A lo largo de mis años como escritor siempre he sabido que un día escribiría un libro sobre mis abuelos y su extraordinaria casa. No sabía qué forma tomaría el libro ni cómo presentaría sus vidas, pero sabía que la suya era una historia que yo tenía que contar.
Tras la muerte de mi abuelo en marzo de 2010, contar la historia se convirtió en uno de los motores de mi vida. Se convirtió en algo más que un deseo, algo más cercano a una obsesión. El mundo de Chimen y Mimi, organizado alrededor del libro, y las habitaciones llenas de conversación del 5 de Hillway, era un mundo que, día a día, iba muriendo: los personajes centrales de sus vidas eran muy mayores o ya habían fallecido; las batallas políticas que habían librado se veían cada vez más como notas a pie de página de un lejano pasado; los libros e ideas que para ellos eran valiosos estaban cada día más polvorientos. Si yo había de contar su historia, tenía que hacerlo más pronto que tarde.
Y me puse a trabajar. Quería escribir La casa de los veinte mil libros utilizando la narración, las técnicas descriptivas que yo había desarrollado durante más de veinte años como periodista, pero también quería contarla como hechos históricos, utilizar archivos y bibliotecas de una manera que Chimen, un consumado historiador, hubiera aprobado. Finalmente me decidí por una solución intermedia: haría una profunda investigación en archivos y mediante entrevistas, pero no le pondría notas a mi texto. Contaría una historia y confiaría en que mis lectores confiaran en mí. Espero haberme ganado, con la narración, esa confianza.
El viaje que emprendí duró casi cuatro años. Por el camino leí cientos de libros: muchos volúmenes de la colección de mi abuelo y también libros de historia, biografías y novelas que daban vida a los mundos que habitaron Chimen y Mimi. Entrevisté a mucha gente (en persona, por teléfono, por correo electrónico) de Inglaterra, Estados Unidos, Israel, Canadá, Alemania, Holanda, Lituania y otros lugares, y pasé semanas en archivos de Londres, Oxford, Sheffield y Manchester. Fue una experiencia de las que cambian la vida, que me abrió los ojos a cosas que previamente no conocía o no entendía; que me presentó a mis bisabuelos y abuelos de niños, de jóvenes, en su madurez y como ancianos, además de a fascinantes personajes históricos desaparecidos hace ya mucho tiempo; y que me permitió ver las vidas de mis abuelos –y por extensión la mía propia– como parte de una historia religiosa, cultural, política y migratoria que se pierde en las brumas del tiempo.
Nada de esto habría sido posible sin el extraordinario apoyo de un gran número de personas. Por encima de todo, tengo una inconmensurable deuda de gratitud con mis padres, Jack y Lenore Abramsky, por participar, conmigo, en la alegría de este proyecto, y por haber confiado en mi capacidad para atar los cabos sueltos. Mi padre, en particular, se vinculó a este proyecto con la emoción y el entusiasmo de un muchacho, ayudándome con la investigación de archivos, buscando documentos enterrados en lo más hondo de los archivadores de la familia, rellenando los vacíos de mi conocimiento sobre personas y hechos clave y, lo más importante, confiando en que yo contaría la historia de sus padres con respeto. En varias ocasiones visitamos juntos lugares fundamentales, como la calle en la que una vez estuvo la librería Shapiro, Valentine & Co.; siempre guardaré esos recuerdos como un tesoro. Tanto mi padre como mi madre aguantaron, con buen humor, mis interminables peticiones de más información. No debe de ser fácil tener a un hijo escarbando en la vida privada de uno; que ni mi madre ni mi padre pusieran reparos es un regalo por el cual estaré eternamente agradecido. Del mismo modo, también, mi tía Jenny fue absolutamente generosa, abriéndome su casa para que yo escudriñara en sus papeles, contándome recuerdos de su infancia y proporcionándome acceso a las miles de cartas escritas y recibidas por mis abuelos. Mi hermano, Kolya, conocía la parte socialista de la colección de Chimen mejor que ningún otro miembro de la familia. Su extraordinaria sabiduría y perspicacia, su generosidad al sugerirme lecturas, y su insistencia en criticar con amabilidad pero con firmeza algunas de mis interpretaciones de los acontecimientos, fueron de una importancia absolutamente fundamental para mí en la elaboración de este libro. No siempre estábamos de acuerdo en nuestra comprensión de los episodios de la vida de Chimen y Mimi, pero nunca dudé ni por un momento de su criterio. Mi hermana Tanya, mis primos Rob y Maia, Emma y Nick, todos me abrieron su baúl de los recuerdos una y otra vez durante los años en que estuve escribiendo este libro, proporcionándome abundantes anécdotas que yo había olvidado hacía tiempo o que, en algunos casos, no conocía. Lo mismo ocurrió también con muchos otros familiares: Eve y Julia Corrin; Alison Light; Lily y Martin Mitchell; Peter y Vavi Hillel; Elliott Medrich; Alice Medrich; Mildred Axelrod; Larry y Shirley Kedes, y muchos otros. Al final del proceso de escritura, mi primo Ron Abramski me proporcionó una copia de una extraordinaria entrevista filmada que él le había hecho a Chimen en enero de 2003.
