso.

Solo se le ven los ojos, cuya blancura casi resplandece por encima de la sangre como bombillas en una habitación oscura, y la mirada fija, perdida en la nada.

Pero la situación no es tan macabra como parece. Ese chico no es el único: se encuentra rodeado por otras personas tan empapadas en sangre como él, que cantan animadamente.

Se siente perdido. Nada se ha resuelto, al contrario de lo que creía. Tenía la esperanza de que ese momento le aclararía la mente y, sin embargo, la sigue teniendo en blanco, o llena de no sabe qué.

Hemos llegado demasiado pronto. Lo cierto es que cualquier punto de partida es válido, eso es lo más bonito del embrollo, esa es la gracia de la historia. No obstante, dónde comencemos o no tiene sus repercusiones, y resulta que ese momento no es la mejor opción. Demos marcha atrás en el tiempo, retrocedamos hasta justo antes de que el chico se manchara de sangre; detengámonos un instante y sigamos adelante para observar cómo hemos llegado hasta aquí, a la sangría, a la música, al caos y al gran interrogante que se le plantea al muchacho.

Agradecimientos


Mi más sincero agradecimiento a Mark Bould, Nadia Bouzidi, Mic Cheetham, Julie Crisp, Rupa DasGupta, Maria Dahvana Headley, Chloe Healy, Deanna Hoak, Ratna Kamath, Simon Kavanagh, Jemima Miéville, David Moensch, Bella Pagan, Anne Perry, Max Schaefer, Chris Schluep, Jared Shurin, Jane Soodalter, Jesse Soodalter, Mark Tavani, Evan Calder Williams y, por supuesto, a Macmillan y a Del Rey.

Como siempre, estoy en deuda con demasiados escritores y artistas como para nombrarlos a todos, no obstante, destacan de manera especial en este libro: Joan Aiken, John Antrobus, los Awdry (padre e hijo), Catherine Besterman, Lucy Lane Clifford, Daniel Defoe, F. Tennyson Jesse, Erich Kästner, Ursula le Guin, John Lester, Penelope Lively, Herman Melville, Spike Milligan, Charles Platt, Robert Louis Stevenson y los hermanos Strugatsky.

Capítulo 1


¡Una montaña de carne!

No, retrocedamos aún más.

¿Hasta el cuerpo sin vida de un animal enorme?

Un poco más.

Ahí. Semanas atrás, cuando todavía hacía frío. Los últimos días no habían sido muy fructíferos, los habían pasado atravesando con calma los desfiladeros bajo la sombra azul de las paredes de hielo y el cielo empedrado. El joven, sin ningún rastro de sangre todavía, contemplaba los pingüinos. Tenía los ojos clavados en los islotes rocosos cubiertos de aves que ahuecaban las plumas grasientas y se reorganizaban y apiñaban en busca de comodidad y calor. Los había estado observando durante horas, cuando al fin sonó la alarma por los altavoces que le hizo ponerse manos a la obra. Era la señal que habían estado esperando tanto él como el resto de la tripulación del Medos. Se oyó el chisporrotear de las interferencias, seguidas de la exclamación: «¡Ahí está!».

Comenzaron las preparaciones con mucho ímpetu. Dejaron las fregonas, soltaron las llaves inglesas, las cartas se quedaron a medio escribir y se echaron a los bolsillos las figuritas a medio tallar; no importaba si la tinta no se había secado o si no habían terminado de labrar las piezas de madera. ¡A las ventanas! ¡A la barandilla!

Todos quedaron expuestos al azote del gélido viento, obligados a hacer un gran esfuerzo para poder entreabrir los ojos y mirar más allá del engranaje de las ruedas, mientras daban bandazos con el traqueteo del tren. Los pájaros, esperanzados, aprovechaban el empuje de las ráfagas de viento para acercarse, aunque ya nadie les arrojara sobras.

A lo lejos, allí donde las viejas vías parecían unirse, un temblor sacudió las piedras y provocó una brusca reestructuración del terreno. Desde las profundidades se oyó un alarido ahogado por el polvo.

De repente, entre las inusuales alteraciones del relieve y los restos de plástico viejo, la tierra negra se elevó y formó un montículo cónico en cuya cima algo se estaba abriendo camino: una fiera enorme y siniestra.

Tras una explosión de fragmentos de tierra, el monstruo emergió de su madriguera. Rugió, se alzó y, como si quisiera inspeccionar el terreno, como si quisiera demostrar su gran tamaño, quedó suspendido en el aire por un instante extraordinario, hasta que finalmente se estrelló contra el suelo y desapareció bajo la corteza terrestre.

El toporrible se había dejado ver en la superficie.


***


En el Medos muchos se habían quedado boquiabiertos, pero nadie tanto como Sham, Shamus Yes ap Soorap, un joven alto, fornido, moreno y muy patoso, aunque no siempre lo fuera, que llevaba el pelo corto porque le era más cómodo. Se había olvidado de los pingüinos y miraba absorto por el ojo de buey, su cara parecía un girasol sediento de luz que intentaba asomarse fuera del camarote. En la distancia, el topo se movía a toda velocidad, bajo tierra, a un metro por debajo de la superficie. Sham observaba su lucha con la tundra mientras el corazón le repiqueteaba como las ruedas del tren.

Sin embargo, ese no era el primer toporrible que veía. Obreros, así se llamaba en broma a esa clase de especímenes del tamaño de un perro que se dedicaban a escarbar en la bahía de Streggeye. El terreno entre el hierro y las traviesas del puerto estaba repleto de toperas y siempre se le veía el lomo a alguno. También había visto crías de especies más grandes: toporribles chapita, toporribles panteralunar y escurridizos toporribles piesdebrea; que habían sido abatidas por cazadores y que eran transportadas en tanques para la víspera del día de los Carapétrea. Pero los grandes, los grandes de verdad, los más grandes de todos, Sham ap Soorap solo los había visto en fotos, en las lecciones de caza.

