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AGRADECIMIENTOS

A Sebastián, que me dio el título y el amor y apoyo necesarios para escribir este libro. Porque escribir es siempre más que escribir, es tener también la compañía, el espacio y la posibilidad de poder escribir.

A Arantxa, de Kindberg, por confiar en esta novela rara. Por su ojo atento y su increíble generosidad y gentileza.

A Juan Pablo Vilches, Julio Reyes Lazo, Guillermo García, Edmundo Paz Soldán, Denise Kripper, Cristina Zabalaga, Juan José Richards, por haber leído este libro en distintas encarnaciones y haberme ayudado (¡muchísimo!) con sus comentarios.

A Gaspar Álvarez, por una conversación generosa e iluminadora que ayudó tanto a esta novela (y a su autora).

A Cristina Rivera Garza, por el blurb que escribió para mi libro anterior, Lugar, y que me dio una energía increíble para seguir escribiendo.

A Rodrigo Fresán, por muchas razones, pero esta vez muy especialmente por poner a Lydia Millet en mi camino.

A mis estudiantes y colegas en la Pontificia Universidad Católica de Chile.

A Marco Antonio de la Parra y Ana Josefa Silva, por su apoyo y cariño en estos últimos años.

A Gerardo Jara y Mercedes Valdivieso, por su linda compañía y motivación constante.

A mi familia: mis papás, mis hermanos, tíos y sobrinas.

Y a mis abuelos, siempre: a quienes les debo este amor inmenso por los libros.

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Kintsugi

María José Navia



© María José Navia, 2018

«Rebajas» y «En caso de emergencia» aparecieron en Lugar
(Ediciones de la Lumbre, 2017).

«Blanco familiar» fue publicado en el número 51 de la revista Eñe.


Edición:

© Kindberg Editorial, 2018

Valparaíso, Chile

www.kindberg.cl

editorialkindberg@gmail.com


Dirección editorial: Arantxa Martínez

Diseño: Sebastián Paublo

Ilustración: Renato Órdenes San Martín

Primera edición: noviembre de 2018

Primera reimpresión: enero de 2019

Segunda reimpresión: septiembre de 2019


ISBN Edición Impresa: 978-956-9707-05-6

ISBN Edición Digital: 978-956-9707-08-7


Diagramación digital: ebooks Patagonia
www.ebookspatagonia.com
info@ebookspatagonia.com


Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso expreso de la editorial.




Para Sebastián, mi primer lector.




Again, again.

This is how they fall & get back up. One who was thrown out by his father. One who carries death with him like a balloon tied to his wrist. One whose heart will break. One whose grandmother will forget his name. One whose eye will close. One who stood beside his mother in a green hospital. One kick up against the air to touch
the earth. See him. Fall. Then get back up.

ARACELIS GIRMAY


A family is a study in plate-tectonics, flow folding. Something inside shifts; suddenly
we're closer or apart.

ANNE MICHAELS


Killing things is not so hard, is hurting that's the hardest part and when the wizard gets me, I'm asking for a smaller heart.

AMANDA PALMER


La familia es una máquina de
producir ficción sobre sí misma.

RICARDO PIGLIA

1

REBAJAS

Lo primero que veo son los billetes en la mesa. Ahí están, en la cocina, a pocos centímetros de las frutas y un gran frasco de galletas. Mis sobrinos miran la televisión.

Caro me observa de arriba a abajo. Hoy no es, ni de lejos, mi mejor día: dormí de más, no tuve tiempo de pintarme, mi ropa probablemente no huele bien.

Por semanas había insistido en que no era necesario. («Son tus hijos, Caro.») Pero ella había sido inflexible. («Sí, Marce, pero no es tu obligación cuidarlos.») Y ahí estaba yo: la tía desastre.

De nada habían servido mis protestas.


Ahora Caro cierra la puerta con más fuerza de la necesaria.

Y yo me quedo sola con los niños.


