El arquitecto de la canción


V.1: marzo, 2020


Título original: The architect of song

© A. G. Howard, 2016

© de la traducción, Mar López Contreras , 2018

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados.


Corrección: Unai Velasco y Andrea Quesada


Diseño de cubierta: Estudio Nuria Zaragoza


Publicado por Oz Editorial

C/ Aragó, 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@ozeditorial.com

www.ozeditorial.com


ISBN: 978-84-17525-84-2

IBIC: YFHR

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

EL ARQUITECTO DE LA CANCIÓN

A. G. Howard

Traducción de Mar López Contreras
Serie Corazones embrujados 1


1





«La arquitectura no es más 

que una forma de música congelada».


Friedrich von Schelling, filósofo alemán 1775-1854



Sobre la autora

2

A. G. Howard es la escritora best seller del New York Times de la famosa saga Susurros. Oz Editorial ha publicado todos los títulos de la serie: Susurros, Delirios, Engaños, Salvajes y también Roseblood, una novela independiente y autoconclusiva. Cuando no está escribiendo, a Anita le gusta leer, patinar, cuidar el jardín y visitar cementerios del siglo xviii o escuelas abandonadas, para apaciguar a sus impacientes musas.

Contenido


Portada

Página de créditos

Epígrafe


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37


Sobre la autora

Capítulo 1

«Una boca muda es melódica».
Proverbio irlandés


Melancolía. Melodía. Son palabras con significados muy diferentes, pero unidas por un recuerdo que me oprime el corazón. Cuando era pequeña, mi madre cantaba para mí. En sus jardines, entre aromáticas dedaleras y malvarrosas más altas que mi yo de cinco años, me deleitaba con su voz; era un sonido más hermoso que el de un ruiseñor y más conmovedor que un paisaje marítimo en medio de una tormenta. De vez en cuando, el dolor o una felicidad desgarradora interrumpían la canción y rompía a llorar. No había nada más valioso para mí que la melancólica melodía de aquellas notas fracturadas.

Ahora que estoy sorda, me persiguen dos remordimientos: no haber memorizado el sonido de la preciada voz de mamá… y la eterna ausencia de canción en mi alma. 


***


Claringwell, Inglaterra

3 de noviembre de 1883


Durante los últimos días de mi madre en este mundo, le leía en voz alta su libro de proverbios para consolarla.

Mi madre decía que cada momento importante en nuestras vidas podía resumirse en un proverbio. Sin embargo, no encontré ninguno que capturara el dolor que ella sentía mientras su cuerpo se consumía. Durante tres meses, contemplé, impotente, como el invierno se instalaba en su sangre y la congelaba por dentro. Aunque yo tenía diecinueve años, mi corazón sufría como el de una niña.

—Juliet, mi dulce Rosa de China…

Me llamaba por mi apodo frecuentemente a medida que se acercaba el final y lo único que quería era oírla decirlo una última vez. Oírla de verdad.

De algún modo, mi discapacidad mitigaba el tormento que sentía, ya que su tos y sus gemidos nunca llegaban a mis oídos sordos. Aun así, los otros sentidos no se apiadaron tanto de mí. Sentía su llanto cuando su mano marchita me agarraba los dedos en busca de apoyo; me escocía la nariz a causa del fuerte aroma de los aceites esenciales de menta que le untaban abundantemente por todo el pecho y la garganta con la esperanza de que aquello la ayudara a respirar; y no podía evitar ver la pálida nube del sufrimiento que atenuaba el brillo de aquellos queridos ojos que tiempo atrás estuvieron llenos de luz y color.

Durante sus últimas horas, vinieron a visitarla amigos bienintencionados. Les envidiaba por ser capaces de oír sus últimas palabras en vez de tener que leerle los labios. Yo meditaba, y componía canciones de autocompasión en mi mente. Si nuestros invitados se hubiesen parado a escuchar, lo habrían oído.

El silencio tiene una melodía propia.

Tras su muerte, la gente asistió en masa al funeral. Muchas personas querían a mamá. El único hermano de papá, el tío Owen, y nuestra empleada doméstica, Enya Alderdice, me acompañaron en el carruaje que seguía al coche fúnebre. Mi atuendo, que me cubría de pies a cabeza, conjuntaba con el pelaje color ébano de los caballos.

Las lápidas del cementerio tenían un aspecto pequeño e insignificante sobre la colina a la luz del atardecer, como si fueran una proliferación de setas pedregosas que brotaban del paisaje marrón y amarillo. Tirité bajo mi tocado con velo y la manta de piel con la que me tapaba mientras el carruaje se balanceaba a causa del fuerte viento del norte, y soportaba el hielo y el aguanieve que había empezado a caer. La escena me dejó helada; tal crueldad contrastaba con tiempos más felices en los que bailaba con mamá durante las cálidas lluvias primaverales, y el cuerpo nos vibraba al ritmo de la música y nuestras risas.

Cuando llegamos, el aguanieve había amainado, lo cual facilitó el camino para los porteadores del féretro, que colocaron el ataúd de mamá en el suelo. Mi tío Owen me estrechaba una de las manos enguantadas. En la otra, sostenía el medallón de plata que contenía retratos de mis padres… Eran recuerdos que me pesaban más sobre los hombros que las nubes que cubrían el cementerio de Hill.

Me levanté el velo para leerle los labios del sacerdote cuando dio la bendición.

Cuando tenía ocho años, un caso grave de paperas me dejó sorda, y le costó la vida a mi padre, ya que lo contagié. Mi tío Owen, que además de ser el hermano de papá, también era su socio y amigo, se ofreció para hacerse cargo del negocio familiar y nos proporcionó sustento a mi madre y a mí. Durante once años después, ambos me animaron a vivir una mentira. Nunca me obligaron a reconocer mi sordera ante desconocidos. En su lugar, me enseñaron a esconder mi discapacidad y a compensarla con los otros sentidos.

