El asesino de Noxpoint


V.1: marzo, 2020


© Janeth G. S., 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2019

Todos los derechos reservados.


Diseño de cubierta: Taller de los Libros


Publicado por Oz Editorial

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-17525-93-4

IBIC: YFD

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita utilizar algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

EL ASESINO DE NOXPOINT

Janeth G. S.


1



Sobre la autora

2

Janeth Gómez (León, México, 1998) ha sido uno de los mayores fenómenos de Wattpad en castellano. Siempre ha sentido pasión por la literatura, en especial por los thrillers psicológicos, las novelas de terror y las de género romántico juvenil. A los dieciséis años, inspirada por un vídeo de YouTube, decidió escribir su primera obra, ¿Quién mató a Alex?a la que poco a poco dio forma en la página web de lectura online Wattpad. Desde entonces, la saga de ¿Quién mató a Alex? se ha convertido en un fenómeno de ventas en España y Latinoamérica.

Contenido


Portada

Página de créditos

Dedicatoria

Cita


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Epílogo


Sobre la autora




En cada uno de los que hoy hojea este libro hay una gran chispa que me alienta a seguir haciendo lo que hago.

Esto es para ti, en quien pensaba mientras escribía.


Capítulo 1


¿Alguna vez has sentido que no puedes más? ¿Has tenido la sensación de que todo el mundo se cierra sobre ti como un caparazón que, al final del día, te arrastra hacia la oscuridad sin ni siquiera avisar? ¿Has tenido tantos remordimientos que te ha dolido hasta el corazón? ¿Has sentido que perdías tu alma y que, por un momento, no formabas parte de este mundo? ¿Te has enfadado por algo sin motivo y has reaccionado con un escudo lanzallamas? ¿Has deseado salir corriendo de una situación en la que no querías estar porque tenías miedo? ¿Te ha ocurrido que, aunque intentases mantener los ojos abiertos para no hundirte en un agujero negro, estos se te cerraban, traicionándote, como si quisieran robarte hasta el último aliento? ¿Has tenido la sensación de que unas fuertes olas te arrastran hacia las profundidades del mar, donde ya ni siquiera te esfuerzas por luchar porque no te queda energía? Entonces, tan solo te dejas llevar. El pecho se te hincha tanto que parece que los pulmones te van a reventar, dejando salir toda la bondad que queda en tu interior y, aunque te duele, sigues aguantando la respiración porque es lo que harían las personas buenas. Pero sabes que no puedes serlo porque no está en tu naturaleza. Y, entonces, aceptas que esa fuerza te pertenece y que, si la destruyes, te matas. 

Me sentía helado; las manos, los pies, el cuello y los ojos se habían desconectado de mi cerebro. No podía ver lo que me rodeaba y tampoco podía oler ni saborear nada. Estaba bajo los efectos de un poderoso veneno que me iba paralizando el cuerpo, pero no el cerebro. Quería gritar, pero no podía ni levantarme de la cama. El pánico se apoderó de mí. 

Me concentré en lo que me sucedía, pues luchar solo iba a empeorar las cosas. De pronto, mi cuerpo empezó a relajarse, y sentí que me trasladaba a otro lugar fuera de mí. 


***


Sucedió durante el invierno de 2009, un año que terminaba apagado y gris, con un frío que helaba los huesos. Tenía los dedos de los pies congelados y las manos amoratadas. Tiritando, encendí la calefacción para intentar entrar en calor. Esa mañana nublada, estaba en mi cueva rodeado de comida basura. Se escuchaban risas en el exterior y alguien intentaba cantar en el piso de abajo.

Me quedé observando las gotas que se iban condensando en la ventana, preguntándome si había sido buena idea haberla encendido. 

Me limpié el sudor de la frente y me levanté de la cama. Bajé la temperatura, cerré las cortinas que había dejado abiertas durante la noche y volví a sentarme sobre el colchón, esperando a que me bajara la hinchazón de los ojos por la buena siesta. 

El día anterior, 5 de diciembre, habíamos celebrado mi decimoctavo cumpleaños. Todo había sido tan extraño que todavía me sentía confuso. En el momento en el que soplé las velas, supe que todo había cambiado para mí. 

Me acosté de nuevo y me tapé con la sábana azul, con la intención de dormir un poco más. Sin embargo, no pude. A las risas de mis padres y a la ducha se les había sumado el rugido de los coches que pasaban por la calle. 

Éramos muy pocos los que vivíamos en esa parte de Noxpoint; estaba alejada, pero no era exclusiva. Las casas eran grandes, y los jardines lo eran aún más. Había una gran distancia entre las casas, por lo menos de unos ciento cincuenta metros. Detrás de la nuestra estaba el imponente bosque, que provocaba que en la casa hiciera más frío de lo habitual. 

En total, había trece casas contando la nuestra. No todos los que vivían allí me caían bien, pero mi padre era bastante social y le gustaba saludar a quien estuviera enfrente. Siempre decía que era mejor mantener una buena relación con los vecinos, porque nunca sabías cuándo podrías necesitarlos. Yo pensaba lo contrario: cuantos menos vecinos tuviera, más tranquilo podría estar. Y, por supuesto, tendría más tiempo para dormir.

Abrí los ojos y el cuarto estaba oscuro. No sabía qué hora era.

Había sido la peor noche de mi vida. Había tenido una pesadilla con la que me había despertado de golpe y sudando. No la recordaba con claridad, pero podía imaginarme de qué trataba. Siempre me recordaba mi desgracia. Había sido tan aterradora que seguía sobrecogido, a pesar de tenerla casi cada noche desde que cumplí los cinco. Antes era muy pequeño como para entenderla, pero con los años aprendí que no eran monstruos de ojos rojos ni de colmillos afilados los que me atormentaban, sino personas tan reales como yo.

Me destapé y encendí las luces, una a una, hasta que me quedé de pie frente a la ventana. Cuando la abrí, vi a dos niños divirtiéndose, saltando de charco en charco. Eran Alissa y Robert, que vivían a unas cuantas casas de la mía.

