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Índice
TERRORISTAS PRINCIPALES
I. NACIMIENTO DEL ESTADO MODERNO
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II. CONSPIRAR Y ENAMORAR SON LO MISMO
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III. NACIMIENTO DEL TERRORISMO MODERNO EN ESPAÑA
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IV. CONSPIRAR Y MONTAR UN FIESTÓN SON LA MISMA COSA
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V. FIESTA TERRORISTA Y DIVISIONES INTERNAS
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VI. RESACA TERRORISTA Y REPRESIÓN POR EL CLÁSICO TERRORISMO DE ESTADO
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VII. TRIUNFO DEL PERIODISMO
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Dedicatoria
Cristina Morales (Granada, 1985) es licenciada en Derecho y Ciencias Políticas y especializada en Relaciones Internacionales.
Ha escrito las novelas Lectura fácil (2018), Terroristas Modernos (2017), Malas palabras (2015), Los combatientes (Premio INJUVE de Narrativa 2012 y Finalista del Festival du Premier Roman de Chambéry a la mejor primera novela publicada en España en 2013), y el libro de relatos La merienda de las niñas (2008). Sus cuentos han aparecido, entre otras antologías, en Riesgo. Antología de textos :Rata_ (2017), Última temporada: Nuevos narradores españoles 1980-1988 y Bajo treinta: Antología de nueva narrativa española (ambas en 2013).
En 2015 le fue concedida la Beca de Creación Literaria de la Fundación Han Nefkens y en el curso 2007-2008 fue residente de la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores. En 2018 obtuvo el Premio Herralde de Novela y en 2019 el Premio Nacional de Narrativa, confirmando a Cristina Morales como una de las escritoras con más calidad y proyección de su generación.
Candaya Narrativa, 43
© Cristina Morales, 2017
Primera edición impresa: marzo de 2017
© Editorial Candaya S.L.
Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles
08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)
www.candaya.com
facebook.com/edcandaya
Diseño de la colección:
Francesc Fernández
Imagen de la cubierta:
Anup Mathew Thomas
Maquetación y composición epub
Miquel Robles
BIC: FA
ISBN: 978-84-15934-73-8
Depósito Legal: B 6125-2017
Este libro se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2019 en los talleres de Estugraf Impresores SL, en Ciempozuelos (Madrid).
Un jurado formado por los escritores Eloy Fernández Porta, Elvira Navarro y Miguel Serrano Larraz concedió por unanimidad a Cristina Morales la Tercera Beca de Creación Literaria convocada por la Fundación Han Nefkens en colaboración con el Máster en Creación Literaria de la UPF Barcelona School of Management, con la ayuda de la cual se escribió Terroristas modernos.
Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.
Hay una situación política especial que suele darse cuando están acabando las dictaduras personales (…). En estas situaciones conspirar y vivir son casi lo mismo. La conspiración tiende a ser un quehacer literario popular en el que se ejercita la imaginación. Si no se conspira se dice que se conspira y prácticamente es igual.
Enrique Tierno Galván, Anatomía de la conspiración, 1962
Por orden de aparición
Catalina Castillejos: Propietaria latifundista y comerciante de aceite, administradora de un negocio familiar. Integrada en la conspiración pero no en su estructura triangular.
Vicente Plaza: Excapitán de Húsares del ejército regular español, combatió en la Guerra de Independencia y fue degradado tras la vuelta al trono de Fernando VII. Es ángulo inferior de Diego Lasso.
Francisco Espoz y Mina: Excomandante del ejército regular español así como de guerrilla. Combatió en la Guerra de Independencia y fue degradado tras la vuelta al trono de Fernando VII. Exiliado en París, es el ángulo superior de Juan Antonio Yandiola.
Juan Antonio Yandiola: Exsecretario de Hacienda antes de la Guerra de Independencia y exdiputado de las Cortes Cádiz. Es uno de los ángulos superiores de Richart.
Mariano Renovales: Excoronel de los Húsares del ejército regular español, combatió durante la Guerra de Independencia y fue degradado tras la vuelta al trono de Fernando VII. Es otro de los ángulos superiores de Richart.
Diego Lasso: Exteniente de Húsares del ejército regular español, combatió en la Guerra de Independencia. Amigo y compañero de batalla de Vicente Plaza y, como él, degradado tras la vuelta de Fernando VII. Es el ángulo superior de Vicente Plaza y José Vargas, y uno de los ángulos inferiores de Richart.
Domingo Torres: Exmiembro de la Junta Censora de las Cortes de Cádiz. Poeta, editor y autor del fanzín Las Amenidades Literarias. Redactor asimismo de La Gaceta de Madrid y compañero de cuarto de Juan Antonio Yandiola. Es ángulo inferior de Juan O’Donojú O’Brien y superior de Jaime Somorrín.
José Vargas: Exguerrillero de la Guerra de Independencia. Es ángulo inferior de Diego Lasso y superior de Mateo Arruchi y Arnaldo Cuesta.