A diferencia de los niños que nacen con una falta de audición, yo dominaba el habla y sabía responder. El reto más difícil fue controlar el volumen de la voz, pero pronto aprendí a ajustar la tensión de las cuerdas vocales. Mi madre me dijo que a menudo hablaba demasiado bajito. Sin embargo, la delicadez en la voz se consideraba una virtud en una dama, de modo que los desconocidos simplemente creían que era educada y refinada.

Aquellos desconocidos me subestimaban, ya que todos y cada uno de ellos eran objeto de mi mirada atenta. Perfeccioné el arte de leer los labios y las expresiones faciales, y presencié lo rápido que se contradicen entre ellos. Se me había caído la venda de los ojos cuando me quedé sorda y descubrí la verdad que se escondía detrás de cada palabra pronunciada. Mi «limitación» resultó ser un don. Uno que prefería mantener en secreto hasta que considerara que era seguro revelarlo.

Era mi mayor defensa contra un mundo en silencio, estoico y, en ocasiones, cruel.

Una fría gota de lluvia me salpicó la nariz cuando los asistentes cerraron los ojos para rezar. Aproveché la pausa para buscar entre los pliegues de mi pelliza una rosa de China de color rosa melocotón, como un atardecer de verano, para colocarla sobre la tumba de mamá.

Miré de reojo a mi tío, y esperé a que me hiciera una señal para colocarla. Resistí el impulso de apoyarme en él, de sacar fuerzas de él. Sabía que, hoy, mi tío necesitaba que fuera fuerte por mí misma.

Incluso a sus treinta y siete años, todavía conservaba un aspecto distinguido, casi como el de un águila. Sus grandes ojos dorados color avellana, sabios y con una visión noble; su pálida y suave piel con elegantes arrugas incipientes; su cabello prematuramente cano, ondulado y grueso bajo el sombrero, como si fuera un nido de mullidas plumas. Cada año que pasaba se parecía más a mi apuesto padre.

Fijé la vista sobre la tumba, desgastada por las inclemencias del tiempo, que estaba a mis pies, al lado de la de mi madre. «Lord Anston Emerline: Esposo y padre cariñoso».

Un baronet de clase media, que trabajaba como tintorero de tejidos y telas. Un padre generoso, abatido por la enfermedad que sufrió su hija durante la infancia.

Estaba perdida en mis recuerdos, y no me di cuenta de que la oración había terminado hasta que mi tío me dio un empujoncito. Besé la rosa y metí el tallo en la delgada apertura donde la tierra se unía con la base del ataúd, con la esperanza de evitar que la flor saliera volando por culpa de la tormenta. Mis dedos enguantados recorrieron la inscripción de la lápida: «Lady Emilia Emerline: Amada esposa, madre y amiga». El nudo que tenía en la garganta se convirtió en un sollozo. Temí que mi llanto hubiera sido demasiado escandaloso al ver que los asistentes que me rodeaban me miraban con tristeza. Mi tío se arrodilló a mi lado y me pasó el brazo sobre los hombros. Su cuerpo temblaba junto al mío.

Unos minutos después, sacó un pañuelo y me secó las mejillas con ternura, luego se enjugó las suyas y se levantó. Mientras se sacudía el polvo de los pantalones, arranqué dos pétalos del capullo de la rosa que le había dejado a mamá. Uno se lo llevé a papá, y lo embutí entre las grietas de la lápida envejecida. El otro, me lo metí con cuidado en la banda del guante. El pétalo fresco descansaba contra la palma de mi mano; era un intento de que los tres estuviéramos unidos durante la larga y solitaria noche que nos esperaba.

Los sepultureros comenzaron a depositar barro sobre el ataúd de mamá. El dolor me ardía en el pecho y me di la vuelta mientras mi tío se despedía de los dolientes, que se dispersaron en sus carruajes, envueltos en capas negras y grises brillantes como hojas podridas del camino.

Respiré un aire liberador mientras el último coche de caballos de alquiler emprendía su camino. Me sentí aliviada al ver que por fin estábamos solos. Cierto vizconde había estado compitiendo por la propiedad de mi familia durante estos últimos meses. Me había negado a conocerlo en persona y me preocupaba que apareciera hoy en el entierro para hacerse con lo que deseaba en mi momento más vulnerable. Mi hogar no estaba en venta, por mucho que él hubiese subido la oferta y estuviera dispuesto a pagarme tres veces su valor.

Mi tío siempre me decía que lo considerara. «Una muchacha soltera no necesita una hectárea de tierra y una casa con seis habitaciones». Aunque estaba sorda, sentía el recelo que había en su palabras bienintencionadas. Aquella casa era lo único que me quedaba de mis padres. Papá la construyó con sus propias manos y mamá decoró con amor cada habitación. Nunca me separaría de ella.

Como si pudiera oír mis pensamientos, mi tío me agarró por el codo.

—¿Nos vamos a casa? —preguntó, y miré a Enya, que esperaba junto al carruaje, con la vista fija en sus botas. Su rostro pálido estaba salpicado de manchas rosas allí donde se había secado las lágrimas.

—Aún no.

Con los ojos irritados, jugueteé con el pétalo que guardaba dentro del guante y observé las tumbas que había a nuestro alrededor, consciente de mi hipocresía. No quería separarme de mi casa y, sin embargo, no tenía ganas de volver allí, de permanecer en habitaciones vacías que tiempo atrás estuvieron llenas de risas y vida. En aquel instante, me sentí como si perteneciera a los muertos.

Mi tío observaba las nubes cargadas que había sobre su cabeza mientras respiraba profundamente.

—El tiempo está malhumorado, pequeño gorrión. —Sus labios, que brillaban en la luz brumosa a causa de las gotas de lluvia, enmarcaron las palabras. Su rostro reflejaba tristeza y agotamiento—. Aquí ya no hay nada que hacer. Deja que tu madre descanse. Vendremos a visitarla otro día.

Me quedé clavada en el suelo.

—Demos un paseo entre las lápidas antes de marcharnos.

Mi tío me ofreció el paraguas. Le dijo algo Giddings, el cochero. Después de ayudar a entrar a Enya en el cálido carruaje, el rollizo cochero se apoyó contra el coche fúnebre, sacó un cigarro y empezó a mordisquearlo.