En aquellas clases se había tenido que aprender de memoria la lista de los nombres de los toporribles como si fuera un poema: topo, muldvarp, socavador. Había visto planografías veladas y grabados de los animales más imponentes, sobre los que estaban dibujados a escala real seres humanos encogidos por el miedo ante el toporrible de la cresta, asesino y de nariz estrellada. Y en una de las páginas más manoseadas, una que para hacer hincapié en el tamaño se desplegaba como un acordeón, había un leviatán que hacía parecer a la persona allí garabateada una mera mota: el gran toporrible del sur (Talpa ferox rex); ese era el animal excavador que tenían delante. Un escalofrío recorrió a Sham.

La tierra y los raíles eran del mismo color que el cielo: gris. En el horizonte, un hocico más grande que él mismo volvió a resquebrajar la tierra e hizo su topera en lo que, por un instante, a Sham se le antojó un árbol muerto, pero enseguida se dio cuenta de que era una especie de puntal de metal oxidado que habría caído al suelo largo tiempo atrás y que estaba ahí clavado como la pata inerte de un dios escarabajo; hasta en aquellas tierras recónditas, frías y yermas, se encontraban restos materiales.

Sham sentía sobre su cabeza las firmes pisadas de la tripulación del Medos, que corría de un lado a otro, moviéndose entre los vagones y las plataformas de observación, y que oscilaba colgada del furgón de cola. De pronto, se oyó por los altavoces la voz alerta de Sunder Nabby: «Sí, sí, sí, capitana…». Lo más seguro es que esta le hubiera hecho una pregunta por el walkie-talkie y él hubiera olvidado ponerlo en privado. Todo el mundo oyó su respuesta entre el castañeo de dientes y un marcado acento de Pittman: «Un buen verraco, capitana, un montón de carne, grasa y piel. Fíjese la velocidad que lleva…».

Al doblarse la vía en una curva, el Medos viró con brusquedad y el viento trajo consigo una bocanada de aire cargado de diésel que hizo que Sham escupiera en los matorrales que crecían junto a los raíles.

«¿Cómo? Pues… es negro, capitana —dijo Nabby, en respuesta a una pregunta que no se había oído por los altavoces—. Sí, claro. Un toporrible negro como el hollín».

Silencio. El tren entero sintió vergüenza ajena. Entonces se oyó:

«Vale. —Esta vez era la voz de la capitana, Abacat Naphi, dirigiéndose a toda su tripulación—. Atención: un toporrible. Ya lo han visto. Guardafrenos y guardagujas, diríjanse a sus puestos; arponeros, prepárense; todo listo para soltar vagonetas. Aumenten la velocidad».

El Medos aceleró. Sham, que estaba aprendiendo a nombrar los diferentes sonidos que hace el tren, trataba de escuchar con los pies como le habían enseñado y creyó sentir el cambio de un shrashshaa a un drag’ndragun.

—¿Cómo va el tratamiento?

Sham se dio la vuelta. Desde la entrada al camarote, el doctor Lish Fremlo, un hombre delgado, entrado en años y ajado como roca erosionada por el viento, pero lleno de energía, lo miraba fijamente tras una mata de pelo de color plomizo.

«Que los Carapétrea me protejan —pensó Sham—. ¿Llevas ahí todo el puñetero rato?».

Fremlo observaba las tripas de madera y tela que Sham había extraído por el agujero del abdomen de un maniquí y que, para entonces, ya debería haber etiquetado y vuelto a colocar, pero que aún estaban desparramadas por el suelo.

—Estoy en ello. Es que había… se me ha… —balbuceó Sham mientras metía los pedacitos dentro del muñeco.

—Sham ap Soorap —exclamó Fremlo haciendo una mueca al ver los cortes descuidados e inexpertos que Sham había realizado con su navaja en la piel artificial—, vaya forma de profanar el pobre cuerpo. Creo que debo intervenir.

Y con el dedo levantado en señal de autoridad, continuó diciendo con esa voz resonante y clara tan característica suya, aunque con buenas maneras:

—Sé que la vida de estudiante es un poco aburrida, pero hay dos cosas que es mejor que aprendas: una —dijo con un gesto de sosiego—, que te lo tienes que tomar con calma; y la otra, qué es de lo que te puedes zafar. Este es el primer gran toporrible que nos encontramos en esta expedición y, por tanto, el primero para ti. A nadie en este tren, ni siquiera a mí, le importa un pito de tren que no estés practicando ahora mismo.

A Sham se le aceleró el pulso.

—Vete —lo apremió el médico—. Pero no estorbes.


***


El frío dejó a Sham sin aliento. La mayoría de los miembros de la expedición llevaba puesto un abrigo de piel, incluso Rye Shossunder, quien acababa de pasar por su lado echándole un vistazo con aires de superioridad, vestía un chaleco de piel de conejo. Rye era más joven y, como mozo de camarote que era, técnicamente su posición en el Medos estaba por debajo de la de Sham; sin embargo, esa era la segunda vez que Rye formaba parte del convoy, por lo que, dentro de la estricta meritocracia interna del tren cazatopos, este le llevaba ventaja. Sham se acurrucó en su chaqueta barata de piel de tejón.

La tripulación se iba abriendo paso por los corredores y la cubierta superior. Unos accionaban los cabrestantes, otros afilaban cosas, y también había los que, equipados con arneses, engrasaban las ruedas de las vagonetas. En las alturas, la cofa de vigía, donde se encontraba Nabby, oscilaba arriba y abajo.

