La abuela me hace una señal con la mano para que la siga.
Cruzamos la ennegrecida lareira, la cocina de los ahumados, y entramos en la despensa. El techo lleva pegado el humo viejo como una resina oscura y grasienta. Huele a carne ahumada y a pan recién horneado. Un vapor ácido se alza desde los cubos en los que se acumulan los restos de comida para los cerdos. El suelo es de barro, pero brilla en los puntos más transitados como si lo hubieran pulido.
En la despensa, la abuela saca de un cazo un poco de manteca de cerdo endurecida y lo unta sobre el asador; luego mete una cuchara en la mermelada de manzana y retira la capa de moho de color grisáceo, que arroja después a los restos de comida. Malada, puede leerse en las etiquetas que ella misma ha pegado en los botes de cristal con un engrudo hecho a base de harina, leche y saliva. Su malada es de color marrón oscuro y tiene un sabor dulce y amargo a la vez.
La abuela me pone un puñado de huevos en la falda, que yo mantengo levantada. Al pasar, la corriente de aire desprende de las paredes de la lareira una cascarilla de hollín que va a depositarse sobre las hogazas de pan colocadas en alto, sobre el armario de madera. Debajo de la boca del horno, junto a la puerta de entrada, hay un montoncito de ceniza recién barrido.
La abuela faena en la cocina. Las comidas que prepara saben a esa lareira, tienen el regusto de la gruta oscura y mal aireada que cruzamos un par de veces al día. Todo lo comestible –según me parece– cobra el olor y el color de ese rincón destinado a ahumar la carne: el tocino y el trigo sarraceno, la grasa y la mermelada, hasta los huevos, huelen a tierra, humo y aire ácido.
Mientras está cocinando, la abuela asigna a las comidas su idoneidad específica. Sus platos son poseedores de una fuerza oculta, unen el más acá con el más allá, curan heridas visibles e invisibles, pueden incluso enfermar.
Bebo el café de cebada del biberón que ella esconde para mí en la estantería más baja del aparador de la cocina. «Eres ya demasiado grande para ese biberón», me dice, «pero mientras lo quieras, te lo seguiré preparando.» Me acuesto en el banco de la cocina para desaparecer del campo visual, y succiono el café recién hecho. «Eres demasiado grande ya» –repite la abuela–. «Si alguien entra, dejas de inmediato ese biberón en el suelo.»
La abuela considera que mi madre no sirve para la cocina. No tiene ni idea de cocinar –asegura–, y lo que le enseñaron las monjas en la escuela no nos sirve en esta casa. Tampoco sabe que hay comidas para vivos y comidas para muertos, que uno puede curar o enfermar a personas con platos expresamente preparados para ellas, no quiere creérselo.
Yo, al contrario, creo todo cuanto dice la abuela, y voy dando vueltas a la manivela, entusiasmada, cada vez que tuesta avena para mezclarla con el café. La escucho hablar de la cantidad de personas para las que ha cocinado en otros tiempos, en su casa, cuando todavía tenían peones de labranza, criadas y muchos, muchos niños. Dice que también en alguna ocasión tuvo que robar comida para ella y para los demás; si le tocaba fregar las cazuelas, salía en su busca y se llevaba hasta las cáscaras de las patatas, cualquier cosa que pareciera comestible. Fue una gran suerte –dice– que me mandaran a trabajar allí, en la cocina. La del campo. Lo sé.
Después de enjuagar los pequeños cuencos y calderas esmaltadas, la abuela los coloca en el alféizar para que se sequen, y arroja fuera el agua sucia de la jofaina de latón. Sus dedos largos, enrojecidos, cobran un color violeta siempre que termina de fregar. Parecen las garras de un ave de presa. De vez en cuando me da con ellos unos golpecitos en la cabeza. Con el atizador de gancho, levanta uno de los discos de hierro de la hornilla (casi del tamaño de un plato) y reparte las brasas para que se enfríen más rápidamente.
Apenas echa a andar, la sigo. Ella es mi abeja reina y yo soy su zángano. Tengo pegado a la nariz el olor de sus vestidos, un olor a leche y a humo, el aliento de hierbas amargas adherido a su delantal. Ella comienza su danza y yo imito su baile. Ajusto mis pasos, más cortos, a los suyos, llevados a remolque, me pongo a zumbar una tierna melodía hecha de preguntas, mientras ella entona el bajo continuo.
