A Laura, porque sé que sonreirá cada vez que lea esto,
y su sonrisa es lo mejor de cada uno de mis días.
Nuestro destino ejerce su influencia sobre nosotros incluso cuando todavía no hemos aprendido su naturaleza; nuestro futuro dicta las leyes de nuestra actualidad.
Friedrich Nietzsche (1844-1900)
Filósofo alemán
En octubre de 2019, los astrónomos del observatorio de Mauna Kea (Hawái) descubrieron un intenso destello luminoso en la constelación de Sagitario que tuvo lugar a 15.000 años luz de la Tierra. Tras los estudios que siguieron al hallazgo dictaminaron que la titánica explosión cósmica correspondía a una antigua supernova del tipo Ia, las más poderosas del universo. El brillo que alcanzó aquel punto del espacio profundo fue equivalente al de mil millones de soles. Un año más tarde, el observatorio astronómico de Arecibo (Puerto Rico), advirtió algo más, la supernova había expulsado un remanente estelar, un objeto singular y peligroso que llevaba milenios viajando por la galaxia, absorbiendo toda clase de materia a su paso. Tan pronto se tuvo certeza de su trayectoria se emitió un comunicado a escala global. Fuera lo que fuese aquel cuerpo extraño a la deriva, estaba en ruta con nuestro sistema solar… Llegaría en noventa y dos años.
Bienvenido, ciudadano, se encuentra usted en la Nube. Sintonice esta emisora y no aparte su oreja de ella si quiere estar al corriente de los acontecimientos que ocurran en la ciudad durante una jornada en la que más de uno acabará empapado. Si sale a la calle recuerde llevar consigo su paraguas térmico, y si no dispone de uno, cómprelo, o mejor aún, cambie de idea y quédese en su vivienda, cobijado bajo el peso de una buena manta, y forme parte de nuestra gran audiencia. Porque sabemos que lo sabe: nosotros poseemos la fórmula para conseguir día a día que su vida no resulte un infierno.
Llovía.
El estruendo de los disparos rompió el silencio de las calles, también el de las personas que transitaban de un lado a otro por la oscuridad del suburbio, a la sombra de edificios decadentes y de un cielo gris y denso. Algunos se sobresaltaron y giraron la cabeza en dirección al ruido, aunque la mayoría hizo caso omiso del incidente, desentendidos, acostumbrados, entregados a una vida de conciencia abandonada.
A Jacob le gustaba salir a la calle los días de tormenta, eran días frescos, simples, sin apenas negocios abiertos ni peleas entre bandas, pero, sobre todo, sin las asfixiantes oleadas de calor llegadas de los bordes exteriores. Eso era importante. A veces, el calor mataba casi tanto como el hambre. Aquella mañana no tenía prisa, tampoco ningún plan en concreto, salvo el de andar sin rumbo fijo, reflexionar sobre el pasado, ya que hacerlo sobre el futuro no tendría demasiado sentido, y tal vez celebrar él solo, con una ración prudente de Licor 7 en la taberna de las ruinas de la estación del Búfalo, que seguía vivo tras su último trabajo.
Ciertamente, aquel tiroteo esporádico no cambió demasiado sus propósitos. Apenas se encontraba a una decena de metros de la víctima cuando ocurrió; se acercó casi por inercia y se detuvo justo al lado, con las manos en los bolsillos de su chaleco y la cabeza oculta bajo su sombrero empapado. Observó el cadáver en el suelo: un hombre de mediana edad, delgado, desaliñado, ¿y quién no lo estaba? En el momento de desplomarse, llevaba aferrada una bolsa de tela entre los brazos que con la caída dejó esparcidos por la acera un puñado de créditos teñidos de rojo. El agua no tardó en diluir la sangre de aquel pobre diablo. Los créditos eran fichas de veinte, de eso se dio cuenta antes de que su ejecutor se acercara jadeante, aún con la pistola en la mano, y le asestara al cadáver un último tiro en la cabeza. Otra nueva y fugaz explosión de luz. Eso no era necesario, por supuesto, pero ningún vigilante, humano o sintético, de haber estado presente lo habría detenido por reaccionar de esa manera. Un saqueador había intentado robar a alguien y, en la ciudad, robar tenía sus consecuencias.
Después de recoger la bolsa y los créditos y comprobar que no faltara nada, el hombre que había disparado, de pelo largo aunque con entradas y con un abrigo de piel viejo y roto que le cubría hasta las rodillas, miró directamente a Jacob, como si acabara de percatarse de su presencia: una sombra silenciosa, casi desapercibida, en un cuadro melodramático, y señaló a la víctima con la pistola.
—Esta escoria me ha obligado a correr por medio distrito —masculló asqueado, justificándose—. Con la que está cayendo, maldita sea —negó con la cabeza mientras terminaba de recuperar el aliento—. Que tengas un gran día —murmuró, y se dispuso a marcharse por donde había venido—. Estúpido cotilla… —Se escuchó cómo decía a los pocos pasos.
