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SIN TOCAR






NERMIN YILDIRIM








SIN TOCAR







Traducción del turco de
Suleyman Matos


























Título original: Dokunmadan

Ilustración de cubierta: © Rodrigo Chao
Diseño de colección: Cristal Reza


Dokunmadan, © 2017 by Nermin Yıldırım
© Kalem Agency
© De la edición en castellano: Bunker Books, 2020
© De la traducción: Suleyman Matos, 2020

Bunker Books S.L.
Cardenal Cisneros, 39, 2º - 15007 A Coruña
www.bunkerbooks.es


Los personajes y situaciones que aparecen en esta obra son ficticios.
Cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-120978-4-9
Depósito legal: CO 508-2020


















1

«Desde este puerto parte un barco parte hacia lo desconocido»

Barco silencioso.

—Yahya Kemal Beyatlı—

Descubrir que estaba destinada a morir supuso toda una conmoción.

No es que esperase esquivar al Ángel de la Muerte; bien sabía que algún día, como todos, debería entregar mi alma a instancias superiores. Pero es que me parecía que ese día en que encontraría mi muerte, por lejano y difuso que me resultase, sería probablemente en un plazo muy corto para cumplir mi destino en esta vida. Saber aquello me resultaba insuficiente para hacerme consciente de ello.

Si no tienes intención de que te entierren vivo una vez que la más completa oscuridad atrape tu alma, no le das muchas vueltas al tema de tu propia muerte ni andas haciéndote preguntas antes de verte llamando en persona a esa puerta. En esta vida, la existencia de ciertas cosas se da por hecha con tal de que no pensemos mucho en ellas. Aunque sabiendo que, antes o después, debería enfrentarme al traslado de mi residencia al cementerio, siempre había procurado vivir fingiéndome ignorante de mi destino.

Afanarse en vivir; esto es normalmente a lo que nos dedicamos los mortales. Pero fue entonces cuando el diligente Ángel de la Muerte vino y me encontró. Para ser más exactos, se hizo presente para mostrar con sutileza el privilegio que suponía encontrarse ante el mensajero. Cuando aquellos médicos especialistas me dieron la mala noticia me sentí horrorizada al darme cuenta de que, un día, sería testigo de mi propio final. De que ese día no se hallaba tan lejano como yo había creído.

De las prolijas explicaciones de mi doctor, Kâzım Bey —desgraciadamente la enfermedad había progresado, claro que harían todo lo que estuviese en sus manos, probarían la nueva medicación que había salido al mercado y que había conseguido esperanzadores resultados en Estados Unidos, no debíamos perder la esperanza en Dios— saqué una breve conclusión:

Me iba a morir.

No cuando fuese anciana y mis piernas ya no me respondiesen, sino ahora, en cualquier momento. Quizá no alcanzase a ver la llegada de la siguiente estación, ni podría saborear ya nunca una ciruela verde, ni alcanzaría a completar este cuaderno que me es tan querido… Cuando su Excelencia la Muerte me hiciese el honor de visitarme estaría preparada, como cuando se aguarda a que un invitado poco deseado llame a tu puerta. Una voz en mi interior susurraba «hasta aquí hemos llegado, Adalet1». Me hacía estremecer.

Aunque algunos venían abandonando este mundo por motivos que difícilmente se pueden considerar naturales, aunque la cercanía del día en que habría de dormir el sueño de los justos me hiciese añorar lo que ahora me parecían los buenos tiempos de antaño, y aunque la orquesta que tocaba para la hora del Juicio Final me rodeaba, no era capaz de reconciliarme con la idea de la muerte. Por otro lado, durante todo el tiempo que había vivido no había sido consciente de cuánto amaba la vida. Resultó que no me di cuenta de que la amaba hasta que tuve ya un pie en la tumba. No sé, quizá solo aspiraba a un poco más de tiempo. Vamos, como si el mero hecho de desearlo tanto podría retrasar el momento de mi muerte. ¡Es la voluntad de Dios! Siete mil millones de personas en un planeta donde asesinos, pederastas o psicópatas que se hacen un revistero con las tripas de su mujer esperan tranquilamente el momento de convertirse en ancianitos encamados, ¿y la voluntad de Dios me tuvo que encontrar a mí?

Vale, ¿que quién era yo?

¿Acaso no es cierto que todo el que llega a este mundo tendrá que tomar el primer desvío disponible a la oscuridad eterna, sea pobre o rico, niño o anciano, justo o injusto, en su tiempo o anticipadamente? ¿Acaso pudo alguien, desde Luqman el Sabio,2 que portaba en su bolsillo el elixir de la vida eterna, hasta Alejandro Magno, que con una palabra de sus labios fulminaba de un plumazo la vida de cientos de miles de personas, ser más que cualquier otro siervo de Dios y eludir su destino inevitable? Los que se someten a frecuentes revisiones, como si así consiguiesen evitar la enfermedad y eludir las garras de la muerte, los que llegan a dejar estupefacto al Ángel de la Muerte al haber encontrado cremas antiedad capaces de reducir las arrugas de sus rostros, los que contemplan a la multitud desde las ventanas de sus casas sin atreverse a dar un paso más allá de su puerta por miedo a una bomba, los que son blanco de las balas perdidas de un vecino borracho empeñado en dar caza a las farolas de su calle… ¿acaso alguno de ellos evitará encontrarse un día ante su Hacedor?

