Introducción
A caballo entre dos mundos
Tenía diez años. Lo recuerdo perfectamente: era mediodía, en el patio de la escuela. Un grupo de niñas jugábamos a saltar a las gomas, como siempre. El sol de invierno nos acariciaba. Yo, en la fila, cantaba la canción al unísono con el resto. Cuando casi me tocaba entrar a saltar, concentrada, justo hago el primer paso y alguien me coge por el brazo y me dice: «Tú ya no puedes jugar con mis gomas». Me quedé helada, sin entender el porqué. La chica más popular y dominante de la clase se había enfadado conmigo y decidió castigarme. A ella, que me odiaba con todas sus fuerzas y que estaba dispuesta a hacer todo lo posible para herirme, solo le hubiera faltado un teléfono inteligente para multiplicar su imperio. Si lo hubiera tenido, quién sabe cuántos memes me habría dedicado o cómo habría aprovechado mi peor foto para viralizarla y conseguir más cómplices del boicot.
Casi de la nada empezó un trimestre de prohibiciones y, veinticinco años más tarde, solo sé que por medio de amenazas consiguió aislarme del grupo de amigas. Las demás, atemorizadas, venían a hablar conmigo a escondidas y me decían que tenían prohibido acercárseme bajo la advertencia de que a ellas también las ignoraría. De hecho, me habían expulsado del grupo y ni siquiera podía preguntar el motivo.
Por suerte, el patio estaba lleno de alumnos con quienes podía socializar y así aproveché para ampliar el círculo. Y eso que no era común relacionarse con niños de otras clases o de otras edades. En una escuela donde cada curso tenía un grupo A y un grupo B, habíamos crecido con la idea de que nuestro grupo, el A, era el mejor. Era como si hubiera dos grupos de WhatsApp, paralelos y desconectados entre sí, que servían para alimentar el orgullo de pertenecer a una clase o a la otra. Pero, cuando entendí que las miradas que creía amigas tardarían en volver, solo me quedaban dos caminos: cerrarme y añorar la inmensidad del patio desde un rincón discreto o ignorar esa rabia contagiosa.
Entonces entendí que romper esa burbuja solo era cuestión de acercarme a cualquiera de las caras conocidas que daban vueltas por allí. No lo hice el primer día ni el segundo. Había tantas caras sin nombre... Personas con quienes había compartido patio durante años, pero con las que no había cruzado ninguna palabra. De todas formas, romper esa barrera mítica e ir a descubrir quién había al otro lado fue el mejor regalo de esa tormenta.
Por el camino observé que los mitos sobre la antipatía o la inferioridad del otro grupo eran mentira. Solo eran rumores, alimentados por la necesidad de sentirnos especiales y diferentes del otro cincuenta por ciento. Personas nacidas el mismo año que por azar habían sido colocadas en aulas diferentes. No sé qué «algoritmo» habían utilizado los profesores para adjudicarnos; quizá, incluso, lo hicieron por sorteo. En el entorno digital, en cambio, casi nada es por azar. Estos «algoritmos» que deciden qué nos interesa o cómo tenemos que acabar la frase son los encargados de componer los paisajes digitales de cada día. La distancia física o la dureza de una pared las notas. Cuando este medio lo inunda todo con una sutileza invisible pero muy efectiva es muy difícil entender que existe. Como el aire que respiramos o la electricidad.
Fui analógica hasta los catorce y la parte más emocionante de las primeras conexiones era chatear con gente de clase (y algunos amores) con el pretexto de buscar información para el trabajo de Historia o Matemáticas. El primer móvil lo tuve a los quince años, el mismo día que a mi madre le regalaron uno. Ella tenía treinta y cinco. Esto de la revolución digital nos puede llegar a la vez, pero a cada uno le pilla en un momento diferente. Sobra decir que ese aparato pesaba, ocupaba más de un palmo y tenía antena. Servía para llamar y enviar SMS. Y punto. Hoy los móviles se regalan por el décimo aniversario o, como muy tarde, con la llegada al instituto. Son mucho más potentes y, por supuesto, tienen Internet.