Los miré a través del cristal y me fijé en que sus botas eran demasiado coloridas. Yo no me sentía así. No tenía ganas de nada. Había consumido toda mi energía en las últimas semanas. Trabajar y estudiar no había sido la mejor decisión, pero necesitaba distraerme de ese terrible pensamiento. Prefería estar agotado. Incluso me negué a tomar Coca-Cola con chocolate como me había sugerido mi mejor amigo, Brad, al verme cabecear en clase de mates. A veces, se las ingeniaba para crear bebidas con productos básicos y baratos que se conseguían en el pueblo y que podían tener un mejor efecto que las más caras. No quería estar despierto; quería anestesiarme para no actuar. Pensar me abrumaba y me provocaba dolor de la cabeza. Noxpoint no estaba preparado para conocer a un monstruo como yo. 

Salí de la habitación con pesar y enseguida me distraje con mi reflejo en uno de los espejos que colgaban de la pared del pasillo. Mi pelo estaba perdiendo brillo, el rubio se había vuelto un castaño oscuro apagado; tenía las ojeras excesivamente marcadas, las piernas me dolían como si hubiera corrido una maratón y tenía ampollas en las manos de trabajar en la cafetería Steve’s. Estaba derrotado. 

De haberme visto, mi madre me habría matado, de modo que regresé a la habitación y me adecenté lo mejor que pude. Me peiné como me fue posible y me concentré en mi reflejo. No estaba ocurriendo nada malo, así que podía relajarme y seguir tranquilamente con mi día. Me fijé en que tenía las pupilas dilatadas y, reflejado en ellas, vi a Alan Warre. Cerré los ojos con fuerza y salí del baño molesto.

Después de desayunar una barrita de cereales sin ninguna proteína y de saludar, brevemente, a mis padres, fui al instituto en el coche que me habían regalado por mi cumpleaños dos años antes. Cuando papá me lo dio, era una chatarra: tenía las llantas estropeadas, los asientos estaban manchados de grasa, la pintura estaba oxidada y el interior olía a animal muerto. Ahora, seguía estando anticuado, pero era bastante más atractivo. Tenía un potente motor que yo mismo había comprado; los faros de neón brillaban por la noche, la pintura roja brillante sustituía a la gris que había tenido años atrás y le había puesto un ambientador que olía a sándalo. Se trataba de un Dodge Charger 1969. Era mi lugar favorito cuando necesitaba pensar y meditar.

Aparqué y caminé hacia la entrada. Estaba más cansado de lo normal, pero debía permanecer despierto durante la clase de Biología si quería graduarme con honores. No quería que el profesor me llamara la atención por acomodarme en la mesa y tampoco quería convertirme en el centro de atención. Nunca me ha gustado despertar el interés de las personas sobre mí. Especialmente en esa clase, donde estaba ella, la causa principal de todo lo que me estaba sucediendo. 

—Muy bien. Acabado el tema, tengo algunas dudas que espero que me podáis resolver —dijo el profesor, cerrando el libro de tapa dura con un movimiento rápido. 

Se levantó de la silla con tanta velocidad que la arrastró por el suelo, lo que la hizo chirriar. La clase completa estaba en silencio. Bostecé.

Empecé a hundirme en la silla, intentando pasar desapercibido entre mis compañeros y amigos. Estaba luchando por mantenerme activo y escuchar lo que decía, pero todo esfuerzo resultaba vano.

La noche anterior había sido una pesadilla. No había podido dormir durante tres horas a pesar del cansancio. Los sueños perturbadores habían regresado y temía quedarme dormido al pestañear. La ducha había ayudado un poco, pero no lo suficiente. Hacía apenas tres días, me había levantado de la cama bañado en sudor y temblando de pies a cabeza, con unas ganas inmensas de salir corriendo y de gritar. Pero me había quedado inmóvil, debatiéndome entre la realidad y los sueños, sin saber dónde estaba. Mi vida había dado un giro inesperado. Estaba viendo el mundo desde un ángulo diferente, desde el que la realidad se estaba convirtiendo en una pesadilla.

Todo me hacía sentir que no pertenecía a este mundo, como si no formase parte de él. Y lo peor era que entendía lo que me estaba sucediendo.

Pestañeé un par de veces, pero mi cuerpo empezó a ceder ante el agotamiento. Me acomodé sobre la mesa y mis ojos se cerraron poco a poco. La habitación se volvió oscura, y la voz del profesor desapareció. Se hizo el silencio. Mi subconsciente estaba alerta ante cualquier indicio de que pudiera iniciarse una masacre en mis sueños. Más que descansando, estaba sufriendo un terrible dolor de cabeza por intentar intervenir en ellos. Entonces, una alarma se activó en mi interior. Me estremecí involuntariamente y me quedé quieto en la inmensa oscuridad, esperando a que la sangre corriese por mis manos. Sin embargo, no ocurrió nada.

Se oían gritos incomprensibles a lo lejos. Agudicé el oído para poder escucharlos mejor, pero sonaban demasiado cerca como para formar parte de un sueño. Entonces, abrí los ojos lentamente. Una luz brillante me obligó a cerrarlos de nuevo durante unos segundos. Pestañeé para adaptarme a la iluminación del aula y vi al profesor frente a la pizarra, con los brazos cruzados sobre el pecho, exasperado.

—¿Por qué me molestas? —gritó una voz femenina. Después se escuchó un estruendo, y unos papeles cayeron al suelo, haciendo que todos nos sobresaltáramos—. ¿Por qué tienes tanto interés en mí y en arruinarme la vida, Rachel?

Levanté la mirada y me froté los ojos. Al parecer, nadie se había dado cuenta de que me había quedado dormido. Todos estaban demasiado concentrados en lo que parecía ser una pelea de mujeres. Suspiré, me limpié las comisuras y esperé a que cesara. En Noxpoint, las mujeres se volvían locas cuando alguien las atacaba.

—¡No estoy molestándote, solo digo la verdad! —La voz sonó dura y firme.

Rachel se puso en pie violentamente. Tenía el rostro enrojecido y las piernas le flaquearon un momento, pero no se detuvo. Era segura, popular e inteligente, aparte de que tenía un atractivo físico que hacía que te giraras para mirarla cuando estaba cerca. No me sorprendía que estuviera discutiendo de nuevo; ser la presidenta del Consejo de Estudiantes la involucraba en todos los problemas del instituto.