Mi tío Owen hizo el ademán de acompañarme, pero me quedé quieta.

—Me gustaría ir sola, por favor. Ya no soy una niña.

Frunció el ceño, preocupado. Él siempre me vería como aquella princesita de ojos soñadores que solía ponerse coronas de margaritas sobre la cabeza, que se sentaba en su regazo mientras él le ensañaba libros con dibujos de castillos y apuestos héroes montados en corceles blancos. No quería aceptar que hacía años que había renunciado a los cuentos de hadas y los príncipes.

—No tardes mucho —dijo finalmente—. Pronto se pondrá el sol. Y ten cuidado de no tropezar con ninguna tumba. Es difícil verlas con toda esta niebla.

Pequeñas gotas de lluvia caían del borde de mi paraguas. Caminé entre las lápidas derruidas; pasé ante dos ángeles de tamaño real, la perfección masculina hecha granito: uno, esculpido y deteriorado por el tiempo; el otro, juvenil y pulido. A pesar de sus ligeras diferencias, ambos se erguían altos y firmes, como si protegieran a los vivos de los muertos.

O quizá a los muertos de los vivos

Aquel pensamiento espontáneo me dio un escalofrío. Me tranquilicé a medida que la lluvia se convertía en una suave llovizna y el olor a tierra, húmeda y limpia, emanaba del suelo. Las nubes se dispersaron y cerré el paraguas. Con las medias empapadas hasta los tobillos tras sortear profundos charcos, me detuve en el extremo más alejado del cementerio. Tímidos rayos de cálida luz se enroscaban alrededor de mis hombros e iluminaban una escena a unos pocos pasos de allí, en un espacio cercado.

Un hombre vestido de negro estaba de espaldas a mí, esculpido con la misma talla y gracia muscular que las estatuas de los ángeles. Un bastón de gobernador se curvaba sobre su codo mientras agarraba la parte exterior de la reja envuelta en hiedra con manos enguantadas. A través de partículas de lluvia, un rayo de sol iluminó una lápida solitaria situada en medio del cercado. Le temblaban los hombros como si estuviera llorando.

Eché un vistazo detrás de mí. Desde donde yo estaba, una pared de casi dos metros de setos ocultaba el carruaje. Pensé en acercarme al doliente, ya que conocía muy bien la pena que sentía. En lugar de eso, me puse el velo e hice el ademán de marcharme, pero me detuve al ver que empezó a sacudir la cabeza hacia delante y hacia atrás, y se golpeaba contra los barrotes, como si la ira se hubiese apoderado de él. Era tan intensa, que los golpes metálicos contra su cráneo vibraban a través del suelo y me llegaban a las suelas de los zapatos.

No podía moverme, una fascinación morbosa hacía que me quedara clavada en el suelo.

Se le voló el sombrero. El viento lo arrastró hasta mis pies y el hombre se giró. Con un grito ahogado, dejé caer el paraguas y retrocedí un paso. Se me quedó el tacón atrapado en el borde de una lápida y me caí de espaldas. El gran miriñaque que me sostenía el dobladillo de la falda mientras caminaba salió proyectado como un cuenco volcado de lado y me tapó la vista. No logré ver al desconocido hasta que extendió una mano enguantada junto a mi hombro.

Se me hizo un nudo en la garganta. Acepté la ayuda que me ofreció mientras reproducía en mi mente aquel arrebato de emociones inestables frente a la verja. Estaba sola. ¿Llegaría mi tío a tiempo si me ponía a gritar?

Cuando me levanté, escudriñé el rostro del hombre, y me pregunté si me habría hecho algún cardenal o corte en la frente. El sol se encontró con el horizonte y, en una última y ardiente exhibición, estalló detrás de él y me cegó. Se había vuelto a colocar el sombrero sobre el cabello oscuro y espeso. La sombra del ala le ocultaba los ojos, y unas patillas frondosas desdibujaban su mandíbula cuadrada. A todos los efectos, seguía siendo un hombre sin rostro.

Solo le destacaban los labios… Carnosos y cautivadores. Formaban palabras que no era capaz de leer con claridad a través del velo de encaje, de modo que me quedé callada para ocultar mi sordera. Se agachó para limpiarme el barro del zapato con un pañuelo. Sus dedos enguantados rozaron ligeramente las medias que me cubrían los tobillos y una cálida descarga de sensaciones me brotaron del abdomen me alcanzaron las mejillas. Me aparté.

Como si no se hubiera percatado de aquel roce, me entregó el paraguas, inclinó el sombrero a modo de despedida y se marchó. La forma ladeada en la que andaba habría parecido torpe en otro hombre, pero mantenía la columna recta y los hombros y el pecho le hacían de contrapeso. El bastón de gobernador le ayudaba a apoyar el peso en su pie bueno con una cadencia tan rítmica que parecía que se balanceaba sobre las olas del mar.

Lo observé, intrigada, hasta que se desvaneció entre los setos en dirección a mi tío y el carruaje. Me planteé seguirlo. Mi tío se preocuparía de que hubiera estado sin carabina en la parte trasera del cementerio con un hombre, pero la curiosidad se apoderó de mí.

Me apresuré hacia la verja cerrada con candado para leer el epitafio que había sobre la tumba… para ver qué había provocado una reacción tan inestable en el desconocido.

Se distinguía una palabra: «Hawk». Si alguna vez hubo un apellido, la guadaña del tiempo lo había segado. Un movimiento en la base de la tumba me distrajo antes de que me diera tiempo a mirar más de cerca. Una flor, con el tallo cubierto de espinas, bailaba con el frío viento sobre un borde de hierba débil y amarillenta. Resultaba extraño que un capullo floreciera tantas semanas después de la primera helada.

Los resplandecientes pétalos plateados se doblaban hacia abajo y abrazaban el tallo como la falda de una mujer, y dejaban al descubierto un pistilo central de un azul propio del crepúsculo otoñal. De todas las veces que había trabajado en el jardín con mamá, donde cultivábamos flores para los sombreros, nunca había visto una flor tan invertida ni colores tan únicos.

