FiestaEspiritu-Cover.jpg
FiestaEspiritu-Portada.jpg

La fiesta del Espíritu

Espiritualidad y celabración pentecostal

Darío López Rodríguez

© 2014 Centro de Investigaciones y Publicaciones (cenip) – Ediciones Puma

ISBN N° 978-612-4252-01-3

Primera edición digital: setiembre 2014

Categoría: Teología - Espiritualidad

Primera edición impresa: noviembre 2006

ISBN N° 978-9972-701-43-6

Editado por:

© 2014 Centro de Investigaciones y Publicaciones (cenip) – Ediciones Puma

Apartado postal: 11-168, Lima - Perú

Av. 28 de Julio 314, Int. G, Jesús María, Lima - Perú

Telf.: (511) 423–2772

E-mail: administracion@edicionespuma.org

ventas@edicionespuma.org

Web: www.edicionespuma.org

Ediciones Puma es un programa del Centro de Investigaciones y Publicaciones (cenip)

Diseño de carátula: Salomé Sánchez

Diagramación: Hansel J. Huaynate Ventocilla

Reservados todos los derechos

All rights reserved

Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o introducida en un sistema de recuperación, o transmitida de ninguna forma, ni por ningún medio sea electrónico, mecánico, fotocopia, grabación o cualquier otro, sin previa autorización de los editores.

Las citas bíblicas corresponden a la versión Reina Valera 1960

A los pioneros de la Iglesia de Dios del Perú que aún están con nosotros: Juan Urbano, Luis Ruiz, Juan Villanca, Clodoaldo Borges, Miguel López. Modelos vivientes de servicio fiel y comprometido al Dios de la vida. Ejemplos concretos de misioneros desde abajo.

Prólogo

El crecimiento del movimiento pentecostal tanto en América Latina como en el resto del mundo durante el siglo pasado ha sido espectacular. Siendo un fenómeno global desde sus primeros años1, observadores y estudiosos de lo que se conoce como la «tercera fuerza» del cristianismo, lamentaron que paralelamente al desborde de éste no se haya dado también un desarrollo de la teología y pneumatología pentecostales con la misma fuerza que su crecimiento numérico.

En un sentido, gracias a la monumental obra del teólogo suizo Walter J. Hollenweger, El pentecostalismo: Historia y doctrinas (Hollenweger 1976)2, el pentecostalismo dejó de ser visto con sospecha pues este autor lo define como una manera diferente de ser cristiano. En general, esta apreciación ha servido para que las iglesias pentecostales ya no sean consideradas como «sectas» o grupos seudo-cristianos, sino que sean reconocidas como denominaciones pujantes cuyos miembros confiesan tener una experiencia extática con el Espíritu Santo, la que les faculta para moverse con facilidad en el campo de los dones y ministerios sobrenaturales; experiencia que un vasto sector evangélico desconoce o prefiere simplemente no hablar de ella.

En el contexto latinoamericano, autores pentecostales como Norberto Saracco, Carmelo Alvarez, Bernardo Campos, Juan Sepúlveda, Eldin Villafañe y otros, también han venido escribiendo distintos aspectos de la espiritualidad y la «pentecostalidad» de este sector del evangelicalismo, contribuyendo así a definir mejor su teología. Es en esta línea que podríamos ubicar La fiesta del Espíritu, nuevo libro de Darío López, que viene a llenar un vacío en la reflexión pneumatológica pentecostal.

Las tres secciones de esta obra —el culto, la presencia del Espíritu en el creyente y los dones espirituales— están hilvanadas con lo que podríamos llamar la «fe pentecostal», la cual se expresa en el quehacer diario del creyente en la comunidad donde se desenvuelve, así como también en su vida de servicio y adoración en la iglesia. Basándose en el recuento lucano, López analiza la intervención de la tercera persona de la Trinidad en diversos momentos de diferentes personajes bíblicos y acontecimientos de la primera iglesia, con el fin de comprender el actuar holístico del Espíritu Santo en el día de hoy. El resultado de esta intervención divina, más que marcas visibles de glosolalia y códigos de vestimenta y conducta, es una vida nueva que está conectada estrechamente con la «ruptura radical con los valores que informan y moldean el estilo de vida de la sociedad predominante».