Se supone que estoy buscando trabajo hace meses, se supone también que el mercado está difícil, que hay que tener paciencia. Se supone, sobre todo, que dejé mi trabajo anterior por voluntad propia. Esa, al menos, había sido mi versión de las cosas: decir que uno de mis jefes se me había insinuado (en más de una oportunidad) y entonces la cesantía no era una crisis sino algo de lo que estar orgullosa. O casi. Crisis es una palabra rara: se queda igual en singular y plural. Y así, para Caro, esta era sólo una crisis de su hermana menor mientras, para mí, bajo esa palabrita, se guardaban cientos de malas decisiones.

Nunca fui buena con la plata. Siempre me costó ahorrar o invertir sabiamente. Cuando niñas, mientras la mesada de Caro se guardaba en un chanchito de greda y luego se multiplicaba en una cuenta de banco, mis escuálidos pesos se iban en lápices y helados (y más tarde en libros y café). El que guarda siempre tiene, decía mi papá a veces (y el que no, siempre tiene... problemas, completaba yo en mi cabeza). Me daba vergüenza confesar lo poco que podían durarme los sueldos y aún más pedir plata prestada. Me pasaba la vida hundida en deudas. Pagando apenas las tarjetas de varias casas comerciales, comprando lo mínimo en cada visita al supermercado. Me hacía la enferma para las celebraciones de cumpleaños de mis amigos y había aprendido a cortarme el pelo sola.

Cuando entré a trabajar a la tienda pensé que todo por fin se equilibraba. El sueldo era bueno (luego de años de vivir de trabajitos precarios de edición de tesis que pagaban apenas y nunca a tiempo) y me quedaba cerca de la casa (con lo cual ahorraba en pasajes de micro y metro).

Pero no.

Mis sobrinos juegan a algo sin prestarme atención. Con ellos, me he acostumbrado a ser invisible. Siempre se portan bien. Pintan con sus crayones bien lejos de las murallas, guardan sus juguetes antes de acostarse, mientras mi teléfono vibra con más y más mensajes del innombrable (innombrable porque ya había aburrido a todos mis amigos con sus historias. Innombrable, también, porque sólo pronunciar su nombre y ya el corazón empezaba a pesarme, lleno de avispas).

Nunca supe elegir. Siempre me iba con los que me adoraban por cinco minutos o los que me aburrían por tres años. Sin puntos intermedios.

Algún día tendría que aprender.


Sofía, mi sobrina, se prueba vestidos de princesa frente a un espejo. Me pregunta si se ve linda. Le aseguro que sí. Que ella es lo más lindo del mundo.

Caro salió al matrimonio de una amiga. Va a volver tarde. Sobre la cocina hay ollas con fideos y salsa. Hay plata por si los niños quieren pizza. Hay todas las golosinas de la tierra. Golosinas que mis sobrinos apenas tocan. Caro y sus malditos hijos perfectos. Yo, en cambio, ya he abierto dos paquetes de galletas que me he comido a medias y tomo Coca-Cola de la botella. Sin vaso. Me da flojera lavarlo.


De a poco había empezado a llevarme cosas. Cosas pequeñas, incluso en mal estado, que pensé que nadie echaría de menos. Me tocaba cerrar la tienda tres veces por semana y entonces era fácil deslizar a mi bolso unos calcetines, una falda, unos calzones. Me sabía de memoria la ubicación de las cámaras, así como también había aprendido a hacer pasar el robo por un repentino ordenamiento de los productos en bodega o en la zona de rebajas. Total, era flaca y toda la ropa me quedaba bien o, al menos, me cabía. Caro, en cambio, nunca había logrado perder del todo el peso ganado en los embarazos. Aún hoy, cuando me pidió que la ayudara a cerrar el vestido –algo avergonzada pero simulando que no le importaba–, el cierre subió apenas, mientras Caro aguantaba la respiración.


Tomás lee tranquilo en una esquina. Sigue la lectura con uno de sus dedos. Siempre está leyendo. Conmigo casi no habla. A menos que tenga hambre. Eduardo, el menor, camina de un lado a otro. Apenas. Acaba de aprender y hoy todo es una experiencia, una exploración. Yo lo miro de vez en cuando para asegurarme de que no se caiga, de que no se meta algo peligroso a la boca. Sabe decir «mamá», «cocó» (para los pájaros) y «no, no, no», que medio lo canta mientras hace un gestito ridículo moviendo el dedo de un lado a otro.

