Elizabeth Salmón es doctora en Derecho Internacional por la Universidad de Sevilla y profesora principal de Derecho Internacional en la PUCP. Es directora ejecutiva del Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la PUCP (IDEHPUCP) y presidenta del comité asesor del Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas. Asimismo, es jurista experta extranjera para actuar como amicus curiae en la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) en Colombia. Es autora de varias publicaciones en derecho internacional público, derecho internacional de los derechos humanos, derecho penal internacional, derecho internacional humanitario y justicia transicional. Ha sido directora de la Maestría en Derechos Humanos de la PUCP, consultora en los ministerios de Justicia y Defensa del Perú, así como en la Comisión de Verdad y Reconciliación peruana, las Naciones Unidas y el Comité Internacional de la Cruz Roja. Además, es profesora visitante y dicta cursos especializados en diversas universidades.
Elizabeth Salmón
CURSO DE DERECHO INTERNACIONAL PÚBLICO
Introducción al Sistema Interamericano de Derechos Humanos
© Elizabeth Salmón, 2019
© Pontificia Universidad Católica del Perú, Fondo Editorial, 2019
Av. Universitaria 1801, Lima 32, Perú
feditor@pucp.edu.pe
www.fondoeditorial.pucp.edu.pe
Diseño, diagramación, corrección de estilo
y cuidado de la edición: Fondo Editorial PUCP
Fotografía de portada: Belén Boza Salmón
Primera edición digital: febrero de 2019
Prohibida la reproducción de este libro por cualquier medio, total o parcialmente, sin permiso expreso de los editores.
ISBN: 978-612-317-459-0
A Olga,
mujer valiente y luchadora
Introducción
Es posible situar los orígenes del Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH) setenta años atrás, cuando en la Novena Conferencia Internacional Americana realizada en Bogotá, entre marzo y mayo de 1948, se aprobó, entre otros instrumentos, la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre. Desde entonces, las sucesivas normas e instituciones resultantes —la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), la Convención Americana sobre Derechos Humanos y la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH)— se han convertido en el último y más elevado recurso para la defensa de los derechos humanos de la población del continente. Al poner freno a los excesos o abusos del poder estatal, estos mecanismos han permitido hacer avanzar entre nosotros el principio de la igualdad ante la ley y del respeto a la dignidad de todos los seres humanos. Y por esa razón se podría decir, también, que el sistema interamericano debe ser contado como uno de los factores más importantes en la larga travesía de la región hacia la consolidación de la democracia y el Estado de derecho.
No obstante su fundamental relevancia, también es factible señalar que el sistema interamericano debe conocerse fuera del ámbito de los expertos en derecho, de las organizaciones civiles promotoras de los derechos humanos o de los ciudadanos que acuden a él en busca de justicia y protección. Más aún, por su misión intrínseca de hacer valer los principios jurídicos por encima de los intereses del poder o del simple sentido común, se trata de un sistema a veces incomprendido y, en no pocos casos, deformado por quienes se sienten perjudicados por sus normas, recomendaciones y fallos. Por ello se hace necesario procurar, por todas las formas disponibles, un conocimiento más amplio del marco jurídico, los mecanismos, los procedimientos, los alcances y los objetivos que constituyen la acción del SIDH. Propagar ese conocimiento equivale a poner en manos de la ciudadanía mejores herramientas para defender sus derechos y, del mismo modo, incentivar a quienes ejercen la autoridad pública a conducir sus gestiones dentro de los cauces jurídicos de respeto a los derechos, adoptados soberanamente por los países de la región. Por ello, este libro tiene como objetivo brindar ese conocimiento y ayudar a que la protección de los derechos humanos sea, a la vez que una realidad institucional, un elemento vivo de la cultura pública americana.