Pasamos a la estancia principal y echamos una ojeada a la centrífuga de leche situada detrás de la puerta, a la que damos la vuelta un par de veces por semana, a fin de separar la nata de la leche. En la recámara que está detrás se abren las ventanas, se airean las camas en las que dormimos, se aflojan las ataduras de los sacos de paja rellenos de hojas de maíz secas; se les da la vuelta y se revisan las hierbas que reposan sobre el alféizar o que cuelgan de unos aparejos; se suben las escaleras hasta la buhardilla de atmósfera inquietante; se echa una ojeada a la habitación a la que han ido a refugiarse, desde hace años, varios fantasmas que fueron a visitar a los que allí dormían y los espantaron, según cuenta la abuela.
La abuela continúa su danza al aire libre y ata al ciruelo el ranúnculo que crece delante del granero. Les habla a los saúcos que están al lado del montón de estiércol, animándolos a florecer más pronto. Luego regresa a recogerme. Caminamos a través del patio en dirección a las reservas de alimento situadas en el sótano y el granero. Abre sacos de harina, arcones y cubos de madera, se llena los bolsillos del delantal con frutos frescos o secos, reparte maíz o trigo a las gallinas. La frente se le arruga y toma el aspecto de las ripias que cubren el techo encima del granero. Se da prisa en adelantarme, porque quiere llegar al secadero que está junto al arroyo y velar por el buen estado de las rejillas sobre las que, en otoño, se ponen a secar las ciruelas y las peras.
Dos veces por semana examina conmigo los nidos de las gallinas ponedoras en el cobertizo de las herramientas y en el pajar. Si al final de la semana algún nido no ha tenido huevos, sale en busca del díscolo animal, sospechoso de andar holgazaneando a la hora de poner. Cuando éste se le acerca, agarra al bicho emplumado, que no para de chillar, con la rapidez de un asalto por sorpresa y le mete dos dedos en el trasero: el índice y el del medio. Si algo blanco destella bajo sus dedos, la abuela dice entonces que el huevo saldrá mañana o pasado, que tiene aún la cáscara blanda.
En una ocasión, para divertirme, saca de la gallina un huevo que se le deshace entre los dedos. Me da risa. La «chica de los huevos», así me llama la abuela. El apodo –me cuenta– me lo puso el abuelo cuando estaba ya enfermo y permanecía todo el tiempo tumbado en el banco junto a la estufa, con el encargo de velar por mí. Yo era una niña muy mimada, apenas tenía un año cuando descubrí los huevos en la estantería más baja del aparador y los eché a rodar uno por uno por el suelo de madera. En cuanto una yema brotó de la cáscara, grité: Sonči gré! («¡Ha salido el solecito!»). El abuelo, que había estado observándome, quedó tan entusiasmado que me dejó vaciar el cuenco, y le prohibió a la abuela que me reprendiera por aquel motivo. Mientras ella limpiaba los restos de huevo del suelo, él sólo decía que ambos, él y yo, merecíamos cierta condescendencia. Poco después murió, a pesar de que conmigo se entretenía.
Sólo cuando toca hacer masa para el pan la abuela aprecia la ayuda de mi madre. La observa entonces mientras ella amasa la harina. En la artesa, la masa chasquea y chapotea. Las gotas de sudor cubren la frente de mamá y caen sobre el pan en gestación. Ella se incorpora y se enjuga con el brazo el sudor de la cara. Tiene las mejillas rojas y la blusa arremangada; por el escote puedo ver la camiseta que lleva debajo. Pregunta cuál es la proporción de centeno y harina de trigo, la de levadura y agua, quiere saber cuántos kilos de harina emplea. La abuela le dice que la masa estará en su punto cuando cubra las acanaladuras en la pared de la artesa. Entonces mamá se inclina de nuevo sobre la masa. Cuando ésta empiece a desprenderse de sus dedos y no haya chasquidos en la artesa, habrá concluido la labor. La abuela marca una cruz en la masa y la tapa para que crezca.
Dos horas después de que la abuela haya alimentado las fauces abiertas del horno con las grisáceas pelotas de harina, éste le devuelve las hogazas. Saca entonces el pan caliente de aquellas fauces, lo cubre con un paño, lo bendice y lo deposita en mi delantal. Yo lo llevo hasta el salón para que se enfríe y lo empujo sobre la mesa o sobre el espacioso banco de la estufa. El olor a pan reciente inunda la casa. La abuela recorre las habitaciones como si quisiera cerciorarse de que los vapores de la masa agria han alcanzado todos los rincones de la vivienda.