Siempre he sido consciente de que la vida debía seguir su curso, pero en mi interior mantenía la esperanza de que, como le sucede a un viento errante, todo aquello podría ignorarme y pasar de largo ante mi existencia. Pero entonces lo entendí. Mi existencia me importaba mucho más de lo que pensaba.

Así que el sentimiento de ebullición que siempre había anidado en mi corazón acabó substituido por un profundo dolor. Se trataba de un sentimiento devastador, como si hubiese llegado al fin del mundo y no fuese a haber un mañana. Porque así era. El tiempo que me había sido dado en este mundo llegaba a su fin, el cómputo de mis días terminaba y ya no quedaban mañanas frescas en las que despertar.

El sentimiento de vacío que te embarga cuando por fin comprendes esto no se parece a nada que hayas podido experimentar previamente. Nada, ni el amor, ni el sufrimiento de una separación, ni los ocasionales tormentos existenciales que de vez en cuando llaman a nuestra puerta, pueden tan siquiera acercarse a lo que supone saber que no existe un mañana. Como una enorme bola de nieve que continúa existiendo en los charcos concéntricos que forma al derretirse, creciendo más y más hasta terminar convertida en algo inasumible para el ser humano. Para cuando se acerca la muerte ya es demasiado tarde. Pero, cuando te ves conducido a ese estado entre la vida y la muerte en que aún no has fallecido y te encuentras en la sala de espera, el sentimiento de frustración que se experimenta es difícilmente descriptible, como un gran vacío borrascoso. Como diría mi abuela ante cualquier tipo de catástrofe, «que Dios me oculte de mi enemigo».

Afortunadamente, todos los que alcanzan este extraño reino, incluidas las abuelas, lo mantienen en secreto aunque por dentro todos sus sentidos se agiten al unísono. Sin embargo, cuando comenzamos a pensar que estamos acabados, cuando ya nos decimos que hemos llegado a nuestra parada, pasamos liberados de nosotros mismos a formar parte de una nueva etapa. Con suma delicadeza, todo lo que más tarde llegará a ser se reúne con aquello de lo que proviene. También yo, tras tomarme mi tiempo, fui capaz de pasar a la fase de la aceptación y encontrar algo de sosiego.

Esta es la bandera a la que te aferras cuando ya has comprendido que no podrás huir de los hechos a los que te enfrentas; la bandera de la aceptación. Si consigues purgar tus venas de la ponzoña de la esperanza, conseguirás encontrar algo de consuelo bajo esa enseña. Pues no, parece que incluso entonces, mientras esperaba la llegada de la muerte para hacerle los honores con mi cuerpo expuesto en el hospital como en una carnicería, aceptando ser despezada sobre el sucio mostrador, ya rendida ante la muerte en vez de quedarme plácidamente sentada en casa como un pachá, aún no me había librado del incordio ese de la esperanza. Pero por lo menos me había serenado lo suficiente como para creer que ya me había rendido. Poco podía hacer en mis circunstancias. Si eres una persona creyente te refugias en el Creador y, si además crees que probablemente has sido una buena persona, te esfuerzas por aferrarte a tu fe esperando que no te vayan a zurrar mucho la badana en el otro mundo. Si no tienes un hábitat reservado en lo que llamamos el otro mundo, tu tarea es incluso más sencilla. Si consideras la muerte como un largo sueño, podrías encontrarte pronto en un lugar agradable donde no sentirás absolutamente nada.

En cuanto a mí… me resultaba imposible predecir cómo sería mi camino una vez muerta. Ya ni siquiera en vida estaba muy segura de dónde provenía. Sin embargo, cuando supe que iba a ser llevaba en volandas por cuatro brazos, empecé a ver el asunto de otro color; regresé al ansia adolescente de ponerle nombre a las relaciones. Porque en mi interior anidaba una profunda soledad. Me encontraba ya medio muerta, y entre los vivos y yo se elevaba un grueso muro. Ni los vivos me habían comprendido ni los muertos podían oírme. Es más que probable que fuese bajo la influencia de esta intimísima soledad que, en vez de confiarme a la historia del largo sueño, me volviese hacía el pensamiento del infierno. Supongo que era el vacío lo que temía; no conseguía reconciliarme con la idea de la posible futilidad de la vida. Incluso consumirme en el fuego del infierno me resultaba preferible a desaparecer en una gigantesca nada.

Sí, el infierno. Desafortunadamente, no estoy entre los que encuentran aprobación para todo lo que hacen en esta vida y que, incluso después de cometer un asesinato, sienten que pueden vanagloriarse de haber limpiado el mundo de una escoria. En principio, no soy de las que les gusta presumir; más bien soy de las que se arrepienten. Mi verdad existencial se basa en un profundo sentimiento de culpa.

También cuando supe de mi inminente muerte me sentí culpable. Ni siquiera era capaz de pensar qué podía estar en mi mano para enfrentarme a esta enfermedad. Quizá si me hubiese cuidado más, si hubiese fumado menos, ahora tendría una constitución más robusta y esta maldita enfermedad cuyo nombre no quiero ni recordar no me habría atrapado. Me dije que me iba a dar un par de homenajes, no dejaría a mis amantes llorosos tras de mí.

Vale, tampoco es que tuviese una multitud de amantes. Pero es que a la culpabilidad no le hacen falta amantes, hasta con los que no te aman le es suficiente. Es un parásito insidioso, rastrero y oportunista que escarba y rebusca y todo le vale, lo que haces y lo que dejas de hacer, lo que posees y aquello de lo que careces. Si le cierras la puerta, entra por la ventana, si atrancas la ventana, entra por la chimenea y en cuanto se te planta en casa lo saquea todo.