Creado en el seno de la Organización de Estados Americanos (OEA), el SIDH es el mecanismo más influyente en materia de promoción y protección de los derechos humanos en el continente americano —donde protege a más de 700 millones de personas— y uno de los sistemas regionales con mayor relevancia mundial. Este sistema constituye el último recurso de defensa, una vez agotados los que brinda la jurisdicción interna o activada alguna de sus excepciones, frente a violaciones de los derechos humanos cometidas en la región cuando una persona considera que no ha obtenido una respuesta conforme a la protección de sus derechos.
Para comprender adecuadamente el sistema interamericano resulta necesario entender la realidad política y jurídica de los Estados de la región. En sus inicios, aquel enfrentaba un contexto de gobiernos autoritarios que transgredían los principios y normas esenciales de protección de los derechos humanos. Ello determinó que, a pesar de que la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre fuera aprobada el 2 de mayo de 1948, la Convención Americana sobre Derechos Humanos entrase en vigor recién el 18 de julio de 1978, casi diez años después de su aprobación, y que la Corte IDH no emitiera sus primeros fallos emblemáticos sobre desaparición forzada sino hasta 1988.
El escenario político interamericano actualmente presenta nuevas características; los Estados que lo componen atraviesan, en diversos casos, procesos de transición posconflicto o postautoritaria. Por ello, una de las contribuciones más significativas del sistema interamericano es precisamente ofrecer maneras de enfrentar los crímenes del pasado para evitar la impunidad. No obstante, en algunos Estados parece existir la falsa percepción de que, por su situación transicional, merecen un tratamiento especial en la evaluación del cumplimiento de sus obligaciones internacionales1. En esta tensión se halla la base de algunos de los retos actuales.
Es importante reconocer que esta tensión se traslada al escenario más amplio de la relación entre el sistema interamericano y los Estados. Si por una parte se reconoce su enorme importancia, por el otro lado emergen sucesivas limitaciones de orden político, presupuestal y jurídico para su pleno funcionamiento. Esos retos obedecen en algunos casos a los cambios políticos en la región y la aparición de regímenes políticos incómodos con la supervisión jurídica supranacional, y los consiguientes intentos de controlar el sistema interamericano. Una expresión de esto último son los cíclicos pedidos de reforma del sistema surgidos en la última década: algunos de ellos buscan reformar los mecanismos para fortalecerlos, mientras que otros enarbolan esta bandera para debilitar la actuación de los órganos y permitir, en consecuencia, mayor control de los Estados.
El sistema interamericano, así, hace frente a un conjunto de retos operativos como sustanciales. Estos no se agotan en la simple ausencia de voluntad política, sino que involucran, también, a la capacidad de los Estados de cumplir a cabalidad sus compromisos en materia de derechos humanos.
Desde un punto de vista operativo, la dotación baja e irregular de recursos financieros por parte de los Estados cuestiona la sostenibilidad misma del sistema. Esto repercute en que los recursos humanos para el desempeño de sus funciones sean más bien escasos y que el retraso procesal sea un problema persistente.
En efecto, la OEA destina entre el 7% y 8% de su presupuesto anual a la CIDH, mientras que asigna solo entre el 3% y el 4% a la Corte IDH; es decir, en conjunto, un poco más del 10% del total. Esto hace que una porción significativa del presupuesto ejecutado de estos órganos (cerca del 41,5% del presupuesto de la Corte IDH en 2017) deba provenir de aportes voluntarios de terceros Estados o de fuentes de cooperación internacional. La continuidad de estos fondos es, por definición, aleatoria, lo que impide planificar acciones en el largo plazo.
Asimismo, el trabajo de la CIDH y de la Corte IDH está marcado por dos elementos problemáticos para el cumplimiento de sus funciones. En primer lugar, la modalidad de trabajo de sus miembros es reducida, ya que ni las y los comisionados ni las y los jueces ejercen funciones de forma permanente. Ello contrasta con lo establecido en el Sistema Europeo de Derechos Humanos. De otro lado, el número de abogados que asiste a las y los comisionados y a las y los jueces es extremadamente escaso. En particular, las y los jueces cuentan con el apoyo de 21 abogados (ni el 10% del total de 270 abogados que trabajan en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos-TEDH) para la realización de todas sus labores.