Los amigos y colegas de mis abuelos, y de mis padres, que me ayudaron accediendo a ser entrevistados para este proyecto y también a que fotocopiara o escaneara cartas y otros documentos, son innumerables: no me es posible nombraros a todos, pero vosotros sabéis quiénes sois. Debo, sin embargo, dar las gracias de manera especial a la colega de Chimen de la University College London, Ada Rapoport-Albert; a sus amigos de Stanford, Peter y Suzanne Greenberg (cuya maravillosa hospitalidad, y vivo interés tanto en las personas como en las ideas, siempre me ha recordado a los que desprendían Mimi y Chimen) y Peter Stansky; a Helene Beer de Oxford, y a Marion Aptroot y Efrat Gal-Ed de Alemania, todos los cuales me ayudaron a entender, y en algunos casos traducir, la maravillosa colección de literatura yidis de Chimen; a Miri Freud-Kandel de Oxford y a rabí Elliot Cosgrove de Nueva York, que se esforzaron en explicarme el papel que desempeñó mi abuelo en la vida religiosa de los judíos británicos a lo largo de décadas; a Pauline Harrison, cuya lucidez sobre la psicología del Partido Comunista de Gran Bretaña en los años próximos a la Segunda Guerra Mundial me fascinó; a lord John Kerr, que abogó por Chimen en Sotheby’s y después en Bloomsbury Auctions; a Ormond Uren, uno de los últimos leones; y al gran amigo coleccionista de libros y compañero de Chimen en sus viajes por el mundo de sus últimos años, Jack Lunzer.
Tariq Ali, Gidon Cohen, Arie Dubnov, John Felstiner, Christopher Hird, Dovid Katz, Krishan Kumar, David Mazower, Kevin Morgan, Andrew Moss, Eilat Negev y Yehuda Koren, Jon y Michael Pushkin, Berel Rodal, Graham Thorpe, Peter Waterman y Tony Yablon, todos proporcionaron reminiscencias de la vida en Hillway y del trato personal y profesional con Mimi y Chimen durante más de medio siglo. Beryl Williams se encargó de la digitalización de las conferencias que dio Chimen en la Universidad de Sussex en 1967, con motivo de la conmemoración del quincuagésimo aniversario de la Revolución rusa. Christopher Edwards fue una ayuda fundamental para familiarizarme con el a veces opaco mundo del comercio de libros raros. Camilla Previté y Nabil Saidi fueron igualmente generosos ayudándome a entender el mundo de la casa de subastas Sotheby’s.
Además de estos amigos y colegas, tuve la inmensa fortuna de contar con una serie de archiveros sumamente profesionales y deseosos de trabajar conmigo en este proyecto. A esos hombres y mujeres que trabajan en las bibliotecas y archivos de la University College London, el Bishopsgate Institute de Londres y el People’s History Museum de Manchester; en la sala de colecciones especiales de la Universidad de Sheffield, la Universidad de Stanford, la Bodleian Library, el Kressel Archive, St. Antony’s College de Oxford y el Trinity College de Cambridge, les envío mi inmenso agradecimiento, que espero resuene con fuerza y orgullo por las silenciosas estancias y salas de lectura de sus magníficas instituciones. Un agradecimiento igualmente grande a Philippa Bernard, de la Westminster Synagogue, y, por supuesto, a Henry Hardy, del Isaiah Berlin Literary Trust, y a Mark Pottle, que ha editado las cartas de Berlin con tanto acierto a lo largo de los años.
