Las Tres Venecias
Viajes por la Italia mitteleuropea
Título de esta edición: Las Tres Venecias. Viajes por la Italia mitteleuropea
Primera edición en LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones: abril de 2020
© de esta edición: LA LÍNEA DEL HORIZONTE Ediciones
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© del texto: Jorge Canals Piñas, 2020
© del mapa : Eduardo Bustillo para Geocyl Consultoría
© de las fotografías de interior: Jorge Canals Piñas, pág. 12; Alex Azabache, pág. 22; Damiano Baschiera, pág. 50 ; Michele Mescolin, pág. 112
© de la maquetación y el diseño gráfico:
Víctor Montalbán | Montalbán Estudio Gráfico
ISBN ePub: 978-84-17594-74-9 | THEMA: WTL; 1DST
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Passibus ut tacitis hæc transit mobilis umbra, sic
transit quidquid mobilis orbis habet1.
Wenn wir vorüber sind, die Maurn bestehn, so
Gott es will, in ferner Zeit2.
Con el nombre de Tres Venecias, o Trivéneto, se ha designado —en algunos períodos de la historia de Italia (y no precisamente de los más faustos)— a aquellos territorios del nordeste de la península que en su día formaron parte del Imperio Austro-Húngaro. Territorios que, al cabo de luchas alentadas por los cabecillas irredentistas que en ellos tomaron gradual liderazgo, fueron quedando uno tras otro anexionados a Italia.
Trentino, Alto Adigio y la Venecia Julia fueron las provincias que durante un lapso de tiempo mayor permanecieron ligadas a la cultura centroeuropea que irradiaba de la corte de Viena. Fueron también las que más tarde se desvincularon de la protección imperial. Algo a lo que tan solo llegaron en 1918, por más que para ello tuvieron que hacer frente al desenlace traumático de la Gran Guerra. Para bien y para mal, el Tratado de Versalles descabezó el primer ambicioso experimento de Estado multiétnico, donde se habían profesado libremente religiones que nuestros tiempos convertirían en irreconciliables y cuyo Kaiserhymne se cantaba en las once lenguas oficiales del Imperio. La Repubblica Serenissima de Venecia había conseguido, en cambio, mantener su soberanía frente a Austria hasta el momento en que, al sur de los Alpes, se abatió el vendaval napoleónico. Desde entonces el territorio veneciano se convirtió en juguete en manos de las grandes potencias, las cuales se disputaron su dominio hasta 1866, fecha en la que —junto con buena parte del territorio de Friul— pasó definitivamente a formar parte de los dominios del joven Reino de Italia.
Vivir, caminar, adentrarse en esta geografía nororiental de la península italiana, debería permitir descifrar los enigmas identitarios con mayor comodidad que recorriendo otras latitudes europeas. Debería facilitar, por lo demás, un cómodo y desapasionado balance. Debería, asimismo, permitirnos calibrar si el culto a las propias raíces es un trampolín que nos sume —con el consiguiente chapuzón repentino— en un estimulante despertar de la conciencia individual; o si, por el contrario, constituye un lastre que impide el avance seguro al obligarnos a la navegación de cabotaje por entre islotes en los que se guarecen tribus recelosas de cuanto proceda de la orilla opuesta de un océano impenetrable. En la Edad Moderna, Italia fue siempre un exquisito laboratorio experimental al que los cachorros del Grand Tour, aquellos que al regreso estaban destinados a desempeñar cargos influyentes en el seno de la administración pública británica, ya acudían en busca de emociones políticas y sociales muy fuertes. Poco ha cambiado, tal vez, en el siglo XXI, por más que sean otros colectivos volcánicos, también a orillas del Mediterráneo, los que suscitan hoy una curiosidad mayor.