Entretanto, en la plataforma de observación situada en la cubierta de la cola del tren, el primer oficial, Boyza Go Mbenday, un hombre pelirrojo de piel oscura, enjuto de carnes, nervudo y vigoroso, con el pelo aplastado por la ventolera que levantaba el Medos a su paso, apuntaba en la carta de navegación los progresos que iban haciendo y hablaba entre dientes con la mujer que tenía detrás, la capitana.

Naphi oteaba el toporrible a través de un enorme telescopio que, a pesar de lo mucho que pesaba, sostenía firmemente con una sola mano, la derecha. Aunque era más bien bajita, llamaba la atención y, por la postura que tenía, se podría decir que había adoptado una posición de combate. Llevaba el cabello largo y gris recogido con una cinta. Permanecía inmóvil mientras su abrigo marrón, largo y descolorido, bailaba al son del viento y las luces centelleaban en el voluptuoso brazo izquierdo, formado de metal y marfil, que produjo un chasquido al moverlo.

El drag’ndragun que hacía el Medos en su avance por la llanura salpicada de nieve se convirtió en un triquitraque más rápido. Pasaron por el lado de peñascos, por grietas y desfiladeros poco profundos y por delante de deteriorados restos materiales, insondables para la gran mayoría.

Sobrecogido por la luz, Sham alzó la vista hacia los más de tres kilómetros de aire limpio y despejado, hasta donde los feos y revueltos nubarrones cubrían el altocielo. A su paso, el tren arrancaba matas bajitas, gruesas y tan negras como el hierro que también hacía saltar en pedacitos el mismo hierro que había sido cortado en otra época ya olvidada. Una maraña de infinitos e incontables raíles se extendía por todos lados y en todas direcciones hasta más allá del horizonte.

El Mar de Hierro.

Carriles de acero dispuestos sobre traviesas de madera que formaban rectas largas y curvas estrechas, que se solapaban, dibujaban espirales, se cruzaban en los empalmes y se desviaban temporalmente en apartaderos para después volverse a unir a la vía principal. En algunos puntos, las vías se separaban dejando metros de tierra indómita entre ellas; en otros, estaban lo bastante cerca como para que Sham pudiera saltar de una a otra; aunque la mera idea le hacía temblar más que el frío. Y en las traviesas, que permitían la ramificación y el cruce de las vías y que podían ser de veinte mil ángulos distintos, había toda clase de mecanismos y combinaciones de aparatos de vía: desvíos sencillos o mixtos, escape, bretel, y traviesas de unión simple o doble; con sus respectivas señales, recibidores, interruptores o marmitas de cambio de aguja, que iban apareciendo conforme se aproximaban.

Bajo las piedras o la tierra sólida sobre la que estaban construidos aquellos raíles, el topo se movía con rapidez y a su paso formaba una cresta que, de pronto, se esfumó, hasta que resurgió para escarbar la tierra de entre los hierros. Una vía quedó destrozada.

La capitana comenzó a dar instrucciones a través del sonido crepitante que emitía el micrófono: «Guardagujas, a sus puestos». Sham volvió a aspirar una bocanada de diésel y esa vez no le disgustó. En la pasarela situada a un lado de la locomotora y en las plataformas del segundo y cuarto vagón, estaban los guardagujas con los controladores y los ganchos preparados para accionar los cambios de aguja.

«¡A babor!», exclamó la capitana al ver que el topo modificaba su trayectoria. Uno de los guardagujas al mando obedeció su orden y accionó el control remoto para responder a la señal entrante de un transpondedor. De golpe, las agujas cambiaron y, con ellas, también la señal. Al alcanzar el punto de unión, el Medos abandonó los raíles que recorría y, de una sacudida, pasó a ocupar los de una línea distinta.

«A babor… A estribor… Todo a estribor…». A medida que la voz de mando amplificada disponía, el Medos se adentraba dando bandazos en las inmensidades del Ártico, zigzagueaba sobre metal y madera, se zarandeaba en cada empalme, vía tras vía en el Mar de Hierro; cada vez más próximo a la tierra turbulenta bajo la cual el topo se movía a gran velocidad.

«A babor», volvió a ordenar, con la consiguiente respuesta de una guardagujas. Pero esta vez, Mbenday gritó: «¡Anule esa orden!», a lo que la capitana contestó: «¡A estribor!».

Cuando la guardagujas reaccionó, ya era demasiado tarde: la señal pasó a toda velocidad como si se estuviera regocijando y deleitando por la confusión ocasionada, o así le pareció a Sham, que se había quedado sin aliento y apretaba con fuerza la barandilla. El Medos pasó como un rayo por los cambios de vía que lo hicieron desviarse hacia lo que fuera que hacía que Mbenday estuviera tan agitado…

Entonces, Zaro Gunst, quien iba montado en el acople que unía el quinto vagón con el sexto, con el gancho en la mano, se inclinó al pasar por una marmita y, con un ademán decidido y la precisión de un justador, accionó la palanca del cambio de agujas.

Tras el impacto, el gancho cayó al Mar de Hierro y, con un gran estruendo, se hizo añicos, pero, justo antes de que desaparecieran bajo el mascarón de proa y las ruedas delanteras del Medos alcanzaran el empalme, las agujas se desplazaron de golpe hacia un lado y el tren se desvió a una línea más segura.

«Así se hace —oyeron decir a la capitana Naphi—, ha sido un cambio de ancho de vía mal señalizado».

Sham suspiró aliviado. Si hubieran contado con dos o tres horas y la maquinaria necesaria y no hubieran tenido otra alternativa, vale; pero ¿alcanzar una travesía a todo trapo? Eso era de colgados.

«Se ve que… —continuó la capitana—, hemos dado con uno difícil de manejar… que nos está causando problemas. Este topete sabe cómo se escarba».

