Fuimos a una tienda cercana al hospital, era una nave gigantesca o laberíntica. Atravesamos dos o tres corredores dedicados al menaje del hogar, luego una zona donde había utensilios para los amantes del submarinismo, finalmente encontró la sección de escritorio y papelería, «busca carpetas que sean transparentes, así las reconoceré enseguida», dijo.
Yendo en coche hacia el pueblo pregunté por qué le gustaban tanto los bazares orientales, contestó que los chinos eran gente razonable. Hubo un silencio breve que aproveché para decir que Lenin tenía sangre mongol. Mi padre respondió que no del todo, que sus ojos rasgados procedían de los pastores calmucos, aunque su abuela materna descendía de suecos y alemanes.
Señalé, bromeando, que yo también tuve un abuelo pastor. «Quizás tengas algo que ver con Lenin, tu nombre es ruso y empieza con la misma uve de Vladímir Ilich Uliánov.» Hubo otro silencio menos breve y le recordé su antiguo rito de enseñarnos a mi hermano y a mí la letra de La Internacional. Sonrió cuando evocamos el día de mi Primera Comunión, allí vestido con un traje blanco y el pelo demasiado largo, «parece una niña buena», decían las vecinas a mi madre, «¡qué lastima que no fuese una niña!», exclamaban aquellas mujeres dándole con el codo a mi padre, quien me llevó a su habitación, y cerró la puerta. Sentados los dos sobre la cama cantamos, en voz muy baja, para que nadie nos oyese, La Internacional.
Quise oírle rechinar los dientes o blasfemar en silencio, pero le miré y observaba el paisaje quemado por el viento, a unos campesinos que cargaban alpacas en sus tractores. «Ese pedazo de tierra estuvimos a punto de comprarlo antes de que engañasen a tu abuelo. No entres al pueblo por aquí, vamos por la carretera del cuartel, quiero que veas una cosa.»
Sabía que a mi padre le molestaba sacar conclusiones del pasado, aunque siempre andaba rememorando sus partes más cómicas o más irreverentes. Pero tal vez porque hacía mucho tiempo que no estábamos a solas o porque viéndolo en el asiento del coche, agarrado a la carpeta traslúcida, me pareció que aquella situación demandaba algo más de mí, un gesto de madurez, una señal de que su hijo mayor era ya tan mayor como para tener una historia propia, regresé de nuevo, equivocadamente, a la letra de La Internacional.
Entonces confesé que durante mucho tiempo creí, o me contaron, que tararear el Agrupémonos todos en la lucha final podía darme suerte si en algún momento la necesitaba, y que aquel día de la Primera Comunión, ante el pánico de que la hostia consagrada se me pegase al paladar y tuviera que tocarla con los dedos, algo verdaderamente prohibido y ridículo, canté para adentro la marcha de los trabajadores de la tierra, mientras el cura interpretaba ciertos pasajes bíblicos demasiado rimbombantes.
Un conejo se cruzó delante del coche, frené y miré a mi padre, que en cualquier otro momento hubiese gritado «¡ACELERA!». Le vi retorciéndose de dolor, con el expediente médico apretándose la barriga. «Da la vuelta y vamos al hospital», farfulló, «¡ACELERA, DATE PRISA!»
Tengo diecinueve años y viajo hacia Barcelona en el autobús de línea, es sábado y mi asiento huele a colonia Nenuco y a café con leche. Por la ventanilla veo bloques de pisos muy juntos entre sí, son como barreras de futbolistas que esperan el chute de un lanzador inexistente. De vez en cuando hay descampados llenos de rastrojos y tuberías solitarias, bicicletas que perdieron sus ruedas y abrigos enterrados en la arena. También observo a algunos hombres, desnudos de cintura para arriba, que cavan sus huertos cerca de la autopista, regándolos con el agua contaminada del río. No entiendo por qué los paisajes de periferia suscitan tanto interés entre algunas sensibilidades, supongo que son una respuesta escatológica al mundo insípido de la capital. Aun así me esfuerzo para descubrir en ellos alguna clase de mensaje oculto, sólo logro que me recuerden a La balsa de la Medusa de Delacroix.
Voy a un congreso sobre el pensamiento poético de María Zambrano. Es el último día del simposio y el jefe de nuestro departamento en la universidad nos ha invitado a leer unas breves ponencias, dice que somos «cuatro jóvenes investigadores en ciernes».