He querido alejarme de una redacción condicionada por un itinerario planificado con criterio rígido. He buscado, en cambio, que el texto reflejara el vagabundeo sin rumbo que se halla en el meollo semántico de los verbos ingleses wandering o rambling, tan recurrentes en los textos del género de la literatura de viajes desde su eclosión romántica. Y, amparándome en aquella tradición de la Europa norteña, he buscado el estímulo necesario para proseguir el viaje en los textos y diarios de quienes me han precedido y en las conversaciones entabladas con quienes he ido tropezando a lo largo de este deambular tan peripatético. Me he propuesto que la relación de nuestro viaje no consistiera en una colección de estampas paisajísticas y sí, en cambio, en un texto polifónico que contuviera las palabras que he escuchado al pasar o cuyo recuerdo ha aflorado al bucear en la memoria de un pasado no demasiado lejano, que permitiera ver empáticamente con la mirada de quienes en dichos territorios viven o han vivido. Y sobre todo con la mirada de los muchos nómadas que a aquellos mismos lugares llegaron, permanecieron por un tiempo y luego los dejaron a sus espaldas. Me he propuesto redactar un texto que recogiera, asimismo, la invitación a la lectura de otras obras ligadas a los rincones geográficos por los que pasamos en estas páginas, las cuales debieran servir de plataforma de embarque desde la que emprender acto seguido el verdadero viaje.
Partimos con toda premeditación de la Trieste mestiza y canalla en la que a lo largo de los siglos razas, religiones y lenguas se han fundido dando consistencia a un modo muy singular de contemplar el mundo. Pasamos, luego, por las llanuras friulanas y por las marismas venecianas, antes de adentrarnos en el sublime macizo montañoso que nos sale al encuentro tan pronto atravesamos el límite territorial del Trentino y del Tirol Sur. El nuestro no es, pues, un viaje de orientación —o sea de búsqueda del oriente, de acuerdo con una clave etimológica a la que se aferra el empedernido viajero Paolo Rumiz—, sino de des-orientación: caminando en la misma dirección del sol y siguiendo el rastro de una conciencia identitaria que tal vez haya logrado preservarse creíble solo en valles impermeables al mundo exterior o por encima de aquellas alturas en las que la vegetación empieza a ser cada vez más rala. Ahora que el viaje ha concluido y redacto estas líneas preliminares me doy cuenta, de hecho, de que el relato adquiere progresiva elevación espiritual, pues si bien arranca a orillas del tráfago portuario de Trieste, su tramo final nos conducirá irremisiblemente a las alturas y silencios de la cordillera alpina.
En los territorios que se recorren a lo largo de este texto he vivido de manera ininterrumpida en los últimos treinta años de mi vida. De algún modo aquella geografía se ha convertido en una segunda piel, que se ha amoldado de manera holgada a mis expectativas, deseos y aspiraciones humanas. Con aquellos paisajes he crecido, madurado y llegado a alcanzar una plena identificación que trasciende los vínculos emocionales que pudieran encadenarme al culto de la tierra natal que cada vez siento a mayor distancia, como si la contemplara desde la cubierta de una nave que ha levantado anclas y se aleja del muelle para no volver a él. Tal vez sea este grado de compromiso existencial, que tanto me liga al territorio del nordeste de Italia, el motivo por el que tan trabajoso me ha resultado dar un cierre a la redacción del texto. Siento, de hecho, que es un viaje aún no finalizado y que la obra que el lector tiene ahora entre sus manos no contiene más que un borrador destinado (me temo) a la reescritura.
Pero no nos pongamos exquisitos ni graves. Un viaje no debería ser de antemano una claudicación, sino que habría que imponerse el deber de dar una primera zancada llena de jovialidad. Tarareando, a ser posible, la melodía de una canción que rezume optimismo. Y en este momento solemne, con el petate colgado ya al hombro, no se me ocurren otros versos que los de Facundo Cabral: «No soy de aquí, ni soy de allá. / No tengo edad, ni porvenir. / Y ser feliz es mi color / de identidad». Sirvan, pues, esos versos del añorado vagabundo first class para poner acompañamiento musical a la partida. Con la mirada puesta, sin más, en la raya del horizonte. Poichè lunga e diritta correva la strada.