Jacob no le respondió, esperó a que se hubiera alejado un buen trecho, echó un último vistazo al cadáver, que le devolvía una mirada vacía a algún horizonte indefinido, y siguió andando calle arriba, mezclándose entre el goteo de personas que andaban ajenas a lo ocurrido.
Llevaba veinte minutos transitando entre la inmundicia de las calles cuando estuvo decidido a llevar a cabo la opción de la taberna. Fue a tomar un atajo y saltó una valla para cruzar por un parque infantil abandonado, con columpios rotos y oxidados y juguetes medio enterrados en el barro. Al hacerlo, las personas que se encontraban más cerca lo miraron de forma extraña. A la gente no le gustaba pisar esa clase de lugares, eran considerados una especie de santuarios que no debían ser profanados. Había hasta quienes depositaban en sus perímetros cartas escritas con tinta y lágrimas y algo parecido a flores hechas con cualquier material. Hacía muchos años que las risas de los niños dejaron de escucharse en la ciudad. Ya nadie quería tener hijos, no tenía sentido traer un bebé al mundo. Incluso el gobierno repartía píldoras para abortar de forma gratuita en todos los distritos. Jacob ni siquiera pensó en si habría ofendido a alguien cuando salió del parque y fue a adentrarse en un callejón estrecho, hogar de algunas ratas. Había un respiradero en la pared que emitía un vapor maloliente salido de la cocina de alguna vivienda baja. Trató de sortearlo.
El callejón terminó ensanchándose y no tardó en llegar ante el umbral de un túnel mohoso y lleno de goteras, sobre este se alzaba a duras penas un edificio deshabitado. Era el túnel que descendía hasta la estación del Búfalo. Respiró hondo antes de penetrar en aquella oscuridad, como si quisiera aprovechar y contener el oxígeno en sus pulmones durante al menos un par de minutos más. En la superficie, el aire cada vez era más artificial, cargado, y rezumaba por todas partes como una nube tóxica. Pero bajo tierra, la sensación de pesadez en la garganta se volvía casi asfixiante. El eco de sus pisadas retumbó entre las paredes deterioradas del paso subterráneo. Como de costumbre, allí solo había yonkis y enfermos resguardados de la intemperie y la lluvia. Toses y lamentos por todas partes.
Una prostituta delgada como el hambre, cuyo rostro había sido masacrado por la fiebre roja, aguardaba cerca de un cilindro metálico que ardía a modo de hoguera. Al verle pasar se le acercó contoneando sus inexistentes curvas. Bajo la penumbra parecía poco más que un esqueleto forrado de piel y llagas supurantes, una parodia triste de lo que un día fue una chica atractiva.
—¿Quieres un revolcón? Cinco créditos y soy tuya —la mujer sonrió con falsedad y fue a rozarle el hombro, pero Jacob se apartó, cauteloso.
—No me toques —la advirtió, severo, deteniéndose un segundo para asegurarse de que nadie se le aproximaba por la espalda. Todo parecía estar en orden. Siguió andando por el túnel en dirección a las escaleras que bajaban a la taberna.
—¡Que te den! ¿¡Me oyes!? —Gritó la prostituta mientras se alejaba. Y, tambaleante, le dedicó un gesto obsceno con el dedo corazón—. ¡Nenaza!
A Jacob, nada de aquello le afectaba ya. Ni a él ni a nadie. Conductas de ese estilo eran lo habitual. Así era la ciudad, al menos la mayoría de sus distritos. Una burbuja superpoblada de corrupción, barrios infernales y desolación urbanística. Sus habitantes, de algún modo se habían acostumbrado a vivir entre la decadencia social y energética, entre el miedo ejercido por las bandas y la esclavitud de trabajos cuya única remuneración consistía en unos pocos créditos, comida o sexo de alto riesgo. Paradise Route, curioso nombre para el último lugar habitable del planeta, hogar de los Olvidados; aquellos cuyos nombres, año tras año, jamás aparecieron en ninguna lista de evacuación. Pero Jacob tenía muy presente que aún quedaba una última oportunidad para unos pocos… la condena definitiva para el resto.
A medio recorrido del pasadizo, a un lado, bajó por unas escaleras en forma de caracol. Había antorchas ancladas a la pared que iluminaban algunos tramos como si se tratara de una cueva cuyas profundidades escondieran un secreto ancestral. Una puerta de acero permanecía cerrada al final. Llamó con el puño y una fina rendija se deslizó a un lado. Los ojos de un hombre lo observaron.
—Caramba. Pasa, Jacob. Qué sorpresa. —Ruido de cerradura. Matthew, el dueño, le abrió y le permitió el acceso; un sesentón de pelo canoso y expresión afable cuya barriga propia de un alcohólico abultaba bajo una camisa manchada de licores.
