V.1: mayo, 2020
Título original: Peaky Blinders. The Real Story
Editado originalmente en inglés con el título Peaky Blinders: The Real Story en John Blake Publishing, un sello editorial de Bonnier Books UK.
© Carl Chinn, 2019
© de la traducción, Marina Rodil, 2020
© de esta edición, Futurbox Project S.L., 2020
Todos los derechos reservados.
Diseño de cubierta: Dominic Forbes
Imagen de cubierta: Shutterstock
Publicado por Principal de los Libros
C/ Aragó, 287, 2º 1ª
08009 Barcelona
info@principaldeloslibros.com
www.principaldeloslibros.com
ISBN: 978-84-17333-88-1
THEMA: JKVM
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Carl Chinn es doctorado en Historia social, miembro de la Orden del Imperio británico, escritor, orador y profesor. Además es hijo y nieto de unos corredores de apuestas de Sparkbrook (profesión que él mismo desempeñó hasta 1984) y, por parte de madre, desciende de trabajadores de fábrica procedentes del barrio de Aston. Sus escritos están profundamente influenciados por la condición de clase trabajadora de sus familiares y la vida que llevaban en los barrios pobres de casas adosadas de Birmingham, y le han reportado una impresionante fama a nivel nacional. Chinn cree sinceramente que la historia debería democratizarse porque todas y cada una de las personas han dejado su marca en ella y tienen algo que contar. Peaky Blinders: la verdadera historia es su trigésimo tercer libro.
Billy Kimber era un delincuente astuto con una personalidad magnética que se hizo con el liderazgo de la banda criminal más célebre de Gran Bretaña: los Peaky Blinders, que dominaban los negocios ilegales de protección de comercios y las apuestas de las carreras de caballos. Hoy, gracias a la exitosa serie de televisión, los Peaky Blinders son sinónimo de arrogancia, glamour y violencia desenfrenada. Pero ¿quiénes fueron los verdaderos Peaky Blinders?
Tras décadas de estudio, el historiador Carl Chinn, nieto de un miembro de los Peaky Blinders e hijo de un corredor de apuestas ilegales de Birmingham, se basa en material inédito y entrevistas con descendientes de los integrantes de la banda para ofrecer un relato fascinante sobre el auge y la caída de la infame mafia que sembró el caos en Inglaterra en un momento en que la clase obrera del Imperio británico estaba en pie de guerra.
Estos son los Peaky Blinders y esta es su verdadera historia.
Best seller del Sunday Times
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Portada
Página de créditos
Sobre este libro
Introducción
1. Antes de los peaky blinders: las slogging gangs
2. La ciudad de los peaky blinders
3. El final del reinado de los peaky blinders
4. Corredores de apuestas ilegales y una vendetta
5. Los auténticos líderes de las bandas de 1920
Epílogo
Agradecimientos
Lecturas adicionales
Notas
Notas al pie
Imágenes
Sobre el autor
Las bandas de Birmingham dictaminaron las vidas de sus habitantes durante generaciones, por lo que dedico este libro a esa mayoría de la clase trabajadora que era diligente, respetable y respetuosa con las leyes.
Por poco glamurosas que fueran sus vidas, son ellos los que realmente merecen nuestro respeto.
En 2013, la serie de la BBC2 británica Peaky Blinders captó la atención de los telespectadores con su primera escena: Tommy Shelby llega a la ciudad como si fuera un temido forajido del Oeste americano. Mujeres asustadas se apartan de su camino, los niños le lanzan miradas furtivas desde sus escondites y lo único que se oye son las pisadas de su caballo pura sangre. Sin nadie a su alrededor, el jinete se detiene. Sin embargo, no está en el Salvaje Oeste ni es un pistolero, sino un hombre poderoso en las calles del Birmingham industrial de 1919. Vestido de manera distintiva y elegante, con un traje de tres piezas y una camisa con el cuello almidonado, pero sin corbata, resulta una presencia imponente a la par que misteriosa; sensación que se intensifica gracias a la gorra que le oculta los ojos y que se parece a las que llevan los repartidores de periódicos.
Tras un breve encuentro con una respetuosa pareja china ataviada al estilo tradicional, Shelby se aleja lentamente al compás del tema «Red Right Hand» de Nick Cave and the Bad Seeds.1 Con un sonido metálico y un repiqueteo, una sensación inquietante, un estilo casi siniestro y un ritmo hipnótico de blues, la letra es como un presagio que parece haber sido escrito especialmente para Tommy Shelby: «He’s a man, he’s a ghost, he’s a god, he’s a guru».* A medida que se abre paso por el lúgubre paisaje urbano, el vapor de agua lo rodea, el humo se escapa por las chimeneas de las fábricas y el estallido de las llamas de una fundición perfora la oscura atmósfera. Veteranos de la Gran Guerra mendigan, otros hombres beben y apuestan al juego de lanzar monedas al aire y dos policías uniformados se llevan respetuosamente la mano al casco ante el «señor Shelby», que sigue su camino por la calle ahondada entre siniestras fábricas.2
Este atractivo comienzo marca la pauta de una epopeya de gánsteres maravillosamente rodada, que tiene un toque cinematográfico y se ve reforzada por sus fantásticos decorados, inteligente dirección, clásica producción, peleas a cámara lenta y cautivadoras interpretaciones por parte de famosos actores. Pero, por encima de todo, la historia creada por Steven Knight (originario, a su vez, de Birmingham) resulta interesante por contarnos de esa forma el relato de una temida y peligrosa banda llamada «Peaky Blinders» que gobierna el distrito de Small Heath (Birmingham) tras el fin de la Primera Guerra Mundial. Dicho nombre, que infunde tanto temor, proviene de las cuchillas de afeitar desechables que estos hombres llevaban cosidas a las viseras («peak») de sus gorras y que, durante una pelea, se quitaban a toda velocidad para cortar y cegar («blind») a sus enemigos.