Hoy tenemos asumida la dimensión digital: un medio en el que nos encontramos, compartimos, descubrimos y discutimos y al que pertenecemos. Cuando llegó Internet era cuestión de tiempo que se convirtiera en el medio donde habitarían las interacciones. Por eso aparecieron las redes sociales, espacios virtuales donde se comparte, se discute y se es parte de algo, fundamental para todas las personas en cualquier época y ubicación. Para la mayoría esta explosión, pues, empieza con Facebook y la conquista definitiva con los móviles inteligentes. Las mismas pantallas que nos caben en el bolsillo nos catapultan al mundo. Empezamos a vivir en directo y para todo el mundo: nos construimos, nos comparamos y tenemos miedo de perdernos cosas. Y eso lo cambia todo.
Cuanto más aprendo sobre la vida conectada, más agradezco haber crecido y experimentado y haberme descubierto a mi ritmo, en diferido. Porque quizá en el patio de la escuela ya hubiera cesado la guerra, pero un buen escarnio siempre puede revivir en el perfil de cualquiera. Mi calvario acababa con el timbre al final del día, pero ahora puede perseguirte por las noches, durante las vacaciones o hasta la graduación. Un episodio como ese se puede convertir en un inferno que te persigue constantemente.
De mayor he entendido que sufrí un episodio de acoso o lo que hoy se conoce como bullying. No debía de ser la única afectada, pero tampoco sabría enumerar quién más era del club de víctimas de la ira. Por suerte, el complot acabó antes que el curso y mis ganas de pasarlo bien me hicieron conocer a personas bonitas de la escuela más allá de mi clase. Saludaba a todo el mundo por los pasillos y el año siguiente nadie ya lo recordaba (ni siquiera ella, creo). Durante el verano acabamos con ello y eso quedó en el olvido.
Tampoco es fácil educar en digital para adultos, docentes y familias. Los moratones se ven y los gritos se oyen. La violencia física y las conductas agresivas en el patio o en la calle están a la vista. En cambio, la violencia digital en forma de mensaje envenenado o notificación maldita, no. Puede arraigar bien adentro, hacer mucho más daño que una bofetada de las que te dejan los dedos marcados en la mejilla. Es una violencia lenta y sutil. Y pedir ayuda es fácil si te enseñan, pero la debilidad nos asusta. Crecemos con mensajes como «No llores» o «No te enfades». También nos esconden que aprender a odiar es tan necesario como aprender a querer. En medio de la revolución digital todo se amplifica, también el caos emocional.
Esa experiencia, pues, me sirvió para aprender que los prejuicios limitan y que al otro lado del estereotipo a menudo hay una persona, igual que tú, pero con una vida y una mirada diferentes. Que detrás del rencor, la rabia y la ira hay dolor, incomprensión y unas ganas inmensas de ser vista y recibir amor. Quién sabe si mi afición por conocer otras maneras de ver el mundo y por la empatía también surgió de las espinas de ese odio.
(Re)nacer en digital
El fenómeno digital hace que ahora tengamos dos nacimientos: uno es el físico, que celebramos con nuestro cumpleaños, y el otro es el virtual, el momento en el que se inaugura nuestra huella digital y empezamos a existir en la Red. El nacimiento digital es difícil de definir, pero podría ser el momento de la creación de la primera cuenta de correo, tu primer perfil en una red y, a partir de ahí, cómo lo has ido llenando: las sensaciones del primer selfi, aprender a editarlos, las primeras personas de la lista de contactos, etc.
Por lo que respecta a mí, ambos «nacimientos» estuvieron separados por prácticamente quince años. En el caso de mi madre, por treinta y cinco. Mi hermana nació el 2001 y subimos sus primeras fotos antes de que tuviera cinco. Para los nacidos a partir del 2005, podemos estar hablando de horas o días. Algunos estudios han calculado que la huella digital de una criatura de tres años puede llegar a las mil quinientas fotografías, es decir, mínimo una foto diaria. Es posible también que incluso antes de nacer circulen ecografías entre los móviles de la familia, y así se inaugura la galería digital antes de respirar.