Me pregunto si algún día dirá «papá». Si con ese dedo, que ahora apunta al televisor, apuntará también a una de las fotos desde las cuales José le sonríe, desde el pasado, sin saberlo. No entiendo por qué mi hermana todavía no las quita. Ya han pasado seis meses. Todos en la familia sabemos que no va a volver. Pero nadie se atreve a preguntarle. En nuestra familia las preguntas son de mala educación, indican que hay algo que no sabemos, algo que podría estar mejor. Y Caro ha decidido seguir su vida como si nada. Para los niños, su padre se encuentra en un eterno viaje de negocios. Como tantos otros. Mirado desde su pequeña infancia, uno o seis meses son nada más que un largo tiempo.

José no dio explicaciones. Un día salió al trabajo y ya no regresó más. Cuando Caro llamó a su oficina le comentaron que el señor Toledo ya no trabajaba ahí hacía un mes. Al colgar, la secretaria había dicho, medio en susurros: lo echamos mucho de menos. Y a Caro se le partió el mundo en dos. O esa es la expresión. La realidad es que el mundo se le cayó al suelo y se hizo añicos, en tantos pedacitos pequeños que ni por mucho esfuerzo lograría juntarlo todo de nuevo. Por más que lo intentara, siempre iba a quedar un agujerito aquí, una pieza faltante por allá. Así estaba su mundo hoy: lleno de grietas.

Nadie sabía nada de José. Su hermano, con quien de todas formas no tenían mucha relación y que vivía hacía años en el Sur, le dijo a Caro que se había ido de viaje. Cuando le preguntó que dónde, su única respuesta fue: «Lejos».

Esa noche, cuando volví del trabajo, Caro me estaba esperando en la puerta de mi edificio. En el ascensor se largó a llorar y me contó todo entre hipos. Ya en mi departamento, le conté de mi despido. Quien sabe por qué cortocircuito en su cabeza, Caro conectó las dos historias, como si fueran parte de un mismo destino: ya vas a ver, vamos a salir más fuertes de esta.

Al día siguiente comencé a cuidar a mis sobrinos.

Y ella insistió en pagarme.

Al principio, todo estuvo bien. Ella necesitaba a alguien que le cuidara a los hijos (sus horas en el hospital eran largas e impredecibles y su nana de siempre se había regresado a Perú). Yo necesitaba algo con lo que llenar los días y mi billetera. Sí, al principio fueron todo sonrisas. Los niños no hicieron preguntas y parecían deleitados de tener a su tía con ellos (la tía divertida, la que sabía dibujar a Hello Kitty y a todos los superhéroes, la que los dejaba quedarse despiertos hasta tarde). Sobre todo Sofía, quien disfrutaba de que le hiciera trenzas y la ayudara a maquillarse. Un día, Caro llegó temprano y nos sentamos todos a la mesa. Sin ningún protocolo ni mala intención, los tres niños le pidieron a su madre que por favor me invitaran a vivir con ellos. «Mientras el papá no llega», agregó Sofía como en un suspiro.

Caro sonrió pero yo pude ver el cambio en sus ojos, que hasta entonces se habían fijado en el jarrón reconstruido y hoy descubrían, alertas, unos cuantos agujeros. Y la respuesta que salió de su boca fue brutal y nos sorprendió a todos: «Me saldría muy caro eso, niños. Su tía cobra por hora.»

Sí, lo dijo entre risas. Sí, sus hijos casi no entendieron y siguieron jugando como si nada. Pero ahora era mi jarrón el que se había agrietado. Y los billetes, que dejaba cada tarde sobre el mesón de la cocina, empezaron a picarme entre los dedos.

Caro comenzó a dejarme instrucciones: que preparara tal o cual comida, que no olvidara darle su colación a Tomás, que pasara a buscar uno de sus vestidos a la tintorería. Al final de la hoja, que dejaba siempre sobre el mesón, siempre junto a los billetes, firmaba con un «BESOS!», en mayúsculas y con un solo signo de exclamación, pero yo ya no le creía nada.