Un dolor insoportable empezó a brotar dentro de mí. Me moría por tocar los pétalos y pincharme con las espinas del tallo. Necesitaba absorber todo lo que la flor había presenciado. Sentada encima de una tumba, la flor estaba más cerca de la muerte de lo que yo lo había estado nunca; más cerca de mamá y papá de lo que yo lo estaba ahora. Si la sostenía en mis manos, quizá de algún modo también estaría más cerca de ellos.

Dejé caer el paraguas y me levanté el velo. Les eché un vistazo a los setos. Aún no había venido nadie a buscarme, así que agarré una piedra enorme y golpeé el candado oxidado de la verja hasta que se rompió y liberó una pequeña nube de polvo rojo.

Dentro del cercado, utilicé un palo para desenterrar la flor con las raíces todavía intactas. Mientras sacudía el barro del tallo, reparé en otra puerta en la parte trasera de la verja. Llevaba hacia un camino desgastado por los salvajes y sinuosos matorrales que delimitaban el cercado. Alguien en aquel bosque había estado vigilando esta tumba.

Como respuesta a mi descubrimiento, un viento cortante sopló desde el norte y el cielo se arremolinó en una masa verde grisácea.

Me estremecí en la penumbra, y miré varias veces hacia la tierra removida que había a mis pies, perpleja por lo que acababa de hacer. Había profanado un lugar de descanso sagrado. ¿Liberaría Dios a sus ángeles de piedra y condenaría mi alma al purgatorio? ¿Qué haría aquel caballero sin rostro o el guardián del sepulcro anónimo escondido en el bosque si me encontraran allí, una ladrona abrazada a su botín?

Me tragué el nudo que se me hizo en la garganta. Estreché el tallo de la flor con firmeza. Los pétalos plateados brillaban bajo la luz mortecina. Una fragancia floral flotaba en el aire, aromática y especiada como la sidra; una emoción exótica que alimentó mi menguado valor.

La parte más dura del invierno estaba a la vuelta de la esquina y esta hermosa creación, tan única, tan frágil, no sobreviviría. Su bienestar era ahora mi responsabilidad y no la abandonaría, pasara lo que pasara.

Me metí la flor debajo de la solapa de la pelliza, salí corriendo del cercado, cerré la verja y agarré el paraguas.

Cuando llegué detrás de los setos, distinguí la parte superior del sombrero del desconocido, que se balanceaba de lado a lado, y sobresalía unos pocos centímetros por encima de la barrera de matorrales. Miré detenidamente entre las hojas. El cochero Giddings y mi tío Owen estaban apoyados sobre el carruaje, enfrascados en una conversación con él. El desconocido estaba de espaldas y tenía los hombros tensos bajo la difuminada luz del día.

Quizá les estaba relatando cómo una joven descarada lo había estado espiando en la intimidad de su dolor y cómo luego se cayó con la misma gracia que un payaso de circo. Esperé durante unos segundos y permanecí escondida, con la esperanza de que mi tío me guardara el secreto.

Una vez que el desconocido se hubo montado sobre un corcel blanco y trotado con cautela por el camino de vuelta a la ciudad, salí de los arbustos y tropecé con los caballos de Giddings. El miriñaque bajo mis faldas golpeó a la yegua guía. Esta corcoveó y se encabritó, tenía la boca y los ojos abiertos de par en par por el miedo, e intentó pisotearme bajo sus patas delanteras.

Mi tío se abalanzó sobre mí y ambos caímos al barro.

Un dolor sordo me recorrió los omóplatos, pero se alivió rápidamente a medida que trataba de recobrar el aliento. El cochero Giddings fijó los arreos y mi tío me ayudó a ponerme en pie y a enderezar el odioso armatoste que sostenía el dobladillo de la falda.

El crepúsculo color lavanda proyectaba sombras a nuestro alrededor, pero aún había suficiente luz como para verle el rostro con claridad. No obstante, no me hacia falta leerle los labios para saber que estaba regañándome. Siempre me había prohibido acercarme a los caballos, ya que eran impredecibles y mi sordera me impedía ser capaz de reaccionar.

Me palpé la solapa del abrigo para comprobar que la flor seguía allí. Una vez me aseguré de que no le había pasado nada, interrumpí el preocupado sermón de mi tío y pregunté:

—¿Quién era ese hombre?

Frunció el ceño aún más.

—El vizconde, lord Nicolas Thornton.

Me liberé de las garras de mi tío.

—¡Cómo se atreve a venir! Durante todos estos meses, mamá apenas pudo descansar a causa de sus incesantes misivas para comprar la casa. —Me empezaron a escocer los ojos—. Y ahora irrumpe en su entierro para deleitarse con su cadáver.

El rostro de mi tío reflejaba pura desolación.

Me mordí la lengua. Como no podía oír, a menudo decía todo lo que me pasaba por la cabeza sin pensar en cómo sonaría para otra persona. La herida abierta de mi tío era la prueba de la espada que blandía con imprudencia.

—Perdóname, por favor.

Tomó mis manos entre las suyas. Unas ráfagas de aire frías y húmedas me azotaban el vestido mientras la tristeza en sus ojos me inundaba por completo. En ellos se reflejaban momentos perdidos que nunca se recuperarían… Remordimientos persistentes y anhelos agridulces.

Mi tío era mi gran apoyo y no había nada que me doliera más que hacerle daño.

—¿Por qué ha venido el vizconde? —pregunté, y le estreché aún más los dedos para alejarlo de su dolor.

Me apretó la mano.

—Porque quería conocerte. Es un caballero distinguido, Juliet. Lo he invitado a visitarnos antes de que regrese a Worthington a finales de esta semana. Vendrá el jueves.

—¿Con qué propósito?

—Desea darte el pésame, como es natural.

—No. —Tragué–. El pésame solo es natural cuando te lo da un amigo. Él no sabe nada de mí ni de quién era mamá. Solo la conocía por las cartas que le enviaba, todas ellas motivadas por su egoísmo.

Todo el mundo sabía que el vizconde era hijo único y que no se llevaba bien con su padre. Quizá por eso le resultaba difícil comprender las dinámicas familiares.