La taberna era pequeña, adaptada de manera precaria en el espacio de una vieja sala de mantenimiento de la estación, provista de un par de mesas y sillas herrumbradas y paredes forradas con madera tan antigua que ya se estaba pudriendo. La iluminación resultaba escasa, a base de lumbre, como siempre, y olía a cerveza derramada. No había ni un solo cliente, puesto que a esas alturas casi nadie se podía permitir un trago. Una rata hacía ruiditos agudos mientras devoraba en una esquina un pedacito de materia inapreciable a la vista. En el estante de las bebidas, encajada entre las pocas botellas polvorientas que quedaban, una radio antigua emitía la Nube, el único programa que todavía seguía en el aire, el cual solía bombardear a los ciudadanos con una publicidad agresiva y constante.
Jacob tomó asiento frente a la plancha de latón que hacía las veces de barra. El revólver de doble cañón con calibrador de potencia que llevaba enfundado en su cinturón le molestaba, así que lo extrajo y lo dejó encima, a un lado.
—¿Lo mismo que solías tomar? —preguntó Matthew.
—Por favor —afirmó, y ladeó un poco la cabeza para oír lo que decía la interlocutora de las noticias.
Hoy se cumplen tres años desde que la penúltima nave Arca abandonó la órbita de la Tierra para dirigirse al sistema planetario Gliese 581, donde se encuentra Épsilon, el nuevo hogar de la raza humana. Se espera que este mediodía se originen disturbios múltiples en el distrito de la Dama Blanca, alrededor de la sede del gobierno local, por lo que se han desplegado numerosos dispositivos de seguridad por todo el recinto. Aunque el Ministro D’Ángelo ha tratado de hacer un llamamiento a la calma a todos los ciudadanos, alegando que aún queda un Arca en la exosfera y una última lista de evacuación que hacerse pública, parece que los habitantes de Paradise Route han hecho caso omiso a dichas recomendaciones y se están aglomerando para iniciar una manifestación masiva en las afueras del Capitolio…
Matthew le sirvió un vaso con Licor 7 a Jacob. Este lo tomó entre las manos y le dio un par de vueltas para observar su color ocre.
—Hoy habrá problemas —mencionó el tabernero, que se sentó frente a él, sin nada mejor que hacer que iniciar una conversación, y efectuó un trago corto directo de la botella.
—¿Y cuándo no los hay? —Jacob se quitó el sombrero y su rostro curtido en peleas, a juzgar por las cicatrices que le cruzaban la mejilla y el mentón, quedó al descubierto. La sombra de una barba de cuatro días las disimulaba un poco. Era alto y atlético, bien entrenado. Treinta y tantos. Igual que los demás habitantes, también había perdido esa luz de esperanza en la mirada. Ojos negros como la noche. Ceño fruncido, seguramente atormentado por las cosas que se había visto obligado a hacer para sobrevivir. Callado, como era habitual en todo mercenario.
Bebió un pequeño trago y siseó con la lengua. El sabor era fuerte, seco, pero reconfortaba por dentro. En ese momento hubo una parada en las noticias y por la radio empezó a sonar la canción Sweet Home Alabama.
—¿Cómo te va? —Se interesó el tabernero—. He oído que ya te has recuperado de lo que te pasó en tu último encargo.
—He tenido días mejores —dijo, sin apartar la vista del líquido ambarino del vaso—. Aún me lamo las heridas.
Matthew alargó el brazo para dejar la botella en su sitio.
—A propósito, qué ocurrencia… —pronunció—. Depositar por la noche el cadáver crucificado de aquel arrogante que se hacía llamar El Nuevo Mesías en medio de la plaza del Fénix.
—No fue idea mía. Es lo que me pidieron.
—En ese caso, los devotos de la Ilumonología se han vuelto cada vez más sádicos.
—Eso a mí no me concierne, mientras me sigan pagando bien —repuso indiferente.
—Seguro que te lo agradecen con toda el alma —se rascó la mejilla—. Como ellos mismos dicen, lo importante es mandar un mensaje. Y en parte estoy de acuerdo, créeme. Ese tipo era como un grano en el culo, ¿no te parece? No hacía más que envenenar las calles con su verborrea y su molesto intento de desquiciar a la gente.
—Para mí solo era otro chiflado más.
—Un chiflado que hablaba mucho y escuchaba poco —dijo—. ¿Probaste primero a avisarlo para que desistiera?
Jacob asintió.
—Lo hice. Y hablar antes de actuar me costó un balazo y varios meses en coma. Lección aprendida. —Se acercó el vaso a la boca y bebió otro sorbo—. Coño, esta mierda es fuerte.
El tabernero soltó una risa saturada que pareció más bien el ruido de un motor moribundo al apagarse.
—Jacky, Jacky… —negó con la cabeza—. Vigila los asuntos en los que te metes o terminarás muerto antes de hora.
—El noventa y nueve por ciento de la población mundial ha muerto en las últimas dos décadas por culpa de la radiación o de la fiebre roja. Y todos los sanos que quedamos moriremos muy pronto de todos modos. —Hizo una mueca de indiferencia—. El dinero me viene bien para no pudrirme de asco o de hambre el tiempo que nos queda.