Levico Terme, 8 de noviembre de 2019
A primera hora de la madrugada del 10 de mayo de 1997, un puñado de jóvenes asaltó el campanario de la basílica veneciana de San Marcos. Acto seguido, desde uno de los ventanucos más altos, se izó el estandarte histórico de la Repubblica Serenissima de Venecia. Parapetados en el angosto espacio de la habitación, en la cúspide de la torre, anunciaron su propósito de resistir hasta la muerte. Al tono enfervorizado de sus palabras se sumó la amenaza de las armas y la presencia inquietante, al pie del icónico campanario veneciano, de una tanqueta blindada que impedía el acceso a la plaza.
Poco antes del mediodía de aquel mismo sábado, una escuadra policial adiestrada en la neutralización de acciones terroristas desarmó en pocos segundos al grupo de asaltantes, que se entregó sin oponer resistencia. Solo horas después se supo que el armamento de los subversivos consistía en un fusil, por añadidura estropeado, y que la «tanqueta» no era más que un tractor revestido con planchas de metal que simulaban toscamente el porte ofensivo de un vehículo militar. Una carnavalada en plena regla. Expertos en armamento dictaminaron un tiempo más tarde que el rudimentario lanzallamas, con que la tanqueta-tractoril estaba dotado, hubiera achicharrado a sus dos ocupantes, en el supuesto caso de que estos hubieran decidido accionarlo.
Todo ello acaecía en vísperas del 12 de mayo de 1997. Dos días antes de que se conmemorara, en aquella fatídica fecha, el bicentenario de la abdicación del último doge y, con ella, el final de la República aristocrática, que sucumbió a manos de las tropas napoleónicas. Doscientos años más tarde, la caída vergonzosa de la Dominante seguía dando pie a reinvindicaciones tragicómicas. Cosas que ocurren cuando gentes cerriles se dan un chapuzón en el mar de la historia pretérita en la que buscan reflejo consolatorio colectivo ante sus propias desdichas y frustraciones individuales.
En aquellos tiempos en los que el descontento social desbordaba hacia el exterior y llevaba a la incubación de deseos étnicos diferenciadores, seguí la farsa veneciana de los hiperventilados cachorros leghisti desde la cercana atalaya de Trieste, donde llevaba residiendo dos largos lustros. Por entonces estaba ya plenamente contagiado por el virus endémico de la metrópoli del Alto Adriático, impermeable a todo tipo de reivindicaciones nacionales, sociales o colectivistas. Un enclave que oponía una resistencia a la historia veleidosa. Esa a la que gusta darse garbeos periódicos por el Callejón del Gato y allí complacerse ante el reflejo esperpéntico que, sin piedad, le devuelven sus espejos deformantes. ¿Cómo no quedar inmunizado de los morbos nacionalistas al vivir en Trieste, que fue, era y es la balsa de la Medusa de los desterrados y parias del Mediterráneo? Salir cada mañana a las calles de Trieste era todo un buceo en una indefinible Gewissen o conciencia individual. Y que se me permita, por favor, ese palabro, ya que evoco una ciudad en la que al diurno herr Ettore Schmitz le entraba en el cuerpo, ya caída la noche, el signore Italo Svevo para cumplir así un necesario examen de autoconciencia del que dejó registro puntual en sus obras. Una indefinible Gewissen, pero no enfermiza. Y es que, para poder zambullirse cada día al alba en el magma triestino, no había necesidad de maquillarse, ni de cubrirse con indumentos identitarios cepillados a conciencia para hacerlos debidamente presentables a los demás.