Desde su base en el pub Garrison, los Peaky Blinders obtienen la mayor parte de sus ingresos a través de las apuestas ilegales y se reúnen alrededor de la intimidante familia Shelby, comandada por el segundo hermano, Tommy, un tipo violento y amenazador al que atormentan las horrorosas experiencias que sufrió durante la Primera Guerra Mundial y que resulta todavía más peligroso porque no teme a la muerte. Aun así, Shelby no es un mafioso ignorante. Es astuto, habilidoso y está motivado no solo por sus ansias de hacerse rico, sino también por una profunda lealtad hacia su familia y el deseo de alejarlos de las zonas pobres y convertirlos en personas legítimas. Pero el camino para lograrlo será tortuoso y, en esta serie dramática, acelerada y dividida en varias temporadas, los Peaky Blinders de Shelby se enfrentarán a otros gánsteres, como los londinenses Billy Kimber, Darby Sabini y Alfie Solomons; se enredarán en asuntos con el IRA y la aristocracia rusa; discreparán con el jefe de policía Campbell, al que enviarán desde Irlanda del Norte para acabar con ellos; se convertirán en los propietarios de las fábricas; plantarán cara a los desafíos de la astuta Jessie Eden, líder de los sindicatos, y sobrevivirán a la misión de venganza de un mafioso de Nueva York llamado Luca Changretta.
Desde el principio, Peaky Blinders tuvo un ferviente número de seguidores en Reino Unido y el furor por todo lo relacionado con ellos aumentó durante la emisión de las primeras tres temporadas, lo que dio pie a la aparición de ropa, bebidas, bares y tours al estilo Peaky Blinders. En la actualidad, es un fenómeno mundial que cuenta con varias celebridades entre sus fans y que ha ganado numerosos premios, incluido el BAFTA a la mejor serie dramática en 2015 y 2018. Dichos galardones van de la mano de los elogios de la crítica y han llevado a muchos a declarar que Peaky Blinders es el «Brummie Boardwalk»,* ya que, al igual que la célebre serie estadounidense Boardwalk Empire, es visualmente elegante y dramatiza la figura de personajes históricos de la década de 1920.3
Este acercamiento ha desencadenado un aumento significativo del interés del público por los personajes, acontecimientos y lugares reales que la serie ha rescatado del olvido histórico, pues sí existieron un Billy Kimber, un Darby Sabini y un Alfie Solomon y sí se produjo una auténtica guerra de bandas en 1921. También existió una familia italiana en Birmingham que se apellidaba Changretta y una activista laborista llamada Jessie Eden. Además, en los barrios más pobres de Birmingham había corredores de apuestas ilegales durante los años veinte. A su vez, es cierto que mandaron a un jefe de policía desde Irlanda del Norte. Y sí, en Birmingham había peaky blinders, pero proliferaron antes de la Primera Guerra Mundial, no después, cuando ya existían no solo una, sino varias bandas. Y lo que es más: estos peaky blinders no tenían glamour ni eran poderosos gánsteres; eran simples matones de los barrios pobres. Aunque algunos de ellos también eran pequeños delincuentes, la mayoría tenía trabajo y no pertenecía a una banda cuyos mafiosos negocios de alto nivel le permitieran ganarse la vida.
En 1890, el periodista estadounidense Julian Ralph alabó Birmingham y proclamó que era «la ciudad mejor gobernada del mundo». Sin embargo, este núcleo también se conocía por sus bandas callejeras y por ser uno de los lugares más violentos de Gran Bretaña.4 Tras la buena imagen de un ayuntamiento admirado por su activismo y socialismo municipal, las vidas de decenas de miles de ciudadanos trabajadores y respetables, que vivían en los barrios más pobres, se echaban a perder por las violentas bandas callejeras.
Dichos grupos no surgieron de la nada. Aparecieron a finales de la década de 1850, cuando el recién estrenado departamento de policía de Birmingham, presionado por la clase media, tomó varias medidas contra los deportes violentos y las apuestas que los jóvenes realizaban al aire libre en las zonas más pobres de la ciudad. Aunque los tipos duros, que se agrupaban en lo que desde 1872 se llamaron slogging gangs, se resistieron a la acción policial, no solo atacaban a la policía: se peleaban entre ellos y agredían con crueldad a cualquiera que los hiciera enfadar, fuera cual fuera el motivo y sin importar si era hombre, mujer, joven o mayor. En Manchester, Salford, Liverpool y Londres también surgieron bandas callejeras similares y, aunque había hombres violentos en todas partes, solo se descontrolaron en estas ciudades y en Birmingham.
Desde 1890, los miembros de estos grupos también se llamaron peaky blinders, término que enseguida se atribuiría a los matones despiadados, tanto si formaban parte de una banda como si no. Según el folclore de Birmingham, este nombre se origina con la leyenda de que llevaban cuchillas de afeitar desechables cosidas a las viseras de las gorras, que utilizaban durante las peleas para cortar a sus oponentes y, así, dejarlos temporalmente ciegos por la sangre que les caía sobre los ojos. Con un nombre que despertaba tanto temor, los peaky blinders ganaron poco a poco mala fama a lo ancho y largo del país y de la propia Birmingham, donde hay personas que todavía identifican a algún antepasado que formó parte de la banda. Mi familia está entre ellas, ya que mi bisabuelo, Edward Derrick, era un peaky blinder y un criminal de tercera generación. Su abuelo paterno era un delincuente habitual al que una vez deportaron a las colonias por robo, mientras que su abuela también era una ladrona convicta.5 En cuanto al padre de Derrick, lo multaron por golpear con un atizador a un agente de policía que lo había interrumpido mientras discutía con su mujer.6
El hermano mayor de Derrick, John, además de ser violento, lideraba una slogging gang. En febrero de 1891, a la edad de veinte años, lo acusaron de atacar a un agente de policía que custodiaba a un detenido en Thomas Street (después llamada Highgate Road), en el barrio de Sparkbrook. Al parecer, le tiró un ladrillo junto con otros matones. Cuando llevaron a Derrick ante el tribunal, quedó demostrada su implicación en casi todos los altercados que habían tenido lugar en el distrito y lo encarcelaron y condenaron a trabajos forzados durante seis semanas.7
En esa época, mi bisabuelo, Edward Derrick, tenía once años y asistía a la Penn Street Industrial School. Los chicos menores de catorce años debían ir a estas escuelas cuando se suponía que habían cometido algún delito, como mendigar, o si sus padres no podían controlarlos. Con ello se pretendía salvar a estos chicos de su entorno.8 Sin embargo, esa pretensión se vio frustrada con mi bisabuelo. Aunque no hay pruebas de que, como su hermano mayor, perteneciera a alguna slogging gang, al igual que sucedía con otros peaky blinders, era un violento ladronzuelo.