—No… Apenas falta un año para el fin. Y apuesto a que ya tienes suficientes créditos como para vivir bien los próximos once meses. Podrías incluso costearte un buen apartamento en los Barrios Altos. Así que esa respuesta no me vale —se pasó una lengua áspera por los labios—. ¿Cuánto hace que te conozco? ¿Seis años? ¿Siete? Vamos, sé sincero: ¿por qué buscas morir antes de hora?
Jacob terminó de beberse el Licor 7 de un trago y miró al tabernero, serio, algo mareado, como si esperara una respuesta ajena a la realidad reflejada en el rostro de aquel hombre. De algún modo la encontró.
—Por lo mismo que tú sigues abriendo este antro de mala muerte cada día, a pesar de que ya no viene nadie. La gente ni siquiera se atreve a adentrarse dos pasos en la estación por miedo a los enfermos o a la compuerta de los niveles inferiores que conduce al submundo. Pero tú sigues levantándote por las mañanas y viniendo aquí, para ver pasar las horas. Porque necesitas mantener la puñetera mente ocupada en algo: ese es el motivo por el que hago lo que hago.
—Un momento… —hundió las cejas a modo de inciso—. La puerta que daba paso al submundo lleva sellada años. Ya no presenta ningún peligro —alegó, como si fuera lo único que pudiera rebatir.
—No me estás escuchando. Olvídalo.
—Sí… Te entiendo, te entiendo —hizo un gesto de calma con las manos—. Tan solo bromeaba, hombre… aunque creo que tiene que haber algo más que no me cuentas. —Fue a coger otra vez la botella—. A esta invito yo.
Jacob retiró el vaso fuera de su alcance.
—Anciano… —lo llamó en confianza—, serías capaz de dejar que me bebiera todo tu alcohol con tal de poder mantener una conversación con alguien durante un par de horas. —Se levantó, rechazó con un ademán que le volviera a servir y sacó tres créditos de su billetera para dejarlos caer sobre la barra—. Te lo agradezco, pero otro día será. Con todo lo que está ocurriendo en el centro de la ciudad imagino que pronto llamarán a mi puerta para un nuevo encargo —cogió su revólver y volvió a enfundárselo en el cinturón.
—Como quieras. —Matthew, algo decepcionado, dejó la botella en su sitio y recogió el dinero. Había sido una conversación corta—. ¿Volverás mañana? —sonó casi como una súplica.
—Me gustaría. —Jacob se colocó el sombrero y se dirigió hasta la puerta. Sin embargo, cuando tenía la mano apoyada en el pomo se detuvo un segundo para oír lo que decía la interlocutora, que volvía a estar en el aire:
Recordemos que dentro de once meses y siete días, la estrella de neutrones popularmente conocida como «El Ángel» llegará a nuestro sistema solar y absorberá toda la materia que encuentre a su paso, incluido nuestro planeta y el Sol. La última de las naves Arca tiene prevista su partida hacia Épsilon en el plazo de dos meses. El Ministro D’Angelo ha asegurado en sus últimas declaraciones que todos aquellos ciudadanos que a partir de ahora estén involucrados en cualquier revuelta contra el Gobierno se les negará la oportunidad de participar en el proceso de selección de la lista de evacuación final. Vicky Benett, en directo desde el Capitolio.
Jacob observó de reojo al tabernero, que escuchaba las noticias de la Nube con rostro inexpresivo. Ahora hablaban de que ya se estaban originando los primeros altercados. De pronto, parecía prestar atención solo a ello.
—Cuídate, Matthew —le dijo.
—Sí, sí… —le hizo un gesto con la mano para despedirse, sin mirarle—. Lo mismo te digo.
Jacob salió de la taberna y cerró la puerta tras de sí.
De vuelta al exterior vio a dos vagabundos enfermos pegándole una paliza a la prostituta que lo había abordado antes. Esta les insultaba y escupía, lo único que podía hacer por defenderse, mientras le tiraban de los pelos y se reían de ella. Jacob, asqueado aunque imperturbable, pasó de largo por el extremo opuesto del pasaje. Precaución ante todo. Si lo salpicaba una sola gota de sangre o sudor de un infectado moriría en dos semanas.
Fue al salir del túnel, de vuelta al exterior, cuando la tierra tembló de repente. En alguna parte de Paradise Route una ensordecedora explosión se elevó hasta los cielos. Jacob se llevó las manos a la cabeza en un gesto instintivo. Incluso los vagabundos cesaron de golpe su actitud hostil contra la mujer. El rastro del humo en suspensión se hizo visible en seguida por encima de las ruinas de los edificios más cercanos. Los cristales de algunas ventanas cayeron a la calle hechos añicos y una marabunta de gritos se hizo audible en la distancia. Aquello no podía significar otra cosa que un nuevo atentado de bomba. Miró en dirección al origen. Venía del Capitolio, estaba seguro.
Jacob no esperó: echó un vistazo rápido a la pantalla rallada de su reloj y arrancó a correr hacia su apartamento, sin molestarse a cubrirse de la lluvia. Volvía a estar en activo; calculó que tenía unos quince minutos antes de que alguno de sus antiguos clientes llamara a su puerta.