Así hizo conmigo.

La culpabilidad me ha complicado la vida más que los propios errores que haya podido cometer. Porque, aunque uno oculte el error, el remordimiento no desaparece. La mancha del insomnio sobre la almohada y la aflicción sin identidad conocida que pesa en el corazón permanecen en su sitio como una roca en medio de un campo. También permanecí yo. Creo que aquí y ahora es el lugar y el momento para contarlo todo.



















1 Adalet, el nombre de la protagonista, significa justicia; todas las notas en adelante son del Traductor.

2 Personaje mencionado en el Corán, donde se presenta como prototipo de transmisor de sabiduría y a quien la tradición popular le ha atribuído múltiples poderes.

2

«Yo era un buen chaval»

Jesus, I forgive you.

—Morrisey—

Mi difunta abuela Müşerref Hanım era adicta a las novelas de Barbara Cartland. Dicen los rumores que, como buen ratón de biblioteca que había sido, mi padre me había dado el nombre de una novelista a la que admiraba mucho y, aunque tras casarse había abandonado por completo los libros, todos los domingos recibía puntualmente en casa su ración del periódico Ciencia técnica; para sumarse al señor de la casa mi madre prefería ojear la revista Burda. En cuanto a mí, gracias a los denodados esfuerzos de mi abuela ya era capaz de leer y escribir a los cuatro años. Me encantaba escribir y dibujar. Y aunque dé algo de apuro decirlo, incluso fui yo quien incorporó la novedad de los grafitis a nuestro barrio gracias a las tizas que mi despreocupada abuela me proporcionaba para dibujar las líneas de la rayuela. En cuanto a la lectura, aparte de mi curiosidad por los periódicos, lo que más he disfrutado desde mi infancia ha sido estudiar el diccionario. En mi puesto de trabajo, es decir, en aquella casa de locos que era la agencia estatal donde hacía lo que podía antes de enfermar, mientras mis colegas dedicaban el sueldo a pagar los gastos escolares, ropa y manutención de sus hijos, yo me esforzaba por recorrer las tiendas de libros de segunda mano con la intención de encontrar los diccionarios que me faltaban. Poseía piezas fabulosas de las que ya no podrías encontrar ninguna edición en el mercado. El diccionario de barbarismos, diccionario de palabras en desuso, diccionario de términos médicos, diccionario enciclopédico de arquitectura, diccionario de términos náuticos, diccionario botánico, diccionario de utensilios de cocina, diccionarios de turco Karahan, de urdu, de vasco, de noruego, de pokomo…

Desde mi niñez me he familiarizado con las palabras más extrañas. Yo era la única de la clase, incluida la maestra, que sabía qué significaban expresiones como hacer un juramento solemne, función gubernativa o las unidades de medida referentes al diámetro de una soga náutica, las dimensiones de una cadena o los métodos de fijación. Me encantaba construir frases en las que poder introducir cada nueva palabra que aprendía. Aunque claro, mi maestra y mis familiares me recordaban a cada momento que debía expresarme con más claridad. Por ejemplo, a lo mejor le decía a mi maestra que «el sistema de drenaje vegetal era una especie de tejido conductivo». Esto podía provocar que la mujer se girase para lanzarme una mirada suspicaz. Por su ceño fruncido me quedaba claro que eso de ponerme a hablar de tejidos conductivos no era algo que la entusiasmase. O, si acaso cerraba con demasiada firmeza una puerta y me quedaba con el pomo en la mano y le preguntaba a mi madre «¿dónde pongo esta manilla?», como ella no sabía que había aprendido en algún diccionario de la biblioteca que al pomo de una puerta también se le podía llamar manilla, un asunto tan insignificante como este podía dar pie a una pequeña refriega casera.

El tiempo me ayudó a entender que no era buena idea compartir todo lo que sabía. Así que no dejé de leer el diccionario, pero sí dejé de meter en mis frases las palabras que aprendía. Por supuesto, de vez en cuando se me escapaba alguna. Pero se dejaba pasar porque, si ese era mi mayor defecto, no era cosa de preocuparse. Yo no lo dejaba pasar. Grande o pequeño, si aquel era mi defecto prefería cargar con él y asumir la culpa.

De acuerdo con el diccionario de términos psicológicos, la culpabilidad se define como la tendencia mental de una persona a pensar que se equivoca en todo lo que hace cuando se enfrenta a cualquier asunto, incluida ella misma. Mi interpretación personal es más íntima. Ella es mi amante fiel que encontró en mí tierra fértil; la dolencia mental que me aflige, mi cruel carcelera. Me ha acompañado durante toda mi vida como una hermana siamesa adherida a mí. Se mostraba ante todos e incluso pasó mucho tiempo sin que fuese capaz de hablar de ello con Hülya, que vino a ocupar su lugar. Pero el sentimiento de culpabilidad nunca me ha abandonado. Ni siquiera cuando lo he querido rechazar me ha dejado. Nunca se ha marchado. Cuando he aprendido a ponerlo fuera de combate ha regresado para aferrarse a mí. Siempre vuelve con más fuerza, como un volcán que surge del centro de la tierra. No podía dejar de pensar que terminaría por abandonar este mundo como una pobre pecadora que no ha mostrado más talento que el de hacer de este jardín espinoso un lugar incluso un poco más insoportable. Me encontraba confusa en cuanto a la definición y el alcance de la noción de pecado. Pero estaba convencida de que ya había tenido una ración más que suficiente de semejante inutilidad. También había oído algo sobre lo que aguardaba a los pecadores en el otro mundo. No me gustaba el calor. No me gustaba el fuego. No me gustaba el castigo. Porque los castigos le recuerdan a la gente la peor de sus culpas. A pesar de los muchos esfuerzos realizados, como podéis fácilmente suponer, la idea de la culpa no me acaba de agradar lo más mínimo.