—¿La verdad? —dijo una voz dolida. Se me encogió el pecho y, como un acto reflejo, me giré y la vi. Morgan. Tenía las mejillas bañadas en lágrimas y, de vez en cuando, se pasaba el brazo por la cara para intentar detener el llanto, pero le resultaba imposible—. ¿Quieres ser realista? Muy bien, puedes serlo, pero no me incluyas. ¿Por qué te inventas eso sobre mí? ¿Con qué derecho te metes en mi vida y en la de mi padre? Creo que él ya recibió lo que era justo.

Rachel puso los ojos en blanco, frustrada. Era normal en ella. Luego, levantó la barbilla con autoridad y su expresión se tornó seria. 

—Ya lo he dicho, y todos lo han entendido. No queremos a la hija de un asesino en el instituto —replicó, cruzándose de brazos.

Sus cabellos cenizos brillaron con los rayos del sol cuando le dio la espalda. Poco a poco, fui integrándome en la pelea y comprendiendo lo que sucedía. Debía admitir que Rachel podía ser una bruja cuando se lo proponía. Era la mejor de la clase, mejor dicho, del instituto, en muchos sentidos. Por lo que había escuchado, era muy buena con las palabras. Y también era una de las chicas más guapas, ni siquiera ellas podían negarlo. Tenía algo que te hacía decir sí cuando quería. Era manipuladora.

Entonces, miré a Morgan. Era más guapa que Rachel, incluso con lágrimas en el rostro. Con un simple gesto o una palabra, hacía que todo mi interior se removiese. Su llanto era interminable; su pelo negro y largo se mojaba con las lágrimas, al igual que sus mejillas. Sus ojos azules mostraban algo más que sufrimiento; ese recuerdo de su padre le afectaba de forma incomprensible. Se me formó un nudo en el estómago. No, ella no podía estar así.

Algo en mí ardió.

Ver cómo era Rachel de verdad había prendido una llama en mi interior, pero ver a Morgan llorar había despertado lo peor de mí. Estaba alterado. Me sentía confuso y bastante furioso con ella.

Me aclaré la garganta y la miré.

—¿Asesino? —pregunté, frunciendo el ceño—. Creo que te has informado mal. La muerte de la madre de Morgan fue un accidente, todos lo saben. Se cayó por las escaleras, y ni Morgan ni su padre estaban esa noche en casa.

Rachel me lanzó una mirada fría, escudriñándome con esos ojos verde esmeralda. Al fondo, escuché un sollozo de Morgan. Si no hubiera estado tan lejos, la habría abrazado con tanta fuerza que seguramente la habría destrozado.

—¿Entonces por qué está en la cárcel, Max? ¿Porque robó un banco? ¿Porque se saltó un stop y no pagó la infracción? —Dirigió la mira hacia Morgan, no sin antes pasarla por cada uno de los alumnos que observaban con curiosidad—. ¡Pues no! ¡Está en la cárcel porque asesinó a su esposa! ¿Acaso no lo veis? ¡Es la hija de un asesino! ¿¡Quién sabe cuándo decidirá venir armada y hacer una tontería en el instituto!? ¡Morgan atenta contra nuestra seguridad!

Nuestros compañeros cuchichearon entre ellos. Mia, por otro lado, parecía evitar meterse en una pelea, ya que hacía unos días que se había pegado con Savannah en el aparcamiento del instituto. Desconocía los detalles porque esa tarde había salido escopeteado para ir a trabajar. Tenía un parche en la frente y un ligero rasguño en el brazo que ya no parecía dolerle, y se quedó quieta en su pupitre, dibujando en la libreta para intentar distraerse. Se ponía muy agresiva cuando alguien se cruzaba en su camino, por lo que agradecía la advertencia que el director le había hecho. Era responsable y muy social, pero cuando la molestabas, podía ser muy violenta. Lo llevaba en la sangre, una parte de ella era Hill y otra Whitman. ¿He mencionado que Rachel y Mia eran primas? Cuando sintió mi mirada, levantó el rostro y me interrogó arqueando una ceja. Al verla concentrada en sus asuntos, me despreocupé. En definitiva, no iba a meterse en la pelea, ni siquiera para apoyar a Rachel Hill. Me encogí de hombros, indicándole que no quería preguntarle nada, y volví a mirar a Morgan. 

Mia Whitman era mi exnovia desde hacía casi un año. Íbamos juntos a Biología y compartíamos otras tantas clases. En realidad, no me molestaba que estuviera a mi lado. Sus problemas ya no me incumbían y habíamos seguido caminos distintos desde la ruptura. A Mia tampoco le importaba estar cerca de mí. Nos saludábamos con un ligero movimiento de cabeza y cada uno se iba por su lado cuando no había mucho que decir. Incluso había oído que estaba saliendo con alguien, pero era muy difícil saberlo, dado que me mantenía ocupado la mayor parte del día. Seguíamos siendo buenos amigos y eso me ayudaba a sobrellevar muchas cosas. Si ambos queríamos estar cómodos en el instituto, debíamos actuar con madurez. 

Los demás alumnos murmuraban cosas que no comprendía, pero que retumbaban en mi cabeza. Estaban considerando las palabras de Rachel y, por sus expresiones, sabía que Morgan iba a tener problemas. 

Tenía que hacer algo si no quería explotar. Me sentí impotente al ver que Rachel estaba ganando la batalla.

—¡Ya basta! —espetó Morgan sin levantarse de la silla—. ¡Ya basta! ¡Fue un accidente! ¡No tienes derecho a decir eso, Rachel!

Se hundió en el asiento y el llanto se profundizó. El pelo le cubría el rostro. Le lancé una mirada despectiva al profesor. Él se sacudió las manos en los vaqueros y me dirigió una mirada tranquilizadora. 

—¡Como alumna de la institución y como parte del Consejo de Estudiantes, tengo derecho a saber con quién convivimos! —gritó despavorida—. ¡Con qué tipo de persona estamos hablando! Y si tenéis dudas, podéis ver su expediente. No estoy mintiendo. Nunca lo haría.

—¿Qué has dicho? —De pronto, Morgan se levantó de la silla, mirándola inexpresiva. Nos quedamos helados—. ¿Mi expediente? ¿Quién te has creído que eres? —susurró.

Rachel se encogió de hombros.

—Era necesario. Lo siento, Morgan. —Parecía victoriosa—. Pero debes irte de aquí. 