Mercenario, porque en la Nube sabemos tan bien como tú que solo puedes confiar en tu buen pulso y puntería, adquiere ya tu revólver Skyscreamer, de potencia regulable y con doble cañón de acero. De líneas tan elegantes que querrás darle un beso antes de disparar.
El hecho de que hubieran pasado ya dos horas sin recibir una sola visita empezó a preocuparle. Jacob se apoyó sobre el marco de la ventana con rejas de su apartamento y observó con incertidumbre las calles. Había dejado de llover, pero las sirenas de los vehículos antidisturbios seguían sonando aquí y allá y los vigilantes humanos, custodiados por drones cibernéticos, patrullaban los distritos con ira en la mirada, en busca de posibles culpables. El atentado tenía que haber sido gordo. Todas las fuerzas militares que aún quedaban en la ciudad, que no eran muchas, parecían haberse desplegado en un abanico de gritos y malas maneras, cargando contra la gente a la mínima provocación. Jacob no disponía de receptor de radio, el que tenía se estropeó antes del incidente que lo dejó en coma y aún no había tenido tiempo de adquirir otro, así que no podía saber a ciencia cierta lo que había pasado, aunque era de suponer que habrían muerto muchas personas, algunas tal vez importantes. Se enteraría tarde o temprano.
Al final desistió de esperar y se tumbó sobre la cama, donde exhaló el aire despacio. Su apartamento consistía en un único y reducido habitáculo, al igual que el resto de viviendas de aquel sector de edificios apretados unos con otros, conocido como La colmena. La bombilla que colgaba del techo parpadeaba, aunque aún funcionaba gracias a su conexión con una arcaica batería que hacía un ruido espantoso; iluminaba a duras penas una cama desmullida, una mesa plegable con dos sillas, una pequeña cocina a gas, un arcón medio roto, cuatro paredes desprovistas de pintura y un viejo poster de los Texas Rangers del siglo veintiuno colgado en una de ellas. Jacob no sabía quiénes eran. La imagen simplemente estaba allí cuando firmó el contrato de alquiler. Los lavabos eran comunitarios, igual que la única ducha que había en el edificio, en el piso inferior. Y aun así, aquello era un lujo. Podía considerarse afortunado de tener un techo para él solo —dada su ocupación no podía ser de otra manera—, la mayoría de familias debían compartir su escaso espacio con otras.
Mientras los humos no se calmaran, y a no ser que tuviera un buen motivo, sabía que no resultaba aconsejable salir a la calle en busca de respuestas. El único problema era que permanecer en un sitio cerrado muchas horas, aunque fuera en su propio apartamento, lo ponía de mal humor.
La espera le dio hambre. Coció en el fogón un trozo de carne, se suponía, de liebre, que guardaba envuelto en telas y troceó una cebolla ajada. Esa sería su comida del día. Más tarde mató el tiempo con flexiones y abdominales y se acostó un buen rato. Al despertar se dedicó a engrasar su revólver con esmero y a afilar su cuchillo, que tenía tantas muescas en su filo como asesinos y forajidos de la ley había cazado con él. Algunos vecinos, en su mayoría refugiados de la desolada Europa, discutían a gritos y a golpes en los pisos de arriba, eso era normal. Pero al mínimo ruido de pasos que se oía por los pasillos Jacob alzaba la cabeza y escuchaba con atención. Por último retiró la cama a un lado y apartó una baldosa suelta que había debajo, oculta a simple vista. Contó los créditos en el interior de una bolsa negra que guardaba en el hueco; solía hacerlo cada día. Un millón doscientos mil. Ni uno más ni uno menos que la vez anterior. Volvió a dejar todo como estaba.
Habían transcurrido diez horas desde el atentado y ahí afuera ya reinaba la noche. Era del todo insólito que aún no le hubieran contactado. Hasta que de pronto, sucedió.
Golpearon tres veces a su puerta sin mirilla y Jacob, siguiendo sus propias medidas de seguridad, empuñó el revólver, apoyó la espalda en la pared, a un lado, y esperó en silencio.
—Soy Fergus. Abre —sonó una voz conocida. De todos sus clientes era justo el que esperaba. Fergus era un alto profeta de la Ilumonología, una de las personas más ricas e influyentes de Paradise Route. Jacob había trabajado varias veces para él, entre ellas su primer encargo, cuando empezó su oscuro oficio, y también el último, varios meses atrás, el cual casi le costó la vida.
Jacob le permitió el paso y cerró la puerta tan pronto el hombre entró; era calvo y al límite de considerarse obeso, aunque su apariencia intimidaba a muchos. Se sabía que rondaba los cincuenta años, pese a que aparentaba bastantes más.
Fergus observó a desgana el apartamento y luego increpó a Jacob con la mirada.
—¿Te estarás preguntando qué carajo ha ocurrido? —fue lo primero que dijo. Su tono sonó brusco, casi desquiciado.
—No te negaré que llevo algunas horas formulándome preguntas —contestó Jacob, que fue hasta la mesa, donde depositó su revolver.