En pocos lugares como en Trieste se llevan encima las señas personales, las raíces a las que se les termina perdiendo el rastro en un laberinto de genealogías mestizas, con la misma naturalidad con la que uno se embute en el abrigo en aquellos días de invierno en los que la bora sopla furiosa, barre los callejones de la ciudad vieja y en la que solo resisten imperturbables las legiones de gatos callejeros. En la escalera era el saludo con el vecino que se había amoldado de nuevo —tras su divorcio con una campesina friulana de las marismas del interior de Grado—, a vivir con sus padres de añeja cuna istriana. Era el asomarse, al pasar por Via della Ghega, al bazar del señor Ariel, nacido en la remota Estambul y que, pese a sus muchos años permaneciendo en pie tras un mostrador ennegrecido por las modestas transacciones cotidianas, se empeñaba en seguir sacando mentalmente sus cuentas en judeo-español, como quien le reza en murmullo apenas comprensible a un dios desconocido. Y una vez llegado al aula de Via Lazzaretto Vecchio, donde esperaban diligentes los estudiantes, dar un vistazo al listado en el que los apellidos de ascendencia latina, eslava, germánica, húngara y aún albanesa se hallaban mezclados.
Para colmo Trieste había padecido durante buena parte de la segunda mitad del siglo XX las consecuencias de haberse constituido en punto limítrofe con una estrecha no man’s land en cuya vertiente opuesta se iniciaban las tierras del socialismo real. Una fatalidad geopolítica que, en años de gélida guerra fría, hizo que se convirtiera en trinchera avanzada del bloque occidental a tiro de granada del frente enemigo. Hasta el punto de que en los años sucesivos al segundo conflicto bélico, cuando la ciudad se hallaba todavía bajo el control de tropas anglo-americanas, terminó convirtiéndose en el primer refugio de los italianos barridos desde Istria por los dirigentes de la República Federativa de Yugoslavia, desencadenando el drama humano que Marisa Madieri reconstruyó pacientemente en las páginas de Verde agua (1987). Sobrecoge de hecho pensar que los descendientes de aquella planificada limpieza étnica constituyen todavía una tercera parte de los actuales residentes en el enclave del Alto Adriático. Una circunstancia que, de algún modo, ha terminado minando el carácter de quienes echaron el ancla en esta rada segura con la convicción de que, pasado el temporal, podría reanudarse la singladura rumbo a cualquier parte.
Trieste es urbe de desarraigados. Un campamento de prófugos de las guerras centroeuropeas y balcánicas que en ella han ido encontrando incipiente acomodo y, a menudo, nuevas señas de identidad. A partir de la década de los años cincuenta, cuando del otro lado de esta frontera, entonces discutida, triunfó el titoísmo y se desató la primera de una larga secuela de depuraciones étnicas, en Trieste hallaron refugio las gentes istrianas por cuyo enloquecido mapa genético fluían ascendentes germánicos, eslavos, húngaros y venecianos. Ese era el caso de Fulvio Tomizza (1935-1999), que había nacido en una aldea de las inmediaciones de Buie, hoy bajo bandera croata.
Daba Tomizza la sensación de ser un hombre muy de paso por la vida. Permanentemente en tránsito por una ciudad en la que, sin pretenderlo, había terminado echando raíces y que pese a todo parecía irle ancha, como cayéndole de los hombros. Será la índole enfermiza que padece todo enclave de frontera, donde la provisionalidad acaba empapando todo y a todos y no hay más que actos fugaces. Será que la mayor parte de quienes caminan durante el día por sus calles recalan en la ciudad sabiendo que la dejarán al poco tiempo; tanto quien se ve forzado a hacer allí las últimas compras, antes de saltar de nuevo a tierras eslavas del interior de la península balcánica, como el viajero que se predispone con paciencia a hacer frente a una larga espera antes de poder embarcar con su automóvil en el buque en el que navegará lentamente hasta Patrás. Pero Tomizza era un caso con su pizca de circunstancias diferenciales: era un exiliado en una ciudad de exiliados.