Mi infatigable médico acribillaba mi cuerpo con la intención de contribuir al avance de la práctica médica incluso aunque yo le recordase durante la tortura del tratamiento que, a aquellas alturas, ya solo era una mera formalidad. Si me iba a morir, ¿por qué tenía que soportar tanto dolor? Si me iba a morir, ¿por qué me envenenaba solo para arrancarle a la vida un poco más de tiempo? Si me iba a morir, ¿por qué continuaba viviendo? ¡Ah, he aquí de nuevo tu amor secreto, tu romance con la esperanza! Encontré tiempo de sobra para poner sobre la mesa el recuento de todas mis faltas.

Me dedicaba a pensar. En los pecados que había cometido, en los errores en los que había incurrido, en los recuerdos vergonzosos que me traía el moho que habían dejado culpas ya pasadas… Probablemente eran todas estas cosas las que me hacían caer en tal estado.

Los corazones que había roto, las promesas que no había mantenido, las mentiras que había dicho, las intrigas que había urdido, mis caprichos, mis ambiciones, mis deseos.

Dinero pagado de menos, amor que no había sabido corresponder; mentiras que había contado o verdades que había ocultado. Errores grandes o pequeños. Por supuesto, era consciente de que la víctima de la falta no tenía intención alguna de castigar a la causante.

Cuando, siendo niña, me plantaba corriendo en medio de la entrada del dormitorio de mis padres, con la respiración agitada, temerosa de que los sonidos que provenían de allí dentro indicasen que mi madre se moría, ¿acaso mi padre se tomaba la molestia de cubrir con la colcha las vergüenzas que solo unos segundos antes habían quedado expuestas? ¿Les importó mucho en el colmado Hayri si alguna vez había robado del mostrador unos chicles Pembo? ¿Le importó mucho a la gata Tacita, aquella fábrica de pulgas, que la metiese en la bañera y le refregase el cuerpecito con champú Blendax para que entrase en el año nuevo sin caspa? ¿Le importaron mucho a Gülçin, mi compañera de pupitre en la escuela primaria, aquellas bolitas de mocos que fui pegando en línea bajo la mesa durante años? ¿Le importó mucho a nuestro profesor de Geografía, Nejdet el Odioso, que nos amargó nuestros años de secundaria, que escribiese con las llaves «hay cosas que no se lavan» en su flamante Broadway que traía siempre impoluto? ¿Le importó mucho a mi compañera de trabajo Melahat que, solo porque le había echado el ojo a su mesa junto a la ventana, orientase el aire acondicionado a propósito para que le diese directamente en el cogote porque creyese que tenía derecho a cualquier puesto, aunque finalmente decidiese no cambiarme de sitio? ¿Les importó mucho a las ancianas con las que coincidía todas las mañanas en el mismo trayecto de autobús que me hiciese la dormida para no tener que saludarlas o cederles el asiento?

Era capaz de pasar sin solución de continuidad de las llamas al frío y, siempre que conseguía salir del pozo, dejaba en él demasiadas cenizas. A ver, lo que estaba haciendo era intentar demostrar que estaba por encima de las miserias del ser humano. Así que procuraba dar muestras de mi buena voluntad, como reservar una parte de mi menú del día para los pobrecillos animales callejeros o dejar tarjetas de felicitación anónimas en los buzones de personas mayores que vivían solas. Pero, a fin de cuentas, seguía siendo una persona joven que podía permitirse hacer algo de dieta sin dejar de tener un estómago satisfecho y, además, esas cosas tan bonitas las hacía solo con la punta de los dedos, sin llegar nunca a tocar realmente a nadie, así que estos puntos de mero carácter artístico que pudieran subir a mi marcador no serían suficientes a la hora de mi mudanza al Más Allá. Cuando echaba la vista atrás se me hacía claro que, en el ábaco de la vida, mis pecados superaban a mis buenas obras, mis maldades a mis bondades y mis defectos a mis virtudes.

¿Por qué me comportaba así? ¿Había maldad en mi interior? Y si era así, ¿cómo había llegado hasta allí? ¿Habría plantado alguien una semilla que, tras enraizar, había florecido para acto seguido desarrollar espinas? ¿Sería que el ser humano nacía malvado? ¿O era que así tenía que morir? Pensaba, por ejemplo, en los recién nacidos. ¿Qué buenas obras o actos piadosos podrían realizar, qué errores o maldades cometer? Allá meciéndose en su cuna, contemplando el mundo con estupor a la espera de que le salgan los dientes. ¿Qué podrían saber ellos? ¿En qué momento podrían comenzar a sentir deseos de herir a los demás? ¿Cuándo pudieron haber cometido sus primeros pecados?