La tripulación aplaudió, dado que así lo mandaba la tradición cuando se hacía un elogio como ese a una presa tan astuta.

Siguieron adentrándose en el denso Mar de Hierro.

El toporrible redujo la velocidad. El Medos cambió de dirección y dio un rodeo, frenó, guardando las distancias mientras el depredador subterráneo, aún receloso de sus perseguidores, olfateaba en busca de las lombrices que poblaban la tierra de la enorme tundra. No solo el personal ferroviario era capaz de identificar un vehículo según su vibración, también algunas bestias sentían el ritmo y repiqueteo de los trenes a kilómetros de distancia. Con cautela, las grúas de la cubierta comenzaron a descargar vagonetas en las vías más cercanas.

Una vez en marcha, los tripulantes de aquellos cochecitos ferroviarios, cambiaron agujas con delicadeza y, poco a poco, se fueron aproximando.

—Ha cambiado el rumbo.

Sham levantó la vista sorprendido. A su lado, Hob Vurinam, el joven contramaestre, se asomaba entusiasmado. De manera presuntuosa, se subió el cuello de su ostentosa y estropeada indumentaria, un abrigo de tercera o cuarta mano.

—Nuestro amiguito velludo los está oyendo.

De pronto, una topera se levantó ante sus ojos, de cuya cima asomaron unos bigotes, seguidos de un hocico puntiagudo y del resto de la negra cabeza. Era enorme. Movió el hocico de lado a lado, salpicándolo todo de arena y babas; abrió las fauces para mostrarles los dientes. Aunque el topo tenía buen oído, se había confundido con el doble traqueteo. Soltó un rugido sofocado por el polvo.

Con una repentina y violenta sacudida, un proyectil impactó al lado del topo. Lo había disparado Kiragabo Luck, una arponera agresiva nacida en Streggeye, compatriota de Sham; pero había fallado.

En el acto, el toporrible se dio la vuelta y empezó a excavar a gran velocidad. Entonces el arponero de la segunda vagoneta, Danjamin Benightly, un hombre muy grande y corpulento, de pelo y ojos grises como la luna, procedente de los bosques de Gulflask, gritó algo con su acento bárbaro y su tripulación aceleró por la tierra removida. Benightly apretó el gatillo.

Nada, el arpón se había atascado.

—¡Qué diantre! —exclamó Vurinam, bufando como si fuera un espectador de un partido de puntapiés—. ¡Lo hemos perdido!

Sin embargo, Benightly, el hombretón de los bosques, había aprendido a cazar con jabalina colgado bocabajo de las enredaderas. Se había demostrado a sí mismo que ya era un adulto al alcanzar una suricata a quince metros y pescarlo a una velocidad tal que su familia ni se percató. Así que, cuando la vagoneta se aproximaba al mastodonte excavador, agarró el arpón por la culata y lo levantó, pesaba tanto que se le tensaron los músculos como si, en lugar de estos, tuviera ladrillos bajo la piel; echó la espalda hacia atrás y esperó unos instantes antes de lanzar y darle de lleno al topo.

El toporrible retrocedió y lanzó un rugido. El arpón temblaba y la cuerda se destensó dando un latigazo mientras el animal forcejeaba; estaba sangrando. Los raíles se combaron y la vagoneta avanzó a toda velocidad, arrastrada por la fuerza del animal. Rápidamente anudaron un ancla de tierra a la cuerda y la lanzaron por la borda.

La otra vagoneta volvió a la carga; Kirabago nunca fallaba dos veces seguidas. Arrojaron más anclas al suelo tras el topo, que rugía en su agujero y removía la tierra con furia. El Medos arrancó de una sacudida y se lanzó a seguir a las dos vagonetas.

La técnica del arrastre impedía al animal excavador, que aún tenía medio cuerpo fuera, seguir adentrándose en las profundidades. Pájaros carroñeros volaban en círculo a su alrededor. El topo se sacudía cuando los más atrevidos se lanzaban a picotearlo.

Finalmente, en una laguna de estepa pedregosa, en un trozo de tierra entre los infinitos raíles, se detuvo, se estremeció y allí se quedó. Enseguida, las ávidas gaviotas ferroviarias aterrizaron sobre el montículo peludo de su cuerpo, pero ya no se las sacudió.

No se oyó ni una mosca, hasta que el topo exhaló por última vez. Empezaba a anochecer y la tripulación del Medos comenzó a preparar los cuchillos. Los devotos dieron gracias a los Carapétrea, a María Ana, a los Dioses Pendencieros, al Lagarto, a That Apt Ohm o a lo que fuera que adorasen; los librepensadores tenían sus propios temores.

El gran toporrible del sur estaba muerto.

Capítulo 2


¡Una montaña de carne! El cuerpo sin vida del animal descollaba por encima de todo lo demás.

Los cazatopos engancharon los cabos en el pellejo del animal y, con los cabestrantes situados en la cubierta, arrastraron por el suelo que nadie se atrevía a pisar toneladas de carne y valiosa piel. En el cielo, los murciélagos nocturnos del ártico sustituyeron a los pájaros carroñeros que por fin se habían marchado. Bajo la tenue luz de la luna menguante, el toporrible comenzó su último y póstumo viaje hacia el vagón de la carne. Y ninguna ilustración, planografía, ni imagen rescatada del Mar de Hierro, ya fuera en pintura, papel a la sal, cristal líquido o en tresdé; ni mucho menos los recuerdos que Sham había oído tantas veces de los cazadores de topos, que eran más pesados que un dolor de muelas, habían preparado a Sham para la hedionda labor que se llevó a cabo a continuación.

Se procedió a abrir el topo y a llenar el vagón plataforma con sus restos sanguinolentos. Ante tal espectáculo, Sham contenía el aliento, con el pecho hundido como si estuviera rezando.