«Así era el pan que nos daban de comer en el campo. ¡Así!», me dice, indicando con el pulgar y el índice el grosor de las rebanadas que repartían entre los prisioneros. «Tenía que alcanzarnos para todo un día, a veces incluso para dos. Más tarde, ya no nos daban ni eso», añade. «Teníamos que imaginárnoslo.» La miro. Y entonces dice, como dirá siempre: Je bilo čudno («Era extraño»); eso dice, aunque quiere decir «Era terrible», pero jamás se le ocurre pronunciar la palabra grozno.
En los bolsillos de su delantal guarda migas y cortezas secas de pan. Cuando atraviesa el patio en dirección al establo reparte ese pan entre los animales. A las gallinas les lanza las migas, que describen un amplio arco en su vuelo; a las vacas y los cerdos les mete las cortezas en la boca. «Con el pan hay que pensar también en los animales», dice la abuela, «porque el pan que repartes vuelve a ti.»
Para el Día de Difuntos pone siempre sobre la mesa una hogaza y un cuenco de leche para los muertos. Para que tengan que comer cuando acudan de noche. «Y para que nos dejen en paz», dice.
Me imagino a los muertos comiendo con manos invisibles, pero por la mañana todo parece intacto. El cuchillo sigue al lado de la hogaza, la leche está sobre la mesa, como si ni siquiera la hubiese rozado el aliento. «¿Han venido?», le pregunto. «Sí», dice la abuela. Vaya si lo sabrá ella, pienso, que está tan familiarizada con la muerte. La vio en otro tiempo, cuando ésta se le mostraba cada día, cada hora.
Mi madre trabaja fuera de casa. Mientras desayuno puedo verla faenando en el establo a través de la ventana de la cocina. Con una cesta de mimbre a cuestas, corre hasta el granero y vuelve corriendo al establo, abre las piernas, se inclina sobre la vaporosa cubeta y mezcla con la mano puñados de paja cortada y cribada en la comida de los cerdos. Si pasa por delante de la entrada con alguna herramienta en la mano, suele aproximarse a la ventana para echarme una ojeada. Da unos toques en el cristal y dice: «¿Dónde está mi kokica?», mi pichoncita. A veces sólo me guiña un ojo y se aleja sin decir nada.
Usa unos delantales de color más claro que los de la abuela, y le gusta mucho cantar mientras trabaja.
Según la procedencia de su canto, puedo deducir en qué lugar se encuentra en cada momento. Si está de buen humor, me anima a que salga de casa llamándome con esos apodos cariñosos con los que también rinde tributo a los animales, me encarga alguna labor o me da un abrazo. Sus muestras de cariño son impetuosas. Me agarra como la abuela agarra a las gallinas, me atrae hacia ella, me hace cosquillas y me pega mordiscos, mientras yo intento liberarme. Cuando se siente abatida, no permite ni que me acerque. Sus penas ejercen una poderosa atracción sobre mí. Deseo entonces poder trepar a ella, como un gato trepa a un árbol, y mirarla directamente a los ojos desde arriba, subida a su cabeza, lamerle las mejillas, acariciarle un poco la nariz o aferrarme a su espalda en caso de que intente sacudirse para librarse de mí. Pero mamá no muestra comprensión con mis deseos. Apenas le rozo las caderas, me aparta de un empujón, como una hembra malhumorada rechaza a su cachorro, y me pregunta cuándo pienso acabar la labor que me ha encomendado. Le digo que enseguida, siempre con la esperanza de que la abuela esté oyéndolo todo y asuma mis deberes, cosa que hace con gusto con tal de incordiar a mamá.
A veces me encuentro a mamá llorando en el dormitorio que comparte con mi padre. Se sienta en la cama con las botas de goma puestas. Le molesta mucho que yo la sorprenda en ese estado. «¿Qué buscas aquí?», pregunta. «¡A ti!», le digo. «¡Te busco a ti!» Grande tiene que ser su desesperación, porque ni las botas de goma ni el sucio delantal encajan en absoluto con el claro cubrecama de lino y las coloridas flores bordadas que ha extendido sobre el lecho matrimonial.
En las tardes cálidas, se sienta sobre la hierba detrás de la casa y se pone a mirar al cielo, o se apoya en el balcón de madera situado en el lado sur de la casita del patio, allí donde nadie puede verla. Una vez la vi arrodillada en el vestíbulo, delante de la nevera que acababan de entregarnos. Se oye a la abuela despotricar en la cocina, cuestionando para qué sirve ese cacharro que sólo ocasiona gasto. Mamá limpia la nevera con un trozo de tela blanca que mete y exprime una y otra vez en un cubo de agua caliente. «Hoy en día, en cualquier casa se necesita una nevera como ésta», dice, con obstinación. «Pamplinas», dice la abuela, ella nunca había tenido nevera, nadie necesitaba un aparato así.