Cuando me hallaba en mi habitación de hospital, en esa espera de la muerte que se disfraza de tratamiento, me esforzaba por localizar mi primer pecado, la primera vez que la semilla del mal se hinchó en mi interior hasta quebrarse y abrirse. ¿Cuál había sido? ¿Cuándo pudo comenzar a corromperse mi alma? No, lo de pegar los mocos bien alineados bajo el pupitre no había sido una ofensa de suficiente calado como para marcar un antes y un después. Ni siquiera llegaba a pecadillo, como mucho era un intento de instalación artística amateur. Tampoco había invadido la intimidad de mis padres a propósito. Yo no era una vulgar voyeur o una celosa. Sí, quizá birlé algunos chicles del colmado. Por fin, se podría decir que todo robo es un pecado. Pero no fue ahí cuando comenzó la cosa o cuando empecé a perder altitud. Necesariamente tuvo que ser antes. Algo debía de haber perdido en algún sitio mucho antes y las tribus que habitaban mi interior habían iniciado su trashumancia.

Hülya, mi única auténtica amiga y cuidadora, me instaba a que dejase de hablar de ello. Según ella, toda persona sana alimentaba en su interior al menos a un demonio. Y aun así, como tampoco se puede ayudar a nadie a rastrear su inocencia, debía renunciar a sentirme triste, ya que carecía de toda santidad. Yo era consciente de que, como de costumbre, lo que intentaba era protegerme de mí misma. Pero antes que protegerme prefería tratar de entender. Después de todo, tan fútil era aconsejar como reprochar o fustigar. Estaba condenada desde mi creación a consumirme y roerme por dentro.

Remover mi historia era como desenterrar un saco viejo repleto de escorpiones; alargaba la mano en la oscuridad y cada vez encontraba más esquinas que inspeccionar cuidadosamente. Buscaba mi primer pecado con la meticulosidad propia de un ángel comisionado para el castigo, retrotrayéndome un poco más atrás, siempre más atrás. Así que terminé llevando mi mente al límite, hasta el punto de que rememoraba en mis sueños las faltas que había cometido e incluso sentía remordimientos, para después recordarme que debía ser realista y terminar por refrescarme a duras penas en las aguas de la realidad. ¡El día en que Hülya, que no renunciaba a su decisión de atenderme a pesar de que entendía más bien poco del oficio de enfermera, me dijo «¿de qué sirve andar siempre recordando el pasado? Si alguien quiere llegar a algún sitio, antes tiene que olvidar de dónde viene», por fin encontré lo que andaba buscando!

¡Claro! —exclamé llena de alegría ante la verdad que se me acababa de revelar delante de sus narices—. ¿Cómo puedo hacer para olvidar?

Así fue como me acordé de Mahsun, aquel inocente3. Recordé mi inocencia perdida en su aflicción. Me encontré contemplando allá, en la lejanía, aquel siniestro día, como una bengala que tras lanzarse languidece hasta desaparecer, y mi silueta de niña atrapada en esa jornada.

Tendría cinco o seis años. Como mi padre aún estaba en este mundo serían cinco. Moriría algo más tarde, cuando yo contaba cinco y medio. Por lo tanto, debía de ser septiembre.

Al principio todo eran sombras borrosas. Porque así es como funciona la memoria. Todo empieza con una mano que tira de un hilo. El extremo de un hilo. Para recogerlo por entero se necesita dejar que cuelgue e irlo recogiendo poco a poco. En vez de una madeja que se desenmaraña recuerda más bien a una vieja chaqueta de punto hecha a mano que se vuelve a deshacer. El hilo no deja de enredarse una y otra vez. Cada vez que eso sucede puede romper. Y si en algún momento se rompe, al volver a unirlo, de alguna manera ya no es el mismo. La conexión es esencial, la unión crucial, la minuciosidad fundamental. Se precisa desenredarlo con extremo cuidado. Cada nudo debe deshacerse con suma paciencia.

Mientras yacía en mi lecho de enferma me aferré a ese hilo. Avancé lo que me permitió, unas veces tirando de él hacia mí, otras agarrándolo firmemente, caminando como una ciega. Puse mi mente a trabajar tanto como pude. Me esforcé por recordar cada detalle de aquel día oscurecido por la sombra de Mahsun. Creí que lo había conseguido. Pero claro, lo que recordamos no es exactamente aquello que vivimos. Recordamos los acontecimientos como quisiésemos que hubiesen sido, como tememos que pudieran haber ocurrido o como creemos que fueron. No como realmente fueron. Normalmente no sucedieron así. Es por ello que no puedo afirmar que lo que me dispongo a narrar sea fidedignamente lo que en verdad ocurrió. Pero os aseguro que todo cuanto os voy a contar es lo que recuerdo.



















3 Juego de palabras en el original, ya que la palabra turca para «inocente» es masum.

3

«Imbatible es tu tensa fragilidad»

En un lugar del cual nunca he ido,

gozosamente, más allá.

—E.E. Cummings—

Recuerdo. Mi abuela y mi padre sentados en el balcón. Por lo tanto es domingo. Porque mi padre tan solo se sentaba en casa los domingos, y además poco. O así lo recuerdo yo. Recuerdo bien que no moriría hasta que yo tuviese cinco años y medio. Los padres siempre hacen lo mismo. Un día van y se mueren sin previo aviso y te toca quedarte y arreglártelas con los recuerdos. En fin.