La tripulación del Medos troceaba el animal a hachazo limpio, lo serraba, lo separaba en partes y lo despellejaba, entre resoplidos y los tradicionales cantos de saloma: ¿Qué vamos a hacer con el borracho del guardafrenos? y La vida en el Mar de Hierro; mientras que allá arriba, Sunder Nabby dirigía el concierto con su catalejo. Sham no hacía más que mirar y observar.

—¿No tienes ningún quehacer? —le preguntó Vurinam que, con un cuchillo ensangrentado en la mano, ya había terminado de desgrasar el topo—. ¿Es que te da lástima?

—Qué va —contestó Sham.

Con el torso desnudo, delgado y musculoso, Vurinam, que estaba sudando dentro del estrecho radio de calor procedente de las hogueras y debido a las labores de descuartizamiento, a solo unos pocos palmos de donde el aire gélido lo hubiera congelado, le dirigió una sonrisa un poco sádica. En ese momento, a Sham le pareció increíble que se llevaran tan pocos años de diferencia.

Nadie necesitaba primeros auxilios. Sin embargo, sabía que, en una noche come esa, el médico le acabaría mandando a ayudar al resto de la tripulación. La mirada de Vurinam fue de un sitio a otro en busca de inspiración y la encontró.

—¡Eh! —gritó, dirigiéndose a todo el mundo sin dejar de pringarse y descuartizar lo que antes fuera un topo—. ¿Alguien tiene sed?

Le respondieron con una gran ovación que resultó muy cansina. Vurinam inclinó la cabeza hacia Sham y, con una mirada cargada de significado, le preguntó:

—¿Has oído eso, o qué?

«¿En serio?», se dijo Sham, a quien le caía bien Vurinam, o al menos lo bastante bien. «¿En serio? Ni siquiera digo que trabajar de aprendiz de médico sea para mí lo mejor del mundo, pero ¿traeros el alcohol? ¿No está el mozo de camarote para eso? Sin ánimo de ofender, es una profesión respetable, pero ¿tengo que ser yo el que cargue con el grog? ¿El cargador de grog? ¿El grogador?».

Sham pensó todo eso, sin embargo, se limitó a decir:

—Sí, señor.

Y de ese modo, sin comerlo ni beberlo, Sham Yes ap Soorap se vio metido de lleno en aquella carnicería. Al poco rato, ya estaba manchado de sangre. Acababa de empezar la que sería la noche más larga de su vida. No paró de dar viajes al vagón de la carne y de recorrer toda la largura del tren, una y otra vez, llevando bebida y comida a la tripulación para que no decayeran las fuerzas; yendo y viniendo del camarote de Fremlo, donde este lo cargaba de vendas, ungüentos, astringentes y analgésicos masticables para curar quemaduras de cuerda y cortes en las manos.

Como recompensa, las bromas, groserías y burlas sobre la pereza de Sham, con las que siempre le recibían los que estaban despedazando al topo, la mayoría de las veces las hacían de buen humor. Incluso reparó en que se sentía un poco aliviado por el hecho de saber qué era exactamente lo que tenía que hacer, cuál era la naturaleza de su trabajo en aquel momento.

Cada vez que podía, se paraba unos segundos a descansar, balanceándose de un lado a otro, aturdido por el cansancio porque, aunque él no estuviera descuartizando el animal, no había manera de evitar la sangre del vagón de la carne; y así fue como Sham acabó siendo el chico cubierto de sangre que parecía un arbolillo agitado por el viento, completamente rojo, y que continuaba sin saber qué rumbo debía tomar. Había estado esperando aquello, como el resto de la tripulación, pero por muy impresionado que estuviera, seguía sin saber qué es lo que esperaba. Aún se sentía perdido.

Más allá del estupor y la gran admiración que le producían la magnitud de los huesos del topo, ni le entusiasmaba la caza, ni tampoco la medicina, como se suponía que debía estar aprendiendo; solamente lo estaba sobrellevando.

Cuando le tocó rebajar el ron con agua, le gritaron a Sham:

—¡Échale más agua! ¡No tanta! ¡Más melaza! ¡No lo derrames!

Al final, él mismo le dio un par de tragos. A aquellos que tenían las manos demasiado resbaladizas debido a las entrañas del animal, les daba de beber directamente de la taza. Shossunder, el mozo de camarote, también les llevaba el grog procurando no derramarlo y, de vez en cuando, miraba a Sham y asentía con la cabeza como muestra de una solidaridad tan arrogante como excepcional. Además, Sham se ocupaba de los fuegos, los encendía y alimentaba con el fin de que las calderas se mantuvieran calientes; mientras que los demás quitaban la piel y el pelaje para después limpiarlo y curtirlo, la carne para salarla, y tajadas y tiras de grasa para derretirla.

El mundo entero apestaba a toporrible: sangre, pis, almizcle y estiércol. Bajo la luz de la luna, parecía que todo estuviera salpicado de alquitrán; sin embargo, bajo las luces ferroviarias, ese negro se volvía rojo como la sangre que era: rojo, negro, rojinegro; y, como si fuese un trocito de papel que se va alejando arrastrado por el viento en aquel Mar de Hierro y volviera la vista atrás, a Sham se le antojó que el Medos era una línea pequeña de luces y fuegos, oyó cómo la musicalidad de las herramientas y los cantos ferroviarios era engullida por las inmensas tierras sureñas de hielo y raíles congelados. En ese momento, la cara de la fiera, con aquel pelaje negro y la mirada maliciosa, era el centro del universo, desde el que se extendía todo lo demás. Y, entonces, rugió como si, aun muerto, el gran depredador siguiera despreciando a aquellos que lo habían cazado de semejante manera.