—Viene para hacernos otra oferta por la propiedad. El muy necio no acepta un «no» por respuesta.

Mi tío negó con la cabeza.

—Esperaba de veras que, después de la muerte de tu madre, fueras más receptiva con él.

—¿Más receptiva? —Mantuve las cuerdas vocales relajadas para mantener la voz calmada y firme.

Reprimí el impulso de contarle a mi tío el extraño comportamiento que el vizconde había tenido hacía un rato. Lord Thornton tenía veintisiete años y era un noble. Se esperaba que los hombres de su edad y alcurnia contuvieran sus emociones, no que se dieran cabezazos contra verjas de hierro. Sin embargo, no podía condenarlo públicamente sin exponerme a mí misma como una profanadora de tumbas.

Quizá tenía doble personalidad, ya que parecía tenerlo todo bajo control, e incluso fue amable y delicado cuando me rescató del barro. De pronto, me asaltó el recuerdo de su mano sobre mi tobillo. No estaba segura de qué me había molestado más: que me hubiese tocado de un modo tan íntimo o que me hubiera gustado. Ansiaba saber más sobre aquella extraña sensación.

—No me fío de él —dije brevemente—. No como caballero. Y mucho menos como invitado en mi propia casa.

Mi tío apretó los labios y me rodeó el codo para ayudarme a subir al carruaje junto a Enya. Era demasiado bueno como para alardear sobre la verdad: en realidad, yo no tenía derecho a exigir nada según la ley. Después de la muerte de mi madre, mi tío Owen se había convertido en el albacea de la propiedad, de modo que ahora yo vivía como su arrendataria. Todo era una gran fachada; una farsa que representábamos para asegurarnos de que me quedaría con las tierras y el dinero sin disputas. No obstante, en un momento dado, podía obligarme a vender. No sabía cuándo se le acabaría la paciencia ahora que mamá ya no estaba y la casa solo albergaba recuerdos dolorosos para él.

Resoplé mientras tomaba asiento y aparté la mirada cuando Enya fijó sus ojos verdes en mí con compasión. Mi tío subió al carruaje, me puse el velo y miré hacia el horizonte, que se oscurecía a medida que el día llegaba a su fin.

Después de haber sido como un segundo padre para mí durante tanto tiempo, leerme la mente se le daba mejor a él que al clarividente más experto y hábil. No podía permitir que me viera el rostro, que supiera que no era la tristeza lo que hacía que se me ruborizaran las mejillas, sino las ansias de justificarme que irradiaban a través de mí. Había mancillado una tumba a la que el implacable lord Thornton parecía estar emocionalmente encadenado.

El carruaje rebotaba cuando pasaba sobre los socavones que había en el camino y el asiento rígido no hacía que el trayecto fuera más cómodo. Sin embargo, yo me acurrucaba sobre el cojín imaginario que me ofrecían mis pensamientos.

Hasta ahora, nunca había comprendido por qué el vizconde quería mi propiedad. Por lo que me había contado mi tío, era un arquitecto con talento, y le apasionaban las combinaciones singulares de colores y diseños. Si nos atañemos a esos estándares, mi hogar se consideraría una construcción vulgar, pero quizá no era la casa lo que quería. Era la ubicación. Ninguna otra propiedad estaba tan cerca del cementerio y de la tumba que parecía retenerlo con una oscura y ferviente esclavitud.

¿Quién era ese tal «Hawk» que yo había pisado y profanado? ¿Qué tenía su tumba de espacial para el vizconde? ¿Y cómo iba a utilizar esta información para conservar mi hogar y librarme de la insistencia manipuladora de lord Thornton de una vez por todas?

Tenía dos días antes de que nos visitara para resolver el misterio o me arriesgaría a perder lo único que me quedaba de mis padres. Lo único que me quedaba de mí misma.

Capítulo 2

«La espina defiende la rosa, y solo hiere a aquellos que intentan robar la flor».

Proverbio chino



Cuando mi tío y el cochero Giddings nos dejaron en la puerta de la casa, Enya entró y se esfumó.

Me detuve en el umbral para decirle adiós a mi tío, luego me volví y observé mi desolada prosperidad. Arbustos marchitos se curvaban desde el patio hacia atrás como si abrazaran la casa. Por la mañana, la humedad que pesaba sobre ellos perlaría las hojas de escarcha otoñal. Pronto, el invierno me arrebataría el hogar del mismo modo que se había llevado a mamá. 

Cerré la puerta, me quité el sombrero y el abrigo y los colgué en el gancho de latón. Enya corrió escaleras arriba para quitarse la ropa mojada, así que no me molesté en esconder la flor mientras, a tientas, me adentraba en las oscuras habitaciones y avivaba cada lámpara de gas que podía. Palpé cada esfera de cristal para sentir las vibraciones a través de los guantes mientras zumbaban y se encendían.

Entré en el comedor y una bocanada del olor de mamá me invadió: olí a agua de rosas y a vainilla. Podía sentirla, aunque nunca más volvería a verla. La pena me inundó el corazón.

Cuando era pequeña, a menudo mamá me ofrecía chocolate caliente y un bollo de limón para ahuyentar las tormentas. Solía cerrar los ojos con fuerza durante el primer bocado del ácido refrigerio; después, los abría de par en par cuando la dulce calidez del chocolate me cubría la lengua.

Era una estratega emocional experta. Me enseñó que el gusto afectaba a los estados de ánimo, pero que el color influía aún más. Por esa razón, aunque estuviéramos tomando té las dos solas, siempre llevábamos nuestros mejores vestidos y tocados.

Ahora, no tendría el privilegio de llevar nada que no fuera ropa de luto durante varios meses, y mi estado de ánimo estaría tan apagado como las prendas negras que se habían convertido en mi prisión.

A medida que la habitación se iluminaba, la vajilla de porcelana relucía sobre los estantes forrados de pana fina del aparador. Cada fuente tenía una historia… cada plato y cuenco guardaba un recuerdo. Algunos se habían utilizado durante grandes comidas con amigos; otros, durante acogedoras cenas familiares con mi tío, mamá, Enya y yo.