Estoy en la calle. No se ve a ningún otro niño del barrio. Quizá sea hora de comer, quizá se han ido de excursión familiar, porque lo cierto es que no se ve a nadie. No, sí que hay alguien. Tacita, la perezosa gata del barrio, dormita sobre la acera. Las pulgas saltan alegremente a diestro y siniestro. Algunas hojas todavía se mantienen en los árboles, mientras otras bailan en el aire durante un breve instante y después se desploman hacia el suelo. El viejo Cemil ha dejado su bicicleta delante de la tienda y el Pinocho naranja que lleva amarrado al manillar se mece al viento. Desde la calle opuesta a la nuestra avanza un orondo camión de reparto de butano de Aygaz. Vale, es hora de comer y por eso no hay otros niños a la vista. Desde la ventana abierta de la cocina de la señora Melahat, en el primer piso, se extiende un delicioso aroma a fritura. Mi madre nunca fríe nada porque dice que el olor impregna la casa. Pero como ha entrado en casa para ponerse a limpiar, eso quiere decir que está haciendo la comida. Así que no está en el balcón junto a mi padre.

En cuanto a mí, estoy sentada en la acera, contemplando la calle que para mí es el universo. Claro que yo no sé que lo que contemplo significa eso para mí.

¿Quién puede saber en qué estoy pensando? ¿En qué puede pensar una persona de cinco años y medio? Probablemente aún no se le dé por pensar en el pasado. Todavía no tiene la mente envenenada por los recuerdos. Aunque no se preocupe por el pasado, el porvenir sí que le interesa.

No recuerda, sueña.

Tengo cinco años y medio y no dejo de darle vueltas a un sueño que, probablemente, nunca se hará realidad. Qué bendición.

Entonces veo que él está aquí. Mahsun. El hijo del señor Rüstem, el portero del bloque de apartamentos Şahin, enfrente del nuestro. Sale dando pasos torpes y se acomoda al pie de la escalera que arranca junto a la puerta. Siempre hace lo mismo. Allí sentado se pasó su niñez, comiéndose los mocos. Pasea su mirada apática por los alrededores. Lleva algo de tiempo pillar lo que quiere decir. Aun más lo que hace. No es capaz de jugar a nuestro ritmo. A veces mi abuela grita desde la barandilla del balcón:

¡Nena, juega con Mahsun!

No jugamos.

Después, cuando regreso a casa, me suelta:

¿Qué pecado ha cometido esa alma cándida? ¿Por qué lo dejáis de lado?

Les echo la culpa a los otros.

Los Pelin no quieren.

Este podría ser mi primer pecado pero no cuenta porque no era consciente de estar haciendo algo malo.

Pero después, dándole vueltas a ese día de septiembre, me doy cuenta de que, lisa y llanamente, aquello no fue maldad… Mahsun, a quien mi abuela llamaba el inocente…

Ese día, cuando Mahsun estaba sentado a la puerta de su casa, me fijé en que sostenía a su osito de peluche. Un osito que solo tenía un ojo azul. No me entusiasman los ositos de peluche. Pero que este tenga un solo ojo lo hace diferente. Porque los ojos son importantes. Muy importantes.

Por entonces, a mi abuela le gusta llamarme «ojos de burrito». Dice que puedo ver más cosas que los demás niños porque tengo ojos grandes. La creo. Estoy convencida de que puedo ver más que cualquier otro niño. Pero no es algo que me vuelva loca de alegría. Ya me había percatado de que mi capacidad de visión podía ser una especie de maldición. En nuestro vecindario hay un perro ciego, Çollo. Siempre estoy corriendo detrás de él. Porque en mi opinión, quien tiene una gran capacidad de visión tiene muchas papeletas para terminar al lado de alguien que ve poco. La demasía puede acabar siendo una carencia. Alguien de cinco años y medio que quiere hacer lo que todos los demás hacen. Y este anhelo no cesa de crecer. Teme que los demás no se parezcan a ella tanto como no parecerse a los demás. Por consiguiente, no deja de buscar alguien que equilibre su existencia en este mundo. Su otra mitad. No a quien más se le parece, sino a quien la pueda complementar por defecto. Mi abuela, siempre compasiva hacia Mahsun, al decirme «no toques a ese perro ciego. Le supuran los ojos. La enfermedad se transmite por contacto de las mucosas», rompe el equilibrio que había establecido con Çollo y la armonía desaparece. Siempre escapa de mí. Y he aquí que el osito de Mahsun, que solo tiene un ojo azul, es el único ser vivo de vista defectuosa que yo conocía, aparte de Çollo. Sí, es que lo que un niño entiende por un ser vivo puede no ser lo mismo que entienden los adultos, o por lo menos algunos adultos. Como una cría que ha sido degradada a la condición de adulta, puedo decir tranquilamente que los niños son quienes mejor conocen las terribles dimensiones de la ignorancia de los adultos.

Me acerco a Mahsun, que se ha puesto en pie con aquello en la mano:

¿Es tuyo el osito?

—Sí.

¿Dónde está el ojo que le falta?

—Se le cayó.

Francamente, yo hubiera preferido tener un solo ojo ya desde el principio. Que hubiesen fabricado el osito ya medio ciego. Para luego quitarle el único ojo que tiene, eso ya lo hago yo. Para eso, mejor ya con dos ojos.

—Entonces, como solo tiene un ojo, verá peor que los demás, ¿no?

—No sé.

—Yo tengo ojos muy grandes. Así que yo, por ejemplo, veo más que todos vosotros. Y más lejos. Puedo ver todo lo que hay allá. ¿A que tú no puedes ver hasta allá?

—Pero a veces no es bueno poder ver tan bien. Ves lo que nadie quiere ver.

—Lo entiendes, ¿sí?

—Bah, tú tampoco entiendes nada.