En 1893, lo condenaron por vagancia y, en octubre de 1894, lo encarcelaron una semana por robar cinco barras de pan. Semanas más tarde, Derrick, que ya contaba dieciséis años, fue sentenciado a cuatro meses de trabajos forzados por allanamiento de morada. Después, en 1897, lo encerraron cinco meses y estuvo bajo supervisión durante dos años por robar una bicicleta. No llevaba mucho tiempo fuera de la cárcel cuando lo apresaron de nuevo por utilizar lenguaje ofensivo y, poco después, en octubre de 1898, lo encerraron durante doce meses por allanar una contaduría. Se decretó que medía un metro sesenta y uno de alto, que tenía una marca azul en el reverso de un antebrazo y en una de las muñecas y una sirena tatuada en el reverso del otro antebrazo.
Ahora que se había convertido en un delincuente reincidente, Derrick agredió a un policía (acosarlos estaba particularmente asociado a los peaky blinders) en 1899. Un año después, lo arrestaron por embriaguez y, en octubre de 1901, bajo el alias de Fredrick Pitt, lo encerraron durante tres años por un delito de lesiones. Por último, en octubre de 1906, fue condenado a dos meses de trabajos forzados por robar un triciclo con cesta de los que empleaban los tenderos y otras personas para transportar sus mercancías.9 Mi tío abuelo, Bill Chinn, que por entonces tenía catorce años, recordaba haber visto a Derrick y a su hermano Fred con el objeto robado y «birlando un trozo de beicon de la tienda Payne’s que había en Ladypool Road esquina con Colville Road».10 Me explicó: «Yo vendía ejemplares del [Birmingham] Mail por allí y vi a Fred Derrick sacar el beicon de uno de los ganchos en los que estaban expuestos. Lo agarró, lo metieron en el triciclo y bajaron por Colville Road».11 A continuación, Derrick vendió el vehículo por ocho chelines (cuarenta peniques) con la excusa de que necesitaba el dinero para pagar a los alguaciles que lo esperaban en casa. Al final, admitió ante el tribunal que «se lo había fundido en cerveza».
Un año después, Derrick se casó con mi bisabuela, Ada Weldon, en la iglesia de Christ Church, Sparkbrook. Declaró que era albañil, aunque en registros previos aparece como sastre y en otros posteriores se autodenominaría chatarrero y trapero. El matrimonio no lo cambió para mejor. Mientras investigaba para mi tesis doctoral a principios de 1980, hablé con Lil Nead, de soltera Preston, cuya familia había compartido con los Derrick y su hija Maisy, mi abuela, el mismo patio interior de las casas adosadas de Studley Street, Sparkbrook. Lil recordaba que Derrick era un violento abusón que, cuando se emborrachaba, a menudo destrozaba su casa y del que su mujer y su hija se escondían, a veces, en el lavadero común o en la casa de la abuela de Lil, Carey, para escapar de sus ataques de ira producidos por la ebriedad. Conocida como la Anciana Carey, no solo la querían todos los habitantes de Studley Street, sino que, al tener, además, varios hijos fuertes y robustos, Derrick no podía perseguir a su maltratada mujer hasta su casa.12
En mi familia también se contaba la historia de que mi bisabuela solicitó el divorcio después de que Derrick la abandonara. Yo siempre dudé de ello, porque me parecía que una persona de la clase trabajadora no podía permitirse los altos costes de un trámite como ese. Pero me equivocaba. Tras años de maltrato, se declaró «una persona pobre» como establecían las leyes de la Corte Suprema y se divorció de Derrick en 1922. Los documentos presentados confirman que, desde el verano de 1913, mi bisabuelo no había proporcionado sustento alguno a su mujer e hija y que habían conseguido salir adelante gracias al sueldo de prensadora de latón que recibía ella. Más tarde, en abril de 1915, Derrick la agredió brutalmente y amenazó con matarla en su propia casa, situada en el número 25 de Studley Street.
Seis meses más tarde, Derrick la atacó a puñetazos y le ocasionó varias lesiones. Por entonces, se hizo hincapié en el hecho de que «a menudo se daba a la bebida y utilizaba lenguaje obsceno y abusivo» hacia ella y de que también destrozaba el mobiliario con asiduidad (había hecho pedazos dos de las casas en las que habían vivido). Por suerte, en enero de 1916 abandonó a su mujer e hija y se mudó a Coventry.13
Derrick vivió hasta los ochenta y cinco años y murió en Nuneaton en 1964. En cuanto a su mujer, Ada, se supo más tarde que había dejado a Derrick por un hombre mejor.14 Por desgracia, ella murió de cáncer de estómago en 1925, a los treinta y nueve años.
Yo conocía la existencia de los Derrick desde pequeño, pero no supe mucho de ellos hasta que alcancé la edad adulta. Aun así, han dejado su huella en mí. Mi abuelo paterno, Richard Chinn, era alto, de piel clara y ojos azules. Yo soy bajito, de pelo oscuro, ojos marrones y tez cetrina como lo era mi bisabuelo materno, Edward Derrick, miembro de los peaky blinders y un hombre por el que no siento nada salvo desprecio. Era el típico peaky blinder: maltratador, ladrón, holgazán, violento…, en definitiva, un rufián. A diferencia de lo que vemos en la serie, no vestían con elegancia, no desprendían encanto, no tenían sentido del honor y la clase trabajadora de Birmingham no solo no los respetaba, sino que más bien se sintió muy aliviada cuando su reinado llegó a su fin.