—¿Qué estás diciendo? ¡Este es mi hogar!

—Noxpoint ya no es tu hogar. Nunca lo ha sido. 

El profesor carraspeó y todos le miramos. Sentí una extraña sensación cuando aparté los ojos de los de Morgan. Como si hubiera perdido una parte de mí. 

La sangre me hervía. 

Bajé la mirada y me di cuenta de que había cerrado los puños y los dedos me temblaban. Me preocupaba que estuviera sangrando por la fuerza con la que me clavaba las uñas. Abrí los ojos lentamente para que nadie se diera cuenta. Tenía los dedos entumecidos. 

—Muy bien, Rachel, ya has dicho todo lo que necesitabas decir, ¿verdad? —El profesor levantó una ceja y avanzó hacia ella. Cuando estuvo lo suficientemente cerca, le tendió una hoja con un encabezado rojo—. Estás castigada. 

Ella se puso colorada. 

—¡Pero, profesor! —exclamó molesta, dejando caer los brazos a los lados. Sus ojos perdieron ese brillo verde esmeralda que los diferenciaba de los demás—. Usted más que nadie debería saberlo. Conocía al padre de Morgan, no puede negar los verdaderos hechos…

—Precisamente por eso, Rachel —le interrumpió con voz lenta y pasiva. Cuando ella no tomó la hoja, él la dejó en su mesa desinteresadamente para después sentarse en la esquina de su escritorio y cruzarse nuevamente de brazos—. Conocí al padre de Morgan y estoy seguro de que no cometió tal crimen, y, si no quieres meterte en más problemas y enfrentarte a una demanda por blasfemia, te pido que te disculpes.

Rachel bufó. 

—No voy a hacer tal cosa. —Se la escuchaba decidida, dispuesta a hacer todo lo posible para humillar a Morgan con aquella vil mentira.

Todos en Noxpoint sabían lo que había sucedido aquel noviembre de 2004 en la casa de los Page. Se habían escuchado los gritos de una niña, acompañados de los lamentos de un hombre. Lo sé porque yo estaba allí. Pasaba por esa calle casi siempre en mi bicicleta, solo para ver, inocentemente, el cabello oscuro de Morgan a través de la ventana de su habitación.

Esa noche, después de haber dado varias vueltas porque, al parecer, no estaban, pasé por su calle una vez más y, justo cuando aparqué la bicicleta frente a la casa, escuché unos gritos que me helaron la sangre. Las luces se encendieron, y el señor Page salió gritando con las manos llenas de sangre, lanzando alaridos de dolor. Recuerdo haber visto sus ropas cubiertas de sangre; por el brillo, parecía pintura, pero por los sollozos supe que no lo era.

Morgan salió tras él pidiendo auxilio. Su rostro estaba tan lleno de lágrimas que creí que iba a ahogarse. Fue entonces cuando comprendí que algo realmente malo había sucedido en la casa de los Page.

Quise acercarme, abrazar a Morgan y preguntarle qué había sucedido, pero mi subconsciente me gritó que me quedara lejos de la escena del crimen, así que me oculté entre los arbustos de la casa de la señora Olivia. Si algo malo había sucedido y alguien me encontraba a media calle, tendría que ir a testificar, y las cárceles no me gustaban en absoluto. Por supuesto que fue una idea que me vino a la mente en aquel momento de pánico. Ahora sabía que ser menor de edad me protegía de muchas cosas. 

El señor Page miró a Morgan aterrorizado. El miedo me invadió por completo e hizo que me temblasen las piernas involuntariamente. Los labios se me pusieron de un color morado y comencé a tiritar por el frío que provocaba aquella escena tan perturbadora.

Un escalofrío me recorrió el cuerpo. Los arbustos se movieron ligeramente, pero nadie me vio. Era de noche y todos estaban refugiados en el calor de sus hogares frente a la televisión, privándose del crimen que se acababa de cometer.

Me quedé quieto y esperé a que alguien saliera a auxiliar a la pequeña que lloraba sin descanso, pero, durante unos minutos, no pasó nada. Todo estaba oscuro y silencioso. Las piernas no me respondían y tenía la garganta tan seca como un desierto. Ni siquiera podía tragar saliva. Me quedé ahí, observando la escena. El señor Page entró en su casa con un móvil en la mano mientras abrazaba a su hija.

Alguien abrió su puerta, y las luces de las demás casas comenzaron a encenderse. Sus rostros confusos decían todo y nada a la vez. En silencio, se acercaron sigilosamente a la casa de Morgan, guiados por los lamentos y los chillidos. 

Después se oyeron tantos gritos de horror que tuve que taparme los oídos. Por aquel entonces, estaba a punto de cumplir los trece años, pero no era tonto. Sabía perfectamente lo que había sucedido cuando me puse de puntillas y vi el cuerpo de la señora Page a unos metros de la escalera de su hogar; una pierna rota y un lago de sangre a los lados de su cabeza. Alguien tomó el móvil del señor Page con manos temblorosas, y supuse que llamó a la policía, porque, cinco minutos después, llegaron tres agentes, junto con el médico forense, y levantaron el cuerpo de la madre de Morgan para llevarlo lejos de las miradas curiosas. Una vez que hicieron su trabajo, se quedaron dentro y cerraron la puerta.

Nadie supo qué sucedió después.

No era difícil descifrar quién había estado allí; todos nos conocíamos perfectamente. Los rumores corrían muy rápido y las habladurías abundaban.

Vi a varios compañeros de clase detrás de la cinta policial. Estaban pálidos y apenas hablaban debido al frío que hacía. También estaba el profesor de Biología, que vivía en la misma calle que el señor Owen; ambos eran amigos desde niños. Al día siguiente, la noticia se extendió como la pólvora. En todas partes se hablaba de que el señor Page tenía una amante en el pueblo vecino y que, por eso, había asesinado a Susan Page, su esposa. Apareció en las noticias regionales por la tarde y, por fortuna, no llegó a las nacionales. Eso habría sido una tortura para Morgan, que apenas entendía lo que acababa de suceder. Tras unas semanas, durante las que se llevó a cabo una exhaustiva investigación, se declaró culpable al padre de Morgan después de que confesara el crimen. No me lo creí porque sabía que ninguno de los dos había estado en casa esa noche. Yo mismo vi como el coche de la familia giraba por la calle en la que vivían a la vez que cruzaba con la bicicleta y me ocultaba de los faros para que no me vieran. Era imposible que al señor Owen le diera tiempo a llegar y asesinar a su esposa. Pero no dije nada, no porque yo no quisiera, sino porque me lo pidió cuando le confesé que sabía que era inocente. 