Vivía recluido en un apartamento que sobrenadaba las copas de los árboles del parque público. Ese Giardino Pubblico, tan decantado hoy en algunas de las páginas de Claudio Magris, y antaño en las de Italo Svevo —perdón, en las de herr Schmitz—. Hasta los ventanales de aquel apartamento llegaba la redondez benévola de la cúpula de la sinagoga, a escasos centenares de metros. Nada distinguía su vivienda de las acostumbradas viviendas de la burguesía triestina; salvo quizás una desnudez esencial en las paredes y en la decoración, donde de repente la mirada se daba de bruces con un candelabro de siete brazos que pedía a gritos un buen bruñido. En el centro de los vastos salones, de múltiples puertas que intercomunicaban las habitaciones las unas con las otras, se habían dispuesto escasos muebles. Como si quien vivía en aquella casa llevara allí tan solo unos pocos días o, por el contrario, estuviera aguardando a que los empleados de las mudanzas regresaran para cargar con los últimos fardos y desaparecer así para siempre.
Solo una habitación se intuía distinta a las del resto de la casa: era el estudio del novelista. Me hubiera gustado ver su cubil y acaso fotografiar allí al escritor, en pleno trabajo, en ademán reflexivo, con la barbilla reposando en su mano y el codo apoyado en el escritorio atestado de papeles, bajo el haz luminoso de una lámpara que dejara el resto en penumbra. Pero Tomizza hizo oídos sordos a una propuesta que debió antojársele avasalladora. No pude más que entrever aquel rincón, al recorrer el pasillo o esperando a que regresara de su interior con un ejemplar de La città di Miriam (1972) entre las manos, insistiendo a voces desde el otro lado de la pared para que aceptara el obsequio del último volumen que le quedaba de la novela publicada veintidós años atrás.
Al mundo exterior poco filtraba. Se sabía que Tomizza seguía en vida porque una vez al año, con una periodicidad maniacal, los escaparates de las librerías del centro daban publicidad a la última fatiga del escritor istriano de nacimiento y triestino de adopción, gloria local a la que se le rendía pasajero tributo. El resto era silencio. No hubo en vida ni cargos oficiales, ni puestos de honor y ni siquiera un lugar reservado entre las mesas de mármol del Caffè San Marco, hoy elevado a rango de cenáculo literario y por el que Tomizza no se dejaba caer nunca, pese a estar situado a pocos pasos de su casa. Intuyo que purgaba aún pecados de juventud, pues no se había sumado a la primera oleada de desterrados istrianos y en cambio había claudicado ante el nuevo invasor, en cuyas capitales (Belgrado y Liubliana) había seguido estudios de cine y dramaturgia. Pero a lo mejor todo esto es hablar por hablar. Tal vez no hubiera en el fondo más que la voluntad de clausura de quien aspiraba en los últimos tiempos a ser olvidado por todos.
Y, sin embargo, no era hombre que pasara fácilmente desapercibido. Incluso su lenguaje atrapaba o invischiava, para decirlo con raro verbo italiano que sé que hubiera sido tan de su gusto. Así fue en mi caso, cuando en otoño de 1987 lo escuché en Trieste en el transcurso de una de sus tan escasas apariciones públicas, embutida incomprensiblemente en un anodino congreso sobre literaturas de frontera. Fue una intervención breve e improvisada en la que Tomizza habló, con oratoria desprovista de ornato, de Materada: la población natal que fue asimismo escenario de la novela homónima que a los veinticinco años le había proporcionado fama y dinero. No me fue fácil seguir el hilo de sus evocaciones porque me resultó inaferrable una parte del léxico que empleaba. Que más tarde, sucumbiendo a la curiosidad, volví a registrar en las páginas de sus obras. Y también (pero aún más tarde) en los autores clásicos de las letras italianas de la Antigüedad, para los que divertire equivale a «separar», scornare a «avergonzar» y arzigogolare a «suponer, conjeturar»; términos todos ellos que la homologación del italiano de hoy ha suplantado con los más neutros separare / allontanare, (s)vergognare y suporre. En varias ocasiones me ha asaltado la duda de desentrañar cómo Esther Benítez, traductora de A mejor vida (Alfaguara), o Mina Pedrós, que ha vertido por su parte al español La simulación de María (Planeta), habrán afrontado el escollo lingüístico de una prosa solo aparentemente desprovista de asperezas. Queda esta tarea para quien desee calibrar el traslado de voces arcaicas supervivientes en ámbitos rurales y de léxico empleado con acepción puramente etimológica.