Más allá de estos círculos, repetidamente solicité –y recibí– ayuda de un magnífico grupo de expertos: mis amigos Nathaniel Deutsch y su esposa, Miriam Greenberg, fueron más allá, mucho más allá de la llamada del deber para buscar respuestas a mis preguntas y para corregir mi a veces errónea interpretación de la historia y los ritos religiosos judíos. Sin la entusiasta ayuda de Nathaniel, y su traducción de documentos clave del hebreo al inglés, así como su buena disposición y la de Miriam para acogerme en su casa de Santa Cruz mientras hablábamos de la evolución del proyecto, dudo mucho que hubiera podido terminar este libro. De la misma manera, Steven Zipperstein, de Stanford, me permitió interrogarlo durante una serie de maravillosos desayunos a media mañana en Palo Alto. Espero de verdad que siga regalándome estas conversaciones después de la publicación de este libro. En el campus de Davis, de la Universidad de California, David Biale nunca dejó de responder generosamente a mis peticiones de información y de referencias bibliográficas. En Berkeley, Paul Hamburg, el bibliotecario responsable de la colección hebraica de la universidad, me ayudó a comprender la importancia de algunos de los libros y manuscritos hebreos más antiguos y más raros de Chimen, y también me mostró libros equivalentes propiedad de la universidad. Brad Sabin Hill, en la Universidad George Washington, que hace muchos años aprendió con mi abuelo mientras estudiaba las misteriosas artes de la caligrafía hebrea, me proporcionó una cantidad de información y de correspondencia personal simplemente extraordinaria; Hill llegó a elaborar para mí una bibliografía completa de los escritos de mi abuelo. Estaré eternamente agradecido por este hecho.
Muchos de mis más viejos y queridos amigos también se pusieron a mi disposición durante estos años para hablar sobre partes del libro, para proporcionarme detalles históricos específicos o, simplemente, para ayudarme a mantener el entusiasmo durante lo que a veces fue un proyecto emocionalmente agotador. Aquí envío un agradecimiento particular a Ben Caplin, Carolyn Juris, George Lerner, Eyal Press, Pete Sarris, Adam Shatz, Baki Tezcan (cuyos conocimientos de la historia de Turquía me proporcionaron una puerta de acceso al mundo de los impresores hebreos de Constantinopla de hace quinientos años), Kitty Ussher, Jon Wedderburn y Jason Ziedenberg. Mis mentores de la Graduate School of Journalism de la Universidad de Columbia, Michael Shapiro y Sam Freedman, fueron también fundamentales para convencerme de que yo era capaz de contar esta historia.
En Londres, mis editores Peter y Martine Halban se implicaron en el concepto de La casa de los veinte mil libros desde nuestra primera conversación; y cuando el libro iba camino de su publicación, los conocimientos históricos de Kim Reynolds y su magnífica destreza para revisar y corregir, fueron indispensables para eliminar las asperezas de mi manuscrito. En Nueva York, mi editora Susan Barba ha mostrado un entusiasmo similar por la historia de Hillway y sus habitantes. Mis agentes, Victoria Skurnick de Nueva York y Caspian Dennis de Londres, también merecen mi más caluroso agradecimiento.
Por último, pero por supuesto no menos importante, a mi esposa, Julie Sze, a mi hija, Sofia, y a mi hijo, Leo, mi más profundo agradecimiento por soportar mi tendencia a la adicción al trabajo durante la gestación de La casa de los veinte mil libros; por creer en la importancia de esta historia, y por vuestro feliz interés en las sagas contenidas en estas páginas. Gracias, también, por ayudarme siempre a ver las cosas con perspectiva. Dais calidez a mi hogar y llenáis mi vida.
Durante los años que duró la elaboración de este libro, murieron muchos maravillosos amigos y familiares. Entre ellos está mi tío Al Liddell; mi tía abuela Sara Corrin; el amigo de Chimen de Oxford, Harry Shukman, y su antiguo camarada del Partido Comunista Eric Hobsbawm. Cada día, según parece, nuestro pasado se vuelve más irrecuperable, los vínculos vivientes con el pasado más frágiles. Mi libro es, en muchos sentidos, un coro de fantasmas.
Espero que, a su humilde manera, La casa de los veinte mil libros ayude a conmemorar a los hombres y mujeres que colectivamente construyeron el mundo del número 5 de Hillway. Esas personas, en su mayoría, ya no viven, pero yo sigo oyendo sus voces resonar con el tono claro y nítido de las campanas de Bow Bells. Fueron, todos ellos, seres humanos extraordinarios.