Un día, al atardecer, mamá fija las figuritas enmarcadas de dos ángeles sobre mi cama en la habitación que comparto con la abuela. Desde que tengo un hermano, ya no duermo en el dormitorio de mis padres, me he mudado donde la abuela, a la casita, lo cual me alegra mucho, porque ella es el bastón de mi infancia, en el que puedo apoyarme. Mientras clava dos pequeñas puntas en la pared para colgar los cuadritos, mamá dice que me ha traído dos ángeles de la guarda para que cuiden de mí. Se supone que esa figura, con su cabecita de rizos dorados y unas alas que le crecen en la espalda, ha de cuidarme. Un joven algo incauto, constato, pues lleva a dos niños a través de un puente colgante y usa unas sandalias abiertas poco apropiadas. Debajo del puente se abre un profundo barranco. Mamá reza conmigo: Sveti angel varuh moj, bodi vedno ti z menoj, stoj mi dan in noč ob strani, vsega hudega me brani, amen, y dice luego que los ángeles pueden ver el alma de las personas y leer sus pensamientos más secretos.
Observo con escepticismo a las criaturas mofletudas y bien alimentadas, porque creo que mis pensamientos no están ahí para ser espiados, y porque temo que los ángeles sean demasiado ingenuos e inexpertos como para poder velar por mí. Tienen una ensoñadora mirada de arrobamiento que se alza hacia el cielo, y llevan, cuando no están semidesnudos, ropas caras, tocan los instrumentos más extraños y tienen su hogar en las nubes, no en la Tierra. Me pregunto cómo pueden esas criaturas aladas saber y ver todo lo que yo pretendo mantener oculto de las demás personas. No me siento bien al pensarlo, aunque me gustan esos niños con aspecto de muchachas que cantan, y a partir de entonces los veré poblar en bandadas los altares de las iglesias y los frescos, como las golondrinas en los cables de la electricidad a finales del verano, antes de que partan volando hacia regiones más cálidas.
Una mañana, al levantarme, compruebo, asustada, que mi padre podría haberse caído del cielo o de algún puente. Yace con la cara ensangrentada en el suelo de la cocina. La abuela le coloca un pequeño cojín debajo de la cabeza y lo cubre con una manta de lana. Mamá ha dejado junto a él una jofaina llena de agua fría. Quiere enjugarle la sangre de las mejillas, pero él alza la mano en un gesto de rechazo.
–No podemos dejarlo aquí –dice mamá en voz alta.
–Déjalo, si eso es lo que quiere –determina la abuela, apartando a mi madre a un lado.
Cuando papá se da cuenta de que me arrimo al fogón algo asustada, sonríe. Un hilillo de sangre le sale de la boca, le baja por la mejilla y se infiltra en el cuello claro de la camisa, ya empapado de sangre.
«Ha perdido los dientes», se lamenta mi madre y sale corriendo de la cocina. Luego se detiene delante de la puerta de casa y se pone a manosear las flores que empiezan a florecer en el cantero. Yo quiero saber lo que ha ocurrido. «Se ha caído de la moto», solloza mi madre. «Hay que llamar a un médico», añade, y se marcha.
Por la tarde llevan a papá al médico. Un vecino viene a recogerlo en su coche.
–Siempre tiene un ángel de la guarda –dice mi madre.
¿Será que los ángeles hicieron que el golpe al caer de la moto fuera más leve?, me pregunto. ¿O habrán despertado al vecino que encontró a papá tumbado en el prado y lo ayudó a levantarse? Debería repasar otra vez toda esa historia de los ángeles, decido. Tal vez no sean tan inútiles como había creído.
A mi padre le gusta llevar pantalones bombachos de pana. Cuando camina, los broches de la pantorrilla le bailan como un péndulo junto a la pierna, pues, con las prisas, se ha olvidado de abrocharlos. Su modo de andar es enérgico, como si tuviera necesidad de frotarse las manos cada dos por tres, a causa de la impaciencia o de la alegría. En verano, mete los pies desnudos en las madreñas que están a la entrada de la casa. En invierno, comprime con tal impaciencia los pies enfundados en medias de lana en el forro de cuero de sus zapatos de madera, que en las partes más remendadas de los talones se le forman unos bultos de lana. Todo se pone en movimiento cuando atraviesa el patio con prisa. El perro Piko, atado a la cadena, empieza a correr de un lado a otro, los gatos se aproximan a la puerta del establo, los cerdos gruñen con estridencia en las cochiqueras. Mamá corre al establo con las cubetas en las que chapotea la comida de los cerdos.