Mi hipótesis era, y seguía siendo, que la señora Page se suicidó, tal vez por depresión, pero nunca lo sabría con seguridad.

El profesor se pasó la lengua por los labios, exasperado. Estaba a punto de hablar cuando le interrumpí. Había repetido la escena en mi mente y estaba seguro de lo que iba a decir. 

—Rachel tú estuviste ahí, ¿no es cierto?

Se puso a la defensiva.

—¿Eso qué tiene que ver? —El labio le tembló un poco. 

—Nunca diste un testimonio. 

—Era menor de edad, Max —Me fulminó con la mirada—. Y no sé qué insinúas, pero no voy a cambiar de opinión y no voy a descansar hasta que Morgan se vaya de Noxpoint. 

—No, no estoy insinuando nada —aclaré mientras sentía un ardor en la garganta—. Estoy tratando de decir que tú estuviste ahí y lo viste todo. Viste como el coche del señor giraba cuando…

—Estás equivocado —me interrumpió con voz firme.

—Rachel, por favor. —Escuché la voz de Morgan al fondo de la clase—. Solo déjame en paz. Siempre me has odiado y nunca he sabido por qué… 

—Sí que lo sabes. No me hagas repetirlo. 

—¿Por qué estás haciendo esto? —chilló tan fuerte que no pude evitar recordar aquella escalofriante noche.

—Por el simple hecho de lo que hizo tu padre —respondió con rabia en la voz. 

—Eso es estúpido —contestó ella, y se limpió las lágrimas de nuevo—. ¡Tú eres estúpida! 

Sonreí. Rachel estaba quedando como la chica patética que era. 

Morgan siempre había tenido cierto poder sobre mí. Estaba incondicionalmente enamorado de ella. De su voz y de su risa. Pero no la defendía por eso, sino porque sabía la verdad. Solo quería que estuviera bien. 

El profesor se aclaró la garganta y se dirigió hacia donde estaba Rachel. 

—Si Morgan quisiera, podría denunciarte. Tiene testigos.

No supe por qué, pero me dio la sensación de que era una amenaza. Rachel agarró la hoja que había sobre su escritorio y salió hecha una furia. Antes de irse, se giró y me miró directamente. 

—No deberías confiar en ella, Max. —Había un brillo extraño en sus ojos—. Es una asesina, igual que su padre. Créeme. 

Eso fue suficiente para que una rabia incontrolable me invadiese. La misma que sentí la noche en la que murió la madre de Morgan. 

Ese viernes fue la última vez que vimos a Rachel en público, la última vez que habló frente a los alumnos y la última vez que extendió rumores sobre ella. 

Sentí un vacío en mi interior que tan solo podía rellenar con una cosa. Sangre. Porque yo era un asesino en busca de su segunda víctima, y Rachel parecía perfecta para la ocasión. 

Dentro de nosotros hay una cosa que no tiene nombre, esa cosa es lo que somos.


José Saramago


Capítulo 2


De camino a las taquillas, vi a mi compañero de aventuras salir del edificio. Rápidamente, me dirigí al aparcamiento sin guardar los libros. Cuando sentí el aire frío, tuve la sensación de que algo bueno iba a ocurrir. Estaba activo y ansioso, como un niño pequeño que va a abrir un regalo. Me temblaban las piernas de la emoción y tenía el corazón acelerado.

Me cargué la mochila al hombro y caminé entre los coches de los alumnos y los profesores. Encontré mi Dodge custodiado por dos grandes camionetas negras. Saqué las llaves del bolsillo y busqué la que abría la puerta. En el llavero solo tenía la del coche y la de mi casa. Me acomodé en el asiento del conductor y cerré la puerta con fuerza. Arranqué, pero no respondió. Volví a intentarlo y el motor rugió, pero se paró de nuevo. Lo repetí una tercera vez. Empecé a temblar. Mi coche no era así.

—Esto no puede estar pasando —susurré con la voz temblorosa. No me gustaba que los planes fueran mal—. Vamos, amigo, arranca. No me hagas esto, que no vamos a poder divertirnos.

Lo intenté por última vez y, como si alguien hubiera escuchado mis súplicas, el motor reaccionó. El aparcamiento fue llenándose de personas, de risas y de teléfonos que sonaban por todos lados. Sonreí. 

—Eso es. 

El cielo se oscureció. Fuera se oía el silbido del viento y, cerca del campo de fútbol, los frondosos árboles se movían al compás. Unas nubes negras cubrieron los rayos de sol, amenazando con una fuerte lluvia. Esa noche jugaban los Lobos de Noxpoint, el equipo del instituto, y todos estarían allí con sus uniformes, dispuestos a mostrar su apoyo. Algunos se quedarían hasta la mitad del juego y, tras haberse asegurado de que los habían visto, se irían a los cerros húmedos para quedarse en sus coches con la calefacción encendida, divirtiéndose un poco o, simplemente, emborrachándose y consumiendo drogas. En cambio, otros se quedarían hasta el final del partido, gritando a todo pulmón para apoyar al equipo. Ya veía a Brad bebiendo Coca-Cola con vodka, simulando el popular Black Russian, escondido bajo las gradas para poder ver las faldas de las chicas. Y sí, a Brad le encantaba la Coca-Cola. 

Todo era perfecto.

El día prometía mucha acción para cualquier habitante de Noxpoint. 

Encendí la radio y enseguida comenzó a sonar Sixteen Tons, de The Platters. Moví los dedos al compás de la canción y seguí el ritmo con los pies junto a los pedales. Sonreí. Lancé la mochila hacia la parte de atrás, sin mucho cuidado, y dejé los libros en el asiento trasero. 

De pronto, me sobresalté al oír unos golpes en la ventana. 

—¿Max? —me llamó una voz femenina desde fuera. 

Me giré y el corazón casi se me salió del pecho. Bajé la ventana y el volumen de la canción. 

—Morgan, ¿qué pasa? 