—¡Tren a la vista! —exclamó el médico, dándole un codazo a Sham que le hizo tambalearse. Se había quedado dormido de pie.

—Vale, voy a… —tartamudeó, pues no lo tenía muy claro.

—Vete a dormir —dijo Fremlo.

—Pero Vurinam quería que…

—¿Desde cuándo es médico el señor Vurinam? ¿Quién es el doctor aquí, y, por tanto, tu jefe? Te ordeno que te vayas a la cama ya, de una vez, y que duermas de un tirón. Venga.

Sham no se opuso. De hecho, justo entonces y por una vez, sabía exactamente lo que quería: dormir (¡y tanto!). Se alejó del fuego y de lo poco que quedaba ya del topo, arrastrando los pies, recorrió los pasillos acompañado por el incesante traqueteo y se dirigió hacia su rinconcito, una de entre las muchas literas. Y entre los ronquidos y las ventosidades de aquellos que ya estaban durmiendo, y arrullado por las canciones de fondo de los carniceros, Sham cayó muerto en su catre.

Capítulo 3


—¡Qué bien! —había exclamado Voam cuando le consiguió a Sham el trabajo en el Medos—. ¡Es estupendo! Ya no eres ningún niño, eres lo bastante mayorcito para trabajar y no hay nada mejor que ser médico. ¿Y dónde, si no, vas a aprender más y más rápido que en un cazatopos, eh?

Sham no le veía ninguna lógica y hubiera querido gritarlo, pero jamás habría podido dado el entusiasmo que mostraba el peludo y tonelete de Voam yn Soorap, su primo, o cualquiera que fuese el grado de parentesco por parte de madre que les unía a través de un sinfín de intrincadas conexiones. Este, junto con su otro primo, había criado a Sham. Aunque Voam no fuera ferroviario, cuidaba la casa de un capitán, y a las únicas personas a las que les tenía más respeto que a los cazatopos era a los médicos; lo que no era de extrañar, pues Troose yn Verba, su otro primo más o menos cercano y padre adoptivo, un hombre inquieto, jorobado y de cara angulosa, pasaba mucha parte de su tiempo con ellos. Ambos eran, por lo general y hasta el punto de la exageración, un par de hipocondríacos.

Por mucho que quisiera, rechazar el trabajo que Troose y Voam le habían conseguido habría sido como meterles heces de perro y tierra del Mar de Hierro en los calzones. No es que no tuviese otra cosa que proponerles, es más, se había devanado los sesos barajando distintas posibilidades; pero ya llevaba demasiado, desde que acabara el instituto y también mientras estuvo en él, esperando y matando el tiempo.

Sham estaba seguro de que había algo que le apasionaba y para lo que era perfectamente capaz, lo que resultaba más frustrante era no saber el qué. Demasiado indeciso para continuar sus estudios; demasiado prudente en compañía de los demás y, tal vez, también algo tocado por la no muy brillante época escolar, como para dedicarse al servicio militar o al comercio; demasiado joven y flojo para destacar en trabajos pesados; Sham se exasperaba porque todas las opciones que les proponía eran en vano. Tanto Voam como Troose eran pacientes con él, pero se preocupaban en exceso.

—A lo mejor… —había intentado opinar más de una vez—. Quiero decir, ¿Y si…?

Pero los dos se daban cuenta en seguida de adónde quería ir a parar y le interrumpían antes de que acabara.

—De ninguna manera —contestó Voam en una ocasión.

—Ni hablar —respondió Troose—. Ni habiendo alguien que te enseñara, y sabes que no lo hay, ¡esto es Streggeye! Es peligroso y poco fiable. ¿Tú sabes cuántos mendigos hay que intentaron vivir de eso y fracasaron? Tienes que tener cierta… —Miró a Sham con dulzura.

—Eres demasiado… —titubeó Voam.

«¿Demasiado qué?», pensó Sham, y pese a que trató de enfadarse con Voam, no consiguió más que sentirse abatido. «¿Ingenuo? ¿Es eso?».

—… demasiado buen chico —había concluido Troose con la mejor de sus sonrisas— para probar suerte como cazatesoros.

Ansioso por darle un cariñoso empujoncito, como el pájaro que alienta a su aterrado polluelo para que emprenda el vuelo por primera vez, Voam había tirado de algunos hilos y le había asegurado el puesto de aprendiz en un tren cazatopos, bajo la tutela de Fremlo.

—Llevarás una vida intelectual, trabajarás en equipo y, además, es un oficio estable que te dará la oportunidad de salir de aquí, ¡de conocer mundo! —le había dicho Voam con una sonrisa de oreja a oreja.

Y, al hacerlo, le había tirado un beso a la fotito de los padres de Sham, que cambiaba de posición cada tres segundos con un clic, en un movimiento circular infinito.

—¡Ya verás como te va a gustar!


***


Hasta entonces, había evitado cogerle el gusto a ese modo de vida. Pero cuál fue su sorpresa cuando, al despertar tras aquella noche de matanza, aunque lo primero que saliera de su boca fuese un chillido y, lo segundo, un gemido, debido a las agujetas y al dolor que sentía por todo el cuerpo, y aunque saliera del camarote tambaleándose como si llevara una armadura oxidada, y cuando al salir afuera vio el sol gris a través de las nubes del altocielo, las gaviotas ferroviarias revoloteando y a sus camaradas armados con sierras de arco dirigiéndose hacia los montones de huesos que habían regado con la manguera, y aunque aún se sintiera un impostor sin saber ni a quién estaba engañando; Sham estaba de buen humor.

Ante semejante caza, todos lo estaban. Incluso Dramin, un cocinero tan pálido y cadavérico que tenía el mismo aspecto que el esqueleto de un muerto y al que nunca le había caído bien Sham, cuando le llenó el tazón de caldo de carne de topo que estaba sirviendo aquella mañana para desayunar, hizo una mueca que pareció casi una sonrisa.