Mi tío tenía diecisiete años cuando papá y mamá se casaron. Cuando murió mi padre, nueve años después, se llevó el corazón de mi madre al cielo con él, sin dejar que ningún otro hombre tuviera la oportunidad de reclamarlo.

Mamá sabía que mi tío la amaba. Ella vio cómo sucedía, y no pudo hacer nada al respecto cuando ocupó el lugar de mi padre para mantenernos a flote cuando murió. Mi madre intentó rechazar sus sentimientos con ternura. En señal de respeto, mi tío ocultó su afecto y lo escondió dentro de su corazón como una pluma en un bolsillo, con la esperanza de salir a relucir algún día si soplaban vientos favorables para volar.

Nunca se había casado con nadie a causa de aquella ilusión y, sin embargo, se hizo cargo de nosotras, sin guardarnos rencor, e incluso nos ofreció un porcentaje importante de las ganancias mensuales del negocio de baronet de la familia.

Gracias a él, nunca tuvimos que subastar ninguno de nuestras reliquias familiares. Ahora eran más valiosas, pero, al mismo tiempo, también eran presagios del cambio, ya que si me veía forzada a vender la casa, todos acabarían metidos en cajas y envueltos en capas de polvo y dolor.

Me sentía terriblemente sola hasta que, junto a los ventanales, el ruiseñor que tenía por mascota revoloteó dentro de su jaula. La luz de la luna se filtraba a través de las cortinas verde musgo y proyectaba sombras sobre la alfombra turca.

Aria me hizo sonreír con sus payasadas. Coloqué la flor robada sobre el almohadón del asiento que había delante de la ventana y me quité los guantes. El pétalo de la rosa de mamá cayó y flotó hasta mi botín.

Lo dejé allí e introduje un dedo entre las barras de alambre de la jaula del ruiseñor. Me pellizcó con el pico a modo de saludo.

Mi tío encontró el pájaro hace tres años, escondido bajo los cimientos de su cabaña. Su canto la delató. No era más que un polluelo en aquel entonces. Tenía la mitad del ala izquierda mordida por algún depredador pero, de algún modo, había conseguido escapar.

Consciente de que nunca volvería a volar, mi tío nos la trajo a mi madre y a mí. Se adaptó a vivir en cautividad y llegó a querernos y a confiar en nosotras. La cuidamos hasta que se recuperó. 

Me picó el dedo con fuerza, seguramente porque estaba hambrienta y algo que comer. No tenía ni idea del sufrimiento al que me había enfrentado hoy, ni de que mamá no volvería, y ni de que alguien quería arrebatarnos la casa. Mientras la alimentaba y la mimaba, para ella la vida seguía su curso natural.

Miré de nuevo hacia el pétalo caído de la rosa de mamá. ¡Cómo envidiaba la actitud simple del pájaro!

Un trozo de pan duro esperaba sobre la mesa, escondido entre las cintas, plumas y flores secas que había esparcido aquella tarde en un vano intento de trabajar. Agarré la flor robada y me la llevé conmigo mientras iba a por el pan. El espinoso tallo me pinchó el dedo desnudo.

Una punzada de dolor se extendió por mis nudillos y articulaciones. Aquella extraña sensación solo duró un instante, pero bastó para recordarme que tenía que plantar aquel tesoro tan delicado. Con sumo cuidado, envolví el tallo y las descuidadas raíces en un trozo de cinta de grogrén. Una pequeña gota de sangre me brotó del dedo y la succioné.

Después de alimentar a Aria, me deshice el peinado y me dejé el pelo suelto. Me quité el horrible miriñaque que tantos problemas me había causado hoy: hizo que me tropezara delante del vizconde y que un caballo casi me diera una coz.

Fruncí el ceño, deseosa de poder desprenderme de las restricciones sociales con la misma facilidad. Las buenas costumbres y la ignorancia virtuosa ejercían una presión sobre nosotros que influía en nuestro modo de vestir y en cada aspecto de nuestras vidas.

Mientras me colgaba del brazo el exceso de tela de mi vestido y enaguas, salí por la puerta trasera de la casa, farol y flor en mano.

El barro inundaba el camino hacia el cobertizo. Los abedules mecían sus ramas y parecía que quisieran proteger los jardines sombríos. Por primera vez en mi vida, tuve la sensación de ser una intrusa. Sin embargo, en el momento en que entré en el cobertizo, me sentí como en casa. La luz de la luna iluminaba las paredes y el techo de cristal teñido de verde. Miles de motas de polvo se arremolinaban alrededor de los ganchos donde se secaban mis flores en manojos sujetos con hilo bramante, en una brillante exhibición de misticismo.

Colgué el farol de la clavija que había junto a la puerta y acaricié los pétalos de la flor robada. Cuando era pequeña, imaginaba que este lugar era un reino de hadas. Incluso el aroma que procedía de la tierra removida, las flores rociadas con agua y plumas que levantaban polvo parecía pertenecer a un mundo encantado.

Este invernadero reconstruido albergaba algo más que plantas, macetas, herramientas de jardinería y delantales: también era un refugio para los azulejos, los estorninos, las garcitas verdes y otras aves decorativas con las que mamá adornaba la pared del fondo. No eran simples mascotas, también eran su sustento. Durante el periodo de muda, le proporcionaban el plumaje para sus tocados y sombreros de firma, así como las plumas para aquellas mujeres que no podían permitirse las creaciones más novedosas, para que adornaran sus viejos sombreros.

Ahora era yo quien debía preservar el legado y la caritativa reputación de mamá. Me quedé parada y, mientras admiraba el dulce sueño de los pájaros, anhelé sentir el tacto de su mano sobre mi pelo… Su aliento sobre mis mejillas cuando se inclinaba para besarlas.

Las lágrimas se desliaron por mis mejillas y me empañaron los ojos hasta el punto en que apenas logré vislumbrar el objeto que brillaba entre mis manos. Me recordó a la vez que aplasté una luciérnaga sin querer cuando era pequeña. Un extraño residuo parecía supurar de la flor.