Papá ya ha desatado a las vacas y las azuza para que se dirijan al abrevadero. No ha tenido tiempo para hacerse con la fusta que guarda junto a la puerta del establo y va guiando con la mano, dando voces, el paso tambaleante de los animales. A veces sus gritos suenan como vítores.
Para su noción del tiempo, las vacas son demasiado lentas. Apenas regresan a sus puestos, él ya ha perdido la paciencia y no hace más que despotricar a diestro y siniestro, agitando los brazos como si espantase moscas fastidiosas. Cuando lleva el heno hasta el establo y, desde la entrada, dice el nombre de la vaca que ha de hacerle sitio, el animal, en efecto, se aparta a un lado para que él pueda meter el forraje en el pesebre. Sus movimientos son amplios y rítmicos. La limpieza de la zahurda ha de funcionar como una máquina bien engrasada: la horquilla del estiércol ha de clavarse de un solo golpe en el montón de paja, la pala ha de raspar el suelo del establo a un ritmo cadencioso, las bostas humeantes sólo esperan a que las saquen de la zanja y las arrojen al estercolero casi sin variar su forma. Por el vuelo de las bostas se sabe cuál es el estado de ánimo de papá. Si las lanza en una amplia y elevada trayectoria hacia la parte trasera del montón es que está rebosante de confianza; pero si las bostas son estampadas con fuerza contra la pared delantera del estercolero es que está furioso.
Los cerdos se agolpan contra la rejilla abatible del comedero. Mamá la empuja hacia atrás con el pie enfundado en la bota de goma y pide a los animales que tengan paciencia. «Pues tendréis que esperar», les dice, y vierte en el comedero el menjunje, que describe grandes curvas en su trayectoria. Apenas la rejilla se retira hacia atrás, los cerdos se lanzan sobre la papilla y se oye el ronchar de sus hocicos.
Mamá empieza a ordeñar. Con la ayuda de un paño, limpia la ubre de la primera vaca, luego se agacha y toma asiento en el banco y pega la cabeza contra un flanco del animal. Su agarre extrae de las tetillas un potente chorro de leche que va a dar con estruendo contra el fondo del cubo. Es la señal para que todo se aquiete. Los gruñidos de los cerdos se hacen más tenues, las gallinas encogen la cabeza, los gatos, sin hacer ruido, se repliegan hacia su comedero y la leche hace espumarajos en el cubo. Tras ordeñar la primera vaca, mamá da de beber a los gatos. Vierte la leche en un recipiente que papá ha tallado a partir de un trozo de madera. Las lenguas de color rosa de los gatos salen disparadas y sorben el líquido blanco, sus hocicos se mojan con la leche que las lenguas atrapan y lamen al deslizarse por el pelaje.
Yo permanezco de pie en medio de un confortable velo de bruma y contemplo las emporcadas paredes. Mis manos huelen a cerdo, unos cerdos que, después de comer, han comprimido sus macizos cuerpos contra la rejilla con la esperanza de que les rasque el lomo. El perro Piko se ha limpiado el polvo del día en mi falda, y mis mejillas llevan adheridas los pelos de gato mojados de leche. Le pregunto a mi madre cuándo tendremos el siguiente ternero, porque me encanta alimentar a los animales con el biberón. Me hacen reír las sacudidas de su cabeza cuando chupan. Tras dar de comer a los terneros, los dejo que me laman las manos, hasta que siento miedo de que mis brazos desaparezcan del todo en esas gargantas cálidas que se abren detrás de sus ásperas lenguas. «Pues tendrás que esperar», dice mamá. Papá se queda de pie delante de la puerta del establo y mira al cielo. «Hará buen tiempo», dice. «¡Mañana tendremos que darnos prisa, hará buen tiempo!»