Mi madre se despide lanzándome un beso desde la ventana, «¡no te arrugues, demuéstrales lo que vales!». En ese mismo instante un vecino camina por la acera y al oírla me tiende la mano para desearme suerte: «hoy vas a marcar dos goles, lo llevas escrito en la cara».
Thomas Mann señaló que el único modo de entender Venecia era llegar a ella desde el mar. Algo parecido podría decirse de Barcelona, pienso mientras entramos por la Avenida Meridiana, una carretera repleta de coches, que cruza el perímetro urbano como si alguien lo estuviera tricotando. Aferrado a esta estúpida impresión considero que dentro de unas horas se cumplirá cierta venganza clasista, por fin van a dejarse oír los hijos del proletariado.
Eso es lo que escucho en mi casa o eso es lo que me he obligado a creer, pero un rato más tarde, ya en el asiento del auditorio, comprendo que se trata de algo menos fabuloso, quién sabe si más irreversible: allí nos esperaba un primer mordisco de vanidad, el viejo rito donde unos niños regalan a los mayores su embrionaria impertinencia, comerciando con algunas zonas de su exotismo.
Nuestras investigaciones no son relevantes ni originales, tampoco pretenciosas, pero las leemos para demostrar que la universidad en Cataluña tiene un futuro prometedor. Cuando terminamos nos invitan a comer junto al resto de académicos, quienes se hablan unos a otros desde una gélida cortesía. Sentados en aquella mesa de copas alineadas, cubiertos que brillan y adornos florales parecemos el trofeo del sistema educativo burgués. Sin embargo, aunque no lo decimos, en nuestras casas nadie tiene libros ni bibliotecas familiares, es más, nuestros padres siguen firmando con la misma letra del parvulario, muchos aún añaden dos comillas al lado de sus nombres.
El poeta Ángel Crespo aparece a la hora del café y todos los presentes se levantan para saludarle. Mientras explica su «última aventura editorial», una edición de la Divina Comedia con dibujos de Miquel Barceló, observo su pelo y sus patillas ensortijadas, la camisa abierta y las manos enormes. Quiero decirle, pero no me atrevo, que mi abuela fue una de las nodrizas que le dio de mamar y que mi abuelo era pastor en la finca de su familia a las afueras del pueblo. Trato de acordarme de aquel poema suyo dedicado a la cuesta del Jaral, pero se mezcla en mi cabeza con algunos trozos del himno de los parias de la tierra.
Los franceses tienen una expresión, L’esprit de l’escalier, que alude a esa réplica brillante y demoledora que viene a la mente demasiado tarde, cuando el público y el adversario de una disputa dialéctica ya se marcharon victoriosos, mientras uno está bajando los peldaños de la derrota.
A las siete de la tarde cojo el autobús de vuelta a casa, que ahora huele a carajillo y a chicle de fresa ácida. En la última parada encuentro a mi mejor amigo dispuesto a «celebrar la paga semanal o lo que venga». Cuando pregunta cómo me salió la conferencia estoy a punto de explicarle qué significa la alocución de Diderot pero, nuevamente, no me atrevo. Así éramos nosotros entonces, gente administrando lo inadecuado, mucho menos valientes de lo que parecía, llenos de prejuicios y temores: en una mano llevábamos frases célebres donde apoyarnos, en la otra sólo teníamos violencia y aspiraciones, conjeturas.
Nos asignan la habitación 315 en la planta de enfermos gástricos. Los médicos dicen que mi padre tiene una perforación en el intestino y que van a operarlo de urgencia. Sentado junto a la máquina de café pienso en su alimentación, en los nervios por la enfermedad de mi madre y en el protocolo clínico de aquí, que no acabo de entender.
El guardia de seguridad aparece en la sala de espera y pregunta «¿De quién es el Mercedes que hay en la puerta?», luego me recrimina con un sadismo innecesario: «Quita el coche enseguida, esto no es un parking».
Vuelvo a ver entonces los rostros de la gente del pueblo a principios de verano, cuando llegué con la vergüenza del hijo desclasado que regresa para cuidar a su madre, aparcando el coche bien lejos de mi calle, pendiente como siempre del qué dirán.
Hace cinco horas que se llevaron a mi padre y aún no nos han avisado. Está anocheciendo, una voz dice por megafonía que ya se encuentra en su habitación.
Al entrar lo encuentro flaco y dormido, los brazos y el torso de tonalidades violáceas. Me siento en la butaca de los acompañantes y mientras espero a que se despierte recuerdo el tiempo que pasé hace unos años en el piso donde nací, volver a aquellas habitaciones sin ventilación que nunca me parecieron tan pequeñas.