Separé los pétalos para mirar el iridiscente polen más de cerca. De repente, en mitad de la confusión, una canción estalló en mis oídos.

Se me pusieron los pelos de punta. Era un mecanismo de advertencia de mi cuerpo.

Imposible. Tenía que estar equivocada. Hacía once años que no oía nada. Había pasado mucho tiempo sumida en el silencio ensordecedor; era más deprimente que vivir dentro de una caracola.

¿Cómo era posible que hubiera recuperado el oído?

Me asusté cuando las notas musicales irrumpieron de nuevo, como si pretendieran demostrarme que me equivocaba, y percutían contra mis tímpanos. Me causaban un picor delicioso que años atrás tomé por sentado.

Era una nana. La cantaba una conmovedora voz masculina de barítono en una lengua extranjera.

A dos pasos de mí, apareció un hombre poco a poco; como si cada perla lírica de sonido lo fuera pintando allí mismo, hasta que se materializó por completo. Estaba sentado sobre el taburete de mamá. Tenía la cabeza apoyada en las manos, que estaban enfundadas en guantes blancos. Su mandíbula pulcramente afeitada se movía al son de la canción. Y su piel… resplandecía como los pétalos que tenía entre mis dedos.

El canto se detuvo cuando el hombre levantó la cabeza. Me miró fijamente y su expresión reflejaba mi propia sorpresa y confusión. Tendría más o menos mi edad; su rostro era majestuoso y exótico. Estaba conformado por líneas elegantes y facciones angulosas por todas partes: pómulos prominentes y barbilla cuadrada, nariz definida con la punta inclinada, labios sensuales y cejas pobladas que le enmarcaban los ojos almendrados.

—¿Cómo has entrado aquí? —preguntó.

Grité, agarré un cubo vacío y se lo arrojé. Voló a través de él, golpeó una jaula de la pared y despertó a los pájaros de su letargo. Aletearon como locos, sorprendidos por el estruendo.

Presa del pánico, dejé caer la flor. Acto seguido, el intruso desapareció.

Rompí a llorar y me apoyé contra la pared. Me dolía tanto la garganta que tenía la sensación de haberme tragado un montón de agujas.

¿Acaso era este mi castigo por desenterrar una tumba? ¿Iba a volverme loca?

Eché un vistazo al cobertizo, pero no encontré más pruebas —aparte del cubo volcado y el aleteo de los pájaros— de que aquel incidente hubiera ocurrido. Incluso el extraño brillo me había desaparecido de las yemas de los dedos. Sin embargo, no podía dejar de temblar.

Tenía que haber alguna explicación. El veneno de la flor tenía efectos alucinógenos. La espina con la que me había pinchado antes me había provocado una especie de aparición auditiva. Mis ojos no me traicionarían de otro modo. Los había estado entrenado durante más de una década para que fueran astutos e incuestionables.

Agarré una maceta llena de tierra. Después, con la ayuda de la cinta de grogrén, tomé de nuevo la flor sin tocarla directamente, me arrastré por el fangoso camino hasta mi casa y cerré la puerta con llave.

Me quedé allí jadeando, con la frente apoyada contra el marco mientras el borde empapado del vestido dejaba charcos marrones en el suelo.

Una palmada sobre mi hombro me arrancó un grito de los pulmones, me di la vuelta y me encontré cara a cara con Enya. Su grandes ojos verdes me miraban con confusión.

—Me has asustado —balbuceé.

Frunciendo el ceño, levantó el borde de su camisón del agua fangosa que se había acumulado a mis pies. Después, siguió el rastro con la mirada hasta la maceta que sostenía contra mi pecho.

—La favorita de mamá.

Le mostré rápidamente la flor que sujetaba en mi mano temblorosa, avergonzada por la mentira, pero no se me ocurrió nada mejor.

—¿Has ido al invernadero? ¿A estas horas?

Enya había recogido casi toda la mesa y había encendido el fuego en la chimenea. La luz anaranjada le bañaba el rostro mientras trataba de leerle los labios.

—¿Te encuentras bien? Parece que hayas visto un… —Se detuvo y se ajustó un rizo color caoba que se había escapado de su gorro de dormir—. No… no quería decir eso.

Asentí. No obstante, pensar en las repercusiones de mis actos hizo que me entraran sudores fríos. Me aparté de los húmedos charcos y coloque la maceta en el suelo. Enya se agachó para ayudarme, pero la empujé hacia atrás. Me miró de reojo como si me hubiera vuelto completamente loca.

Tal vez lo estaba. Intentaba evitar que le pasara lo mismo a ella.

Con las manos enguantadas para evitar pincharme de nuevo con el tallo venenoso, introduje las raíces en la tierra blanda. Cuando regué la flor, los pétalos se reavivaron.

—Podríamos ponerla junto a la ventana. —Enya se acuclilló de nuevo al lado de mí—. Así, cuando amanezca, los rayos del sol la inundarán de luz —dijo, mientras levantaba el dedo como si pretendiera acariciar la flor plateada.

Se lo impedí.

—No la toques nunca, por favor. Los pétalos son muy frágiles.

Dio un paso atrás y frunció el ceño. La expresión de su rostro se convirtió en una mezcla de dolor y preocupación. A sus veintinueve años, Enya era lo más parecido que había tenido a una hermana mayor. Mamá la había contratado como sirvienta hacía diez años, cuando el padre de Enya abandonó a su familia y los dejó en la ruina. A pesar de que Enya y yo teníamos nuestras diferencias respecto a las restricciones sociales, sentíamos un profundo afecto la una por la otra. Lamenté haber sido tan dura precisamente aquella noche, pero hasta que averiguara lo peligrosa que podía ser la flor, tenía que velar por su bienestar.

Peligrosa. Estudié los pétalos doblados hacia abajo con gran detalle. Qué descripción tan extraña para algo tan hermoso. Tan solo era una flor. Nada más. Nada menos.

Enya se alejó de mí.

—Puede que un baño te relaje.

Me miró vagamente, se paseó por la habitación y puso a hervir agua de nuestra reserva. Luego, movió la bañera vacía hasta la pila de leña que mi tío había recogido antes del funeral.