En los cálidos fines de semana de primavera, mi padre se sienta en el banco que está junto a las colmenas y observa el vuelo de las abejas. Ha colocado una mano sobre el respaldo del banco y actúa como si no se opusiera a que yo me siente junto a él. Mira hacia los estribos situados en las entradas de los panales, el sitio en el que aterrizan las forrajeadoras y realizan sus danzas de orientación. «Tendremos buena cosecha», dice a veces; o también: «Me preocupa el segundo panal». A finales del invierno, cuando empieza el deshielo, él ya ha sacado a paladas la nieve acumulada delante del colmenar, para que el sol pueda calentar más rápido el frente de las colmenas. Para entonces ha acabado ya los pequeños marcos de madera, ha tensado los alambres y fijado a ellos las nuevas láminas de cera. Ha llevado los panales al apiario y barrido el suelo cubierto de animales muertos. El último día de enero me ha enviado hasta el colmenar para que pegue el oído a las colmenas y detecte si ya las colonias dan señales de vida. Al contarle que he oído un zumbido misterioso, actúa como si se hubiese quitado un gran peso de encima. Entonces me pregunta si estaría dispuesta a ayudarlo ahumando a las abejas durante los controles de primavera. Le digo que sí y, un instante después, me doy cuenta de que he cometido un error, pero ya es demasiado tarde para retractarme.
El interior del colmenar está en penumbra. Una luz lechosa se cuela por la parte trasera de la construcción de madera, a través de una ventanita empercudida junto a la cual hay dos armarios en los que la abuela guarda su ropa. En la parte delantera, las colmenas se apilan formando una pared ancha y murmurante. En primavera han cubierto las colmenas con unas mantas de lana. En un recinto aparte, situado detrás, está el extractor de miel, y en una mesilla situada junto a la puerta se apilan las nuevas láminas de cera.
Papá se alegra cada vez que entro con él en el colmenar. No le gusta trabajar a solas, dice, y me pone en la mano el ahumador. Con una maniobra cautelosa, abre la primera colmena, mientras yo introduzco en la caja las bocanadas de humo. A toda velocidad, salgo corriendo al exterior. Papá saca uno por uno los panales y, con la pluma de un águila, barre las abejas suspendidas del cuadro; luego lleva cada panal hasta la parte delantera del colmenar para examinarlos. Yo aguardo a una distancia prudencial hasta que papá, llevando en la mano un marco atiborrado de abejas, sale del apiario y me hace con la cabeza una señal para que me acerque y pueda echar una ojeada al enjambre. El primero que descubre a la abeja reina puede cantar victoria. Yo estiro el cuello y me inclino sobre el panal, y en cuanto encuentro a la reina, exclamo: Matica, matica! Papá suspira y busca con la punta de la pluma las celdas de las reinas. A veces barre del estribo de otra colmena a un enjambre entero debilitado por el invierno, como él mismo dice, siempre con la esperanza de que se acoja a las débiles abejas del enjambre vecino. Me aconseja entonces que me quede quieta y no haga movimientos bruscos. Dice que ha escogido el día adecuado, que las abejas han salido a volar y no debo preocuparme, pues ellas no pican a nadie en un día así. No me fío del todo de su confianza, pues le he visto varias veces las hinchazones causadas por las picaduras. Le gusta echarles encima a las abejas el humo de su cigarrillo, cosa que a los animales les agrada especialmente, dice él, pues su tabaco amansa a las más fieras. Papá sonríe cuando me ve encoger la cabeza por miedo a que me ataque una de las obreras enfurecidas.
Por lo general, la abuela se acerca al colmenar para informarse sobre el estado de las abejas. Saca una libretita de color pardo y páginas amarillentas de un cajón del armario y empieza a anotar el número de enjambres y de reinas de ese año. En la cubierta de la libretita destaca el águila imperial de los alemanes. Debajo dice: «Cuaderno de trabajo, Nombre y Dirección de la Propiedad, Nacionalidad: Reich Alemán». La libretita perteneció al abuelo, dice mi abuela, pero él nunca la usó. Había asumido la granja el 1 de febrero de 1927 y se había casado el 27 de febrero del mismo año, decía el librito, todo lo demás lo había anotado ella en la superficie interior de la puerta del armario, dice la abuela, donde se indican los días de las bodas y de las muertes de todos los integrantes de la familia.
La abuela no puede tirar nada a la basura, dice mi padre, usa incluso las cosas de la época de Hitler hasta que se rompen. «Qué va», responde la abuela, el abrigo de invierno que guardaba en el armario sólo lo usó una vez y no volvería a ponérselo nunca. Abre entonces la puerta del armario y señala un oscuro abrigo de lana de color verde grisáceo que yace doblado en el suelo. Lo «conseguí» en Ravensbrück, y desde entonces no lo he perdido de vista, dice ella. Cuando evacuaron el campo, ella llevaba puesto ese abrigo. Sigue siendo su prenda de invierno más bonita. «Sí, sí», dice papá y vuelve a ocuparse de las abejas. Yo echo una mirada de curiosidad al abrigo antes de que la abuela vuelva a cerrar la puerta y saque un bote de miel de la recámara donde está el extractor. Me sorprende que use la palabra «conseguir», que, hasta donde sé, jamás ha salido de su boca. Tal vez tenga que ver con la misteriosa actividad que la mantuvo con vida entonces, pienso.
