Génesis 3, 1-15
La Biblia es el escenario donde aparecen gran número de animales, bien porque representan un papel más o menos importante en una narración, descripción o enumeración, bien porque se usan como imágenes o en comparaciones. Entre los que ocupan los primeros puestos hay que citar: la serpiente de la Caída, el cuervo y la paloma del Arca, el cordero que sacrificaron en lugar de Isaac, el becerro de oro y la serpiente de bronce, la burra de Balaam, el león que abatió Sansón, los zorros que este último suelta en los trigales de los filisteos, el oso y el león que venció el joven David para proteger sus ovejas, el pez y el perro de Tobías, los cuervos de Elías, la osa de Eliseo, los leones de Daniel, la ballena de Jonás. A esta lista, que sólo tiene en cuenta el Antiguo Testamento —y que podría multiplicarse por dos o por tres—, vienen a añadirse los animales del Nuevo Testamento: el cordero del Salvador, la paloma del Espíritu Santo, el asno y el buey de la Natividad, la borriquilla de la huida a Egipto, el pollino con que entró Cristo en Jerusalén, el pescado sustraído por Judas, el gallo de la negación, el Tetramorfos, los cuatro caballos, el dragón y las bestias monstruosas del Apocalipsis. Muchos de estos animales son objeto de un capítulo en la presente obra. Comencemos por la serpiente, el primer animal del que habla la Biblia y el que causa la Caída y el pecado original.
Después de la Creación, Dios coloca a Adán y a Eva en el Paraíso terrenal y les permite hacer todo lo que quieran menos coger el fruto del árbol del conocimiento del Bien y del Mal. No les explica la razón ni cuál es la verdadera naturaleza de este árbol, pero los amenaza con los más severos castigos en caso de desobediencia. A pesar de las admoniciones, Eva sucumbe a la tentación y transgrede la orden: recoge el fruto y se lo ofrece a Adán, que sucumbirá a su vez. El texto del Génesis precisa que, al obrar de ese modo y contravenir las órdenes del Creador, Eva no se limitaba a seguir sus deseos: había caído en las redes seductoras de Satán, que en esa ocasión había adoptado la apariencia de una serpiente. Pero, para los teólogos de la Edad Media, fuertemente misóginos, ella es la principal culpable: Adán queda más o menos absuelto, o al menos sólo se le acusa de debilidad. La iconografía no se queda a la zaga y muestra a Eva recogiendo el fruto prohibido —un higo o una uva en las tradiciones orientales; una manzana en la tradición cristiana, a causa de un juego de palabras latino (malum designa a la vez la manzana y el Mal)—, y luego mordiéndolo ella primero antes de tendérselo a Adán. Éste le da un mordisco a su vez, pero el bocado se le queda atascado en la garganta (ahí radica el origen popular de la «manzana de Adán», a la que también se llama «la nuez de Adán»), como si no hubiese logrado tragar por completo el delicioso alimento prohibido.
Según la Biblia, la serpiente tentadora funciona sólo como el instrumento del Diablo, cabecilla de los ángeles rebeldes, enemigo de Dios, inferior a él pero sin embargo dotado de temibles poderes para los hombres. No obstante, para la exégesis y la teología cristianas, la serpiente y el demonio a menudo son un único ente y encarnan el conjunto de las fuerzas del Mal. Además, antes del Renacimiento resulta poco habitual que las imágenes muestren a la vez a la serpiente seduciendo a Eva e induciéndola a pecar y al Diablo, escondido tras el árbol, observando la escena. Por el contrario, la serpiente tentadora con frecuencia aparece sola, dotada de un cuerpo de reptil y una cabeza más o menos monstruosa que recuerda a un fauno o a un demonio, o incluso una cabeza de mujer, como si existiese atracción u ósmosis entre Eva y su corruptora.
Tras haber desobedecido, Adán y Eva se llevan un buen rapapolvo del Señor, que acaba expulsándolos del Paraíso. Dios les da con qué esconder su desnudez (la invención de la vestimenta está pues ligada a la Caída), y después condena a Adán a trabajar y a Eva a parir con dolor. Trabajo y dolor se convierten por tanto en el destino común de la humanidad pecadora. En cuanto a la serpiente, recibe la maldición de Dios, que la condena: «Sobre tu pecho andarás, y polvo comerás todos los días de tu vida» (Génesis 3, 141).
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En numerosas culturas la serpiente se halla asociada a todos los mitos fundadores y se considera un animal aparte, el peor enemigo del hombre, al que se opone sin cesar, y de todos los demás animales, que lo temen y lo rehúyen. Es con frecuencia ambivalente: por un lado encarna todos los vicios y todas las fuerzas del mal, sobre todo las artimañas, la perfidia, la sexualidad y el deseo carnal, y por otro, la inteligencia, la ciencia, la prudencia. Es a la vez creadora y destructora. No resulta por tanto asombroso que la Biblia le dedique el primer lugar, al menos cronológico, y le asigne un papel negativo: el de tentadora, causante de la desgracia de la humanidad. En los textos bíblicos la serpiente siempre hace de mala, con una excepción: la serpiente de bronce, modelada por Moisés siguiendo las recomendaciones de Yahvé; «aquellos que sufran la mordedura o picadura de una serpiente o un animal venenoso no tienen más que mirarla para conservar la vida» (Números 21, 6-9).
Después de Plinio y de su compilador Solino, que en el siglo III recopiló un digest de la Historia natural sometido a una fuerte influencia de las tradiciones orientales, los autores de la Edad Media convirtieron al dragón en la mayor serpiente, rey de todas ellas. Aquello les permitió establecer un vínculo «tipológico» entre la serpiente del Génesis y el dragón del Apocalipsis, y acercar el principio del Antiguo Testamento y el fin del Nuevo. También les permitió representar la victoria sobre el Mal con una serpiente o un dragón aplastado por un pie, y hacer de ello el atributo de numerosos santos y prelados que vencieron el pecado, derrotaron la herejía y triunfaron sobre el Diablo y sus criaturas.
La Antigüedad pagana contaba con más matices en relación con las serpientes, a las que conocía relativamente bien, ya que Aristóteles y varios médicos griegos las habían observado, estudiado y disecado. Se sabía cómo se apareaban, cómo mudaban la piel y, sobre todo, desde tiempos muy antiguos, cómo extraer de ellas los distintos venenos para usarlos como remedios. Así pues, la serpiente era tanto un símbolo mortífero como un símbolo vital. Enroscada alrededor de un árbol, simbolizaba el apareamiento de una figura masculina, fálica y creadora y de una figura femenina, fértil y fecundada. Este tema de Oriente Próximo es el que transformó el texto del Génesis para poner en escena a la mujer, la serpiente tentadora y el árbol del conocimiento del Bien y del Mal.