De hecho, yo recuerdo perfectamente mi nacimiento digital. El primer perfil que me creé fue el de MSN, un chat muy básico donde me pasaba los atardeceres, después de cenar, mientras estudiaba y charlaba con amigos de lo que había pasado durante el día o preguntaba por los deberes. ¡Estaba toda la clase! En este perfil solo podías ponerte un nickname, una foto y escoger la letra (fuente, color y tamaño). Apenas teníamos móviles y este chat solo lo podíamos utilizar en el ordenador. Recuerdo el ritual de desenchufar el cable del teléfono y poner un cable que llegaba hasta el módem. Los que hemos crecido sin smartphone no olvidaremos nunca la banda sonora de esas noches de inicios de la década del 2000. Una melodía cibernética, un tráfico sonoro de veinticinco segundos. Dedos cruzados con fuerza durante la espera, hasta que leíamos la palabra mágica: «Conectado». Si no lo has oído nunca, haz una expedición al pasado siguiendo el enlace QR. Si sabes de qué hablo, abraza la nostalgia:
Escanea este código QR con tu dispositivo. ¿A qué suena la conexión a Internet?
Y eso no es todo. Si yo me conectaba, nos quedábamos sin línea de teléfono y mis padres se enfadaban porque los dejaba incomunicados. Pero eso no me importaba demasiado: yo me estaba conectando con muchos amigos a la vez, y algunos vivían cerca y otros no. Y siempre estaba la emoción de ver si «esa» persona estaba conectada. Si había suerte, me tragaba las ganas de saludar yo primero y me esperaba a que fuera correspondida. Por otro lado, en otra ventana buscaba información para un trabajo. Y todavía abría otra para buscar todas esas cosas que quería saber y no sabía dónde preguntar. Yo sentía como si los buscadores fueran un pozo de sabiduría infinita, una especie de oráculo donde podía lanzar mi duda y esperar el bumerán con la respuesta. A veces me sentía muy diferente del resto, ya que cuando había intentado explicar lo que me pasaba no tenía la sensación de que me entendieran. Y si lo hacían las respuestas no me ayudaban. La pantalla, pues, era la alternativa. Recuerdo que a veces no había resultados para lo que buscaba y la frustración me desinflaba. Otras veces aparecían entradas contradictorias y no sabía cuál escoger, o no las entendía. Entonces Internet ya se había convertido en un confesionario aparentemente íntimo y anónimo. Y a Google eso le encanta. En algún capítulo explicaremos por qué Google quiere convertirse en nuestro mejor amigo o, incluso, en nuestro médico.
Mis padres, en cambio, mientras tanto, se sentaban en el comedor delante de la pantalla reina: la televisión. Ahora para los pequeños empieza a ser un mueble más del salón. Para muchos, la tableta es la nueva tele y aprenden a ponerse sus dibujos favoritos antes de aprender a leer su nombre. Saben llegar a Dora la Exploradora dentro del océano de YouTube. Mi situación era muy diferente. Yo lo tenía más fácil para escoger: había cinco o seis canales, pero mis padres solo tuvieron uno, ¡y era en blanco y negro! Pero nosotros teníamos una pantalla para todos y, por lo tanto, un único mando (que cuando caía en mis manos me sentía como Gollum con el anillo). Netflix o HBO son la prueba del triunfo de la seriefilia y la tele a demanda. De «la» tele (que actúa, igual que una hoguera, como punto de encuentro), en casas con una o más pantallas por persona. Es lo que Ingrid Guardiola llama «cultura de la interfaz», en la que las personas, entendidas como usuarios, estamos constantemente interactuando en un entorno multipantalla, hasta tal punto que nos olvidamos de que nos rodea aunque interaccionamos con él constantemente.
Y este libro, ¿por qué?
«Yo puedo estar tomando una cerveza con unos amigos y ver que alguien está en un concierto y pensar: “Quiero ir a un concierto”. Estar de fiesta y ver a alguien viajando y pensar: “Tendría que estar viajando”. O estar de viaje y ver a alguien de fiesta y pensar: “Yo también tendría que estar de fiesta”».