En verano de 1991 la guerra arreció en los territorios yugoslavos, con una virulencia que prefiguraba su disolución. En Trieste se observó de manera distinta que en el resto de Italia el torbellino que asoló a su paso, con fuerza creciente, la geografía eslovena, croata, bosníaca y, que luego, como esperando a la agonía de Tomizza, se abatió sobre la provincia de Kosovo y desencadenó a su vez una represalia internacional contra Serbia. Cuando en la primavera de 1992 estalló el conflicto en Bosnia se dio inicio a las metódicas operaciones de limpieza étnica de los valles balcánicos. Y mientras los primeros convoyes de prófugos llegaron a la estación ferroviaria de Opicina, en las inmediaciones de Trieste, reviví lo que antes había leído en las páginas de Tomizza en Materada (1960). Pensé que ninguna obra como aquella, publicada tantos años atrás al calor del segundo conflicto mundial, conseguiría comunicar al lector español con igual intensidad el drama que se estaba repitiendo en el corazón de los Balcanes. Que yo recuerde, ha sido la única ocasión en la que he llegado a improvisarme en algo que vagamente recordaba la labor de un concienzudo agente literario: traduje uno de los capítulos de Materada, redacté un informe de la novela y me puse en contacto con las editoriales españolas que juzgaba podían apostar por una obra tan ligada a la fatalidad adriática. El propio Fulvio Tomizza, tan refractario a convertirse en publicista de sí mismo, colaboró con medido entusiasmo al proyecto. En una ocasión hasta llamó a altas horas de la noche porque de repente había recordado que años atrás asesores de Alianza Editorial habían mostrado interés por traducir L’ereditiera veneziana (1989). Un proyecto que no había cuajado. Como no cuajó tampoco el de divulgar Materada en nuestra península. Desde entonces no volvimos a encontrarnos.
El 21 de mayo de 1999 Fulvio Tomizza falleció en Trieste, la ciudad en la que le tocó vivir durante la mayor parte de su vida. Pocos días después se trasladó el cuerpo a Materada, para ser enterrado en el pequeño cementerio rural. «Todo —diría tal vez hoy— termina por volver al lugar al que siempre perteneció». Me gusta imaginar que, por entre los olivares de los campos de su infancia, su espíritu yerra al fin nostálgico. Así, a la manera juanramoniana.
Una «tenebrosa aldea estratificada»... Eso es cuanto fue el enorme conglomerado del Silos hasta bien entrada la década de los años sesenta del siglo pasado. De eso hace tan solo cuatro días, aunque para «verlo» tenga yo hoy que recurrir a la descripción de Marisa Madieri, cuyo volumen Verde agua (1987) me he traído a Piazza Libertà. Hojeo el ejemplar mientras a mi alrededor arrecian las obras que transformarán definitivamente este espacio urbano. Sabiendo que de algún modo soy testimonio de un mundo que se ha convertido en incómodo material de derribo. Y es que dentro de unos meses quien desembarque en la pomposa estación central de ferrocarril de Trieste, con un ropaje decorativo de vaga ensoñación jugendstil —y es que en algo se había de notar que proyectó dicho edificio el arquitecto Wilhelm von Flattich, el mismo que moldeó la Südbahnhof de Viena—, ya no verá el mismo paisaje urbano por el que cotidianamente caminó la escritora Marisa Madieri (1938-1996) durante sus años de permanencia forzada en el campamento de refugiados en que transcurrió su juventud. Enclaustrada en el alojamiento nº 354 del Silos, en la planta más alta de aquel caravanserai al que se acogieron las gentes istrianas que allí vivieron hacinadas, como «en las celdas de una colmena» —por robarle, una vez más, las palabras a la autora triestina—. Celdas divididas, las unas de las otras, por delgados tabiques de madera. Alineadas, en sucesión numérica, a lo largo de corredores rectilíneos que le daban aspecto de «nocturno y humeante purgatorio» por el que transitaba una hilera incesante de individuos que iban, venían, se detenían en las encrucijadas y a veces saltaban al vacío desde el punto más alto del Silos. En la memoria de Marisa Madieri sobre este purgatorio flotaba siempre un hedor «intenso, indescriptible, una mezcla dulzona y permanente en la que se fundían los olores a cocido, col, fritanga, sudor y hospital». Y así desde su llegada a Trieste, en el verano de 1949, hasta bien entrada la década de los sesenta, cuando los miembros supervivientes de aquel núcleo familiar de desterrados pudieron arrancar con una nueva vida en un apartamento modesto de Via Piccardi.