Consecuentemente, hay niveles preocupantes de atraso procesal, lo que afecta a la obtención de justicia por parte de las víctimas y genera tensiones con los usuarios del SIDH. Por ejemplo, durante el año 2015, la Comisión recibió 2164 peticiones y abrió a trámite 208 peticiones, es decir, solo el 9,6% del total. Además, solo sometió 14 casos a la Corte IDH en 2015. Por esta razón, la CIDH creó el denominado Grupo de Atraso Procesal que funcionó desde 2014 a 2016.
Desde un punto de vista sustancial, el sistema enfrenta sus dificultades mayores cuando los Estados se niegan a cumplir sus pronunciamientos o solo lo hacen parcialmente. La Corte IDH ha resuelto 237 casos y en 225 ha establecido la responsabilidad del Estado. De estos 225 casos, resulta que 194 aún se encuentran en etapa de supervisión y solo 31 han sido archivados por haber sido totalmente cumplidos.
La explicación de este bajo grado de cumplimiento recae en dos tipos de factores. En primer lugar, hay factores generales originados en que las medidas de reparación ordenadas por la Corte IDH no son solo indemnizatorias, sino que son complejas, numerosas, incluyen medidas de largo plazo e involucran a múltiples actores nacionales en su proceso de ejecución. Las estadísticas muestran que las medidas que alcanzan un mayor nivel de implementación son las simbólicas y de carácter pecuniario porque dependen directamente del Poder Ejecutivo; mientras que las medidas que exigen al Estado iniciar investigaciones o modificaciones legislativas ocupan el primer lugar en niveles de incumplimiento.
En segundo lugar, hay factores específicos surgidos del contexto de cada Estado y su voluntad de cumplimiento. Por ejemplo, en periodos posteriores a dictaduras o conflictos armados, la sociedad suele estar tan polarizada que no acepta la reparación a miembros de determinados grupos. En la normativa peruana, por ejemplo, el concepto de «víctima» como sujeto titular de reparaciones no incluye a personas vinculadas a grupos armados a pesar de que la Corte IDH ha encontrado responsabilidad estatal por torturas o ejecuciones judiciales en determinados casos contra miembros de grupos armados organizados.
Asimismo, no se puede dejar de lado que la legitimidad del sistema debe reforzarse permanentemente. Esto implica la necesidad de democratizar el proceso de nominación estatal de candidatos y su elección en la propia organización internacional. No resulta aceptable que instancias que van a tomar decisiones y, por tanto, impactar en los derechos de las personas en la región, tengan una composición de miembros que no esté basada en procedimientos transparentes, éticos y equitativos en términos de género o identidad étnica, por mencionar algunos supuestos especialmente relevantes.
Afrontar y superar los retos mencionados requiere el concurso de diversos sectores de nuestras sociedades. No puede ignorarse, ciertamente, el papel que en ello corresponde a la propia OEA ni a las variadas organizaciones de la sociedad civil. Pero hay que afirmar de manera inequívoca que son los creadores del sistema, es decir los Estados, los primeros y principales responsables de asumir la tarea de dotarlo de las herramientas y competencias necesarias para el cumplimiento de sus funciones.
Se trata, en primer lugar, de la construcción y aceptación universal de un marco normativo suficiente y adecuado para la protección de los derechos humanos. Si bien los órganos del sistema, a través de sus interpretaciones, pronunciamientos y reglamentos de actuación, contribuyen decididamente al enriquecimiento del contenido de los derechos humanos, no debe perderse de vista que los Estados deben comprometerse con estas normas pues son ellos los llamados a respetar y garantizar estos derechos en su jurisdicción.