Los miembros de la tripulación silbaban mientras enrollaban los cabos y engrasaban la maquinaria, otros jugaban a los aros y a las tablas reales en la cubierta de los vagones al compás del vaivén del tren. Sham vaciló, tenía muchas ganas de jugar pero se ruborizó al recordar cómo había lanzado el aro en el juego anterior; por suerte, habían dejado de llamarle por el apodo con el que había estado a punto de cargar para siempre: el capitán Desatino.

Sham volvió a observar a los pingüinos a los que hacía planografías con su camarucha barata. Aquellas encantadoras aves que no podían volar, se dedicaban a pelearse y picotear con gran estrépito en los islotes que invadían a base de empellones. Para cazar, se zambullían entre los raíles en la tierra del Mar de Hierro y, con sus grandes picos con forma de pala, sus garras adaptadas y sus alas musculosas, escavaban como locas y construían túneles kilométricos hasta que volvían a salir de golpe a la superficie sin cesar de graznar, con una larva retorciéndose en el pico. A su vez, los pingüinos podían convertirse en presas y ser perseguidos con frenesí por una suricata con colmillos, un tejón o una manada de tamias depredadoras; toda una jauría de cazadores a la que Sham no perdía de vista, y a la que algunos de sus camaradas, asimismo, lanzaba redes para capturarlos.


***


La ruta del Medos se volvió tortuosa y cada vez que los guardagujas esquivaban y pasaban de largo restos de pecios semienterrados, Sham se los quedaba mirando ensimismado como si alguno de aquellos residuos (un trozo de rueda envuelta en cables, la puerta de una nevera recubierta de polvo, una cosa que brillaba como si fuera un trozo de pomelo incrustado en un trozo de pizarra de cualquier orilla) se fuera a despertar y a hacer algo. Podría ocurrir; de hecho, a veces se daba el caso. Creía que su curiosidad estaba pasando desapercibida hasta que advirtió que el primer oficial y el médico lo estaban observando. Sham se ruborizó y Mbenday soltó una carcajada, pero a Fremlo no pareció hacerle tanta gracia.

—Jovencito, ¿son ese tipo de cosas… —preguntó el médico con serenidad, señalando lo que fueran aquellos deshechos antiguos que acababan de dejar atrás en el polvo— lo que anhelas?

Sham se encogió de hombros.

El Medos interrumpió el paso de un grupo de topos de nariz estrellada del tamaño de una persona y, antes de que pudieran huir, atraparon a dos de ellos. A Sham le desconcertó el hecho de que presenciar la caza de aquellos dos obreros y oír los chillidos que profirieron al morir le afectara más que la descomunal matanza y los rugidos del toporrible. Sin embargo, suponía más carne y más piel. De todas formas, Sham fue a hurtadillas hasta el compartimento donde se almacenaba el diésel para comprobar lo que quedaba y así poder estimar cuánto tiempo faltaba para que tuvieran que atracar.

Fremlo siguió proporcionando a Sham más maniquís de esos (para que los desmontara, clasificara y los volviera a montar y, de este modo, aprendiera el funcionamiento del cuerpo humano) para, más tarde, examinar horrorizado los resultados de sus macabras cirugías. Entonces, le puso delante unos esquemas que Sham miraba atentamente como si los estudiara; por lo que cuando decidió examinarlo de medicina básica, este continuaba haciéndolo tan mal, que al médico le causó más impresión que irritación.

Sham se sentó en la cubierta con los pies colgando, bajo los que veía pasar la tierra a toda velocidad; esperaba que alguna especie de revelación irrumpiera en su vida. Supo, desde poco después del comienzo de la expedición, que la medicina y él nunca harían buenas migas. Así que había estado tratando de interesarse por otras aficiones: el arte de la escultura y pintura sobre marfil, la tarea de anotar el diario de navegación, el dibujo de caricaturas; había intentado aprender las lenguas que hablaban los camaradas extranjeros, incluso había estado rondando las partidas de cartas para aprender las habilidades de los jugadores; pero todos sus esfuerzos fueron en vano.

A medida que el tren se desplazaba hacia el norte, las heladas no eran tan severas y la vegetación, menos tímida. La gente había dejado de cantar y comenzaban a discutir de nuevo. En los altercados más fuertes incluso llegaban a las manos. Más de una vez, Sham había tenido que escabullirse del camino de hombres y mujeres que despotricaban, se encolerizaban y se volvían extremadamente violentos a la más mínima provocación.

«Yo sé lo que nos hace falta», se decía Sham cuando los oficiales malhumorados ordenaban a los responsables de las trifulcas que se calmaran. Había llegado a sus oídos algo del saber popular ferroviario sobre qué hacer en situaciones muy tensas. «Necesitamos un poco de R y R». No hacía mucho que Sham había descubierto lo que significaban las dos erres de Reposo y Relajación, que utilizaban los militares para referirse a su tiempo libre. Durante un tiempo se imaginó que tal vez los hombres y mujeres que se aburrían necesitaban Ropa y Recuerdos, o bien, Rimas y Risas o Ritmo y Razón.

Una tarde aburrida, bajo nubes bochornosas, Sham se acopló a un grupo de ferroviarios que estaban fuera de servicio en la cubierta de un vagón, alrededor de un círculo hecho con una cuerda y arena en cuyo centro había dos insectos malhumorados a los que azuzaban para que cargaran el uno contra el otro. Eran escarabajos tanque, grandes y pesados, del tamaño de una mano, brillantes, de naturaleza solitaria y agresivos cuando dicha naturaleza se les era negada; por tanto, perfectos para ese deporte tan ruin. Los insectos vacilaban, parecían reacios a enfrentarse. Pero sus adiestradores los espolearon con un palo ardiendo hasta que, de mala gana, atacaron; el sonido de sus caparazones al chocar era como el del plástico inflamado.