Esto sí que lo debe de haber entendido. Porque en esta ocasión me mira como si estuviese a punto de lanzarme un derechazo nada apático. La vida aún no me había enseñado que los puñetazos que más fuerte te impactan siempre vienen de abajo y te los propinan aquellos a los que miras desde arriba. No sabía dónde estaba él ni qué lugar ocupaba yo.

¿Cómo se llama?

—Muhlise.

¡Pues vaya nombre!

—El nombre de mi abuela.

¿Quién se lo puso?

—Mi madre.

¿No quiere a tu abuela?

—Sí que la quiere.

¿Y por qué le puso su nombre a un osito de peluche?

Porque la espero.

¿Qué?

En vez de contestar, Mahsun se encoge de hombros. Yo empiezo a enfadarme.

—Deja que vea a Muhlise.

Aparta los brazos. No me la quiere dar.

—Dámelo.

—No.

—Mientras no subo a comer.

—Tú tienes muchos juguetes. Vete a jugar con ellos.

¡Que me la des, te he dicho! ¡Que parece que a ti también te falta un ojo en el cerebro!

Me vuelve a mirar a la cara como si estuviese intentando entender lo que le acabo de decir. En ese momento no consigue proteger lo que lleva en los brazos ni solucionar el enigma al que se enfrenta. Los dedos que sujetan a Muhlise se relajan por un momento. Yo doy un tirón rápido y consigo arrebatársela de las manos. Como buena fan de Sermet Erkin, sé la importancia de tener una mano rápida4.

En ese momento Mahsun pierde el equilibrio y cae de las escaleras, aterrizando de culo. Al instante se le llenan los ojos de lágrimas. Comienza a llorar con gran derroche de decibelios y sus lloros resuenan en toda la calle. Su voz atrona de tal manera que incluso la gata Tacita despierta de su profundo sueño y nos presta toda su atención.

¡Dame mi osita! —dice Mahsun, sorbiendo los mocos.

—No te la pienso dar. Ahora es mía.

Aunque no era exactamente cierto. No había sido mi intención arrebatársela. En realidad, lo que pretendía era echarle un vistazo y devolvérsela. Pero me puse furiosa cuando Mahsun comenzó a lloriquear escandalosamente. Me va a caer una buena bronca por su inoportuna llorera. Cuando pienso en ello siento una especie de hastío. Como de invierno embarrado, gris y espinoso. Algo peligroso a lo que no debo aproximarme porque me hará daño como no reaccione. Con toda probabilidad por influencia de este algo indefinible que me consume por dentro, la ira que acabo de sentir se transforma en una especie de repugnancia. Se me va la mirada al balcón; mi abuela se ha retirado al interior, ¡uf! El escandaloso Mahsun tiene ya dos fuentes en vez de dos ojos. Extiende la mano hacia mí como un soldado que sabe que ya ha perdido la batalla. Entonces me cuadro con la arrogancia de un general victorioso. Me crezco, o así me lo parece a mí. Ahora siento con gozo que ya puedo mirar a los demás con superioridad, pasarles la mano por el hombro si los amo o hacerles daño si no. Me siento poderosa como los adultos. Me gusta sentirme así. La voz de Mahsun ya no suena tan estridente como al principio, sino más bien ronca.

—Dámelo.

—No. Ahora es mía.

—Tú tienes otros juguetes. Yo no.

¿Y tengo yo la culpa?

Echo a correr hacia casa con la osita de un solo ojo bajo el brazo.

Mahsun allí se queda, a mi espalda.

Al ver a Muhlise, en casa me preguntan de dónde la he sacado. Les digo que me la he encontrado en la calle. En realidad no cuenta como mentira.

—Debe de tener dueño —me dicen, como si fuese un animal de la calle y no un juguete. Y después añaden con desdén—: Lo que se recoge de la calle está sucio.

Tras la muestra de resistencia que constituye un auténtico deporte parental, mi abuela y yo vamos al baño y lavamos a la osita con mucha espuma del jabón con aroma a manzana. Nos sentamos a la mesa y disfrutamos de la comida. Mi madre ha cocinado algo sano cortado en dados para que el olor no se quede en casa. Verduras cortadas en dados.

Al día siguiente la madre de Mahsun se me acerca en la calle. Me llega a la nariz un aroma a rosas.

—Nena, ¿dónde está la osita de Mahsun?

—No sé —le digo encogiendo los hombros—. ¿Qué osita?

Me mira directamente sin decir nada. Después, como si acabase de oír algo, dirige su mirada a nuestro balcón. Aguarda un poco, como si estuviese intentando tragar un bocado muy grande y, finalmente, dice:

—La ha perdido.

No dice nada más. No es lo que se dice una mujer muy habladora. Cuando en nuestra casa a veces hablábamos de ella, al final de la frase añadíamos invariablemente lo de «pobre». «Pobre». «Dicen que su marido le pega, pobre». «Tiene un hijo retrasado mental y el otro anarquista, la pobre». «Qué contenta se puso cuando Yusuf salió de prisión, la pobre». «Está fatal de la espalda pero aun así limpia casas seis días a la semana, la pobre».

¿Cómo se llamaba? Nezahat. La pobre Nezahat.

La pobre Nezahat siempre camina encorvada, como si cargara sobre los hombros un enorme peso. Yo también he dejado atrás mis primeros cinco años y medio pasados a tientas, y continúo con mi vida.