Y rememoro una noche que no tenía tabaco y bajé al bar de enfrente, cuyos dueños son ahora una familia china que aprendió a cocinar el mismo cazón en adobo de nuestra infancia. La dueña les enseñó la receta antes de regresar a su pueblo con un Mercedes, las piernas hinchadas por las varices, no salía del cubículo donde preparaba las tapas diarias.
Al lado de los servicios vi el póster que mi padre colgó el día que debuté con la selección española de fútbol sub-15: «Para los héroes de mi barrio. Uno de los suyos», eso dice la dedicatoria, aún legible. Pregunté al camarero si sabía quién era aquel futbolista adolescente. Me respondió que no sonriendo y le conté que aquel chico era yo. Supongo que para asegurarse miró de nuevo hacia la pared y después hacia mí, negó otra vez con la cabeza y volvió a sonreír.
Mi padre ha despertado. Son las once de la noche y tiene mucha sed. No puede beber ningún tipo de líquido pero le permiten que se enjuague la boca sin tragar. «Coge dinero de mi cartera y saca agua de la máquina, está más fría». Le pongo una pajita entre los labios, infla los mofletes y cuando voy a acercar el vaso para que expulse el contenido lo escupe hacia el suelo. Le he afeado su conducta y se ha reído como un niño.
Llega el médico y explica que la operación ha sido un éxito, aún tiene el vientre tumefacto pero irá remitiendo con el paso de los días. Me extraña que ni siquiera me dirija la palabra. Cuando se marcha trato de acercarme para darle la mano o para preguntar cualquier cosa. Entra en la habitación contigua y me quedo solo en mitad del pasillo, nuevamente me siento un inútil, un incapaz.
«Cierra la puerta y baja la persiana, Volodia», dice mi padre o eso me parece escuchar. Al cabo de un rato se apagan las luces de la clínica y como no tengo sueño paso la noche entrando y saliendo de Facebook, colgando opiniones cursis y arrogantes. Cada tres horas se despierta y pide enjuagarse la boca. Casi siempre escupe dentro del vaso de plástico, pero una de las veces se le cae el agua sobre la cama, dejando las sábanas empapadas. Me enfado sin llegar a reprenderle. «No temas, Volodia, aquí nadie nos manda, aquí no hay reyes ni tribunos.»
Supongo que la anestesia lo tiene aún aturdido, mañana cuando pase el médico debo comentárselo. Tengo que estar bien atento y anticiparme. Le hablaré de usted aunque es un chico muy joven. Lo llamaré doctor, aunque quizás es una expresión demasiado pomposa.
Al oír sus ronquidos cojo de nuevo el teléfono y salgo de Facebook. Por alguna razón pongo la palabra «volodia» en el buscador de Google.
La primera entrada es Volodia Dubinín, un pionero ruso que murió con catorce años en las canteras de Kerch, mientras guiaba por los túneles de sus juegos infantiles a los partisanos que resistieron la invasión alemana durante la Segunda Guerra Mundial. La segunda es Volodia Teitelboim, político y escritor chileno muerto en 2008, cuyos restos se velaron en el ex Congreso Nacional de Santiago de Chile, donde, según Wikipedia, la presidenta Michelle Bachelet entonó, a modo de homenaje, el himno de La Internacional.
Tiempo después sabré que Volodia era el diminutivo del pequeño Lenin antes de ser bautizado por el rito de la iglesia ortodoxa rusa.
En la primavera de 1986, justo después del referéndum que confirmó la permanencia de España en la OTAN, robé un libro de la biblioteca municipal. Sólo tuve un motivo: demostrarles a mis compañeros de clase que las bibliotecarias nunca vigilaban el interior de nuestras mochilas y que, por tanto, era muy fácil sustraer todos los cómics allí guardados. Además, el libro tenía un título sugerente, Memorias de Leticia Valle, pues en aquellos momentos la gran musa de las revistas del corazón era una chica francesa llamada Laetitia Casta.
Llegué a casa con el libro escondido y acarreando todo tipo de remordimientos. Mi padre solía decir que si sus hijos pasaban necesidades no dudaría en «atracar a los terratenientes y llevarse comida de cualquier centro comercial». Mi madre le señalaba que «robar era pecado y que nuestra familia siempre fue pobre pero decente». Estos argumentos no servían para calmar ni para incrementar la desazón por aquel hurto innecesario, cuyo objetivo fue recibir el beneplácito de los amigos, otra pequeña porción de tolerancia.