En otras palabras, la espiritualidad pentecostal debe reflejarse en exigencias éticas puntuales, como dice el autor, tema que reviste mucha relevancia para la iglesia evangélica en general de América Latina en la actualidad, ya que en los últimos años hemos visto un exagerado énfasis en el llamado «poder» o «unción» del Espíritu, el cual está ocupando un lugar preponderante en las iglesias en desmedro de la santidad. Esta tendencia generalizada ha producido consecuencias negativas, al punto que muchos creen que puede haber «poder» sin santidad (o por lo menos sus prácticas así lo demuestran), o que la «unción» precede a la ética, ideas que minan los valores más fundamentales de la doctrina cristiana.

Darío López inicia su libro con el tema del culto, al que llama fiesta del Espíritu. López dice que hay cuatro rasgos distintivos que caracterizan esta celebración: la oración, el canto, el testimonio y la predicación. Existen muchos estudios sobre el culto pentecostal latinoamericano, siendo quizás el de Orlando Costas uno de los primeros de su tipo donde el misiólogo puertorriqueño resaltó el tono alegre, creativo y autóctono de su liturgia(Costas 1974)3.

En estos trabajos, como en La fiesta del Espíritu, se resalta el hecho de que el culto es clave para comprender la espiritualidad del pentecostalismo, pues la adoración a Dios es una experiencia que se inicia el día de la conversión y continúa a lo largo del caminar diario con el Señor, en una constante comunicación con El a través de la oración, la alabanza y la lectura de la Biblia. Así, el culto, no importa donde se realice, es un espacio donde se recrea y fortalece la fe, en un ambiente de alabanzas, testimonios, sanidades y el mensaje de Dios a través de la predicación.

Aparte del elemento comunitario, el culto también tiene una dimensión misiológica que nuestro autor resalta. López afirma que los pentecostales no son unos «cualquieritas» o «ninguneados» de la sociedad, sino embajadores de Dios puestos en el mundo para dar testimonio de la misión liberadora de Jesús a todos los seres humanos. En días cuando el culto evangélico se ha apropiado de la cultura mediática para convertirse en show y lugares de entretenimiento, hacemos bien en rescatar el propósito misiológico y escatológico del culto, donde Cristo debe ser exaltado como Señor y Dios por encima de los señores y dioses de la fama y del mercado que han hecho de las iglesias simples lugares de consumo religioso.

Darío López no habla en nombre de todos los pentecostales. Admite que habrá coincidencias con la manera en que otros pentecostales entienden la espiritualidad pentecostal, y que también habrá diferencias de opinión en algunos de los temas tratados aquí. El dice: «precisamente, las coincidencias o las diferencias de opinión sobre aspectos particulares de nuestra espiritualidad, antes que alejarnos mutuamente o provocar rupturas innecesarias, debería obligarnos a examinar con mayor cuidado nuestra experiencia a la luz de las Sagradas Escrituras, para articular espacios de comunión en los que se haga visible la unidad del Espíritu y para corregirnos mutuamente en todas aquellas situaciones que afean nuestra presencia misionera en los marcos temporales en los que estamos situados».

Agradecemos a Darío López por La fiesta del Espíritu que llega como un aporte oportuno a la comunidad cristiana. Estoy seguro que pentecostales y no pentecostales por igual encontrarán en este libro una fuente de reflexión y acción desde su propia espiritualidad y peregrinaje con el Señor.

Miguel Ángel Palomino

Rector de la Facultad Teológica Latinoamericana (fatela)

Miami, octubre de 2006

_______________

1 Se considera que el movimiento pentecostal moderno se origina en 1901, cuando Agnes Ozman recibió el don de lenguas en el Bethel Bible College, en Topeka, Kansas. Su expansión se inicia en 1906 con el avivamiento de la calle Azusa, Los Angeles, donde el pastor afroamericano William J. Seymour también dijo haber tenido la misma experiencia, historia que la revista Los Angeles Times publicó en primera plana en esos días. A partir de ahí este avivamiento dejó de ser la experiencia de una iglesia local para convertirse en el movimiento más dinámico y vivo que el cristianismo ha visto en el siglo pasado.