Fergus se quitó y dejó a un lado una manta harapienta que cubría sus verdaderas vestimentas: un traje oscuro a rayas bien acicalado de cuyas mangas sobresalían ribetes blancos. Del cuello le colgaba una cadena de oro macizo con la insignia de un sol como péndulo. Sacó un pañuelo limpio de su bolsillo y se secó el sudor de la frente.
—Que me reviente un rayo gamma, ha sido horrible —dijo con voz cansada. Sus pómulos permanecían manchados por el hollín de las calles.
—Siéntate —Jacob le ofreció una silla y fue a sentarse frente a él. Fergus hizo una mueca de molestia cuando se dejó caer sobre ella.
El mercenario esperó a que su cliente se pronunciara.
—Una bomba ha destruido medio Capitolio —soltó de golpe—. Los manifestantes se han rebelado contra los vigilantes de la zona mientras las bandas aparecían en escena y se colaban en los cascotes. Luego han colgado al Ministro D’Angelo en medio de la plaza —tragó saliva—. Lo han hecho mal, de forma salvaje, y durante cinco minutos no ha dejado de gritar como un cerdo, retorciéndose en su soga.
—¿Qué bandas?
—Los Espectros, los Capas Negras… —dejó ir un suspiro desganado—, algunos Jinetes de la Ceniza. Jamás habían actuado juntos de este modo. Esos malnacidos siempre se han llevado a matar.
Jacob se quedó pensativo. Que las bandas pactaran entre ellas para actuar juntas era muy mala señal.
—¿Cuál es la situación ahora?
—Parece ser que está bajo control. Aunque vete a saber hasta cuándo. Apenas quedan vigilantes para hacer frente a esta crisis y con los pocos que hay solo podemos reforzar la seguridad en los Barrios Altos. La tensión ahí fuera es máxima. Las calles se han llenado de muertos. Por todos los astros, han secuestrado a una periodista.
Por algún motivo, Jacob se acordó de la interlocutora de las noticias. Vicky Benett, se llamaba.
—Siento decir que todo irá a peor —aportó el mercenario—. Si las cosas están así ahora, en cuanto la última de las naves Arca parta hacia Épsilon ya no habrá esperanza para nadie. Aquí solo permanecerá el caos.
—Cierto… —admitió Fergus—. Pero todavía queda una lista de evacuación que hacerse pública. No sé cómo diantres se han atrevido a hacer algo así en un momento como este.
—Esas listas están amañadas desde que el movimiento para evacuar la Tierra empezó a mediados del siglo pasado. Todas las plazas de las once naves que han abandonado el planeta en los últimos cincuenta años han tenido nombre y apellidos; en su mayoría destinadas para gente de tu nivel adquisitivo, Fergus. Los ciudadanos lo saben.
—No… solo lo sospechan. Hay una gran diferencia. Es por eso que siempre se incluyen unos pocos ciudadanos sanos de los suburbios de entre toda la gente importante que embarca.
—Diferencia… —Jacob soltó un bufido de risa. Por alguna razón aquel comentario le molestó—. Sin duda, un término de lo más relativo.
—¿Y eso te resulta gracioso?
—Solo el despotismo con el que lo utilizas. ¿Qué te hace diferente a ti de ellos?
Fergus levantó de forma casi imperceptible una ceja, preguntándose cómo un insecto como Jacob tenía la osadía de hablarle en aquel tono.
—¿Por dónde quieres que empiece? ¿Por mi carga genética, por mi don de la teatralidad o por mi estatus económico y social?
—Por los tres.
—Entonces trataré de resumirlo —repuso Fergus, ligeramente crispado—. Una de las mayores ventajas de poseer un coeficiente intelectual elevado y ser capaz de expandir y dirigir con eficacia una nueva religión cuando todo está a punto de irse al cuerno, es que te ves con la libertad de soltar en público todas las memeces que quieras mientras se sostengan dentro del dogma establecido, y la gente te escucha y te paga por ello. —Presionó el dedo índice contra la mesa—. Porque nos necesitan; necesitan una rama a la que aferrarse para que la idea de una dantesca y cada vez más cercana muerte sea menos aterradora. Estamos hablando de una estrella de neutrones del tamaño de la Luna que gira mil veces por segundo sobre sí misma y cuya gravedad equivale a un millón de veces la de nuestro Sol, que se acerca al noventa y siete por ciento de la velocidad de la luz hacia la Tierra despedida por una antigua supernova cabreada y que cuando llegue dentro de once meses lo desintegrará todo en una millonésima de segundo. ¡Joder!, no es que sea precisamente una gripe común. La gente está desquiciada. Nosotros solo hemos tratado de otorgarles luz en estos días oscuros.
—Vaya, qué bonito —mencionó Jacob con cierta desfachatez.
Fergus se respaldó sobre su silla y lo miró con aire de superioridad.
—¿Me he equivocado esta vez al arrastrarme hasta aquí para tratar de contratar tus servicios antes que los de otros, Jacob? —sonó como una amenaza—. Puede que se te haya echado de menos, pero yo no me caso con nadie.