Debía de ser interesante, supuso Sham, pero no era nada agradable ver la cruel provocación por parte de los dueños a sus insectos. Entonces vio, enjaulados en las manos de sus compañeros, un lagarto excavador con cara de ansiedad y desprecio, una suricata y una rata excavadora con púas; la pelea de escarabajos era solo la preliminar.

Sham negó con la cabeza en un gesto de indignación. No es que los escarabajos fueran más reticentes o tuvieran que amenazarlos menos que a las ratas o a los damanes, pero Sham no pudo evitar sentir, a pesar de que ese sentimiento lo irritase, la parcialidad de su solidaridad como mamífero. Retrocedió, y chocó con Yashkan Worli. Salió corriendo del círculo y dejó gruñendo a todos con los que se había topado al hacerlo.

—¿Adónde vas? —gritó Yashkan—. ¿Eres demasiado blandengue para esto?

«No, simplemente no me apetece», pensó Sham.

—¡No te vayas! ¿Qué, eres blando por fuera y por dentro? —se mofó Yashkan, a quien se le unieron Valtis Lind y unos cuantos más a los que les divertían las bromitas crueles y que profirieron una ristra de insultos a Sham que le trajeron a la memoria desagradables recuerdos del instituto y le hicieron ponerse como un tomate.

—¡Es broma, hombre! —gritó Vurinam—. ¡Crece de una vez! Vuelve aquí.

Pero Sham se fue, pensando en la humillación, en aquellos escarabajos a los que obligaban a pelearse sin motivo y en los animales asustados que esperaban su turno.


***


Cuando se cruzaron con otro cazatopos de diésel como el Medos, cuyas banderas anunciaban que era de Rockvane, ambas tripulaciones se saludaron con la mano. «No sabrían cazar ni aunque un toporrible suicida les explicara cómo», Rockvane esto, Rockvane lo otro. Entre dientes y risas, los tripulantes del Medos no paraban de soltar creativas imprecaciones sobre sus vecinos del sur.

Los raíles dificultaban que las dos tripulaciones se reunieran para sociabilizar e intercambiar noticias y cartas. Así que fue toda una sorpresa para Sham cuando la segunda de abordo, Gansiffer Brownall, una mujer cubierta de intrincados y tétricos tatuajes, desplegó un cometa de caza de los que vuelan en Clarion, su lejano y austero hogar.

«¿Qué hace?», se preguntó cuando la capitana ató una carta a la cometa. Entonces, Brownall la lanzó al aire y, como si estuviera viva, voló formando espirales bajo las manchas oscuras del altocielo, descendió en picado dos o tres veces, antes de caer en picado en el tren de Rockvane.

Al cabo de unos minutos, los de Rockvane izaron una última bandera. Sham los vio alejarse hasta que desaparecieron. A pesar de estar aún aprendiendo el lenguaje de estas, esa sí que la había reconocido: «negativo, lo sentimos», había sido la respuesta a la pregunta de la capitana.

Capítulo 4


Hacía frío pero nada comparado con la crudeza del interior del Ártico. Sham observaba el bullicioso ecosistema de las madrigueras: lombrices alargadas que parecían mondaduras de fruta cuando salían de la tierra serpenteando, escarabajos del tamaño de una cabeza humana, zorros y bándicuts que corrían entre las raíces de los árboles, metal agujereado y restos de cristales clavados en la tierra. La niebla se cernía sobre las vías oscureciendo raíl tras raíl.

—Soorap —le llamó Vurinam, quien estaba ocupado probándose un sombrero nuevo; más bien, nuevo para él.

Se lo caló sobre el cabello negro y, mientras se lo colocaba de diversas maneras a favor y contra el viento, le preguntó:

—¿No me has oído en las apuestas? ¿No has querido verlas?

—Algo así —contestó Sham—. Pero a veces, eso no es razón suficiente.

—Si lo pasas mal viendo una simple riña de animales —dijo Vurinam—, lo llevas claro en este trabajo.

—No es lo mismo —respondió Sham—. No tiene nada que ver. Por un lado, no cazamos solo para pasárnoslo bien y, por otro, los toporribles se pueden defender y contraatacar.

—Eso lo puedo aceptar —le concedió Vurinam—. ¿Es por el tamaño, entonces? Si fuera Yashkan contra un par de ratas topo lampiñas o algún otro animal de su talla, ¿no pondrías ninguna objeción?

—No, yo mismo apostaría —masculló Sham.

—La próxima vez, mejor te aguantas —resolvió Vurinam.

—Oye —prosiguió Sham—. ¿Qué es lo que le ha preguntado la capitana a esos cazagaitas? Y cuando capturamos a la bestia, ¿por qué quería saber el color?

—Ah. —Vurinam dejó de retocar el ala de su sombrero y se volvió para mirarlo—. Vaya, vaya.

—Se trata de su filosofía, ¿verdad?

—¿Y qué sabes tú de eso? —le preguntó después de un rato.

—Nada —farfulló Sham—. Solo me he imaginado que está buscando algo, de un color determinado. Por eso creo que debe de tener una. Preguntaba si la habían visto, ¿no? ¿De qué color es?

—Así que, eres demasiado lento para el juego —dijo mirando hacia la cofa y después a Sham—, poco apto para la escalada…

Sham se removió incómodo ante la mirada de Vurinam.

—… te pone melancólico avistar antiguos despojos y no serás un gran médico; pero, Sham Soorap, se te da bien sacar conclusiones.

Se inclinó hacia delante y continuó con voz queda: