APÉNDICE

CARRY-LE-ROUET

1930, DALÍ. Era un 11 de enero. Gala y Salvador Dalí, supervivientes del París más descocado, llegaron a un pequeño hotel que ella ya conocía, el Hôtel du Château. Permanecerían allí durante tres meses, alojados en dos amplias habitaciones, una de las cuales transformaron en estudio. El atelier estaba sumergido en la oscuridad por las ventanas siempre cerradas a cal y canto. Una potente luz era la única iluminación que recibía el caballete. En los dos primeros meses la pareja prácticamente no salió. Los camareros que les traían la comida debían esquivar los montones de maderas para la chimenea que el pintor acumulaba en el pasillo para que no lo molestaran con naderías.

Al final Dalí, tímido e inquieto, consiguió hacer el amor con una mujer. «He hecho el amor con el mismo fanatismo que pongo en mi trabajo.» Gala le había animado a escribir.

Para Paul Éluard, que tanto la había amado y a menudo compartido con otros, como el pintor Max Ernst, aquello había sido el fin. Sólo le había quedado un retrato de Gala desnuda, que llevaba siempre en su cartera para mostrarlo con orgullo a los amigos. El poeta había contraído matrimonio con aquella rusa enormemente sensual tras conocerla en un sanatorio de Suiza. Fue Éluard quien se encargó de rebautizar a Elena Ivánovna Diákonova, quien le había dado una hija, con el poético nombre de «Gala». También fue él quien la llevó en compañía de un grupo de surrealistas a Cadaqués a visitar a aquel pintor chalado.

Para Dalí fue un flechazo. Se sintió tan trastornado por aquella estilizada belleza morena que lo único que consiguió hacer al saludarla fue echarse a reír histéricamente. Ella pronto intuyó las posibilidades de aquel genio neurótico, de piel muy oscura, flaco y atractivo. «Querido mío, no nos dejaremos nunca», le aseguró aquella mujer que a ojos de los demás no era más que una calculadora femme fatale. En ella Salvador vio la perfecta e imposible síntesis de la musa y la madre, de la seductora y la secretaria.

Llegó el momento de salir del hotel. Quedaron deslumbrados por la luz invernal. Se miraron el uno al otro: estaban tremendamente pálidos tras dos meses de reclusión. Mientras comían al aire libre decidieron qué hacer y partieron cada uno con un objetivo diferente. Unos días más tarde volvieron a encontrarse en el mismo hotel. Dalí se pasó la tarde observando pasmado la cantidad de dinero que había llevado Gala: por primera vez intuyó lo importante que podría ser para su vida. Llegaba la hora de volver a España.

Aquel periodo de fecundo aislamiento quedó impreso en sus mentes para siempre. Muchos años después, mientras viajaban en tren cada uno absorto en sus pensamientos, por casualidad gritaron al mismo tiempo: «¿Te acuerdas de Carry-le-Rouet?».

GRAU-DU-ROI

1927, HEMINGWAY. Todo era esplendor. En lugar de la vieja maleta a rebosar de manuscritos, perdida por su primera mujer en una estación, había ahora una carísima Louis Vuitton. Tras las calamidades pasadas en sus años parisinos, la gran fortuna de Pauline Pfeiffer constituía una presencia tan invisible como tranquilizadora.

Su hotel, el Grand Hôtel Pommier, situado en la Rive Droite, se asomaba a un canal que bajaba desde la ciudad fortificada de Aigues-Mortes hasta el Mediterráneo. Para Ernest Hemingway y su nueva esposa, Pauline, pasear en bicicleta por la blanca carretera que pasaba a su lado era algo habitual.

Cada tarde el agua bullía sacudida por las discusiones entre lubinas y mújoles. Pero los pescadores se concentraban sobre todo en la caballa, que tanto abundaba en aquella primavera tardía. Con frecuencia, la joven pareja les ayudaba a tirar de las grandes redes.

Desde las enormes ventanas de su habitación, humildemente amueblada, casi como la de Van Gogh en Arlés, contemplaban el mar y los marjales. Voraces de sexo, no se cansaban nunca de hacer el amor, tarde y noche, «despiertos o dormidos». Exhaustos, se dirigían a un pequeño café a pocos pasos de la playa donde se lanzaban sobre los huevos pasados por agua espolvoreados con sal y pimienta.

Él llamaba Pfife a aquella joven vivaz, menuda, de labios carnosos, cabello corto, grandes pendientes de esmeraldas y aire decidido y tranquilo. Los ojos oscuros de Pfife cobraban vida en cuanto encontraba a alguien que le mereciera la pena. Había comenzado a hablar como los personajes de Ernest. Aquella cronista de moda ambiciosa y segura de sí misma inauguraba una nueva etapa en la vida del escritor. «Cada vez que se enamoraba de una nueva mujer, ésta tenía siempre más dinero que la anterior.»

Los lugareños habían contemplado estupefactos cómo adoptaban, además de las alpargatas, también las camisetas a rayas propias de los marineros; pero sentían auténtico estupor al verlos pasar con pantalón corto. Nadie de por allí los llevaba, ni tampoco nadie se ponía aquellas camisetas. Cuando se sentaban a comer, Pauline se ponía una falda y cubría su pelo con un fular, un signo de respeto que pronto apreciaron los habitantes de una localidad en la que los Hemingway eran los únicos turistas.

A Ernest le gustaba pescar, mirar fijamente los brincos plateados de los peces en el agua transparente. A veces atrapaba una lubina demasiado grande para ellos y la regalaba a los que llevaban el pescado a París. Se bañaban desnudos en las calas desiertas, protegiéndose del sol con aceite de oliva. Para comer, y tras una ensalada de apio con salsa rémoulade, tomaban pescado asado y se refrescaban con Tavel blanco, «un gran vino para los enamorados».

Hemingway jamás se había sentido tan feliz. Su trabajo también marchaba bien. Consiguió incluso respetar la regla de no beber antes de empezar a escribir y mientras escribía. Se permitía un fine à l’eau sólo cuando hojeaba distraídamente el diario regional. Allí nacieron Diez indios y Colinas como elefantes blancos.

A veces, antes de cenar, la pareja saboreaba un Armañac diluido en Perrier. Era una bebida fuerte, de un inequívoco sabor fresco y saludable. Cuando Pauline se marchaba a hacer la compra a Cannes él distraía la espera con whisky suavizado también con Perrier y abriendo una lata de sardinas al vino blanco Capitaine Cook. Un día Pauline volvió con un tarro de caviar blanco que extendieron en pan tostado, con finas rodajas de clara de huevo y cebolla. Para festejarlo abrieron un champán Bollinger de 1915.

Se habían casado por el rito católico, algo que le sirvió a Pauline para dejar claro ante los demás que el matrimonio anterior de Ernest no tenía validez. El escritor había intentado atenuar su sentimiento de culpa dejándole a su primera esposa, además de una ayuda económica, los derechos de El sol también sale. Previamente le había confesado que sin ella no lo habría escrito, y además añadió: «Admiro tu honestidad, tu inteligencia, tu valentía y tus preciosas manos, y pido siempre a Dios que te compense por el daño tan grande que te he hecho».

Hadley nunca manifestó hostilidad alguna hacia su exmarido; al contrario, le explicó al hijo de ambos que su padre y Pauline tenían que estar juntos porque estaban tremendamente enamorados. El remordimiento por esta actitud tan generosa de su anterior esposa debió de ser la causa de un momentáneo periodo de impotencia que le tocó en suerte atravesar. «Pauline demostró ser muy paciente y comprensiva; lo probamos todo, pero no sucedió nada.» Con la esperanza de curar su disfunción, ella llegó a suplicarle que le dijera qué debía hacer para complacerlo en la cama. Por si esto no fuera suficiente, su luna de miel se vio alterada primero por el empeoramiento de una herida en el pie del escritor y después por un ataque de ántrax que lo mantuvo en cama diez días.

Mientras tanto, Pauline comenzaba a experimentar las dificultades propias de la mujer de un artista: Ernest se ponía de muy mal humor antes de comenzar un nuevo libro.

MENTON

1760, CASANOVA. No es que Giacomo Casanova decidiera echar el ancla en Menton por gusto. El viento era adverso, el mar estaba agitado y en la cubierta de su falúa, armada con dos pequeños cañones para defenderse de los piratas, lo acompañaban dos encantadoras jóvenes y también su hermano.

Oyó decir que el príncipe de Mónaco andaba por allí de vacaciones con su esposa y decidió hacerle una visita. No tanto para honrar recuerdos del pasado –había residido en su disipada corte años atrás– como por el presente. Y es que el príncipe se había casado con una riquísima heredera famosa por su belleza y dulzura. A pesar de la desconfianza del príncipe, Giacomo consiguió encontrarse en privado con su mujer. Mientras ambos charlaban, se abrió de golpe una puerta del salón: el soberano corría persiguiendo descontroladamente a una sirvienta. La princesa se comportó como si no hubiera visto nada. Entonces, Casanova recordó que por las cortes circulaba el rumor de que los padres de la aristócrata, conociendo los vicios del príncipe, habían intentado por todos los medios evitar ese matrimonio y de que ella insistió amenazándolos: «O Mónaco o monja»1.

No pasó mucho tiempo antes de que Casanova y su falúa zarparan precipitadamente para escapar de las desatadas intenciones del príncipe, ávido por conocer mejor a las bellas compañeras de viaje del aventurero.

Todavía Menton no estaba llena de adinerados enfermos de tuberculosis que acabarían dando al lugar el aspecto de una danza macabra; aun así, a Giacomo no le agradó especialmente aquella «encantadora ciudad que luego resulta ser de todo menos encantadora».


1840, FLAUBERT. Gustave pasó por allí a los diecinueve años, durante un viaje de estudios que debía conducirlo hasta Córcega. Cactus, palmeras y adelfas salieron a su encuentro. Ya en el pueblo, las callejuelas que dibujaban las casas blancas eran tan estrechas que la diligencia apenas conseguía pasar entre ellas. Pronto se le acercó una muchedumbre de niños y mendigos. Dio un largo paseo por la orilla del mar. «Aquí empieza Italia, se respira en el aire.»

La verdad es que, más que a Italia, por entonces Menton ya se parecía cada vez más a una colonia inglesa de vacaciones. Su fama, por desgracia no siempre justificada, de curar a los tísicos había atraído un turismo ciertamente peculiar, un gentío escuálido y elegante que intentaba olvidar entre los restaurantes y el Casino el amenazador motivo de su presencia en aquel paraje.

Flaubert, atraído morbosamente por la muerte, subió hasta el cementerio del Vieux-Château, desde el que se contemplaba un panorama que iba de la pequeña ciudad a la bahía de Garavan. «¡Qué maravilloso cementerio frente a este mar eternamente joven!, ¡no hay cruces!, ¡ni una sola tumba!» Las altas yerbas se balanceaban imperceptibles bajo la brisa. El sepulturero, pálido y melancólico, le contó la historia del camposanto. A aquel jovencito alto y robusto, de largos cabellos y brillantes ojos azules, le gustó especialmente el pintoresco desorden que presentaba un osario: «Era una de esas ingenuas ironías que uno tanto desearía haber inventado».


1882, MAUPASSANT. Muchos años después, el hijo espiritual –hubo quien dijo que también natural– de Flaubert, Guy de Maupassant, intentaba olvidar sus cada vez mayores angustias practicando vela por la Costa Azul. Guy era robusto, de mediana estatura, cara presidida por enormes bigotes y «esplendorosos ojos de color topacio ardiente» bajo los párpados enrojecidos por el insomnio. Le gustaba mucho el «paisaje escalonado» de aquel pueblo. Obsesionado con la idea de la muerte, se sorprendió al ver la posición de privilegio que ocupaba el cementerio, dominando «aquella playa de seres agonizantes». Fue de una tumba a otra, aturdido por el intenso perfume de las rosas que lo hacía andar vacilante. Leyó los nombres de las lápidas y calculó la brevedad de sus vidas. Cualquier lugar de «esta adorable Costa es lugar de muerte; pero una muerte discreta, velada, llena de saber vivir y de pudor, una muerte elegante, en definitiva. Nunca se le ve la cara, aunque aparezca por doquier a cada paso».

Se hizo mediodía y Maupassant, tras encontrar desierto el paseo marítimo, volvió a su barco, el Bel-Ami. Ya no bajaría de él en todo el día.


1884, NIETZSCHE. El viaje en tren hacia Menton fue para Nietzsche una peripecia difícil y nociva. De hecho, tras aquella experiencia cayó enfermo tres días.

Durante ese mes de noviembre disfrutó de aquel pueblo «más tranquilo e imponente, más cercano a la montaña y la vegetación» que la propia Niza, que era el único lugar de la Costa que hasta entonces había visitado. «Este sitio es magnífico y he descubierto ya ocho itinerarios para dar buenos paseos. Ojalá nadie venga a verme. Necesito una tranquilidad absoluta.»

En la Pension des Étrangers, humilde como todos los hoteles que escogía, escribió unos versos destinados a servir de colofón a Más allá del bien y del mal. Daba largos paseos en soledad, durante los cuales andaba tan absorto en sí mismo que no percibía la presencia de nada ni de nadie. Los demás paseantes quedaban sorprendidos por el aura de felicidad que emanaba de aquel tipo de humilde vestimenta, con un traje raído y pasado de moda.

La verdad es que Nietzsche no parecía alemán. Su voluminoso bigote negro le bajaba hasta el mentón, según le retrató uno de sus contemporáneos, que quedó muy impresionado por su palidez y por sus extraordinariamente grandes ojos negros, que brillaban «como dos bolas de hierro» tras sus gafas.

Era la exagerada altura de su frente lo que hacía que los ojos bajo las densas cejas parecieran aún más hundidos; eran ojos velados por una avanzada ceguera que le impedía enseñar y trabajar. Era pobre, pero daba la impresión de vivir por debajo de sus posibilidades. A diferencia de otros personajes a contracorriente, Nietzsche se preocupaba por el decoro y la limpieza. Prefería la apariencia de un burgués venido a menos que la de un bohemio. En su vestir no había rastro de excentricidad, a no ser por la camisa, invisible a la mirada de los demás, tan gastada que se había visto obligado a cortar una buena parte de ella, demasiado harapienta para ponérsela, dejando ver sólo el cuello. Nadie podría sospechar que vistiera ropa interior de lana, algo que generalmente era muestra de debilidad de carácter.

Cuando la luz era demasiado intensa, el filósofo acostumbraba a desplegar un viejo paraguas gris. Durante sus paseos meditaba y anotaba en pequeños cuadernos las ideas que le venían a la cabeza. Por las mañanas las volvía a leer para pulirlas y antes del amanecer comenzaba a escribir a la luz de una lámpara; eso sí, tras beberse una taza de chocolate y realizar prolongadas abluciones de agua fría.

Por la noche se acostaba pronto, dejando siempre al alcance de la mano una libretita para plasmar las revelaciones que le sorprendían durante el sueño. A veces, su estado de concentración era tal que no conseguía deshacerse de sus pensamientos, de modo que para relajarse o dormir no tenía otro remedio que recurrir al hidrato de cloral.

Era muy goloso. Devoraba la miel y el ruibarbo que le enviaba su madre. Había abandonado la dieta vegetariana por otra más nutritiva a base de carne, yemas de huevo y arroz. El vino estaba casi desterrado, ya que le provocaba excesiva excitación, aunque continuaba con sus aperitivos de coñac y bebía cerveza. Este régimen alimenticio perjudicaba sus ya dificultosas digestiones.

Quien siempre había aparentado más edad, ahora tenía un aspecto extrañamente joven. El bronceado le confería un «tierno aire infantil» que despertaba la simpatía de los demás. No había nada en él que recordara la solemnidad prototípica de un sabio alemán. Estaba tan seguro de sí que llegó a renunciar de golpe a cualquier colocación. Se protegía de la gente ajena y vulgar con una reserva que disfrazaba de timidez. Nada parecía revelar, ni por asomo, esa locura que pronto lo trastornaría para siempre.

Nietzsche evitaba la conversación, algo que lo fatigaba enormemente. Cuando recordaba su ruptura con Wagner no podía contener las lágrimas, que surcaban sus mejillas. Acababa de terminar la tercera parte de su Zaratustra: «Ha sido una travesía peligrosa».

Estaba muy solo, y algunos días tenía la impresión de estar escribiendo exclusivamente para sí mismo, la única persona capaz de comprenderlo. Reprochaba a sus contemporáneos la indiferencia con que trataban sus obras, pero al mismo tiempo sus admiradores, que ya empezaban a aumentar atraídos por su creciente fama, le resultaban un incordio: «Prefiero mil veces una vida totalmente oscura a la compañía de aduladores mediocres».

A pesar de lo placentero del clima, le perturbaba la presencia excesiva de enfermos.

Durante algún tiempo mantuvo la ilusión de que Resa, una joven amiga con la que había hablado de una posible estancia en Córcega, se reuniría allí con él para emprender el viaje juntos. Más tarde, al ver que nunca llegaba, se conformó con Niza. «Mis ojos se la saben de memoria.»


1897, BEARDSLEY. «Con este sol las cosas sólo pueden ir a mejor», estaba convencido Aubrey Beardsley. Había llegado exhausto tras una tremenda hemorragia. Sólo quería «encontrar un alojamiento confortable… y dibujar con tranquilidad frente a una ventana abierta al Mediterráneo». Menton resultó ser mucho mejor de lo que esperaba. Calles pintorescas, gentes amables. Aunque ya había entrado el otoño, el aire era cálido y el cielo azul.

A pesar de los rigores de su tuberculosis, Aubrey hacía todo lo posible por mantener su elegancia. Consiguió recomponer lo que quedaba de su mundo en una habitación del Hôtel Cosmopolitan. No podían faltar los famosos candelabros estilo Imperio de bronce dorado: «Nunca he trabajado sin ellos, y me los llevo allá donde voy». Beardsley prefería la luz artificial. «No puedo trabajar a la luz del día… Si quiero dibujar por la mañana, antes debo bajar las persianas y encender las velas.» Y además estaban el crucifijo y los grabados de Mantegna. Lo tenía todo listo para su último trabajo, las ilustraciones para el Volpone de Ben Jonson. Esperaba que aquélla fuera su obra maestra.

La enfermedad le impedía trabajar con regularidad, con lo que ganaba poco, se había quedado sin nada y vivía precariamente gracias a la ayuda de un benefactor. La llegada de la Navidad, «la horrenda alegría pseudonavideña» que se apodera de todo, le causó gran amargura. El día 25 de diciembre la humedad y el frío eran tan intensos que no le permitían salir de su cuarto. El autor de los dibujos más perversos de su tiempo se había convertido y recibió reconfortado el «Santo Sacramento» que le dio un abad.

Tenía prisa por acabar el Volpone. «1898 verá mi muerte o mi obra maestra. Esperemos que sea lo segundo.» Sin embargo, no estaba demasiado satisfecho con su breve prefacio al libro. No le parecían sino unas «páginas horriblemente absurdas». En cambio, sí procuraba engañarse a sí mismo en lo referente a su salud. Se había enterado de que un famoso académico «que parece un cadáver» llevaba resistiendo en tales circunstancias ya casi catorce años: «Está mucho peor que yo y aún vive. Desde que lo conocí mi ánimo se ha recuperado de una manera increíble». Pero la enfermedad progresaba con una obstinación cruel y le había afectado también al brazo derecho, el que usaba para trabajar. Por primera vez en su vida se dejó crecer la barba y, obligado a permanecer postrado, vestía descuidadamente. Pero no acababa de rendirse: «En el pueblo he dicho que sufro reumatismo». Al final ya sólo era capaz de leer vidas de santos: «Estos santos que tanto amo son mi único consuelo y me proporcionan la paciencia que necesito para soportar mi cruz». El dinero era cada vez más escaso, y Beardsley tuvo que vender los volúmenes más valiosos que le quedaban en su escasa biblioteca.

Aubrey Beardsley tenía veinticinco años. A su lado, en la agonía, lo acompañaban su madre y su hermana, a la que estaba muy unido. Antes de apagarse definitivamente, ya muy débil, escribió a su editor rogándole que destruyera sus dibujos, tan «obscenos y pecaminosos».

Tras una misa solemne en la catedral fue sepultado en el cementerio sobre la colina, frente al mar. Días antes, con su imaginación disparada por la morfina con la que combatía su dolor, había escrito estos versos: «Despeinado, con el leve pañuelo que caía / sobre la corbata mal anudada, con sus hilos al viento, / me adentraba sin rumbo por la vieja ciudad / empujado por el recuerdo de un sueño maravilloso».


1920, MANSFIELD. A pesar de la enfermedad, que no se detenía, Katherine Mansfield estaba entusiasmada. Quería a cualquier precio la Villa Isola Bella, un anexo de la extraordinaria Villa Flora, donde su prima Connie vivía con una amiga. «Es la primera casa que me gusta de verdad. Sí, está Ville Pauline, claro, pero eso no es una casa de verdad… No, lo digo en serio, de ninguna otra he visto emanar esos destellos de alegría. Esta casita es y será siempre para mí el único lugar en el mundo; así lo siento. Mi corazón se acelera al verla… ¿Estaré loca? Siempre encontraréis Isola Bella grabada a fuego en mi corazón.» Con la misma ilusión escribía a su amado John Middleton Murry, por aquellos días ocupado en Londres, hablándole de lo cerca que estaba la playa, de los trampolines ideales para un buen chapuzón. Intentaba por todos los medios atraerlo a su lado.

Katherine acababa de pasar una mala racha. Había vivido entre San Remo y Ospedaletti hostigando a su marido con improperios y amenazas, reprochándole su obsesiva preocupación por el dinero y sus frecuentes ausencias. Sola, esclava de recurrentes ataques de pánico y largas noches de insomnio, era presa de la desesperación, estaba convencida de no ser amada. También era cierto que la debilidad y la indecisión de Murry la atraían en tanto signo de rechazo al autoritarismo de su padre, quien justo por aquellos días le había anunciado que le negaría cualquier ayuda: «No hay motivo, querido papá, por el que tengas que verte obligado a quererme a toda costa… Sé que he sido una hija que ha dejado mucho que desear». Paradójicamente, la progresiva debilidad que su enfermedad le causaba había favorecido su atractivo, pero Murry siempre encontraba un pretexto para permanecer lejos de ella. Su grosera negativa a responder a las continuas quejas de Katherine, su incapacidad para ejercer el papel de hombre y su renuencia a compartir con ella aquella vida de sufrimiento habían acelerado la abismal melancolía de su esposa. «Es tremendo sentir que esta soledad, el latido cansado e insistente de mi corazón, es lo ÚNICO que tengo.»

Aunque todo este desencanto fue lo que le llevó a apreciar en su justa medida las virtudes de su amiga de juventud, la robusta Ida, quien la cuidaba con auténtica devoción, levantándose a medianoche para calentarle leche o darle masajes en los pies helados. Pero felizmente San Remo y Ospedaletti estaban ahora olvidados. Por suerte, su prima había tomado la iniciativa de invitarla a Menton. «Vengo huyendo de aquel aislamiento infernal, de ese horrible silbido nocturno, de la soledad y del pánico.» Lo que Katherine no sabía era que su querida pariente había tomado la decisión de internarla en un lujoso sanatorio, el Hermitage, en el número 16 de la Rue Paul Morillot.

Bueno, en un primer momento aquella solución le pareció magnífica. Su habitación tenía «cuatro ventanas con vistas a unos hermosos jardines y grandes montañas, flores preciosas». A ello había que añadir los sabrosos emparedados que se ofrecían a los internos, el trato atento de los empleados y los periódicos siempre al día. Lo realmente insoportable era el lúgubre espectáculo que ofrecían los demás pacientes: «Tienen el aspecto de quien acaba de salir del ataúd… su cabello es ralo y débil… sus ojos fríos y asustados, sus manos muertas, cerúleas».

Poco a poco, todo su bienestar se convirtió en tortura; incluso sus íntimos parecían fallarle. Lawrence, también él tuberculoso, la acusó de escudarse en su enfermedad para evitar enfrentarse a sus problemas. Murry, cada vez más perplejo ante sus repentinos cambios de humor, le pidió que le confirmara de una vez su amor con un telegrama.

En febrero de 1920, su prima, cuyo miedo a un posible contagio había sido disipado gracias a un médico de confianza, decidió acogerla en su propia casa. «La villa es un auténtico sueño.» Allí sentía que el lujo la protegería de cualquier mal. El coche de caballos tenía cojines de seda y estaba tapizado con terciopelo. Las sirvientas con delantales de muselina iban y venían sin hacer el menor ruido. Los colores eran sobrios; los salones, inmensos. Su cuarto, decorado en gris y plata, estaba orientado al sur y «sólo un toque de distracción, un pequeño sofá de brocado rosa y patas doradas» alteraba el espacio.

Un buen día contempló cómo la marea traía a la orilla algo mucho más cercano a la muerte que los espectros con quienes había convivido en el sanatorio. Era el cadáver de una suicida que «se acercaba dando vueltas a golpe de ola». Había perdido brazos y pies. Largos cabellos castaños cubrían por completo su cara.

Mientras tanto, Connie Beauchamp y Jinnie Fullerton intentaban convertirla al catolicismo. Ciertamente, Katherine flirteaba con la idea, aunque no se decidía, preocupada por defraudar a sus anfitriones. «¡Qué aburrimiento!» Por suerte acudió a su rescate un rico inglés, traductor de Proust, junto a su encantadora esposa, quienes vivían muy cerca.

Volvió cuatro meses a Londres, y después consiguió (¡por fin!) que su prima le alquilara Isola Bella, muy cercana a Villa Flora, la estación de Garavan y la frontera con Italia. Una cariñosa criada de ojos violeta se ocupaba de la casa, encaramada en la cima de una colina, con una enorme terraza abierta a un paisaje infinito.

Solía levantarse tarde, a las once de la mañana, y seguía en pie hasta pasadas las dos. Trabajaba hasta las cinco y luego volvía a la cama. Ya empezaba a sentir la proximidad de la muerte: «La peculiar tragedia del tísico es que, aun estando muy enfermo, no lo está tanto como para renunciar a los placeres propios de quien está sano».

Murry, que andaba entre pleitos por cuestiones editoriales, se presentó allí en cuanto pudo, en Navidad. A finales de enero regresó a Londres, pero la sincera dedicación con la que se entregó a la salud de la escritora durante su estancia dejó en Mansfield un gran consuelo. «Estoy muy preocupada por él, enormemente. Hasta esta mañana no me había percatado de cuánto me necesita.» Por desgracia, la vida le pasó factura por esos días de afecto. En cuanto John se hubo marchado, Katherine sufrió un terrible disgusto. Celosa de una amiga, quien además era mucho menos atractiva que ella, comenzó a decir que Murry se casaría con «esa mujer» en cuanto ella muriese; no obstante, el mayor sufrimiento venía de sus sospechas sobre la relación de John con la caprichosa princesa Elizabeth Bibesco, también establecida en Menton: «Me recuerda a una gaviota enloquecida por una insaciable ansia de pan».

Mientras tanto, no dejaba de escribirle cartas llenas de advertencias. Sabía perfectamente –y así se lo decía– lo atractivo que resultaba a las mujeres, y que tenía un fuerte instinto donjuanesco que ella, demasiado ocupada en la escritura, no podía satisfacer. «Lo que suceda en tu vida íntima NO me afecta.» A su vez, la susodicha princesa, irritada por la visita de Murry a la que aún era su esposa, invitó mediante una carta a la pobre Katherine a dejar libre a John de una vez. Fingiendo una altiva indiferencia por aquella «estúpida criatura», la enferma replicó que su rival no debía acostarse con Murry cuando éste fuera a verla, sólo porque «no era decoroso».

En 1921, la Bibesco pareció reconocer definitivamente su derrota cuando Murry se fue a vivir con Mansfield, pero la lluvia de cartas con las que la aristócrata continuaba asediándolo acabó agotando la paciencia de Katherine: «Temo, señora, que deberá dejar de escribir estas tontas cartas de amor a mi marido… En nuestro mundo, ese tipo de cosas no se hace».

Por suerte, siguió trabajando, publicando sus escritos y recibiendo excelentes críticas que compensaban un tanto los escarceos de Murry. «Sentirse lejos de él resulta angustioso, aunque supongo que esta angustia es un mal menor, dado que mi presencia parece sin duda torturarlo.» A primeros de mayo, acompañada por su fiel Ida, Katherine abandonó la Riviera para trasladarse a las montañas de Suiza.


1922, BLASCO IBÁÑEZ. «Vengan, vengan a visitar esta casa», ofrecía con solemnidad su casa Vicente Blasco Ibáñez en cuanto tenía la menor oportunidad. La verdad es que aquel hombre, por entonces un escritor célebre, se había resistido durante mucho tiempo a la idea de vivir en Menton, que se había ganado la fama de ser un retiro para viejos. Un dicho popular rezaba: «En Niza los amores, en Menton los funerales».

Pero finalmente se dejó fascinar por la vegetación, por aquellos colores, tan parecidos a los de su Valencia natal, de la que sus posiciones políticas lo habían alejado para siempre. Y he aquí que en 1922 compró aquella carísima residencia, Fontana Rosa, empleando lo ganado por la venta de los derechos cinematográficos de sus obras, de Sangre en la arena a Los cuatro jinetes del Apocalipsis.

El portón de entrada, majestuoso y alegre, estaba protegido por tres auténticos ángeles custodios literarios, Cervantes, Balzac y Dickens, retratados en una colorida mayólica. Su Jardín de los Novelistas, diseñado a imagen de los sevillanos Jardines de María Luisa, estaba presidido por bustos de los ilustres del género, como Zola, Flaubert, Goethe, Dostoievski… Templetes, pérgolas y columnatas, ocultados por rosaledas y glicinias, se perfilaban sobre un fondo de palmeras, plátanos y ficus. El lugar de honor lo ocupaba Cervantes: el busto del «padre de la literatura española» destacaba entre los azulejos que relataban las aventuras de Don Quijote. Bajo la mirada inmóvil de sus predecesores, Blasco Ibáñez leía tranquilamente sentado en bancos de piedra decorados con cinco rosas, emblema de la logia masónica a la que pertenecía. Pocos hombres había en el mundo tan anticlericales como él, y eso que su madre siempre había soñado con verlo de sotana.

La finca, distribuida en distintos niveles, limitaba con la pequeña estación de Garavan; de hecho, cuando sus amigos españoles bajaban del tren podían entrar de inmediato en la residencia por una puerta trasera. Allí, vivía Blasco Ibáñez con su segunda mujer (la primera le había dado cuatro hijos), Elena, nieta del presidente de Chile, donde la había conocido. Ambos no cesaban de mejorar la belleza de su enorme propiedad, pero aquella majestuosidad escondía una fragilidad secreta: en su ansia por que las obras acabaran lo antes posible, Blasco Ibáñez ordenó que se prescindiera de los cimientos.

Y allí pasó los últimos años de una vida realmente tumultuosa en la que, entre otras cosas, fue elegido diputado a Cortes en diez ocasiones. «Menton es el lugar más poético de la Costa Azul. Las personas que suelen frecuentar sitios como Niza o Montecarlo tal vez lo encuentren algo triste y mortecino, pero los artistas y escritores hallarán aquí el rincón que andaban buscando.»


1931, MANN. Klaus y Erika, los dos hijos de Thomas Mann, se divertían explotando su parecido físico, incluso con la vestimenta. Les gustaba que les sacaran fotos en corbata y mangas de camisa, siempre elegantes y refinados, los dos con la misma sonrisa alegre y desafiante. «Crecimos como gemelos», explicaba Erika, «tuvimos una relación muy íntima, y así continuó siendo durante toda nuestra juventud.» Todo parecía unirlos: desde su homosexualidad a la lucha contra el nazismo, desde la ausencia de prejuicios al libertinaje. También les unía un gran talento que siempre palideció frente a la enorme presencia de su padre. Atrapados en el ansia por fundir sus avatares llegaron a compartir amantes de ambos sexos. Sólo la droga, de vez en cuando, dejaba a Klaus en soledad.

La extraña pareja aceptó con gusto la invitación que un editor le hizo de escribir una guía diferente de la Riviera, destinada a una colección llamada «Lo que no se encuentra en la Baedeker», que era la guía turística más famosa de la época. Trataron Menton con cierto recelo: demasiado cercana a la Italia envenenada por el fascismo. «Creemos que no es un lugar demasiado atractivo.» Tenían razón: en invierno las montañas la protegían del frío, pero en verano el calor era terrible y casi todo estaba cerrado a cal y canto.

Los dos hermanos recorrieron la Promenade du Midi y el Quai Laurenti y concluyeron con evidente desprecio que aquel paraje sólo ofrecía los pasatiempos más aburridos y convencionales, desde la caza del conejo a las regatas. En su opinión, el verdadero y único regalo que la ciudad ofrecía venía de manos de dos sencillas pastelerías, la Rumpelmayer, sucursal de la abierta en Niza en 1870, y la Russian Eagle, a la que se accedía gracias al funicular.

Un confortable ascensor llevaba «a la gente que se toma muy en serio lo del comer» al suntuoso restaurante Amirauté, en el número 3 de la Porte de France, donde por un almuerzo o cena podían llegar a pagarse elevadísimas sumas. Los hermanos mostraron, en cambio, su predilección por los balcones abiertos al mar de otro más barato, aunque igualmente exquisito, La Pergola, en el 4 de la Promenade de la Mer.

La verdad es que, como sucedía en toda aquella «dócil Riviera», se podía gastar mucho o poco, según las exigencias de cada cual. Cierto, Menton era «algo menos cara que Niza y también que Cannes», aunque los hermanos Mann no la recomendaban a gente como ellos, ávida de sensaciones, «sino más bien a quien se sienta un tanto agotado y necesite reposo». En cualquier caso, el mejor panorama era el que se podía disfrutar desde el cementerio o desde la basílica de Saint Michel.


1951, CÉLINE. Convencidos de haber dejado definitivamente tras de sí, en Dinamarca, las vivencias más penosas del exilio y de poder olvidar la dura condena por su colaboración con los nazis, Céline, su mujer Lucette y su gato Bébert aterrizaron en Niza a principios de julio.

Los esperaban los Pirazzoli, suegros del escritor. Su apartamento estaba situado sobre la colina Bellevue, Palais Bellevue, en el 4 de la Route de Garavan, en el bulevar del mismo nombre, que comienza en la parte vieja de Menton y llega hasta la frontera italiana. Habían sobrevivido a la Europa del norte, pero los Céline no sabían que Bellevue, que con toda justicia era conocida como la «pequeña África», era el barrio más caluroso y sofocante de la ciudad.

Allí sufrieron la primera decepción. No los instalaron en la casa, sino en un inhóspito ático. El escritor rebautizó a los Pirazzoli como los Cuscús, pues su suegro tenía el aspecto de quien «se baña todos los días en aceite de palma». A pesar de su desahogada posición, la avara suegra, castigada con el apelativo de la Hucha, jamás restituía lo que pudieran prestarle. «La Hucha sólo se ama a sí misma y al dinero. Punto. Esta noche la he sorprendido robando a su propia hija. ¡Habría que verla! El pobre Cuscús chochea, pero es tan canalla como ella.»

Después del largo exilio en el que había terminado su fuga hacia el norte con los alemanes que huían del avance aliado, le tocaba vivir con aquella gente: «¡Una tortura, un infierno!». Quizá Céline había olvidado que tres años atrás ya se había dado cuenta de que no soportaba su conversación. Sufría de fuertes migrañas, vomitaba con frecuencia y no comía casi nada. «No hay nada que comer. Todo está podrido.» El calor era «africano», aunque lo peor no era el calor: no podía soportar a «estos Pirazzoli, odiosos, avaros, codiciosos, sucios, borrachos, imbéciles, idiotas». Tras un periodo de tensiones, la hostilidad entre esposos y suegros acabó explotando en una serie de escenas que fueron más bien un auténtico vodevil. El momento culminante llegó cuando la suegra, «loca e histérica», sacó una pistola y apuntó a Céline para que se marchara y dejara en paz a su hija.

En situaciones como aquéllas, y con el propósito de protegerse, Céline recurría a su habitual «conducta de prisionero: sonreír y callar». A veces nada funcionaba en aquella casa, ni luz ni agua. Entonces se limitaba a mirar a los paseantes detrás de las persianas: «Tienen un aspecto de locos sarracenos». Después volvía a concentrarse en su trabajo. «No soy un fugitivo; soy mudo, sordo, un enfermo. No tengo proyectos, no tengo recuerdos, nada que decir, nada que sentir, NADA.»

Parecía como si se ahogara. Eran el calor y la estupidez de sus suegros, «borrachuzos lujuriosos, idiotas». En aquella casa no había un solo libro. Como rechazo, como quien busca un salvavidas, se aferraba al recuerdo del frescor de la Bretaña. «Siempre he odiado el Sur… odio esta costa.» Además, los precios de Menton le parecían «disparatados». Leía y releía los periódicos para comprobar si hablaban de él. No recibía visitas. Tampoco de sus admiradores. «Nuestro traslado a Menton ha resultado ser una catástrofe. El clima, mis suegros, los periodistas, la casa. Una olla en ebullición. La histeria en grado sumo. Hemos salido huyendo. Horrorizados.»


1957, COCTEAU. Jean Cocteau descubrió por casualidad Le Bastion, una fortificación del siglo XVII añadida al puerto, durante un paseo. Era una mala época. A pesar de su reciente lifting se sentía viejo, como un superviviente. Por las noches lo amenazaban sueños inquietantes. En ellos, Raymond Radiguet, su gran amor desaparecido precozmente, se le aparecía con aire dulce y acto seguido lo rechazaba con desdén. A veces creía que el opio era lo único que le permitía resistir su amarga vida: «Vivir es como una caída horizontal».

Para intentar mitigar su ansiedad se acostumbró a frecuentar las obras de restauración de lo que posteriormente se convertiría en su memorial y hoy es el Musée Jean Cocteau. Conforme iba sintiendo que la vida se le escapaba, intentaba dejar su huella en la tierra, ya fuera en los mosaicos del pavimento o en las escenas coloreadas donde compartían vida los fantasmas de su imaginación.

Ese mismo celo lo había empujado a pintar los frescos de la sala de matrimonios del ayuntamiento, con las bodas de Orfeo y Eurídice, en homenaje a los mitos griegos, cuyo pálpito parecía sentir bajo aquel cielo radiante. El arte africano, tan admirado por las vanguardias, fue la fuente última de inspiración de su caprichoso estilo. «Sin darme cuenta he decorado la sala al estilo de los palacios de Creta, como el de Cnosos.»

CAP-MARTIN

1911, COCTEAU. Dos jóvenes dandis unidos por una estrecha relación habían dejado a sus respectivas madres en el Hôtel du Cap-Martin para emprender una singular aventura. El mayor, Lucien Daudet, tenía treinta y tres años, diez más que Jean Cocteau. Ambos vestían una elegante chaqueta cruzada. Lucien había ladeado a conciencia su panamá; Jean, un canotier de paja. Uno iba de oscuro; el otro, de claro.

En aquel aire caliente podía advertirse un cierto aroma de solemnidad. Lucien, hijo de uno de los escritores más famosos de Francia, iba a presentar a su amigo a una de las últimas cortes de Europa; mejor dicho: en lo que quedaba de ella. Aquella imponente dama, siempre de negro tras la muerte de su marido, era la exemperatriz Eugenia. De aquella legendaria belleza, que tanto había fascinado a Napoleón III y a Winterhalter, quedaba poca cosa. A pesar de ello, el joven Daudet la admiraba con cariño; ella, tan cuidadosa con las formas, lo llamaba a la italiana, «Luciano», o simplemente «mi querido muchacho».

En compañía de la emperatriz, la vida errática y derrochadora de aquel hijo de papá encontraba su sentido. Estar siempre rodeado de tanta gente importante (desde el círculo de amistades de sus padres a su maestro de pintura, Whistler, o alguno de quienes fueron sus amantes, como Proust) lo hacía sentirse mediocre, siempre inhibido. Su esnobismo y el complejo de Edipo lo habían empujado hasta aquel suntuoso palacio blanco, Villa Cyrnos, en la Avenue Douïne. La viuda la había ordenado construir en un frívolo estilo neoclásico Segundo Imperio, tras haber pasado largo tiempo como huésped de su gran amiga Sissi, Isabel de Austria. Las dos emperatrices tenían muchas cosas en común: las dos habían sido admiradas por su gran belleza; las dos envejecían en soledad; las dos habían perdido a un hijo. A ellas se les unía con frecuencia la reina Victoria. No es de extrañar que a Cap-Martin se lo conociera con sarcasmo como «Cap des Impératrices».

Jean Cocteau, el chico de veintidós años que estaba a punto de conocer a aquella enérgica dama de ochenta y cinco, aún no acababa de decidirse entre la fascinación de la alta sociedad, que el propio Proust había despertado en él, y la bohemia artística que comenzaba por aquel entonces a frecuentar. Esta incertidumbre jamás desaparecería de su vida.

Por muy sospechosa que resultase su sombrilla de encaje negro, no podía decirse que Eugenia viviera de sus recuerdos. No había novedad que no le interesara: comulgaba con las sufragistas, si bien no tanto con la violencia con la que llegaban a actuar. A los setenta años aprendió a montar en bicicleta, y también recorría la Costa al volante de su Renault. Pero lo que más le gustaba era ayudar a cualquier genio desconocido, como fue el caso de Marconi. También fue ella quien aconsejó a Lucien, siempre malgastando su tiempo y su encanto, que se centrara en la literatura.

Para Cocteau, tan unido a su madre como Daudet, aquel encuentro con una figura aún legendaria resultó excitante. «La juventud que llega coincide en la puerta con la vejez que ya se va. Un minuto interminable.» Mientras la comitiva atravesaba un jardín donde sólo las plantas resecas desafiaban a las piedras, Jean se dio cuenta de que la dueña de la casa detestaba las flores, que solía machacar con su elegante bastón de paseo. ¿Pero dónde habían ido a parar aquellos miriñaques, aquel enorme sombrero de paja de otros tiempos?

Su cara conservaba aún la forma ovalada. «Sus ojos todavía guardaban el azul cielo, pero en su mirada no había luz.» Aun así mantenía su ingenio y su espíritu animoso. Arrancó un diminuto ramo de flores y se dispuso a ofrecérselo a los recién llegados: «Ya no puedo poner medallas a los poetas. Conformaos con esto». Después, mientras Cocteau se lo colocaba en el ojal, la regia dama retomó con energía su paseo interrogando a sus invitados sobre todo tipo de cuestiones, desde Isadora Duncan a los Ballets Rusos. El séquito se las veía y se las deseaba para no quedarse atrás. A veces una alegre carcajada parecía evocar en su fatigado rostro algún suceso del pasado que se asomaba como un relámpago al presente, «como el fulminante aparecer de una lagartija entre las ruinas muertas».


1938, YEATS. Alto, con traje claro, las manos tras la espalda, William Butler Yeats paseaba absorto en sus pensamientos. Cuando se marchó de Rapallo no sabía que encontraría en el Hôtel Idéal Séjour su solución. «Mi vida ya está resuelta. Los inviernos los pasaré aquí, o cerca.» Cierto que no saber francés lo hacía sentirse solo, aislado, pero esta circunstancia le facilitaba una mayor concentración en sus escritos.

Lo acompañaba su mujer, Georgie, como era habitual. En octubre de 1917, tras la enésima negativa de Maud Gonne, descendiente de una familia de fuertes convicciones nacionalistas y a la que había amado desde su juventud, William se había atrevido a pedir la mano de su hija, Isolda Gonne. También en esta ocasión fue en vano. Dolido, volvió sus ojos a Georgie Hyde-Lees. La conocía desde hacía años, pero lo cierto es que se trató de una elección más bien improvisada, apresurada por el despecho causado por el doble rechazo. Por entonces, él tenía cincuenta y dos años; ella, veintiséis. Culta y generosa, la joven aceptaba la imborrable presencia de Maud en el corazón de su marido. El resultado de aquel matrimonio improvisado fue ideal. «Mi mujer es una esposa perfecta, amable, inteligente y generosa. Gracias a ella mi vida es ordenada y serena.»

Para distraerlo de sus inquietudes amorosas, Georgie lo atrajo dedicándose a un arte que su marido tenía en gran estima, la escritura automática. No era fácil, pues la inagotable afición del poeta por el espiritismo obligaba a su resignada esposa a aburridas sesiones con el más allá al menos una hora al día. Sea como fuere, el caso es que aquel «oráculo de Delfos doméstico» acabó haciendo sombra a sus competidoras.

En 1937, Yeats decidió someterse a una cirugía de rejuvenecimiento que consiguió revivir su «capacidad creativa y deseo sexual. Es muy probable que esto dure hasta mi muerte. Creo que si intentara reprimirlo, el esfuerzo que tendría que hacer sería tan grande que acabaría haciéndome daño». A pesar de todo, la satisfacción por los resultados alcanzados, unos logros que, por cierto, hoy pone en duda la medicina oficial, no consiguió desterrar su angustia ante la vejez. Aunque entonces escribía sus mejores poemas, Yeats seguía siendo esclavo de un pasado ya irrecuperable, poseído por la nostalgia de un amor que siempre le había sido esquivo o que él no había sido capaz de conquistar. Reaccionaba ante aquella melancolía manteniendo relaciones con «esas mujeres dóciles, fascinantes y refinadas a las que Balzac llama “la principal consolación del genio”»; traduciendo «el fermento que llega a mi imaginación» en fantasías cada vez más ansiosas de cuerpos amantes.

Georgie era inagotable, pasaba a máquina sus escritos y corregía los borradores que brotaban de aquella «extraña segunda pubertad». Desde el jardín al cuidado de los hijos o la cocina: todo dependía de ella. La conciencia de esta situación no causó en el poeta el menor remordimiento a la hora de dejarse atraer por Margot Gregory, una poetisa de veintisiete. Era el año 1934. «Veo siempre tu imagen ante mí, una imagen de bondad, dulzura y belleza.» Con el tiempo, esa pasión acabó, en el caso de Yeats en amistad, pero en Margot el amor crecía; y creció tanto que ese sentimiento acabó por desequilibrar su mente.

Pronto, la atormentada Margot fue sustituida por la aristócrata Dorothy Wellesley, duquesa de Wellington, que permanecería al lado del poeta hasta su muerte. No hay duda de que esta relación fue menos platónica que aquella otra que mantuviera con la ya difunta Lady Gregory: «Mientras viva no podré olvidar el gesto que al partir ha hecho usted… me parece que quizá exista la posibilidad de una relación íntima entre nosotros». Al saber de aquellas cosas parece que Georgie se limitó a comentarle: «Cuando hayas muerto la gente hablará mucho de tus amores, pero yo no diré nada por respeto a lo orgulloso que fuiste».

Unos veinte días antes de morir, Yeats hizo una especie de balance de aquel afortunado periodo del que gozó tras su rejuvenecimiento: «Estoy feliz y lleno de energía, de una energía que no creía poder recuperar jamás. Tengo la sensación de haber encontrado lo que buscaba. Si pienso en explicar todo esto, me digo: “El hombre puede encarnar la verdad, pero no puede conocerla”. Debo encarnarla durante el tiempo de vida que me queda». En su último poema, «Under Ben Bulben», dejó escrita esta exhortación: «Concede una fría mirada / A la vida, a la muerte. / ¡Jinete, pasa de largo!».