Su desaparición hacia 1914 se debe principalmente a la fuerte acción policial que inició el jefe de policía de Birmingham, Charles Haughton Rafter, a quien se considera responsable de limpiar los puntos negros de la ciudad.15 Pero, aunque los peaky blinders habían sido derrotados, algunos se unieron para formar la aterradora y feroz Banda de Birmingham, liderada por Billy Kimber. En 1921, se enfrentaron en una guerra sangrienta a la alianza de bandas de Londres —capitaneada por Darby Sabini y que incluía a Alfie Solomon—, por el control de las extorsiones a terceros y de los carteristas que operaban en los hipódromos del sur de Inglaterra. Sin embargo, ninguna de esas «batallas» se luchó en las Midlands o en Birmingham, que, por entonces, ya se había librado de su reputación de zona violenta.
En cuanto al resto de peaky blinders, algunos lucharon por su país en la Primera Guerra Mundial y volvieron a casa convertidos en hombres con un mayor respeto por la ley. Con la muerte de los últimos de ellos, la banda pasó a formar parte del folclore local. Algunas personas mayores mencionaban sus nombres, como ocurre con el coco, para asustar a los niños, mientras que otros disfrutaban contando la historia de los peligrosos peaky blinders y las cuchillas de afeitar desechables cosidas a las gorras. Se contaba que, en las peleas, el arma se empleaba para cortar las frentes de los enemigos y cegarlos por la sangre que caía sobre sus ojos, lo que les permitía golpearlos.
Poco a poco, incluso esta fábula empezó a desaparecer, pues los hijos y los nietos de aquellos que habían conocido a los integrantes de la banda también murieron. Se podría decir que desapareció hasta que la revitalizaron para una audiencia moderna y más amplia en el fantástico drama Peaky Blinders. No obstante, algunos aspectos de la banda difieren de lo que se muestra en pantalla, ya que sus miembros, en realidad, eran unos despreciables sin clase y no merecían respeto alguno. Es cierto, sin embargo, que, a pesar de los detestables que llegaran a ser, en conjunto fueron figuras clave del final de la Birmingham victoriana y principio de la eduardiana. Ignorados o apenas mencionados en los estudios de la ciudad, los peaky blinders y los sloggers (miembros de las slogging gangs) influyeron en las vidas de decenas de miles de personas durante más de una generación, aunque fuera de forma negativa, y mancillaron la reputación de Birmingham. Sus acciones están tan unidas a la ciudad y a su historia como las de sus líderes políticos y sus grandes fabricantes. Esta es, por tanto, la verdadera historia de los peaky blinders.
BBC News reveló el 12 de septiembre de 2013 una sombría y aterradora imagen del Birmingham de 1919 para promocionar el primer capítulo de Peaky Blinders. Bajo el encabezado «Los verdaderos Peaky Blinders de Birmingham», la representación que se hacía de las calles «frías y húmedas de los barrios bajos» era la de una zona gobernada por bandas de cientos de jóvenes armados con cuchillos, cuchillas de afeitar y martillos. Los asesinatos eran abundantes y «los atracos, hurtos y revueltas eran el día a día de los jóvenes miembros de las bandas, que tenían bajo control a toda la ciudad de una forma terrible y sangrienta». La policía hizo todo lo que pudo para frenar esta pesadilla diaria, pero se veía superada en número. Esta violencia grupal había surgido en la década de 1870, explicaba el artículo, cuando cientos de jóvenes luchaban, «a veces hasta la muerte, en trifulcas en masa que duraban horas» para convertirse en los «propietarios» de zonas como Small Heath y Cheapside. De estas primeras bandas callejeras, la más importante y despiadada era la de los Sloggers, o también llamada Cheapside Slogging Gang, que durante treinta años gobernó la zona a base de violencia y extorsiones. También aparecieron muchos grupos rivales, pero se determinó que la más temible que vagaba por las calles de la ciudad del siglo pasado era la de los Peaky Blinders. Tan estilosa como violenta, su escalofriante apodo «derivaba de las cuchillas de afeitar que sus miembros llevaban cuidadosamente cosidas a la parte delantera de las gorras y que empleaban para cegar a sus víctimas».1
Sin embargo, la realidad era muy distinta. En 1919, Birmingham no estaba aterrorizada por una guerra de bandas. Los asesinatos no eran abundantes. No había disturbios. Y la banda de los Peaky Blinders no existía. En aquella época, el mejor indicador del nivel de vandalismo de la ciudad era el regreso de los ataques a la policía. Ese año, con una fuerza policial de 1341 efectivos y una población de alrededor de 900 000 habitantes, se produjeron 134 condenas por ese delito, lo que dista de las 557 condenas que llevaron a cabo 685 agentes en 1899 con una población de poco más de 500 000 personas.2 El descenso fue extraordinario. De hecho, la tasa de delincuencia disminuyó tanto que ni siquiera apareció en el informe anual de 1919 que elaboraba el jefe de policía de Birmingham. Sí que se mencionó, sin embargo, el aumento de las apuestas callejeras, los suicidios y los accidentes de coche, así como la marcada disminución de la delincuencia juvenil, sobre todo en los casos más serios.3
A pesar de no constar en el informe, se produjeron 18 asesinatos y homicidios imprudentes entre 1918 y 1920, una media de seis por año. Aunque la Ley de Orden Público se leyó* en Glasgow y en Birkenhead en 1919, y también se produjeron revueltas en Coventry, Bilston y Wolverhampton, entre otras ciudades de las Midlands, en Birmingham no hubo ninguna,4 a pesar de la agitación y el desorden que sufría la Gran Bretaña de la posguerra, asociados al descontento de los soldados, las huelgas generalizadas, el sectarismo en Irlanda del Norte y los ataques racistas en Cardiff, Hull y demás puertos.5
Aun así, Birmingham soportó batallas, revueltas y asesinatos relacionados con las bandas, pero fueron antes de la Primera Guerra Mundial. De hecho, desde tiempo antes de que estallara el conflicto, Birmingham poseía ya una reputación tan mala y persistente que, en 1901, el Birmingham Mail se quejó en un artículo titulado «El renacimiento de los hooligans» de que la ciudad estaba:
… ganándose a toda velocidad el distintivo de ser una de las ciudades más tumultuosas del reino. No debemos olvidar que ya disfrutamos de esta reputación una vez, pero, puesto que un halagador escritor nos otorgó el título de la ciudad mejor gobernada del mundo, o hemos mejorado a la hora de reconocer nuestros errores o hemos fallado. Es cierto, sin embargo, que los disturbios de Birmingham de hoy, en lugar de ser crónicos, son endémicos. Estallan de vez en cuando en ciertos barrios de la misma forma que lo hacen la viruela y la escarlatina.6
La mala reputación de Birmingham como ciudad violenta se acrecentó a causa de las slogging gangs. Su nombre provenía de la palabra «slogger» (persona que da fuertes golpes) y, aunque en su origen era un término pugilístico de la década de 1820, su uso no tardó en extenderse más allá del cuadrilátero.7 Así, en el trascurso de una sola generación, el término «slogger» pasó a identificarse con las temibles imágenes de los matones de las zonas pobres de Birmingham, que se hicieron notar en abril de 1872.