Ella sonrió. Era la sonrisa más perfecta que había visto jamás. Era, sin duda, una obra de arte. Llevaba el pelo recogido en una trenza. Cuando el viento sopló, pude oler su champú. Cerré los ojos durante unos segundos e inhalé. Cereza. Definitivamente, había utilizado el que tenía guardado en el segundo cajón del baño. Había fantaseado con masajearle el cuero cabelludo con él. Sus finos labios eran más bonitos de cerca. Eran tan rojos, tan apetecibles. Quería acariciar cada parte de su cara. Tenía la nariz recta y acabada en punta. Era muy seductora. Todo su rostro era perfección pura, pero lo que más adoraba era su piel, que olía a rosas. Mi coche se llenó con su dulce aroma. 

—¿Vas a ir al partido? —preguntó. 

Se inclinó para estar a mi altura. Por el espejo izquierdo podía admirar algunas de sus curvas. Tuve que disimular un poco. 

No

—Yo… no lo sé. Papá quiere que lo ayude con algo y no me ha dicho a qué hora terminaremos —me excusé. En ese momento, fue lo único que se me ocurrió. 

Su rostro se apagó por un momento. 

—Bueno, es que me preguntaba si querrías acompañarme esta noche, pero entiendo que tengas más cosas que hacer. 

Era un completo idiota. Morgan estaba invitándome a ir al partido con ella y yo estaba diciendo que tenía mejores cosas que hacer. Aferré el volante.

—Bueno, siempre puedo cancelarlo. Después de todo, no es tan importante y seguro que lo entenderá. —Con una sonrisa inocente, agregué—: ¿A qué hora paso a por ti? 

Su rostro se iluminó. Se mordió las uñas, pensativa. Era muy correcta y bastante fácil de influenciar, pero para mí era todo un reto tenerla enfrente. 

—El partido empieza a las nueve y mi casa no está lejos del campo, así que ¿a las nueve menos diez? 

Ni siquiera me lo pensé. 

—Perfecto. —Sonreí. 

—Muy bien, entonces nos vemos más tarde —se despidió con una sonrisa, pero daba la impresión de que quería decirme algo más—. Y muchas gracias por lo de hoy, Max. De verdad. 

Parecía apenada. Yo también lo estaba. Rachel tenía que pagar por lo que le había hecho. Nadie podía meterse con el amor de mi vida. 

—No me des las gracias. No ha sido nada. 

—Igualmente, gracias. Fue muy amable por tu parte. —Me lanzó un guiño de agradecimiento y le devolví la sonrisa—. Te veo dentro de unas horas.

Asentí y ella se fue, dejándome apreciar su delgado cuerpo sin su consentimiento hasta que desapareció entre los alumnos. No me gustaba que una chica me afectara tanto, pero Morgan era la excepción. Desde los ocho años, todo lo relacionado con ella me emocionaba.

—¿Max? —De pronto, otra voz femenina me sorprendió, y me giré con una mano en el pecho. 

Me encontré con los tibios ojos de Mia, que soltó una pequeña risa al ver mi reacción.

—¿Te he asustado? —preguntó, inclinándose para quedar a la altura de la ventana. 

Sus cabellos rojos, casi anaranjados tenían ese toque brillante que me había llamado la atención desde la primera vez que la vi. Su cuerpo delgado y bien formado estaba cubierto por ropa de tela gruesa que le favorecía mucho. Aunque Mia era bastante atractiva, al igual que Rachel, tenía mucho pecho y unas caderas pronunciadas que le hacían sentirse insegura. No le gustaba mostrar demasiado, era reservada y cautelosa cuando iba a la piscina. Sus ojos siempre mostraban lo que pensaba. La gabardina caqui que le llegaba hasta las rodillas cubría la mayor parte del pantalón vaquero ajustado que le marcaba las curvas de las piernas y de las pantorrillas. Seguro que las caminatas de los últimos días, debidas al castigo por la pelea, eran la causa, así que no me enfadé con sus tíos por haberle quitado el coche. Parecía que iba a irse a pie; había sustituido las botas de piel por unas de plástico para la lluvia. En la mano llevaba un paraguas negro y un par de libros que llamaron mi atención. Filosofía.

Sonreí. 

Aunque había pasado un año, Mia me traía buenos recuerdos.

—Solo un poco. Me has sorprendido. 

—Me he dado cuenta —respondió, mirando hacia donde Morgan había desaparecido con ojos divertidos. 

—Mia… 

Se rio con fuerza. 

—Max, no he venido por eso. Tenemos que hacer un ensayo, ¿recuerdas? —Puso los ojos en blanco cuando no respondí—. ¿Ayer por la tarde? ¿El señor Robinson? ¿No? ¿Te suena la clase de Filosofía? —Curvó los labios en una gran sonrisa que mostraba que se estaba burlando de mí y de mi ingenuidad. De pronto, lo recordé todo y comprendí por qué llevaba tantos libros. 

—No se me ha olvidado —mentí. 

Puso la mirada en blanco. 

—Seguro. Te creo. 

—¿Vendrán a por ti?

Resopló. 

—Voy a pie. Me han castigado sin el coche. 

—Eso he oído —dije—. ¿Y Rachel? ¿No va contigo?

—Hoy no. Tiene reunión con el Consejo Estudiantil, ya sabes cómo es. Seguro que terminará en unas horas, pero no puedo esperar más. Prefiero irme a pie a quedarme aquí sin hacer nada útil. 

Algunos de los alumnos nos miraban, con la vista fija en Mia, y la situación me estaba incomodando un poco. Aunque era bastante coqueta, durante los minutos que estuvimos hablando, no insinuó nada y parecía tener muy claro que lo nuestro había terminado. Pero los rumores se extendían rápidamente cuando una relación se acababa y también cuando parecía que una pareja iba a volverlo a intentar, aunque no era nuestro caso. Ambos lo sabíamos. Precisamente por eso había salido con ella: era madura y sabía afrontar las cosas y, sobre todo, aceptaba el «no» y seguía con su vida. 

—Sube. Yo te llevo —me ofrecí. 

Frunció el ceño. 

—¿Cómo? 

—Te llevo, Mia. Sube. —Mi voz sonó más ronca de lo habitual. Su piel parecía más blanca y me miró confusa con sus ojos color miel—. Por el camino me puedes explicar lo que tengo que hacer para el ensayo. Venías a hablarme de eso, ¿no? 