2 Hollenweger creció en una iglesia pentecostal, pero más tarde se ordenó como pastor de la Iglesia Reformada Suiza. Su otro libro, Pentecostalism: Origins and Developments Worldwide (Hendrickson, 1997), es una secuencia del primero.

3 «La realidad de la iglesia evangélica latinoamericana», en Fe cristiana y Latinoamérica hoy (editor René Padilla). Buenos Aires: Ediciones Certeza, 1974. pp. 35–66.

Prefacio

Pertenezco desde hace tres décadas a una de las denominaciones más antiguas del movimiento pentecostal mundial (la Iglesia de Dios del Perú, cuya oficina internacional se encuentra en Cleveland, Tennessee, Estados Unidos). Sin embargo, no me aventuraría a afirmar que la manera como comprendo los temas que se abordan en el presente libro, refleja la perspectiva pentecostal. En verdad no pretendo exponer ni resumir todo lo que los miembros de la inmensa familia pentecostal que representa al sector más dinámico, creciente y vigoroso de la fe evangélica en el sur del mundo, afirma, enseña y proclama en los diversos espacios misioneros en los que está inmersa, dando testimonio del Dios de la vida y de su amor por la vida.

Más bien, lo que intento en estas páginas es dar cuenta de la manera como entiendo mi fe pentecostal y procuro vivirla cada día en los espacios sociales en los que la gracia del Dios Trino y Uno me ha colocado —así como ha colocado en otros marcos temporales a millones de sus discípulos a lo largo de la historia de la iglesia— para dar testimonio de su luz admirable (1P 2.9) y para dar razón de la esperanza que él ha puesto en nosotros (1P 3.15). En efecto, como ocurrió con los apóstoles (Hch 4.20; 22.15) en sus respectivos marcos temporales, los discípulos de Jesús de Nazaret están llamados a ser testigos-mártires de aquello que han visto y oído.

De eso se trata, no sólo de comunicar verbalmente un mensaje y escribir sobre las experiencias ajenas, sino de hablar y escribir sobre aquellas experiencias que el Señor en su inmensa misericordia les ha permitido disfrutar a lo largo de su peregrinaje cristiano. Como lo expresó tan bellamente el discípulo amado en su primera epístola: [...] lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida [...] lo que hemos visto y oído, eso os anunciamos [...] (1Jn 1.1, 3).

¿Significa esto que le estamos dando primacía a la experiencia sobre la Palabra? De ninguna manera. Lo único que quiero subrayar es que no hablo en nombre de todos los pentecostales y que no pretendo explicar la manera como todos ellos entienden la presencia del Espíritu, los dones espirituales y el culto. Sin embargo, admito que seguramente habrá coincidencias con la manera en que ellos entienden estos temas clave de nuestra espiritualidad, y reconozco que también habrá diferencias de opinión en algunos o varios de estos asuntos que son tan caros para nosotros.

Precisamente, las coincidencias o las diferencias de opinión sobre aspectos particulares de nuestra espiritualidad, antes que alejarnos mutuamente o provocar rupturas innecesarias, debería obligarnos a examinar con mayor cuidado nuestra experiencia a la luz de las Sagradas Escrituras, para articular espacios de comunión en los que se haga visible la unidad del Espíritu y para corregirnos mutuamente en todas aquellas situaciones que afean nuestra presencia misionera en los marcos temporales en los que estamos situados.

Temas críticos como el Espíritu Santo, los dones espirituales y el culto, jamás tendrían que ser razones para que se generen divisiones en el seno del pueblo de Dios. Que uno de nosotros dé a conocer su punto de vista sobre estos temas particulares, no significa que ese sea el único punto de vista posible, como tampoco quiere decir que sea el único abordaje válido. Pero tampoco se le debe rechazar sólo porque no coincide con nuestra aproximación al tema. En todos los casos, siempre será más prudente, humilde y necesario, examinar cada uno de estos puntos de vista a la luz de las Sagradas Escrituras, nuestra suprema autoridad en todo lo concerniente a doctrina y a conducta.

En ese sentido, los lectores pueden y deben examinar los diversos temas que se plantean en este libro, con una mente modelada, informada y transformada constantemente por la Palabra de Dios, siguiendo el consejo apostólico a los creyentes de Tesalónica: Examinadlo todo; retened lo bueno (1Ts 5.21). O, si lo prefieren, seguir el ejemplo de los oyentes de la ciudad de Berea quienes: [...] recibieron la palabra con toda solicitud, escudriñando cada día las Escrituras para ver si estas cosas eran así (Hch 17.11). Que así sea. Y que las páginas que siguen sean un valioso insumo para el diálogo fraterno.