El edificio del Silos ha sobrevivido a la historia. Por más que las tres plantas, en las que durante décadas vivieron los istrianos y dálmatas que habían abandonado sus tierras de origen eslavizadas, son hoy un cascarón vacío y poco más. No llegamos a conocer la colmena humana en la que transcurrieron la adolescencia y primeros años de juventud de Marisa Madieri, más que por la descripción que da la escritora en su obra. Pequeñas tragedias que afloran a la superficie textual tras despegarse del fondo. Verde agua... Un título que alude quizás al agua estancada en la que se había ido depositando, con lentitud exasperante, el limo de la microhistoria personal. Y que sale a la superficie solo al cabo de un intenso y doloroso autoanálisis crítico, tras haber raspado en la conciencia calcificada.
Todo decae. El edificio que, en tiempos de la Trieste imperial, fuera un vasto almacén de trigo, cereales y víveres adyacente a la estación ferroviaria se reconvirtió, en años sucesivos a la Segunda Guerra Mundial, en campamento de refugiados donde dar cobijo precario a los más de trescientos mil prófugos istrianos que, en sucesivas oleadas, se vieron obligados a abandonar los pueblos y ciudades de la península de Istria y del litoral dálmata. Hoy es un anodino aparcamiento donde dejar el vehículo durante nuestra estancia en la ciudad, adquirir una que otra chuchería en los pocos locales abiertos al público de este primario centro comercial y esperar a que llegue, por fin, a la terminal el autocar que transportará al pasajero a las poblaciones del Friul o a las aldeas panónicas y del interior de los Balcanes.
Hay que sumergirse, en cambio, en las páginas de Verde agua —aunque para ello será necesario dar antes con uno de los pocos bancos de madera que siguen siendo accesibles, en este exiguo parque de Piazza della Libertà, pese a las obras que nos asedian— para volver a los tiempos del éxodo. El éxodo por antonomasia, para cualquier triestino adulto. Un sustantivo plenamente denotativo para quienes, teniendo raíces en Istria o en Dalmacia, han convivido durante toda su vida con el recuerdo de la expulsión del paraíso perdido y han cargado además con tal estigma. Un estigma, queda claro, porque no todos fueron en su momento comprensivos para con quien había sufrido en carne propia las consecuencias de una perversa operación de planificada limpieza étnica. Y también una de las más ignoradas de la historia contemporánea, pues la circunstancia de que fueran los personajes clave a las órdenes del camarada Tito —combatiente, junto a las fuerzas aliadas, durante el segundo conflicto mundial— quienes movieran los hilos de la forzada eslavización de la nueva Yugoslavia, llevó a esconder la historia oficial bajo la superficie de una pesada alfombra que no convenía airear demasiado.
Me digo que hubo una pizca de perversidad al elegir el enclave para este campamento de prófugos. No solo porque halló espacio en este viejo y mastodóntico granero que los funcionarios habsbúrgicos —tan volcados a la buena administración de los pueblos del Imperio y a la veneración por una burocracia a la que nada debía escapar— habían edificado pegada a la adyacente estación de ferrocarril, sino porque a los prófugos les bastaba salir a la calle, caminar pocos centenares de metros en la dirección de los muelles y abarcar con un vistazo dramático la amplitud desde el puerto. Donde su mirada abarcaba (ayer como hoy) las puntas de los cabos de Pirano y de Salvore, como un recordatorio perpetuo de las tierras de las que tan brutalmente habían sido arrancados.