—Sí, pero… 

Fruncí los labios. 

—¡Por Dios! —exclamé, exasperado pero con un ligero tono burlesco—. ¿Desde cuándo eres tan negativa? 

Sonrió ligeramente, mostrando sus dientes blancos. 

—¿Y tú desde cuándo te has vuelto un mandón? 

Me reí. Siempre sabía qué decir. 

—Solo sube. 

Volvió a poner los ojos en blanco y caminó hacia el asiento del copiloto. Abrí la puerta desde dentro y empujé para no parecer tan descortés. Subió casi al segundo y cerró la puerta con cuidado. Mia tenía los ojos más claros y transparentes que había visto. Aunque hacía apenas diez años que vivía en Noxpoint y su belleza nos había abrumado por ser casi una extranjera, era parte del pueblo. Podría decir que tenía el rostro más perfecto del instituto, incluso de Noxpoint. 

Se colocó los libros sobre el regazo e iba a hablarme sobre el ensayo cuando me adelanté. 

—¿Cómo has estado, Mia? 

Me miró y sonreí. Abrió la boca y el coche se llenó con su voz. Miré al frente, salí del aparcamiento y pisé el acelerador para alejarnos de las miradas curiosas. Después de unos segundos, empezó a lloviznar. 

Al finalizar el viaje, Mia me dejó los libros de Filosofía que había tomado prestados de la biblioteca y me recordó que debía leerlos y cuidarlos porque su carnet se había quedado en las oficinas como fianza. Insistí en que así sería. Se bajó del coche, me agradeció el viaje y me pasó su nuevo número de teléfono para mantenernos en contacto, ya que el correo electrónico no se le daba muy bien, o eso dijo. 

—¿Vas al partido? —preguntó, dándose la vuelta. 

—Sí, voy con Morgan. 

—Ah, ¡genial! ¡Pues suerte! —La sonrisa fácil no desapareció de su rostro, aunque sus ojos se apagaron con desilusión. 

—Nos vemos, Mia. 

—Claro. Adiós. 

Cuando llegué a casa, subí los escalones de dos en dos. Estaba lleno de energía. El olor a albóndigas impregnaba la planta baja. Mamá siempre estaba en la cocina a esa hora. Tenía una rutina y nunca la rompía. Cuando acababa de cocinar, gritaba mi nombre y me hacía bajar para comer con ella, mientras me contaba cómo había ido su mañana en el club de Noxpoint. Yo asentía sin prestarle atención. Todas las tardes eran así. 

Corrí hasta mi cuarto. Escuché a mi madre vociferar algunas palabras, pero la ignoré y subí con más prisa. 

A esa hora solo estaba ella en casa. Mi padre llegaba a las cinco, si no pasaba nada malo, que era lo más probable. Era el alguacil del pueblo, un hombre respetado, eficiente y con una familia perfecta. O eso creían los demás. No puedo decir que fuéramos la familia perfecta, pero sí que intentábamos serlo de alguna manera, lo que hacía que mi madre gozara de una buena imagen y que a mi padre se lo respetara, mientras que a mí me colocaba en el mejor punto de mi vida. El pueblo estaba feliz con que él estuviera a cargo de su seguridad. Se habían producido varios robos y asaltos, como era común en las zonas más alejadas. También había habido malas rachas, pero las resolvía rápidamente antes de que el pueblo comenzara a especular o a preocuparse. A papá le gustaba que todo estuviera tranquilo y en paz. 

Estaba entregado a su trabajo: era un hombre fuerte, seguro y muy firme. Amaba a mi madre. Cuanto tenía diecinueve años, sus padres habían muerto y le habían dejado una magnífica herencia, nuestra casa y el coche que me habían regalado, junto con un par de botes para pescar y muchas cosas que no íbamos a usar jamás, que estaban guardadas en el ático y en el garaje. A papá le gustaba trabajar, así que construyó buena parte de la casa cuando era joven y la dejó más bonita de lo que ya era. Había arreglado el jardín y la había remodelado por la parte delantera. Cuando acabó de estudiar, entró a trabajar en la comisaría donde, con el tiempo, se ganó el puesto de jefe. Como había trabajado desde joven, quería que yo siguiera su camino. A veces, podía ser bastante malo administrando el dinero, y a mi padre le gustaba que me esforzara y valorara mis cosas. Así que tenía que trabajar los fines de semana en la única cafetería del pueblo, aunque, muchas veces, lo hacía durante toda la semana por gusto. En realidad, me gustaba mi trabajo. La mayoría de los rumores se iniciaban ahí, y era bueno saber qué sucedía a mi alrededor. 

Dejé la mochila en el suelo y me acosté en la cama, pensativo.

Conté los segundos con ayuda del tictac del reloj que colgaba sobre la televisión. Fue un regalo de mi madre en mi décimo cumpleaños. Cuando me lo dio, me miró con los ojos llenos de pena y me dijo que si algún día tenía malos pensamientos, cerrara los ojos y contara hasta cien tictacs, ya que cada uno eliminaba un pensamiento y purificaba mi alma. Pero, desde entonces, había necesitado más de cien tictacs. Desde aquel cumpleaños había contado cada maldito movimiento del segundero. Odiaba el sonido de la manecilla al moverse, pero lo conservaba porque, de alguna manera, me aliviaba y me mantenía a salvo en mi habitación. 

Cerré los ojos y empecé a contar de nuevo. 

Los tictacs ya no servían. Él iba a regresar después de mucho tiempo. A lo lejos, escuché la voz de Morgan diciéndome que me relajara, que solo era un mal momento y que pronto llegaría la luz.

Morgan era mi luz.

La necesitaba hoy y siempre.

Rachel tenía que pagar por el daño que le había hecho. 

Cerré los ojos y dejé mi imaginación volar. Una sonrisa macabra se dibujó en mis labios. 

La sangre se me heló y el corazón se me detuvo durante un segundo. Veía como la sangre de Rachel recorría mis palmas una y otra vez. No podía dejar de imaginar su rostro lleno de miedo; necesitaba escuchar su voz temblorosa rogándome piedad mientras apretaba con fuerza su cuello delgado y blanco. 

Quería sangre. Quería la suya. 

Suspiré. 