El sentimiento de necedad aumentó cuando abrí la primera página y observé que la autora, Rosa Chacel, no sólo no se parecía en lo más mínimo a Laetitia Casta, sino que era prácticamente igual a las señoras que trabajaban en la biblioteca: una jubilada con gafas y sonrisa lacónica, el mismo pelo entre gris y azul e idénticos tirabuzones.
Atrapado en un bucle de culpa y ridiculez, por miedo a que me descubriesen, saqué de la solapa el tarjetón donde se apuntaban las fechas de los préstamos. Troceé aquella cartulina manoseada y me la comí, creyendo que de este modo hacía desaparecer la principal prueba incriminatoria.
Pasaron las semanas y cada vez que Felipe González aparecía en el telediario mi padre lo llamaba, alternativamente, «traidor» o «cobarde». Por aquel entonces mi palabra favorita era «cínico».
Terminó el curso y comenzó a hacer un calor insoportable. Entonces, quizás para redimirme del robo o porque me aburría estrepitosamente, empecé a leer el libro sobre Leticia Valle y a subrayar algunos párrafos que creí interesantes. Uno de ellos describía el paseo de la narradora por las avenidas de Madrid, su encuentro con una estatua que simbolizaba la justicia. Rosa Chacel se preguntaba cómo era posible resumir una idea de tanta envergadura dentro de un rostro de mármol, qué parte de la injusticia estaba perdiéndose en la gélida expresión del monumento.
Me habían prohibido afiliarme a las juventudes del PCC por ser «demasiado pronto para meterse en política». No les hacía caso y asistía a los debates de los lunes, sufriendo mi particular revival de la época de la clandestinidad.
Apenas comprendía nada de aquellas asambleas donde se citaban nombres y conceptos desproporcionados para mi nivel cultural. Nadie me dirigía la palabra y nadie esperaba que abriese la boca, tal vez por eso empecé a tomar apuntes y a dibujar el torso de los oradores que levantaban el brazo para pedir la palabra; solían empezar sus alegatos con la fórmula «un momento, camaradas».
Una camarada de dieciocho años propuso pintar un mural en la zona de los huertos, «así lo verá la gente que cruce el puente y todos los coches de la autopista». Alguien dijo que yo tenía buena letra y que solía hacer los carteles del instituto. Dibujamos tres banderas: la republicana, la de Cataluña y una roja con la hoz y el martillo. Debajo, a mano alzada, escribí CJC. OTAN NO, GRACIAS.
Regresé a casa a la hora de cenar y no podía quitarme las manchas de color rojo de las manos. Se oyeron gritos en la escalera y mi madre salió a ver qué sucedía. «Sácate eso con alcohol antes de que se dé cuenta», murmuró mi padre. Fui hacia el lavabo a escondidas y oí a los vecinos chillar y llorar. Mi madre entró corriendo por el pasillo, llevaba el mandil entre las manos, «¡le ha pillado la máquina, a Curro le ha pillado la máquina!». Mi padre lanzó la cuchara al fregadero y, del susto, mi hermana pequeña escupió las lentejas que tenía en la boca en su plato. La calle se pobló de gente y todo el mundo salió al rellano. Por fin pude quitarme el spray de los dedos, obviamente gracias a la ayuda del alcohol. Mirándome al espejo vi que mi cara era tan blanca como una estatua de mármol. La palabra que más usé durante los siguientes meses fue «estupefacto».
«Me llamo Vladímir Ilich Uliánov. No me considero culpable de pertenecer al partido socialdemócrata ni a ninguna otra organización. Ignoro la existencia de un partido antigubernamental cualquiera. No he hecho propaganda antigubernamental entre los obreros. En cuanto a las pruebas de convicción que me son presentadas, debo explicar que el llamamiento a los obreros y el informe de una huelga general fueron hallados en mi casa por casualidad. Los tomé para leerlos en el domicilio de una persona cuyo nombre no recuerdo. La factura que se me presenta fue redactada por una persona cuyo nombre no deseo decir y que me encargó la venta de los libros mencionados. A la pregunta que se me ha hecho sobre mis relaciones con el estudiante Zaparotetz contesto que, de una manera general, no deseo hablar de mis relaciones a fin de no comprometer a nadie.»
A mediados de diciembre de 1896 Lenin es detenido en San Petersburgo. Los funcionarios de la policía zarista lo interrogan pero no consiguen encontrar la maleta llena de material propagandístico que trajo consigo después de sus viajes por París, Ginebra y Berlín, tampoco ninguna información sobre las actividades de los marxistas en Rusia.
En el contexto de las luchas políticas clandestinas, cualquier detención era una prueba de fuego donde se debía mostrar la capacidad de aguante del revolucionario. Lenin pasó este examen con la misma solvencia demostrada en la Facultad de Derecho: sus calificaciones fueron sobresalientes ante una y otra convocatoria, delante de los académicos que le oyeron exponer sus teorías con un rigor sostenido, apenas ocultando aquel nerviosismo que le producía jaquecas y crisis de agotamiento crónico; frente a los bedeles que le tomaron testimonio, quienes apuntaban las aclaraciones de Lenin bostezando, más preocupados por sus caligrafías que por las palabras de aquel joven ya alopécico a los veintiséis años.
A las diez de la mañana llegan cuatro doctores para visitar a mi padre. No está el médico que lo reconoció la noche anterior, «era el cirujano, hoy ha cogido las vacaciones».
Se trata de una médica acompañada por tres estudiantes que hacen prácticas durante el verano. Cuando termina de auscultarlo explica que «el enfermo llegó en una situación de enorme gravedad pero, por suerte, pudimos atajar el problema in extremis». Me sorprende el tono agónico, casi deportivo, de su veredicto, lo atribuyo a algún tipo de pedagogía que la doctora quiere inculcar a sus discípulos, no obstante le agradezco efusivamente la rapidez con que actuaron.
Cuando ya se marcha le digo, in extremis, que mi padre ha realizado algunos actos impropios de su carácter y que le he oído frases inconexas. Me aclara que es algo usual, a veces se tocan partes del sistema nervioso durante la intervención quirúrgica, «hay enfermos que incluso se vuelven violentos los días del postoperatorio», anuncia a los alumnos, que toman notas asintiendo, «muchos agreden físicamente a los mismos cirujanos que les han salvado la vida», precisa mientras a uno de los futuros médicos se le cae el bolígrafo al suelo, supongo que de la impresión.
Entro y le comunico a mi padre que las cosas salieron perfectas. Me responde que en esta clínica todo el mundo miente y que puede olerse el perfume agrio de las conspiraciones. «Cierra la puerta, Volodia, quiero mostrarte algo.» Entonces saca de debajo de la almohada su cartera, la abre y veo que ha metido una fotografía de Lenin en la funda destinada al DNI, tapando justo su cara del documento de identidad. «Ya te dije que aquí no hay dioses ni tiranos, pero se necesitan salvoconductos y un ojo avizor.» Me quedo mirándolo con una media sonrisa, sopesando si mi padre sabe qué significa la palabra «avizor». Él ríe de nuevo como un niño, se incorpora con gran dificultad y pide agua para mojarse los labios.
Aprovecho que los amigos de Lenin han venido a visitarlo y regreso al pueblo para dormir un rato. Antes me quedo con ellos en la puerta de la habitación, mientras cambian las sábanas y traen los nuevos medicamentos.
Hace años que no veía a estos hombres, sin embargo sus rostros y sus historias son parte del paisaje de mi infancia. En casa hay decenas de fotografías donde aparecen vestidos de reclutas durante el servicio militar, abrazados entre ellos y en bañador, jugando a levantar torres humanas como si fuesen equilibristas cejijuntos y musculosos. No han perdido ni un ápice de su furia y su nobleza, de su animalidad, tampoco ciertas expresiones propias de aquellos muchachos dogmáticos que fueron en el pasado. Podían trabajar dieciocho horas seguidas y beber vino durante fines de semana enteros, pero necesitaban comer como galeotes y dormir como chiquillos. Viéndolos caminar por el pasillo de la clínica parecen la aristocracia inconsistente o canalla del pueblo.
Estoy tendido en la cama donde pasé los veranos de mi adolescencia. Al entrar he visto que un albañil apuntó «1984» sobre el cemento aún húmedo de la fachada, fue el año en que terminaron nuestra casa. He subido por la misma acera miles de veces, pero nunca observé este detalle. Baudelaire dijo que la eternidad es un joven imberbe y sin horarios, un muchacho ciego ante los signos del tiempo.
El cuidadorViaje alrededor de mi habitaciónCanción de tumbaSobre los ríos que vanEl dolorDiario íntimo de A. O. BarnaboothLa hora de la estrellaToda la belleza del mundo