El domingo 7 de abril se informó a la policía de que un extenso grupo de tipos duros se había reunido en el barrio de Cheapside, para gran consternación de los vecinos. Sumaban fácilmente cuatrocientas personas y se hacían llamar la «Slogging Gang». Tras generar grandes disturbios y romper varias ventanas, se trasladaron a la zona de Hill Street, donde «lanzaron trozos de ladrillo y piedras a los escaparates de las tiendas de ultramarinos y las confiterías que había abiertas». Los comerciantes echaron los cierres para proteger sus instalaciones y, aun así, uno de ellos recibió el impacto de un ladrillo y lo llevaron al hospital. Durante un rato, los alborotadores aterrorizaron a los transeúntes, a los que detenían e insultaban. Finalmente, echaron a correr cuando un pequeño grupo de policías se acercó a ellos y otro destacamento los dispersó de camino a Cheapside.8
Este estallido de violencia fue el colofón de varias semanas de agitación en las que la policía había recibido «numerosas quejas» sobre la gran cantidad de chicos que se habían reunido para romper escaparates alrededor de Cheapside y Barford Street, cerca del Bull Ring.9 Los disturbios continuaron tras el primer levantamiento de la slogging gang. Tres días después, el miércoles 10 de abril, entre setenta y ochenta jóvenes se congregaron al otro lado de la ciudad, en Northwood Street y Constitution Hill. Armados con palos y bien provistos de grandes piedras, apedrearon con una a un agente y después huyeron hacia Cox Street. Dos de ellos fueron arrestados: John Gibbon, un maquinista de trece años que vivía en Water Street, cerca de los altercados, y Michael Lowry, un pulidor de armas de catorce años que no vivía lejos de Hospital Street; encarcelaron a ambos durante catorce días. El resto de apresados durante la revuelta del domingo también eran adolescentes.
Uno de los magistrados ante los que comparecieron era Alderman Melson, que había sufrido en sus carnes los altercados de ese domingo cuando unos sloggers se concentraron frente a su vivienda. El juez salió a la calle y azotó a uno de ellos con una vara de fresno. Después, su hijo los persiguió calle abajo y atrapó al líder, pero se abalanzaron sobre él y volvió a casa cubierto de sangre, con el labio partido y varios cortes en las orejas. Melson declaró que «las molestias que ocasiona el lanzamiento de piedras se está volviendo del todo intolerable y el peligroso estado de las calles de la ciudad pronto servirá de refrán». Cuando alguno de estos chicos declarara ante él, tanto si realmente se lo había visto tirar piedras como si no, estaba dispuesto a tratarlos «con dureza».10
A pesar de estas amonestaciones, las bandas no cesaron en el lanzamiento de piedras. La noche de un viernes de junio de 1872, una veintena de jóvenes atacaron a los transeúntes desde la esquina de Great Barr Street con Watery Lane, en Bordesley, al grito de: «Somos la slogging gang».11 Cabe destacar que estaban bien abastecidos, ya que los caminos de muchas de las calles de las zonas pobres estaban pavimentados con lo que llamaban «riñones de piedra»: pedruscos tan grandes como una patata de buen tamaño. Eran de un material muy resistente sobre el que era muy incómodo caminar. Además, debido a que se soltaban de manera continua, eran muy fáciles de recoger.
Dado que las piedras eran un arma sencilla y estaban a disposición de todo el mundo, esta táctica no era exclusiva de las pandillas de Birmingham. No obstante, desde finales de 1860, la práctica se transformó en una anarquía generalizada, producto de los grandes y aterradores grupos de hombres jóvenes que deambulaban por las calles y atacaban no solo la propiedad privada, sino también a miembros de otras bandas, transeúntes inocentes y agentes de policía.12 En mayo de 1871, el Comité de Observadores, formado por los concejales que supervisaban el cuerpo policial, propuso una posible explicación para este incremento de la violencia en una de sus reuniones. Cada lunes por la mañana, los magistrados se enfrentaban a grandes cantidades de jóvenes a quienes habían llevado ante ellos por lanzar piedras y apostar los domingos. El concejal Lewis creía que una de las causas era la falta de zonas de recreo adecuadas. Debido al Acta de Fábricas, «los muchachos no podían trabajar después de las seis de la tarde y, al no existir espacios de ocio, salían a las calles y arrojaban piedras o jugaban al bandy» (un deporte parecido al hockey que se juega con una pelota pequeña y, en el caso de los jóvenes de la clase trabajadora, con palos).13
Había algo de razón en esta opinión: Birmingham no disponía de ninguna zona para la diversión. El único espacio de acceso público era el parque Calthorpe, en Edgbaston, situado a las afueras y al suroeste de la ciudad en un área de clase media. Estaba muy alejado de las zonas más céntricas y densamente pobladas de la ciudad, como sucedía por el este con el parque Adderley, en Saltley, que, por entonces, rebasaba los límites de Birmingham.