A las cinco de la tarde estaba comiendo albóndigas con mi madre. Me rugía el estómago. 

—Voy a ir con Morgan al partido de los Lobos —anuncié mientras me llevaba una albóndiga caliente a la boca. El vapor hizo que se me nublara la vista. 

Mamá levantó el rostro y me miró divertida. 

—¿Morgan? ¿La chica que te tiene loco desde que tenías ocho años? 

—Mamá… —dije, alargando la palabra, pero luego asentí—. Sí, es ella. 

—Morgan es guapa e inteligente —contestó con tono de aprobación. 

—Lo sé —afirmé, volviendo a mi comida—. Tengo que pasar a por ella a las nueve, así que voy a darme una ducha para estar presentable. 

—Eso suena genial, Max —dijo. Parecía emocionada, incluso sus ojos llenos de sombras doradas brillaban con intensidad—. ¿Sabes? Estoy segura de que también le gustas. 

Luego, siguió hablando de lo que había hecho en el club. A las cinco y veinte volví a mi habitación. No quería dormir, así que me quedé tumbado en la cama, planeándolo todo. Mis dedos jugaban con una moneda que me había sacado del bolsillo mientras subía las escaleras. Repasé el plan una y otra vez. 

A las siete me escapé por la ventana, no sin antes dejar la ducha encendida, el pestillo echado y la música clásica sonando en mi iPod. Me aseguré de que las gotas de agua resonaran en toda la habitación por encima de la música. 

Mi madre sabía que no me gustaba que me molestaran cuando me duchaba. Quiero decir, a nadie en casa le gustaba que invadieran su privacidad durante el momento más tranquilo del día.

Salté con la mochila negra en los hombros. Cuando subí al Dodge y en cuanto arranqué el motor, la adrenalina se extendió por cada parte de mi cuerpo. El corazón me palpitaba con fuerza y los dedos me temblaban alrededor del volante de la emoción. 

La lluvia empezó a caer, cubriendo cada hogar de Noxpoint; primero con una ligera llovizna y después con un aguacero, que llenaría los ríos de las afueras. Me encantaba que lloviera porque las plantas se volvían más verdes y más grandes, lo que hacía que el pueblo pareciera un paraíso y el lugar perfecto para cometer un crimen. La lluvia ocultaba pistas. Las nubes se habían oscurecido durante la tarde; ahora eran negras y los relámpagos tronaban en el cielo gris. Eran aterradoras. Las gruesas gotas golpeaban el parabrisas del coche como si fueran piedras cayendo de la cima de un cerro. Encendí los limpiaparabrisas y pisé el acelerador. La carretera estaba desierta. A esa hora, todos estaban preparándose para ver la semifinal de los Lobos. 

Conduje hasta la casa de Rachel. 

Al llegar, vi que la luz de su habitación estaba encendida. Rachel dormía en la segunda planta. Su cuarto estaba en la parte frontal de la casa; era grande y espacioso, lo conocía bien. Tenía un bonito balcón, con vistas a un jardín grande y bien decorado. 

Esperé unos segundos. Apagué las luces y escondí el coche entre los árboles. Por supuesto, no quería que me vieran. Rachel estaba cenando con su familia. Veía las siluetas sentadas en las sillas: se movían mucho, pero ninguna se levantaba. Esperaba que la cena terminase pronto. 

El oxígeno me asfixiaba, quería salir corriendo. El sudor se deslizaba por mi frente, cada gota me sofocaba. Me quemaba la garganta. Era un monstruo. 

Cuando vi que una silueta se levantaba, salí del coche como una bala. Era Rachel. Conocía sus movimientos. Todos y cada uno de ellos. 

Subí por el balcón. Fue demasiado fácil. Y lo fue más cuando descubrí que la ventana no tenía el pestillo echado. 

Cuando entré, saqué una linterna y comencé a explorar. Tenía la cama hecha y el ordenador sobre el escritorio. Había varios libros esparcidos por el suelo; parecía que había estado estudiando porque algunos de ellos estaban abiertos. 

No era raro en ella. 

Seguí explorando. La puerta principal estaba cerrada y oía voces provenientes de la primera planta. Avancé un poco y algo crujió bajo mis zapatillas deportivas. Era una galleta. 

Me giré y vi el armario. Las puertas se asemejaban a persianas de madera blanca. Sin dudarlo, las abrí, me metí dentro y cerré. Las tablas se acomodaban horizontalmente, una sobre otra, dejando ver pequeñas partes de la habitación. Desde ahí, tenía una visión completa.

Era doblemente perfecto. 

Había mucha ropa, así que no me podía mover demasiado. Pero su olor era delicioso; no podía quejarme. Apagué la linterna y dejé caer la mochila. Llevaba el arma debajo del pantalón. Me sacudí un poco y me convencí de que todo iba a salir bien. 

No tuve que esperar mucho a que la puerta de la habitación se abriera y una Rachel en pantalones cortos entrara irritada. La vi moverse por todos lados. 

Cerré los ojos, y él regresó. 

Rachel se dejó caer en la cama y suspiró. Se soltó el pelo en un rápido movimiento y, después, se levantó mientras lo sacudía. Empezó a desvestirse. Primero se quitó la camiseta blanca: levantó los brazos y la fina tela se deslizó por su delgado torso, acariciando cada centímetro de su piel. Tras eso, fijó la mirada en el cesto de la ropa sucia y la lanzó dentro. Volvió a suspirar. 

Su sostén rojo me llamó la atención. No podía perdérmelo. Sin embargo, no era un pervertido. Solo estaba observando y esperando mi momento; a nadie se le castiga por observar la belleza, ¿no? Sus pechos me distraían. Aunque eran grandes, cabían perfectamente en mis manos. Tenía un lunar cerca del ombligo, justo en el centro del torso. Era diminuto, pero lo veía. 

Se llevó las manos a las caderas; sus dedos rozaron el pequeño pantalón y se deshizo de él con rapidez, dejando ver sus piernas largas y brillantes. Siempre usaba conjuntos. Era sexy y lo sabía. Las bragas rojas se le pegaban a su cuerpo esbelto. 

Después fue hasta el tocador, que estaba enfrente del armario. Se inclinó un poco y me desconcentró todavía más. Podía ver su reflejo en el espejo. Hacía muecas y se recogía el cabello de una u otra manera.