Empecé a llevarme cosas. De la casa de Caro, esta vez. Cosas sin importancia, que nadie iba a echar de menos. Un yogur, unas galletas. Luego un lápiz dejado sobre el escritorio; un par de medias de Caro. Hasta que me arriesgué en el clóset de José. Primero abrí la puerta y encendí la luz. Vi sus trajes, los cajones de ropa interior, los pijamas, las corbatas. Vi las tarjetas dibujadas para el día del padre relegadas al último cajón, junto con poleras viejas y otra ropa que ya no usaba. Todo olía a limpio. A un limpio encerrado. Podía sentir el sonido de la televisión en la salita. Ahí estaban Tomás y Sofía mientras Eduardo dormía la siesta en su pieza. El mundo estaba tranquilo. Pasé las manos por las camisas, deteniéndome en los botones. Busqué pistas en bolsillos de abrigos. Tal vez un recibo, un objeto extraño, algo. Pero nada. Puse mis pies pequeños dentro de sus enormes zapatos. Cuando Sofía comenzó a llamarme a los gritos –había visto, o creía haber visto, un picaflor cerca de su ventana–, tomé a la rápida unas colleras de mi cuñado. Ahora siempre las llevaba en los bolsillos y las hacía girar cuando estaba nerviosa, cuando estaba aburrida. Eran un peso familiar, un amuleto. Me prometí que las devolvería a su lugar en una semana. Luego pasaron dos. Un mes. Cuatro.


Vuelvo con los niños. Me siento junto a Sofía, quien hace dibujos en un cuaderno con la tele encendida. Es una esponja amarilla que trabaja vendiendo hamburguesas. Me pregunta si puedo dibujarla. Tomo una hoja blanca y un plumón negro. Miro la tele. Sale algo torpe pero Sofía igual aplaude, deleitada. Eduardo apoya su carita en uno de mis brazos y lo deja lleno de baba. Tomás sigue leyendo y sin mirarme.

–¿Tienen sueño? –les pregunto.

Todos abren bien grandes los ojos.

–¿Tenemos que ir a dormir? ¿Al tiro? –pregunta Tomás, con su dedo detenido en la lectura.

Puedo ver que le faltan pocas páginas, que está entretenido, que lo peor que puedo hacer es evitarle continuar. Miro el reloj. Son las once de la noche. Si Caro viera esto, se pondría furiosa. Pero ella no va a llegar todavía. Y yo no soy Caro. Yo soy la tía entretenida, reverenciada por sus sobrinos, la fuente de la eterna felicidad.

–No –les digo–. Quedémonos aquí un rato más.

Tomás sonríe. Sofía comienza a colorear mi dibujo de Bob Esponja y Eduardo sigue explorando todos los rincones de la sala.

De pronto, suena mi teléfono. Un pitido breve: un mensaje («¿Podemos hablar?», pregunta el innombrable. Sé lo que quiere. Me lo imagino en el casino, algo borracho, todo el sueldo perdido en las máquinas tragamonedas. «Creo que te quiero», me diría. «¿Me prestarías algo de plata?» «¿Ahora? ¿Al tiro?» «Nosotros, los irresponsables, tenemos que ayudarnos»).

–¿Quién es? –pregunta Sofía.

(Y mi corazón idiota igual da un vuelco, igual hace el cálculo mental de ver cuánto podría prestarle. Porque, quién sabe, quizás esta es la última vez. Quizás, quizás, quizás.)

–Un monstruo –respondo.

Sofía se queda con la boca abierta unos segundos.

–¿Y va a venir a buscarte? ¿Acá?

El comentario me saca una sonrisa.

–No, Sofi, este monstruo sólo llama por teléfono.

–Como el papá –comenta Tomás entre dientes.

Y entonces es el turno de nosotros de quedarnos con la boca abierta.

–¿Cómo es eso? –le pregunto tratando de parecer normal, como si fuera un detalle de todos los días, un pedazo del jarrón bien firme en su estructura.