No obstante, las bandas callejeras de Birmingham de principios de 1870 no aparecieron de la nada. Había otras razones, aparte de la falta de zonas de recreo, que explicaban el aumento de la violencia y se remontaban a la década de 1840. Una de ellas era un sentimiento de antagonismo hacia el recién formado cuerpo policial y sus intentos por controlar la conducta de los ciudadanos; en el caso de las zonas más pobres, se sumaba la fidelidad a las calles, que eran la sala de estar y el patio de juego de los pobres; a sus gentes las unían las redes de parentesco, la vida en comunidad y las experiencias compartidas. En una nación en la que se negaba tanto a los pobres, estos eran los dueños de las calles.
Aunque se refiere al período de entreguerras, el estudio que realizó Jerry White sobre Campbell Bunk, la calle del norte de Londres más dura de la ciudad, nos ofrece una visión general sobre la emoción que despierta «pertenecer a la calle» y nos traslada al siglo xix. White percibió que en «the Bunk», la experiencia colectiva más importante que compartían sus habitantes se centraba en la propia calle, gracias a «su cultura popular, las relaciones entre los vecinos y su identidad endémica frente a un mundo más o menos hostil». Además, dicha experiencia también se expresaba a nivel de pensamiento a través de los mismos valores, visión del mundo y formas de actuar.14
Las familias pobres eran inherentes a su calle: provenían de ella, les pertenecía y ellos a ella. Las calles de los barrios más desfavorecidos se convirtieron prácticamente en entes vivos que personificaban las cualidades que sus habitantes alababan: la dureza, la habilidad de luchar y un carácter tosco, perspicaz y, sobre todo, franco y natural. Las personas ajenas a ellos no diferenciaban entre los residentes y las calles, ya que eran una unidad indivisible y aterradora para aquellos que no pertenecían a ellas. Por este motivo, los habitantes de Garrison Lane no eran los duros, sino la propia calle. Esa fidelidad se veía acrecentada por la endogamia y la matrilocalidad. En otras palabras: había más probabilidades de que los pobres contrajeran matrimonio con alguien de la misma calle o de alguna cercana, y la mujer prefería vivir cerca de su madre. Estos fenómenos reforzaron los vínculos interpersonales hasta tal punto que, en la zona de Bordesley, Birmingham, se decía de los habitantes de Saint Andrew’s Road que «golpeabas a uno y todos cojeaban».
Ese sentimiento de pertenencia despertaba en muchos jóvenes un orgullo que se reflejaba en su propia destreza física y masculinidad e instauraba en ellos la severidad de su calle. Esto generaba peleas con aquellos que pertenecían a otras calles, algo de lo que tenemos pruebas desde 1840 gracias a las interesantes memorias de Dyke Wilkinson, quien nació alrededor de 1835 y vivió desde los nueve años en el Dog and Partridge de Kenyon Street, Hockley, una taberna que regentaba su padre. En 1912 escribió:
Mi único patio de juegos era la calle. Mi grupo de amigos y yo jugamos cientos de veces a «pitch back»,* «fox and dowdy»* y «bear and tender», entre otros juegos bruscos, en la calzada que había en la esquina de Constitution Hill y Livery Street, un lugar que ahora está atestado de personas (agentes de policía incluidos) que observan los tranvías eléctricos, los taxis y los vehículos de todas clases que pasan por ella. Estos juegos relativamente inocentes terminaban, a menudo, en peleas callejeras, pues si un grupo de muchachos hacía una incursión en una zona enemiga, aquello tenía graves resultados. Creo que nunca hubo luchadores tan empedernidos como los chicos de Birmingham de aquellos días.15
La lealtad de los adolescentes hacia sus calles siguió siendo un rasgo distintivo de la vida de los trabajadores pobres hasta bien entrado el siglo xx. Donald Phillips, que vivió hasta los ocho años en una calle del Bull Ring, un área asociada a las bandas callejeras de mitad del siglo xix, recordaba:
Todos los chiquillos desde, más o menos, los seis años hasta la edad adulta (que, en 1920, eran los catorce años) debían formar parte de una banda callejera y experimentar la guerra entre calles rivales para creerla. Lo habitual era que cada calle formara su banda —armada con palos, piedras, botellas y demás materiales que tuvieran a su alcance— y después irrumpiera en territorio enemigo. Entonces, se daba la alarma y todos los chicos de la otra calle salían de sus casas a toda velocidad, desesperados, a la vez que agarraban cualquier objeto que les sirviera de represalia. He visto armas hechas con los postes de los tendederos, los escombros de las obras, adoquines…, cualquier cosa que sirviera para el combate.