En cuanto el verano se hace sentir y no es posible caminar por los prados debido a la altura de la hierba, las abejas, después de unos breves aguaceros, reclaman de nuevo atención. Esos días puede oírse el zumbido de un enjambre que vuela hacia una rama que sobresale cerca de la casa o se suspende de un árbol a cierta distancia de la granja, como un fervoroso racimo de uvas. Papá se siente reclamado desde todos los rincones de la finca para que traiga a las abejas fugitivas de vuelta al sitio donde está la vieja reina.
Armado con una caja y una escalera de madera, corre hacia los árboles en los que se escucha el zumbido sospechoso. Esta vez se ha puesto un sombrero blanco con un velo, y casi nadie escucha sus ruegos de que lo ayuden a traer el enjambre.
En una ocasión en que mamá intentaba ayudar a fijar el marco bajo el enjambre, varias abejas le pican y ella cae desmayada. Mi hermano pequeño y yo, asustados, permanecemos de pie al lado de mamá, que yace en el suelo. Papá le ha puesto un trapo húmedo sobre la frente y la incorpora lentamente, hasta que ella recobra la conciencia y vomita. Desde ese día, mamá tiene terror a las abejas, y yo misma apenas consigo superar mi recelo.
«Si uno lo ha provocado, se aguanta», dice mamá un día en que, con imprudencia, me crucé en el trayecto de vuelo de las abejas.
En esa ocasión ayudo a papá a extraer la miel. Él ha llevado al cuarto del extractor todos los panales que han criado barriga y, con un ancho tenedor, ha empezado a retirar de ellos la capa superior de cera. Va limpiando la cera raspada en el borde de una fuente de barro cocido, decorada con motivos florales, que sólo se usa durante la cosecha de miel. Me llevo a la boca un par de trocitos de esa cera y los mastico hasta haber sorbido toda la miel. Si en el momento de quitarles la capa superior algún trozo pequeño de panal se desprende de los marcos, papá me lo alcanza para que me meta en la boca las celdillas chorreantes. Como una pegajosa papilla de luz, la miel fluye por mi paladar, colmándome de deleite.
Papá coloca en el extractor los panales limpios, a los que la miel ahora visible se adhiere como una resina líquida, y empieza a girar la manivela. En cuanto la miel empieza a fluir y papá se pone a alabar el color, la abuela llega de nuevo al colmenar. Saca la libretita de color pardo y empieza a hacer una estimación, a anotar el número de litros de miel por panal.
Terminada la extracción, paso a la sección delantera del colmenar, en la que un par de obreras revolotean como enloquecidas. Tengo los dedos pegajosos y húmedos. De pronto, las abejas se me echan encima, y mientras intento espantármelas del pelo, siento las picaduras en el cuero cabelludo, que se encoge a causa del dolor como si hubiese recibido un golpe seco. Empiezo a gritar, y espero no caerme desmayada. Papá y la abuela acuden corriendo y me hablan insistentemente, pero el dolor, que se extiende ahora por todo el cuerpo, es más fuerte que cualquier palabra, por suplicante que sea.
Cuando dejo de llorar, tengo los párpados hinchados por las lágrimas y las picaduras. El cráneo está cubierto de chichones dolorosos que se perfilan bajo el cabello. La abuela, para consolarme, ha puesto sobre la mesa un biberón de leche con cacao y me aplica apósitos fríos sobre la frente y las sienes. Cuando me llevo el biberón a la boca entra en la cocina Michi, un primo de mi padre. «Una chica tan grande que sigue tomando biberón, no me lo puedo creer», dice en tono de reproche. Hay tanta sorpresa implícita en su recriminación que, a pesar del aprieto, comprendo de pronto que por mi edad debería contentarme con usar una taza. «Déjala», le dice la abuela. «Las abejas la han picado.» Y entonces, recogiéndome el pelo mechón por mechón, como si estuviera ordenando las tarjetas de un fichero, le muestra a Michi las picaduras. Él se sienta junto a nosotras en el banco de la cocina y, para consolarme, me acaricia las mejillas ardientes.