Mientras me recogía el pelo y me quitaba la ropa, pensé en mi tío, completamente solo en su cabaña de piedra justo al otro lado de la colina, sin nada más que un cocker spaniel senil y artrítico y sus remordimientos. Casi deseé haber aceptado su propuesta de quedarse aquella noche. Quizá si hubiera estado aquí para cuidar de mí, ahora no estaría al borde de la locura, y me distraería de mi propia pérdida. Sin embargo, estaba decidida a demostrarle mi independencia y que podía arreglármelas solo con Enya y un ruiseñor como compañía.

Enya salió de la habitación y prometió volver con mi camisón y algunas toallas.

Acerqué la maceta con la flor antes de acomodar mis agotados miembros dentro de la bañera. El agua caliente me envolvió. Para no mojar el medallón, me coloqué la cadena detrás de la nuca para que colgara del borde de la bañera.

Con los ojos entornados, escudriñé la flor.

Tal vez me imaginaba a aquel hombre —aquella alucinación— porque necesitaba una prueba de que el más allá existía, de que, de algún modo, estaba más cerca de mamá y papá. El dolor era capaz de acariciar las cuerdas del corazón para tocar melodías convincentes si se dejaban llevar por el deseo de ver de nuevo a un ser querido.

En varias ocasiones, escogía una canción de entre mis recuerdos, la desempolvaba y le daba vida. Aunque había olvidado el sonido de la voz de mamá, nunca había extraviado las melodías ni las letras que cantaba.

No obstante, la canción de cuna que había escuchado estaba en un idioma que desconocía. ¿Cómo era posible que hubiera imaginado la voz tan sensual y llena de emoción e intensidad de un hombre que cantaba una melodía que nunca había escuchado?

El aroma de la flor se mezcló con la leña carbonizada. Desbordada por el deseo de volver a oír aquella melodía una vez más —si es que era posible—, extendí la mano, salpiqué el suelo de agua, y toqué un pétalo plateado con las yemas de los dedos. Mi cuerpo se tensó cuando la canción renació al instante.

El hombre —o espejismo— emergió poco a poco en un rincón, apoyado contra el armario y, de nuevo, se cubría las orejas con las manos. No era del todo corpóreo; su imagen solo tenía un toque de color. Incluso las arrugas de los tapices color crema de la pared se veían a través de él. Era un hombre alto y ancho de espaldas, y llevaba chaleco negro y pantalones a rayas que cubrían unos muslos fuertes y unas piernas largas. Una corbata le coronaba el musculoso pecho.

Aunque se me debilitó el brazo a causa la curiosidad y la conmoción que sentí, mantuve el contacto con la flor. En el momento en que se percató de mi presencia, interrumpió su melodía y apartó las manos de las orejas con un elegante movimiento.

El silencio envolvió todo excepto su pesada respiración.

Pensé en hablarle, pero ¿qué le dice uno a una alucinación?

—Bueno, señorita —dijo mientras daba golpecitos al suelo con las botas que llevaba puestas, y deslizó la mirada por todo mi cuerpo con descaro—, quizá sería más conveniente que pensara en lo que debería llevar antes que en lo que debería decir. No es que me queje de su elección hasta ahora.

Me quedé sin aliento y solté la flor. Él desapareció.

Salí corriendo de la bañera, me cubrí con una manta de lana y me dejé caer junto a la maceta. Me puse bien la cadena para que el medallón cayera de nuevo entre mis pechos. El corazón me latía desbocado.

Un hombre me había visto desnuda en la bañera.

Pero no. Fue solo una aparición.

Examiné el rincón de donde había surgido. Parecía tan real.

Incluso oyó mis pensamientos, como si los hubiera dicho en voz alta.

Había sido una experiencia maravillosa: no tener que esforzarme para leerle los labios, no tener que luchar por formar respuestas sin sonar sorda delante de él. Rara vez entablaba conversación con alguien que no fuera mi tío, Enya, mi madre o nuestras clientas. La comunicación era difícil y, en varias ocasiones, los resultados seguían siendo lamentabas a pesar del esfuerzo. Sobre todo con los hombres.

Había heredado el largo cabello dorado y los suaves ojos marrones de mi madre, y unas pestañas inusualmente oscuras para alguien con la piel tan pálida como yo. Combinados con los labios definidos de mi padre y una nariz pequeña que me otorgaron el apodo de Rosa de China —la ninfa de todas las flores—, mi apariencia llamaba la atención más de lo que me gustaría. Sin embargo, aprendí que no podía confiar en los hombres una vez descubrían mi «anomalía». De modo que, aunque hubiese tenido la oportunidad de presentarme en sociedad para encontrar al compañero adecuado, la habría rechazado. Era algo que les había dejado muy claro a mi madre y a mi tío.

Eso no significaba que fuera inmune a la curiosidad o a la soledad.

Me sonrojé al recordar el modo en que lord Thornton me había tocado el tobillo en el cementerio. La sociedad establecía que no era correcto albergar tales emociones. Enya siempre me catequizaba sobre los códigos de conducta adecuados. En una dama, solo eran aceptables el afecto familiar y el objetivo de ser madre algún día. Dios no quiera que tuviéramos alguna opinión intelectual sobre el origen de aquellas cosas.

Sin embargo, antes, cuando vi al vizconde lamentándose frente a la verja, lo primero que me llamó la atención fue su masculinidad. Me pareció atractivo, y afectado. Me sentí atraída por él, más allá de la empatía por su pérdida. Sabía que no debía acercarme. No solo porque no sería correcto sin llevar una carabina, sino porque no me atrevía a salir del velo de inseguridad en el que me había ocultado durante tanto tiempo. Ser vulnerable era mucho más incómodo que ser recriminada por la sociedad.

No obstante, si hubiera alguien a quien solo yo fuera capaz de ver… alguien que fuera capaz de oírme sin tener que hablar y a quien fuera capaz de escuchar aunque fuera sorda… No habría esos límites. No habría ningún límite.

Y mi soledad dejaría de existir.