Las batallas campales debieron asustar a muchos padres y adultos, pues siempre causaban numerosos daños personales y a la propiedad. Todavía tengo algunas cicatrices de aquellos días, incluida una ceja que me partieron con un vidrio. Puede que el chichón que me salió en la frente por una fuerte pedrada a corta distancia haya desaparecido, ¡pero quizá sus consecuencias no! Por norma general, las reyertas terminaban cuando llegaba la policía. Y después, como es lógico, los chiquillos se llevaban collejas de sus padres. Aunque, en ocasiones, si algún desgraciado salía malparado, el tumulto desembocaba en peleas entre adultos, pues los padres y las madres se lanzaban a las calles en busca de venganza.16
Mi tío abuelo, George Wood, era un hombre rudo que se convertiría en sargento del 2.º Batallón del Servicio Aéreo Especial británico durante la Segunda Guerra Mundial. Nació en 1915 y creció en Whitehouse Street, Aston, un barrio célebre, por desgracia, debido a la slogging gang que se formó allí durante la década de 1880. Él me contó lo siguiente:
De pequeños nos peleábamos con miembros de otras calles: Avenue Road, Chester Street, Holland Road, Rocky Lane… Oh, los de Whitehouse Street éramos los puñeteros gallitos del norte. Éramos Dougie Ayres, Jackie Hunt, Herbert Mortiboy, Bobby Steel, yo y otro puñado de chicos. La gente nos observaba mientras nos peleábamos a puñetazos. Sabían que no nos hacíamos daño. Cuando acababas en el suelo, no podías volver a la trifulca. Nunca vi ninguna patada. Si te tocaba pelear, lo hacías rodeado de un círculo de personas y los policías solo intervenían si alguien resultaba herido.17
Al otro lado de la ciudad, en Sparkbrook, Fred Franklin tenía unos recuerdos similares: «Los críos se peleaban con puñeteros listones de madera y postes de los tendederos, entre otros objetos. Librábamos nuestras batallas, unas calles contra las otras». Él era de Chesterton Road pero, «los Studs,* de Studley Street, venían armados con palos y rastrillos para entrar en combate. Eran, sin duda alguna, los reyes».18 Mi padre, Alfred «Buck» Chinn, fue un niño de Studley Street en los años treinta e insistía en que vivir allí era «muy pero que muy duro, porque siempre tenías que demostrar tu valía». Además, recordaba que, cuando era un niño de siete u ocho años, justo antes de la Segunda Guerra Mundial
se produjo una gran batalla entre Studley Street y Queen Street que, a mí, como niño, me pareció colosal. Además, nunca olvidaré a uno de los tipos que participó, porque a mis ojos era como un gigante. Tenían postes de los tendederos, que, por supuesto, eran cuadrados, escobas y tapaderas de los cubos de basura, y se pelearon los unos con los otros. Había ocurrido algo en el lugar en el que estaban, que fue la causa del gran enfrentamiento.19
Aquel era el único gran altercado que mi padre recordaba, aunque, a medida que fue creciendo, participó cada vez en más peleas con otros jóvenes: «Pero cuando nos enfrentábamos, lo hacíamos siempre hasta el final y con los puños». Estos combates tan justos y limpios, que eran la norma en el periodo de entreguerras, distaban mucho de las peleas con armas de los sloggers y los peaky blinders. Como también lo hacía la actitud poco agresiva que mostraban los adolescentes de la clase obrera hacia los policías, lo que no solo se manifestó en una caída dramática del número de agresiones hacia los agentes entre 1915 y 1934, sino que también reveló «un cuantioso descenso de los ataques violentos en general». Para ser más exactos, disminuyeron de 240 condenas en 1920 a solo 96 en 1934 con una población de un millón de habitantes.20
Syd Hetherington fue uno de los jóvenes obreros que personificó esta actitud menos beligerante hacia los guardias. Nacido en 1919, se crio en la pobreza de una casa adosada de Holborn Hill, Nechells, y dejó claro lo siguiente:
Existía una curiosa moralidad en aquellas comunidades extremadamente pobres. Engañar, dentro de unos límites, a las autoridades o a las grandes compañías era aceptable, pero robar o causar sufrimiento a tus compañeros resultaba inadmisible. Por eso, existía la ley no escrita entre los niños que jugaban en la calle de que provocar daños a la propiedad de algún vecino debía compensarse. Si se rompía la ventana de alguna casa durante un juego, los participantes hacían una colecta y la ventana se sustituía de inmediato, pero si hacían añicos el cristal de una farola, detenían el juego en el momento y miraban a su alrededor para asegurarse de que nadie, sobre todo la policía, lo había visto. Nuestra relación con los agentes era tan amistosa como la de dos antagonistas, pues su trabajo era impedir que jugáramos al críquet y al fútbol en la calle y el nuestro era que no nos pillaran. Era casi como un juego en el que la justicia se impartía al momento con un buen tortazo detrás de la oreja. Sin embargo, empeoraba cuando el agente llevaba al infractor ante sus padres, ya que mientras que el agente solo recibía una reprimenda por molestar al progenitor con esas tonterías, el chiquillo recibía una paliza por haber llevado al policía hasta el domicilio familiar.21
Las cosas fueron muy distintas desde mediados hasta finales del siglo xix. Muchos jóvenes de la clase obrera consideraban al cuerpo de policía su enemigo porque imponía leyes que iban en contra de la cultura popular y que habían sido aprobadas en favor de la clase media. Estos órdenes sociales intermedios a menudo consideraban los centros urbanos de la Gran Bretaña industrial —en aumento y cada vez más poblados, como Birmingham— unos lugares terribles. A nivel local, la población pasó de 178 000 personas en 1841 a algo más de 400 000 en 1881. Durante casi todo ese periodo, la mayoría de los habitantes eran menores de treinta años y alrededor del 35 % tenía menos de quince años. Muchas de estas personas estaban hacinadas en un conjunto de barrios pobres de clase obrera que rodeaban el centro de la ciudad y de los que, poco a poco, las clases medias huyeron hacia barrios periféricos más saludables, como el de Edgbaston. Liberados de las normas y del orden de la antigua sociedad paternalista que la aparición de la industrialización, la urbanización y la conciencia de clase habían borrado del mapa, esta joven población era en su mayoría bulliciosa, estridente, menos respetuosa y más aficionada a los deportes violentos y a los entretenimientos ilegales.