Mamá practica conmigo el recitado de los poemas eslovenos que debo aprender de memoria en la escuela. Me dice: «¡Lo haremos juntas, así aprenderé yo contigo!». Mientras plancha, leo en alta voz los libros de poemas y manuales escolares. Juntas dejamos crecer las flores, cantamos con los gallos y repiqueteamos con el tañido de las campanas de la iglesia. Croamos con las ranas y cantamos en sus nupcias Tra-la-lá y Aúpa-aúpa. Con los cuervos, nos burlamos de los espantapájaros, hacemos ascender pompas de jabón que son como el sol, la tierra y la luna, y que giran sin rueda o vuelan sin alas. Cargamos en un barco la primavera y sus guirnaldas de flores, y navegamos con él hacia lo lejos. Pasamos horas sentadas en esos prados del lenguaje, hablando al ritmo de las rimas. Llegamos a la conclusión de que la naturaleza tendría que estar decorada con versos, que las flores deberían aparecer tejidas en coronas. Las rimas nos permiten saltar de estrofa en estrofa sin miedo a caernos, como mariposas de una corola a la otra. Ellas lo encarrilan todo hacia un buen fin, transforman el llanto en risa y el silencio en goce. Lo que una vez se secó, volverá a florecer, lo que quedó petrificado se pondrá a bailar. Creemos que a cada niño repudiado (como Videk, el del cuento esloveno) los animales del bosque le harán un camisón y le darán de comer lo que ofrece una huerta silvestre. Mamá adora los poemas en los que el invierno amenaza con llevarse a todo niño holgazán, y las aves prometen a los padres asumir la educación de sus hijos.
En primavera, mi madre me trenza el cabello con florecillas de diente de león y dice que debo conformarme con cosas sencillas. A ella, para contentarse, le basta con la naturaleza, las canciones y la Iglesia católica. Dice que sólo hay un camino para vivir en la gracia de Dios: ser aplicado y atenerse a los mandamientos del Señor. Dice que es preciso cumplir con los días sagrados de la iglesia, acudir a las misas y decir las oraciones matutinas y vespertinas. Es preciso detenerse ante las cruces de los caminos y en las lindes de los prados, santiguarse delante de los altares. El recinto ideal de mamá es un altar. En la pared situada encima de su cama ha de tener siempre imágenes de santos. Nuestro rinconcito para la oración ha de estar decorado siempre con pequeñas nubes y volutas divinas. Madre lee libelos y libros que hablan de mártires, de los que fueron mutilados o asesinados o de los que renunciaron voluntariamente a la vida y los placeres para poder subir al cielo estando aún vivos. Dice que la Virgen María puede aparecérsele al que ha sido aplicado y al que posee un corazón puro. Regularmente, nos envía a mí y a mi hermano pequeño a la iglesia, y no le importa que para ello tengamos que recorrer a pie los siete kilómetros que nos separan de Eisenkappel. El camino hacia Dios es siempre pedregoso, dice mamá.
Yo, en cambio, creo que su despliegue de canciones y milagros tiene como finalidad luchar contra la influencia que la abuela ejerce sobre mí. «Ven», me dice; «si me obedeces y haces tus deberes, podrás ir a casa de Michi a ver la televisión.»
Yo me hago útil y, de vez en cuando, al atardecer, salgo con mi hermano al prado, cruzamos un bosquecillo y vamos hasta la casa de los amables vecinos, donde podemos acomodarnos en el sofá y ver la tele. Abrigamos la vana esperanza de poder distinguir criaturas humanas en esa llovizna de rayas en blanco y negro que aparece en la pantalla del televisor.
Algunos días, Michi, con la ayuda de papá, intenta conseguir una recepción mejor. Ambos hombres se ponen a caminar por todo el perímetro de la casa con la antena en la mano, que parece un arbolito navideño sin hojas, y nosotros, cada vez que los contornos de las figuras en la pantalla se perfilan de manera algo más nítida, gritamos desde la ventana: «Ahora, ahora». Pronto, Kekec, el pastorcillo de montaña, podrá tararear de nuevo su canto al sol y tocar su flauta maravillosa, podrá encantar de nuevo a animales y personas y ahuyentar de su aldea las fuerzas oscuras.
La televisión eslovena no siempre se recibe, y mucho menos de manera oficial. La política no quiere instalarla para los eslovenos de Carintia, le dice Michi a papá. «Sería la octava maravilla del mundo.» Así que no nos queda más remedio que darnos por satisfechos con esa televisión de sombras y sentirnos como piratas en la niebla.