Por añadidura el Silos se halla en la Piazza della Libertà. Y es que, salvo quizás con la singular excepción de Venecia, todas las ciudades de mediana importancia del Trivéneto cuentan, desde el final de la Gran Guerra, con una plaza que lleva el nombre de este concepto abstracto de tan complicada declinación y con el que se evoca la anexión a la madre patria latina. Hoy hace poco más de un siglo. De algún modo es como si el materialismo de las ricas poblaciones del nordeste italiano necesitara de esta idealista válvula de escape con la que quedar justificados ante el mundo y ante sus antepasados. Sobre todo, frente a aquellos antepasados que lucharon contra o junto a Austria y que, al cabo, sin importar demasiado la trinchera en la que sus menudas vicisitudes personales terminaron posicionándolos, quedaron unos y otros arrojados a la papelera de la historia. Y sujetos, por si fuera poco, a sus veleidades y contradicciones.
En el espacio ajardinado central de lo que hasta 1922 fue sencillamente la Plaza de la Estación, y al que asomaban las fachadas de los hoteles más elegantosos de la metrópoli portuaria, había hallado asimismo espacio uno de los grupos escultóricos de mayores dimensiones jamás construidos en el territorio del Imperio en recuerdo de la añorada Sisí. Y a este mismo emplazamiento volvió, tras décadas de reclusión en uno de los depósitos municipales situados en el recinto del castillo de Miramare, ya a las afueras de Trieste, en 1997. Hace, pues, cuatro días. Y sin que ese regreso fuera causa de que los triestinos de italianidad más destacada y radical llegaran por ello a rasgarse las vestiduras. Por si fuera poco, los festejos que siguieron a la recolocación de este monumento, capaz de suscitar tanta añoranza imperial, contó con la asistencia de la coreógrafa Carla Fracci, quien para la ocasión ideó un espectáculo en el que se evocaron melancólicamente los grandes momentos de la emperatriz de Austria. Y es que Trieste es proclive, como pocas metrópolis del mundo, a la escenificación edulcorada de su pasado. Es por ello, tal vez, que en una ciudad en la que tantas son las memorias escultóricas de los personajes que han marcado su accidentada historia, no hay en cambio noticias de que a nadie se le haya ocurrido jamás perpetuar, siquiera con un modesto monumento, el recuerdo de aquella oleada de prófugos italianos que tuvieron la desdicha de haber nacido en tierras ligadas desde antiguo a la Serenissima, pero que los tiempos modernos convirtieron en basta mercancía de trueque político.
Tampoco para aquellos prófugos istrianos que de Trieste hicieron tan solo una escala poco duradera, en su éxodo a Australia o a países del cono suramericano, y que en el Magazzino 18 del Puerto Franco dejaron depositados los enseres de mayor engorro, confiando en que en un mañana (que nunca llegó) pudieran de nuevo regresar y rescatarlos, ha habido en la capital de la Venecia Julia gran interés en perpetuar su memoria. Y aunque el conjunto de humildes pertenencias que, en dicho almacén, se hallan todavía hoy depositados, conforma todo un monumento a la memoria histórica de aquellos parias desterrados, son esporádicas las ocasiones —y el mérito cabe reconocerlo, en tan contadas ocasiones, a la acción desinteresada del Istituto Regionale per la Cultura Istriano-fiumano-dalmata— en las que los triestinos han podido acercarse a los inmensos locales de muros desconchados en los que se hacinan los cachivaches de una colectividad humana tenazmente acosada por la historia. Un último dato significativo: cuando en el año 2014 el cantautor Simone Cristicchi decidió montar el espectáculo Magazzino 18