En segundo lugar, los Estados deben garantizar la existencia de un aparato institucional interamericano que esté en condiciones de prevenir violaciones de derechos humanos, pero también de responder a las demandas de los particulares si estas se producen. Como se sabe, la actuación de sus dos órganos principales, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y la Corte IDH, ha transformado —en los hechos— aspectos fundamentales de su procedimiento, como la mayor participación de la víctima, el papel de la Comisión Interamericana en el procedimiento ante la Corte IDH, las reformas de las medidas cautelares o la fase de admisibilidad, entre otras. Asimismo, estos órganos han recordado a los Estados sus obligaciones internacionales en la materia, al declarar la responsabilidad internacional, de ser el caso; y al haber ordenado reparar a las víctimas de dichas violaciones, lo cual ha contribuido a los procesos de democratización y a la consolidación del Estado de derecho.
En tercer lugar, los Estados tienen la responsabilidad de cooperar de buena fe con los órganos en el desempeño de sus funciones (por ejemplo, respondiendo a los pedidos de información, brindando facilidades para visitas al territorio estatal, litigando correctamente, etcétera), como con la provisión de los recursos económicos que esta institucionalidad demande. Esto último resulta crítico en el sistema interamericano hasta el punto de suscitar que la CIDH, en mayo de 2016, anunciara que estaba atravesando una «crisis financiera extrema» que afectaba gravemente su capacidad para cumplir con su mandato y funciones básicas.
Se trata de tres cuestiones básicas, no excesivamente onerosas y que tampoco deben resultar políticamente controversiales si es que se conoce y se entiende la función esencial e indispensable del sistema interamericano. Lamentablemente, ese conocimiento no es moneda corriente entre las élites políticas, el funcionariado y la ciudadanía de nuestros países y ello ha dificultado, en parte, la concreción de todas sus promesas.
El texto que ahora presento ofrece al lector una introducción a las coordenadas principales del sistema interamericano: sus antecedentes y su origen; el marco normativo que le sirve de base; el soporte institucional que brindan los órganos; el sistema de peticiones y casos que es el más visible y activo del sistema y, finalmente, sus principales aportes en la protección y promoción de los derechos humanos en la región. Para hacerlo, me he nutrido de mi trabajo en la docencia e investigación universitarias. Tales actividades, a su vez, me han brindado la oportunidad de dialogar con mujeres y hombres brillantes, quienes con sus preguntas, críticas e inquietudes han abierto paso a nuevos cuestionamientos e ideas. Expreso mi gratitud particular a algunas de ellas, como Juana María Ibáñez, Lorena Bazay, Valeria Reyes y Lorena Vilchez. También debo declarar mi reconocimiento al Vicerrectorado de Investigación de la Pontificia Universidad Católica del Perú, mi querida alma mater, por apoyarme, a través de la concesión de una ayuda para la investigación, en la reflexión y elaboración de esta Introducción al Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
El fruto de este trabajo y de estos invalorables apoyos es un libro que, según espero, resulta al mismo tiempo riguroso en sus contenidos y sencillo en su método de exposición. No es un equilibrio fácil de alcanzar, pero es un esfuerzo que vale la pena hacer para rendir un servicio que considero estimable: difundir el conocimiento del sistema interamericano, fortalecer su uso en defensa de los derechos humanos y, en suma, convertir cada vez más en realidad palpable su enorme potencialidad.
1 Según González, «para muchos Estados el proceso de incorporación a todos los ámbitos del Sistema Interamericano de Derechos Humanos se centraba principalmente en procurar separar aguas con las prácticas masivas y sistemáticas de violaciones a los derechos humanos que habían asolado el continente en décadas anteriores. No les resultaba tan evidente, en cambio, que ese paso implicara también que en lo sucesivo la Comisión y la Corte Interamericana supervisarían la situación de los derechos humanos en un amplio rango de materias o por lo menos no que lo harían con la intensidad con que estos órganos han emprendido dicha tarea» (2013, p. 458).