Darío López Rodríguez

Villa María del Triunfo, octubre de 2006

Introducción general

Aunque todavía en ciertos sectores de la comunidad evangélica se considera que las iglesias pentecostales están enajenadas de su realidad histórica y que han limitado la conducta cristiana en la sociedad a la práctica de un rigorismo ético, la historia temprana de estas iglesias y la experiencia reciente, indica más bien que su espiritualidad puede ser definida como un estilo de vida (sentir, pensar y actuar) caracterizado por una «integración de las creencias y las prácticas en los afectos que son evocados y expresados por esas mismas creencias y prácticas» (Land 1997: 13)4. Los afectos pentecostales son las características innegociables de su identidad, que tienen un inmenso valor porque constituyen el núcleo de su experiencia espiritual cotidiana, las marcas permanentes de su presencia en el mundo y los ejes que vertebran y modelan su presencia pública en los distintos contextos históricos en los que ellos se encuentran dando testimonio de su pasión por el reino5.

En efecto, la experiencia de estas iglesias en el sur del mundo demuestra que se trata de una pasión que los ha llevado a comprometerse con la defensa de la dignidad humana, con todos los riesgos que ese compromiso exige y que los compromete a luchar contra la pobreza en las sociedades excluyentes de este tiempo; una práctica que pone en tela de juicio los puntos de vista todavía presentes en ciertos círculos académicos, en los que se percibe tanto el mensaje y las propuestas teológicas de estas iglesias como una forma de «adormecer» o de «vaciar» la conciencia social de los pobres y de los excluidos; o que consideran a estas comunidades como simples espacios de «refugio» y de «supervivencia» para los inmigrantes que se encuentran sin lazos sociales ni referentes culturales en las ciudades que los acogen y en las cuales ellos se sienten huérfanos, extraños e incomprendidos.

Sin embargo, teniendo en cuenta el testimonio público actual de un significativo porcentaje de iglesias pentecostales localizadas en el sur del mundo, ya no se puede aceptar tan fácilmente la opinión de que ellas representan a un sector religioso pasivo socialmente o ingenuo políticamente, una suerte de justificadoras y defensoras a ultranza de regímenes autoritarios, una especie de «idiotas útiles» o de «masa de maniobra» para los grupos reaccionarios, o iglesias apocalípticas y milenaristas que han optado por diferir su vida al más allá y que viven de espaldas a su realidad histórica en una especie de apatía colectiva o de «huelga social».

Basta examinar con cuidado la experiencia de estas iglesias para darse cuenta de que constituyen sociedades alternativas que ponen en tela de juicio a las sociedades asimétricas de este tiempo, y que son comunidades de resistencia activa al imperio predominante, comunidades cuyo impulso misionero se fundamenta en su pasión por el reino de Dios y su justicia. Una pasión que impulsa a un número cada vez mayor de miembros de estas iglesias a dar testimonio del Dios de la vida en distintos marcos sociales, políticos y culturales, arriesgando incluso su propia seguridad física y teniendo una fidelidad insobornable que no elude el martirio, porque para ellos no son los dioses de este siglo los que tienen la última palabra en la historia, sino el Dios de la vida, que ama y defiende la vida de todos los seres humanos creados a su imagen.

En tal sentido, se puede afirmar que, para un número creciente de iglesias pentecostales, la vida en el Espíritu tiene un horizonte mucho más amplio que el de una ética rigorista que en otro momento las condujo a separar lo sagrado de lo profano, lo secular de lo religioso, lo material de lo espiritual, y la moral personal de la moral pública.