Un ciudadano describió en el Birmingham Journal la actitud y las preocupaciones de la clase media en noviembre de 1839, unos cuantos días antes de que el cuerpo policial de la ciudad empezara a funcionar. El escritor de dicha carta se oponía enérgicamente a «las prácticas constantes de unos chicos indisciplinados que se congregan en el “descampado” que hay junto a la iglesia de Saint Thomas, especialmente los sabbat, para gran descontento de todos los vecinos».22 Las quejas correspondían, sobre todo, a las apuestas al pitch-and-toss y a juegos como el correcalles, las carreras y el tip-cat. Para este último —que se jugaba por todo el mundo— solo hacían falta un bate (tip) de unos noventa centímetros y un pedazo de madera (cat) de unos diez centímetros de largo y afilado por los dos extremos. Este último se colocaba en el suelo, se golpeaba en un extremo para elevarlo en el aire y, en mitad del vuelo, se lanzaba lo más lejos posible con el bate.
El pitch-and-toss, por otro lado, se consideraba un problema a nivel nacional, ya que lo practicaban grupos de jóvenes y adultos. Consistía en lanzar peniques hacia una marca en el suelo, y el jugador que más se acercara ganaba el derecho a lanzar todas las monedas al aire y quedarse con las que aterrizaban bocarriba. El segundo de la competición volvía a lanzar las restantes y el proceso se repetía hasta que no quedaba ninguna.
Debido al rápido crecimiento de la población, en Birmingham se edificó la mayoría de los terrenos de la parte antigua pese a que las casas adosadas que predominaban en estos distritos no disponían de jardín. Este suceso solo dejaba disponibles las esquinas y algunas pequeñas parcelas para que los jóvenes se reunieran los sábados, avanzada la tarde, o los domingos, puesto que trabajaban seis días a la semana, y su pasatiempo favorito era el pitch-and-toss.
Pese a las peticiones que se realizaron a las autoridades para que intervinieran y detuvieran las reuniones de estos chicos junto a la iglesia de Saint Thomas, no se llevó a cabo ninguna actuación. Como Geoffrey Floy indicó en su estudio sobre la policía de Birmingham antes de la Primera Guerra Mundial, el cuerpo apareció en 1839 y, durante los primeros años, se mostró comprensivo en lo referente a la aplicación de la ley sobre las actividades de la calle.23 Pero, durante los años siguientes, se animó a los agentes, de manera gradual, a que adoptaran un enfoque intervencionista en todo lo relacionado con las «molestias ciudadanas», como que los chicos nadaran en el canal y que las palomas, los limpiabotas y los vendedores ambulantes bloquearan la vía pública.24 Esta nueva y estricta forma de vigilancia llegó acompañada de un endurecimiento de las leyes contra las apuestas en las calles. Entre 1820 y 1849 tan solo hubo seis menciones del pitch-and-toss en los periódicos locales y solo una de ellas se refería a una condena. Pero, desde finales de 1850, se produjo un marcado aumento de noticias sobre personas que habían sido arrestadas por jugarlo.
A nivel nacional, las clases medias estaban cada vez más preocupadas por las actividades que no se consideraban pasatiempos racionales y que tanto atraían a amplias e indisciplinadas masas de jóvenes de la clase obrera, en especial en los días dedicados a la adoración. En Birmingham, la llamada a la acción contra el pitch-and-toss se escuchó en marzo de 1856, cuando el influyente reverendo G. S. Bull de la iglesia de Saint Thomas denunció en la reunión anual de la Sociedad Pastoral Eclesiástica que no se estaba apoyando de ninguna forma al cuerpo policial para que detuviera esas prácticas.25 Esta situación no tardó en revertirse y, el 27 de septiembre de 1857, el Birmingham Journal anunció que se ponía en marcha una «cruzada contra las apuestas en las calles».
Según explicó el artículo, puesto que se habían presentado varios casos ante los magistrados, el estipendiario, el señor Kynnersley, había recalcado que el juego del pitch-and-toss «en la vía pública y, especialmente, los domingos, se había convertido en una costumbre y era la causa principal de un gran número de quejas por parte de los ciudadanos». Para apoyar estas declaraciones, debía darse ejemplo con aquellos delincuentes a los que habían pillado in fraganti. A un hombre de carácter bastante dudoso, por ejemplo, lo multaron con diez chelines al sorprenderlo junto a otro hombre que tuvo la suerte de que sus jefes hablaran bien de él,26 pues ello jugó en su favor ante el magistrado y solo tuvo que pagar una multa de dos chelines por el delito. Aun así, lo castigaron de tal manera que, en el futuro, el resto de los trabajadores «respetables» se mantendría alejado de la policía.
De hecho, parece que el intento de reprimir el juego en las calles fue el catalizador del aumento de los ataques a los agentes y de la aparición de las bandas callejeras que darían lugar a los sloggers y a los peaky blinders. En 1853, solo aparece en los periódicos de Birmingham un arresto por obstrucción de la vía pública por jugar al pitch-and-toss. Un sábado de noviembre, el detective Palmer se tropezó con una muchedumbre de treinta o cuarenta «ladrones», según los describieron, que apostaban a dicho juego en Thomas Street, una parte muy pobre de la ciudad. Tras observarlos a escondidas durante uno o dos minutos, se acercó a ellos, pero «todos huyeron como si los persiguiera una patrulla entera de policías y no un solo agente». En una astuta persecución, Palmer apresó a Joseph Ranford, «un hombre de casi metro ochenta y de una corpulencia proporcional a su estatura»,27 y no sufrió ninguna agresión.
Por el contrario, cuatro años después, un domingo de finales de abril de 1857, el agente O’Hara conducía a dos «jugadores de pitch-and-toss» a la comisaría cuando se produjo un intento de rescate. James Jennings, un huelguista de Well Lane, le lanzó una piedra «que lo golpeó con violencia en la cabeza» y apremió a sus compañeros a que lo imitaran. Aunque el jefe del detenido habló en su favor, se le impuso una multa de veinte chelines más los costes resultantes de un ataque de semejante naturaleza. Si no los pagaba, se enfrentaría a veintiún días de prisión.28
Al año siguiente, el 28 de abril de 1858, un titular del Birmingham Daily Postpitch-and-toss29