Sus miradas analíticas se cruzaron en silencio durante un par de segundos.
—Mis disculpas… —las palabras del mercenario no sonaron demasiado veraces—. Soy un poco bocazas, ya me conoces.
—Bocazas… Y rebelde —masticó las palabras—. Esa es tu naturaleza. Vienes de una infancia difícil y de una juventud infame. Te saqué de la miseria de la vieja Detroit cuando aquello ya era solo una ciudad fantasma y tú poco más que un animal. Te ayudé porque demostraste tener unas cualidades extraordinarias para tu trabajo. Pero la próxima vez que te dirijas a mí de ese modo, aunque solo sea un gesto que no me guste lo más mínimo, me encargaré de que te quedes solo.
Jacob calló y apartó un segundo la mirada. Los recuerdos que conservaba de esa época traumática de su pasado no eran del todo claros, como si su cerebro se hubiera esforzado por desterrarlos al olvido. Era mejor así. Por otro lado, le gustara o no, lo cierto es que le debía un respeto a aquel hombre, si no fuera por Fergus habría muerto de hambre o de cualquier enfermedad mucho tiempo atrás en aquella ciudad maldita, sin importarle a nadie. Con suerte, el personal de limpieza urbanística habría dado con su cuerpo pudriéndose entre las ruinas y lo habrían arrastrado hasta la fosa común más cercana.
—¿Qué necesitáis que haga? —dijo al fin, colaborador.
Fergus, satisfecho, dejó entrever un par de dientes de platino en medio de las teclas amarillentas que formaban su dentadura. Luego adoptó un porte mucho más serio y acercó el pecho a la mesa.
—El atentado de hoy ha sido una simple tapadera. El verdadero atentado ha tenido lugar en el límite exterior de la ciudad, en el CENT, minutos después de estallar la bomba del Capitolio.
Jacob frunció el ceño. El CENT era el complejo termo-nuclear cercano a la ciudad. Durante más de una década vivió su época dorada con la construcción de las últimas naves Arca, pero ahora solo era otro complejo gubernamental más a punto de ser clausurado. ¿Qué interés podría tener para nadie?
—Explícate.
Fergus se tomó su tiempo. Apartó con la mano unas migajas de comida de la mesa.
—Dime, ¿recuerdas cómo consiguen las naves Arca alcanzar la velocidad de curvatura?
La pregunta lo cogió por sorpresa.
—Claro… —dudó. Aunque apenas se hablara ya de ello era algo que todo el mundo conocía—. Tiene que ver con la antimateria. Su producción en masa ha agotado todos los recursos del planeta, por eso ahora es un mundo estéril. El precio que se ha pagado para salvar la raza humana.
—En efecto —dijo—. La antimateria: la fuente de energía más poderosa que existe. Tan solo diez miligramos serían suficientes para propulsar una nave de aquí hasta Marte. Un kilo aporta la energía necesaria como para llegar a Épsilon en cuatro años en vez de en cuarenta.
—O para proveer de electricidad diez ciudades como esta durante siglos… —puntualizó—. ¿A dónde quieres ir a parar?
Fergus se ajustó el doble nudo de su corbata mientras escogía bien las palabras.
—Hoy, alguien ha burlado los sistemas de seguridad del complejo aprovechando que todas las fuerzas de control civil se dirigían al distrito de la Dama Blanca —dijo—. Sea quien sea es bueno; sin disparos, sin alarmas, sin víctimas mortales. Ha accedido a los laboratorios bajo tierra, ha robado el último contenedor de antimateria y se ha marchado como un fantasma, no ha dejado ningún rastro. La única pista que tenemos es que existen muy pocas personas que sepan dónde se encontraba el dispositivo... —se detuvo un instante antes de seguir hablando—. No hace falta que te diga que sin ese artefacto, la nave Arca que aguarda en la exosfera ni siquiera dispondrá de energía para abandonar la órbita terrestre.
Jacob se cruzó de brazos, calculando la gravedad del asunto, y dejó ir un murmullo pensativo.
—Pues tenéis un buen problema… Uno de narices —matizó—. Si no fuera porque es del todo imposible diría que parece obra de César.
—Déjate de fantasmas —le increpó Fergus—. Centrémonos en lo que importa.
—Como quieras —musitó, y añadió—. ¿Imagino que esperas que yo lo recupere?
Fergus hizo un gesto de evidencia con la cabeza para reafirmar sus palabras.
—Ya no queda tiempo ni recursos suficientes en el planeta para producir más antimateria. Como bien has dicho, lo hemos consumido todo. Fuera de esta ciudad solo quedan cadáveres y dunas sepultando el antiguo mundo —entrelazó los dedos—. Te seré franco: no habrá créditos esta vez. Pero da con ese artefacto y con el responsable o responsables del robo y a cambio te garantizo lo que siempre has deseado pero nunca has confesado, aquello por lo que has ahorrado durante tanto tiempo para poder costearte: un pasaje personal en la última nave Arca. La certeza absoluta de que salvarás tu pellejo. —A Jacob se le aceleró el pulso, aunque no permitió que se le notara—. He de admitir que me encantaría encontrarte a bordo. Me vendrían muy bien tus servicios en el futuro. Épsilon… dicen que parece verde en la distancia, sin océanos pero lleno de lagos. Su tamaño es ligeramente superior al de la Tierra. Y también posee ciertos peligros.