Una lectura contextual de la Biblia, unida a una toma de conciencia respecto a la realidad social y política en la que viven, ha hecho posible que el panorama sea un poco distinto en este tiempo. Sin embargo, queda todavía un largo trecho que recorrer y cuestiones críticas que deben resolverse; todo ello, ciertamente, desde el piso inconmovible de la Palabra de Dios e insertados en el mundo que es su parroquia o su campo de misión cotidiano. De lo que se trata, entonces, es de articular una agenda de misión integral que puede contribuir significativamente para que el pentecostalismo sea un vehículo colectivo de transformación social que, sin negar su identidad religiosa específica, coadyuve a cambiar radicalmente las relaciones humanas de exclusión y el rostro político de nuestros países corroídos por el cáncer de una corrupción sistémica que los mantiene postrados como simples accesorios o como simples factorías rentables del modelo económico predominante en la aldea global contemporánea.

Dentro de ese marco temporal concreto, la espiritualidad pentecostal no puede desligarse de un firme compromiso con la defensa de la dignidad humana, ya que amar la vida y defenderla constituye una forma de vivir en el Espíritu. Y el Dios de la vida, que ama y defiende la vida de los sectores sociales más vulnerables, exige que la comunidad del reino, como comunidad misionera escatológica, se comprometa con esa tarea que desacomoda a los acomodados de este mundo que tienen en sus manos el poder político, económico, militar y religioso, teniendo en cuenta que, como la historia de la iglesia cristiana lo demuestra, desafiar y enfrentarse a los círculos infernales de violencia, no constituye un buen negocio y demanda tener una fe indomable en Jesús de Nazaret encarnado, crucificado y resucitado.

Precisamente, esa es la cristología integral que caracteriza a las comunidades pentecostales, la cual les otorga ese aroma inconfundible que atrae a los millones de crucificados del mundo, quienes encuentran en las iglesias pentecostales comunidades afectivas y efectivas que convierten a las víctimas del sistema en misioneros y a los desesperanzados del mundo en visionarios. Aunque en los últimos años, debido a la fuerte influencia de la «especialización» del culto y de la «profesionalización» de los pastores que trajo consigo la avalancha carismática, han ocurrido cambios sustantivos en el contenido y la forma en que un creciente porcentaje de iglesias pentecostales celebran el culto, todavía puede afirmarse que el culto sigue siendo el laboratorio colectivo en el que se articula la teología de estas iglesias y el espacio común en el que se afirma su amor por la vida como un don de Dios por el que uno tiene que luchar cada día en un clima social en el que las fuerzas de la muerte pretenden tener la última palabra6.

_______________

4 La espiritualidad puede entenderse también como «un estilo de vida, una manera de ser y de hacerse discípulo de Jesús [...] una manera de pensar y actuar, de caminar según el Espíritu (Ro 8.4) [...] una manera de ser cristiano [...]» (Gutiérrez 1986: 14). O como señala otro autor: «Según nuestra definición personal que sintetiza el enfoque y la moral trinitarios [...] en obediencia a Dios, el seguimiento de Jesús en el poder del Espíritu» (Villafañe 1996: 145). Villafañe subraya también que «una espiritualidad auténtica y relevante debe ser integral y debe responder por igual a la dimensión vertical y horizontal de la vida [...] [ya que] toda espiritualidad verdadera es, en última instancia, amar a Dios y a nuestro prójimo como a nosotros mismos» (Villafañe 1996: 149).

5 Para Steven Land, los tres afectos pentecostales íntimamente relacionados entre sí, son los siguientes: Gratitud (alabanza y acción de gracias), compasión (amor y deseo) y valor (confianza y esperanza). Según este autor, los tres afectos mencionados se correlacionan tanto con la perspectiva sobre Dios, el reino y la salvación, como con las tres virtudes teológicas tradicionales de la fe, el amor y la esperanza, respectivamente (Land 1997: 138). Una simple observación de la experiencia de estas iglesias en América Latina, permite constatar que los tres afectos mencionados están presentes y confluyen en el culto, el espacio en el que se articula su teología oral-narrativa y en el que se expresa su amor por la vida y su protesta frente a las fuerzas de la muerte.

6 En palabras de un teólogo pentecostal: «[El culto] es el lugar de liberación personal de los creyentes y una afirmación de su status en la sociedad. Es el lugar de la vida social de los creyentes, atestiguado por la enorme cantidad de cultos que se celebran en el curso de la semana. Pero sobre todo, es el lugar de la manifestación del Espíritu; el creyente se encuentra con el Espíritu aquí como en ningún otro lugar» (Villafañe 1996: 131–132).

Parte 1: La fiesta del Espíritu