Así es. El ser humano no se da de cabezazos contra la pared nada más cometer una maldad. Lleva algún tiempo entender lo que has hecho. Lo que vino después fue más rápido, pero aquello me llevó veinticuatro años. Bueno, si no hubiesen ocurrido una serie de inesperados acontecimientos, quizá hubiese propiciado el momento adecuado para encontrarme con Mahsun frente a su puerta, quizá me hubiese apiadado de él y quizá le hubiese devuelto su osito. Pero no ocurrió así.

Si no recuerdo mal, fue tres o cuatro días después de que Muhlise llegase a mis manos. Ocurrieron cosas bastantes raras una detrás de otra. Perdí mi pelota roja de plástico debajo del sofá. A mi madre se le quemó la comida. A mi abuela se le rompió uno de los dientes de abajo. Y mi padre murió debajo de un coche. Creo que el orden de acontecimientos no fue exactamente así.

Espera, estoy intentando recordar.

Una mañana mi padre, como siempre, se disponía a partir para su deprimente trabajo en el sector público, aunque cuando salía de casa a él no le parecía deprimente en absoluto. Sea como fuere, no le fue posible seguir la ruta vespertina habitual de regreso al hogar. En vez de llegar él, llegó la noticia de su muerte. Un accidente de tráfico. Un desgraciado fallecimiento. Perdió la vida de una manera de mierda.

Recibir la noticia de un fallecimiento es algo muy extraño. Se parece a recibir invitados indeseados. Cuando llega a casa todo el orden que había se desmorona. Los utensilios de cocina acaban fuera de su sitio, nadie sabe muy bien dónde sentarse, parece que en cada esquina ha quedado algo de polvo para avergonzarnos, por mucho que limpiemos nunca es suficiente. Mi madre, por ejemplo, se desplomó en cuanto recibió la noticia. En el mismo umbral de la puerta. Si hubiese sido en otra ocasión, no hubiera sobrevivido. Podía con la piedra, con el polvo, con todo. Pero cuando llegó la noticia de la muerte ya nada le importó, se quedó allí sentada. En ocasiones como esta, las personas que se encuentran en la casa tienden a quedarse petrificadas. El breve espacio de tiempo que transcurre entre el estupor y la comprensión se distorsiona y se alarga como uno de los relojes de Dalí. Pero todas aquellas cosas que nos mantienen ligados a nuestra humanidad hacen que los habitantes de la casa continúen con sus vidas. El viento mueve las cortinas, las partículas de polvo que entran por la ventana bailan en el aire, la mosca que se posa sobre la mesita del salón se frota las patas, la comida en el hornillo se cocina con un siseo…

De hecho, después de un rato llegó de la cocina el olor de la coliflor pegándose al fondo de la olla. En una situación normal, mi abuela hubiera corrido a apagar el fuego, pero se había caído allí donde estaba. Había sido un derrumbe en toda regla. Puede que incluso se hubiese arrojado ella misma al suelo. No estoy muy segura. Lo único que sé es que al caer se golpeó la mandíbula contra la mesita del salón y se rompió un diente.

Al principio no comprendí qué estaba pasando. Solté la pelota y corrí junto a mi abuela. La pelota de plástico roja con rayas negras. Había escapado rodando y se había metido debajo del sofá. Por un momento dudé si correr hacia mi abuela o a por la pelota. Acabé yendo junto a mi abuela. Yo quería a mi abuela por encima de todo y de todos, incluso de mi pelota de plástico.

Nuestra vida cambió bastante en los días que siguieron. Aprendí algunas cosas nuevas como qué era eso del lavatorio del cadáver, el cementerio, las condolencias, o los dulces del mevlit5. Tardé mucho tiempo en entender a dónde se había ido mi padre. Aún hoy no lo tengo claro.

Durante el día se acumulaban delante de nuestra puerta zapatos y zapatillas, la mayor parte del número 366, mis familiares lloraban a mares cada vez que llegaba un nuevo invitado, mi padre seguía sin regresar a casa por las tardes y a mí no me dejaban encender el televisor. Con el tiempo el número de zapatos se fue reduciendo, se levantó la prohibición de encender el televisor pero los ojos de mis familiares no se secaron. Mi madre, en particular, me hacía acurrucarme a su lado por las noches, como si fuese yo la que tenía miedo, y después despertaba gritando en medio de la noche y me daba unos sustos de muerte. Ni siquiera era capaz de entrar en el baño porque, cada vez que cerraba los ojos, los párpados se le convertían en pantallas de cine donde veía a mi padre. Al ver que hasta la espuma del baño la hacía romper en llanto, mi abuela, convencida de que su única nuera no sería capaz de lidiar con todos los recuerdos, decidió que lo mejor sería que nos mudásemos a otro vecindario, y así lo hicimos a toda prisa. Ya no volvería a ver a Mahsun. No volvería a acordarme de él hasta que obligué a mi mente a recordar en aquella blanquísima habitación de hospital.

En cuanto a Muhlise, me entretuve con ella durante unos días y creo que terminé por dejarla olvidada por ahí. Pero, algún tiempo después de trasladarnos a la nueva casa tras la decisión sumarísima de mi abuela, al abrir una de las cajas, Muhlise regresó a mi vida.



















4 Sermet Erkin es un famoso mago e ilusionista turco.

5 Pequeños paquetes de dulces, a veces personalizados con la fotografía de la persona fallecida, que se entregan a los asistentes al funeral.

6 La costumbre turca es descalzarse a la entrada de las casas y no entrar nunca con los zapatos.