Uno de los chicos durante la entrevista me definía así el FOMO (fear of missing out, por sus siglas en inglés); 22 años y una clarividencia supina sobre esta angustia de estar siempre en el lugar equivocado. Escojamos lo que escojamos, siempre hay una alternativa mejor. O muchas, cualquiera mejor que la de ahora y aquí. Este miedo constante a estar desaprovechando oportunidades es porque vivimos nuestra realidad a la vez que consumimos el postureo de los demás. Somos más conscientes que nunca de la cantidad de experiencias que existen para llenar cada minuto. Y eso, inevitablemente, nos alimenta la impaciencia, el anhelo de intensidad, el éxtasis perpetuo y la insatisfacción permanente. Es decir, ante el postureo de los demás siempre tenemos la sensación de estar en el lugar equivocado.
En poco tiempo las cosas han cambiado mucho y la revolución no ha terminado. Todavía veremos muchos más cambios, pero en el trayecto que llevamos estamos descubriendo qué significa nacer, crecer y vivir en conexión permanente. Tenemos más preguntas que certezas y, además, es un territorio en construcción. No hay mapa, ni semáforos ni aceras. Y a veces incluso es difícil saber quiénes son los demás peatones.
Este ensayo, pues, es un ejercicio en el que se reúnen visiones, sensaciones, experiencias y algunos datos de referencia. Se recogen las voces de adolescentes y jóvenes anónimos y algunos influencers, coordinadas con voces expertas que han escrito y teorizado sobre el mundo digital y todo lo que supone.
Si hay un nexo común entre todas estas voces es la sensación de que vamos a remolque, tenemos activado el modo reactivo. La situación nos lleva, nos empuja y a veces nos domina. Si hay algo que esta revolución no cambia es que cualquier persona necesita definirse y crear diferentes facetas para llegar a saber quién es.
Al mismo tiempo, Internet acorta las distancias entre amigos y desconocidos. Hace que podamos hablarle directamente al presidente o ver stories de nuestra cantante favorita. Nos reunimos alrededor de hashtags para denunciar, para celebrar o para secundar. Nos volvemos expertos en filtrar fotos, en encontrar frases transcendentales y en hacer reportajes de los macarrones más cotidianos. Me pregunto cuántos apasionados de la fotografía y cuántas vocaciones cinematográficas se habrán despertado gracias al lenguaje visual de las redes. También nos exponemos por defecto y eso hace que nos coloquemos como blancos vulnerables de críticas, ataques, envidias o mensajes de amor no buscados.
La vida está mediatizada, articulada en y a través de pantallas; el medio digital nos desnuda de toda comunicación no verbal. Disociamos el cuerpo de la experiencia, el texto de la entonación, y precisamente por eso nacen los emojis: porque necesitamos crear maneras diferentes de entendernos cuando no vemos al otro ni oímos su tono de voz.
No podemos olvidar que detrás de las plataformas hay empresas que nacieron con la voluntad de conectarnos, entretenernos y acortar distancias, pero han crecido gracias a retenernos en ellas más y más tiempo. Han mejorado su atractivo, nos han acercado más a la experiencia física o nos han ayudado a enseñar mejores versiones de nosotros. Y seguimos estando allí, públicamente encantados, aunque por dentro nos corroen la culpa y la vergüenza de no poder dejar de hacerlo. Y no es solo mi problema o el tuyo o el de unos cuantos. Es un fenómeno colectivo, porque hay una industria entera detrás. Hay reglas de mercadotecnia y algoritmos que están inspirados por los mismos incentivos que las máquinas tragaperras. Y la hoja de ruta que se utiliza para manipularnos es muy sencilla y se basa en profundizar en los puntos esenciales que religiones y tradiciones de todas las épocas se han dedicado a catalogar como «vicios» o debilidades.