Jacob se llevó una mano al mentón. En todos esos años Fergus nunca había incumplido un trato, no tenía motivo para pensar que ahora iba a actuar de forma distinta. Además, tenía que llegar al fondo del asunto, al parecer era una buena oportunidad. El profeta tenía razón con respecto a sus ambiciones. No dispondría de una ocasión mejor para escapar de la cárcel en la que se había convertido el planeta Tierra.
—Admito que tu propuesta es buena —dijo tras pensarlo.
—¿Qué admites qué? —Torció el gesto, como si no pudiera creer lo que acababa de oír—. ¡Coño, es espectacular!
Jacob tamborileó con los dedos sobre la mesa, se levantó de la silla y le ofreció la mano.
—Acepto. Encontraré ese artefacto y a quien lo ha robado.
Fergus se la estrechó, aunque más bien para ayudarse a levantar.
—Escucha, me es indiferente si te ves obligado a cargarte a diez adinerados de los Barrios Altos o si tienes que arrastrarte por las cloacas y túneles del submundo. Más nos vale que lo resuelvas antes de que se sepa lo que ha pasado. Si esto se hace público…
Ya nada contendrá a los ciudadanos… pensó Jacob. Era la primera vez que advertía en los ojos del profeta un atisbo de preocupación.
—¿Quién será mi competencia esta vez? —Quiso saber.
—No te voy a mentir, el caso es grave. Habrá otros: asesinos, cazadores de recompensas… aunque no contratados por mí. Comienza por acercarte mañana temprano al CENT. Pregunta por uno de los vigilantes, Orly, Orland o algo así. Ahora mismo, mientras hablamos, se encuentra recopilando las grabaciones de seguridad para buscar pistas. Me encargaré de que le avisen de que vas a ir y de que solo las reproduzca ante tu presencia. Toma esto…
Sacó de su traje un pase de seguridad de máximo nivel, en otras palabras; un salvoconducto que permitiría a quien lo llevara pisar cualquier distrito, inmueble o parte de la ciudad. Los mecenas solían prestárselos a sus mercenarios cuando les encargaban una misión. Y se lo entregó. Jacob lo miró, era el pase de más alto rango que había tenido nunca entre sus manos. Se lo guardó en el bolsillo.
—¿Necesitas que te acompañe a algún sitio?
Fergus cogió de nuevo su manta y se la colocó por encima, de manera que sus caros ropajes quedaron bien disimulados.
—No… mi escolta aguarda cerca de tu edificio. Resulta anecdótico, pero hoy hace una noche particularmente hermosa, se aprecia bien la Luna y la estación espacial. Aprovecha y date una vuelta. No tiene desperdicio.
Jacob no respondió. Le abrió la puerta.
—Contacta conmigo tan pronto averigües algo…
—Cuenta con ello —le aseguró el mercenario.
Fergus se giró y lo miró una última vez, como si pudiera ver en el interior de su alma. Un alma tal vez negra y corrompida a esas alturas.
—Tú fuiste… —empezó a decir, pero se detuvo—. No importa. Haz lo que mejor sabes hacer. —Le tocó el brazo a modo de despedida, se alejó y desapareció por la penumbra del pasillo.
Jacob, meditabundo, cerró la puerta y apagó la luz. La habitación quedó sumida en una penumbra parcial. Se acercó a la ventana y observó la noche. Infinidad de estrellas salpicaban el firmamento. Carente de contaminación lumínica, el cosmos ofrecía su cara más espectacular. La esfera plateada de la Luna bañaba los restos de los edificios más cercanos; tras unas pocas ventanas se apreciaba el tintineo anaranjado de alguna llama. El resto solo ofrecían oscuridad tras sus cristales y sombras extrañas. Debido al ángulo y posición de su propia ventana no alcanzaba a ver los reflejos de la última nave Arca ni de la estación espacial, pero estaban ahí arriba, en alguna parte. En esos momentos, Fergus salió del edificio y se le acercaron tres hombres que salieron de las sombras: su escolta. Juntos se acercaron a un vehículo destartalado, aunque debió de ser lujoso tiempo atrás, aparcado en la acera, y se metieron en su interior. Los faros se encendieron y el ruido del motor quebró el silencio de la calle.
Jacob esperó a que se alejaran un trecho, entonces fue hasta el arcón donde guardaba su ropa. Se puso el chaleco antibalas, su gastado juego de hombreras de cuero y se ajustó el cinturón de las armas alrededor de la cintura. Al hacerlo dejó al descubierto un instante dos cicatrices de bala en el abdomen. Salió por la puerta de su apartamento, colocándose el sombrero, y la cerró tras de sí.
Tenía trabajo que hacer. No esperaría hasta mañana.