En definitiva, es lo que nos atrae hasta el punto de hacernos abandonar cualquier disciplina y fuerza de voluntad. Hedonismo esencial que en otros momentos se ha vestido de sexo, drogas y rock and roll. Con la tecnología puesta al servicio de captar, saturar y dominar nuestra atención, las plataformas cada vez son más irresistibles. Al mismo tiempo que las redes nos unen con gente como nosotros, pueden servir para separarnos, para crear abismos continuos y permanentes entre nosotros. La polarización de determinados espacios fomenta el racismo, el machismo, la xenofobia y el discurso del odio hacia la comunidad LGTBI. Algunos rincones de la Red se han convertido en lugares inhóspitos, fáciles de habitar escondidos detrás de una pantalla o un avatar anónimo. Disparar sin salpicarnos, dejarnos llevar por el arrebato que nos empuja a escribir antes de pensar.
De eso va este libro: de buscar nombre a situaciones que todos vivimos en las redes, pero que no explica nadie. De tejer complicidades y descubrir que las presiones que sentimos son impuestas y compartidas. También es para reivindicar que queremos que las redes se queden, pero remando a favor nuestro, y que nosotros las utilicemos y no al revés. Hacerlo en solitario es muy difícil. Y buscarlo en Google no es una opción. En este trayecto también buscamos ejemplos de personas, prácticas, colectivos o actitudes que nos puedan inspirar. Referentes frescos, alternativas que aporten maneras de ver, vivir y hacer diferentes, ya sea desde la consciencia o desde la ironía y la subversión. Y es que la tecnología, tal y como está diseñada, es para que entendamos qué se espera de nosotros. La cámara frontal no es una casualidad inocente ni es para hacernos los selfis de forma más fácil. Más bien es para que nos hagamos selfis casi sin querer.
¿Qué encontrarás y qué no?
Este libro contiene nueve cápsulas dedicadas al ego, el postureo y el FOMO, la envidia de la vida perfecta, el afán de coleccionar amigos, la ira y la polarización, las aplicaciones para seducir, la diversión anónima, el empacho de contenidos o la procrastinación. Hablamos de casos de aquí y de allí, de personas anónimas y de famosos, por qué las exigencias de la vida digital son globales. Algunas situaciones incluidas en el libro son experiencias directas de personas que conozco o que he conocido mientras lo escribía y que se han dejado entrevistar. Lo llamaremos el Club de los Cómplices, formado por doce chicos y chicas de entre dieciocho y veintinueve años. Encontraréis sus voces en forma de fragmentos de las entrevistas. Son sus expresiones originales, sin edición ni corrección.
Así pues, hay material sensible, historias reales, de fantasía y de dolor, y también hay denuncia. En algunos casos, incluso, surgen dudas: ¿hice de trol ese día?, ¿reenvié esa foto sin permiso?, ¿me pasé de la raya con ese comentario? Pues no lo sabemos. Y tampoco pretendemos darle respuesta. En el territorio emocional, el blanco y el negro se pueden fundir y confundir, y cada mirada es una vivencia propia. Consideraremos las redes como espacios de interacción, puntos de encuentro y desencanto, placeres culpables y tensiones entre realidad y ficción, para entender las divisiones y las grietas que se dan en ellas. Todo forma parte del trayecto para comprender, deconstruir y cuestionar.
Así pues, los capítulos se pueden leer uno seguido del otro, pero también salteados y a conveniencia. Están todos conectados, porque los selfis no se entienden sin el postureo ni la ira sin la envidia. También aviso de que si alguien espera encontrar un manifiesto contra las redes sociales esto no lo es. Si buscáis cómplices para demonizar las pantallas, este no es el lugar. Lo que pretende este ensayo es aportar una visión crítica y constructiva de cómo las emociones nos gobiernan mucho más de lo que nos pensamos y cómo son la gasolina de todas las tensiones, angustias y alegrías que nos aportan las redes sociales. El motivo es bien sencillo: las emociones no son buenas ni malas, son información que nos ayuda a navegar por el mundo, nos avisan en el ámbito fisiológico porque nos hacen enrojecer, nos aceleran los latidos o nos provocan ganas de llorar. Si aprendemos a descifrar la información podremos gestionar los sentimientos y gobernarnos mejor. El punto clave está en que las empresas que hay detrás de estas plataformas saben gestionar emociones muy bien y se lo montan para averiguar la máxima información de nosotros. ¿Nos atrevemos, pues, a abrir la caja de Pandora?