Juan O’Donojú O’Brien: Exteniente de Húsares del ejército regular español, combatió durante la Guerra de Independencia. Oficial del Ministerio de Guerra. Ángulo superior de Domingo Torres.
Arnaldo Cuesta: Exguerrillero de la Guerra de Independencia, trabaja como tramoyista en la compañía de fantasmagorías González Mantilla. Es ángulo inferior de José Vargas y superior de Lolo Martínez y Fermín Carnicero. Marido de Ana Luisa Gil.
Ana Luisa Gil: Colaboradora de la compañía de fantasmagorías González Mantilla y esposa de Arnaldo Cuesta.
Mateo Arruchi: Empleado de panadería y conspirador con dos ángulos superiores: José Vargas, su padrino, y Jesús Molina, compañero de trabajo de la panadería donde está empleado.
Richart: Exespía y exintendente al servicio del ejército regular español y de algunas partidas guerrilleras en la Guerra de Independencia, exoficial del Ministerio de Guerra y exabogado de los Reales Consejos. Artífice de la conspiración y nexo de unión entre diversos ángulos inferiores y superiores.
Francisco Esbri: Exguerrillero de la Guerra de Independencia. Es ángulo inferior de Vicente Plaza.
Ramona Pont (Moneta): Prima de Richart, el cual vive en su casa y al cual encubre. Es madre de Josete (José Velázquez) y esposa de Blas Velázquez.
Petra Montes: Dueña de un taller de costura clandestino. Se encuentra en la órbita de la conspiración pero no en su estructura. Esposa del sastre Tomás Álvarez.
Tomás Álvarez: Dueño de un taller legal de costura. Marido de Petra Montes, de quien es cómplice.
Antuán Bombón: Dueño de una moderna tienda de trajes fabricados en serie, exiliado en Madrid debido a la persecución de los opositores de Napoleón en Francia. Se encuentra en la órbita de la conspiración pero no en su estructura.
María Manuela López de Ulloa: Poeta regalista autora de versos en apoyo absolutismo. Perseguida y condenada por la censura dirigida por Domingo Torres durante las Cortes de Cádiz. Asiste al baile clandestino de la conspiración.
Jesús Molina: Exguerrillero de la Guerra de Independencia. Trabaja como vendedor ambulante de bollos. Es ángulo superior de Mateo Arruchi, Pedro Pomares y Manolo Montalvo. Se desconoce su ángulo superior.
Pedro Pomares: Exguerrillero de la Guerra de Independencia. Ángulo inferior de Jesús Molina.
Manolo Montalvo: Exguerrillero de la Guerra de Independencia. Ángulo inferior de Jesús Molina.
Alfonso Beiro: Mozo de cordel y músico. Integrado en la conspiración pero fuera de la estructura triangular.
Leonardo Güemes: Mozo de cordel y músico. Integrado en la conspiración pero fuera de la estructura triangular.
Aleixo Prado: Mozo de cordel y músico. Integrado en la conspiración pero fuera de la estructura triangular.
Jaime Somorrín: Artista de la compañía de fantasmagorías González Mantilla. Es ángulo inferior de Domingo Torres.
González Mantilla (el dueño): Dueño y artífice de la compañía de fantasmagorías de su mismo nombre y con la que participa en el baile clandestino de la conspiración.
Sargento Núñez: Guardia de Corps del rey. Es ángulo inferior del coronel Rovira, también Guardia de Corps.
Coronel Rovira: Guardia de Corps del rey. Es ángulo superior del sargento Núñez, también Guardia de Corps.
Coronel Solana: Guardia de Corps del rey. Integrado en la conspiración aunque se desconocen sus ángulos inferiores y superiores.
Ramón Calatrava: Oficial de un Ministerio. Es otro de los ángulos superiores de Richart.
Blas Velázquez: Primo político de Richart por ser el marido de su prima carnal Ramona Pont (Moneta) y padre de José Velázquez. Encubridor de Richart.
Jan Hipolit Wisniewski: Excapitán del ejército polaco en la Guerra de Independencia, aliado de las tropas napoleónicas. Está integrado en las altas esferas de la conspiración, aunque se desconocen sus ángulos inferiores y superiores.
Marqués de Santa Cruz: Encargado del vestuario de los conspiradores y de la decoración del baile. Está integrado en las altas esferas de la conspiración, aunque se desconocen sus ángulos inferiores y superiores.
NACIMIENTO DEL ESTADO MODERNO:
DE LA CONSPIRACIÓN LIBERAL AL TERRORISMO CONSTITUCIONAL. CIUDADANOS INDIGNADOS
CONSPIRAR Y ENAMORAR SON LO MISMO:
LA PROPAGANDA DE LA LIBERTAD
NACIMIENTO DEL TERRORISMO MODERNO EN ESPAÑA:
DEL TERRORISMO CONSTITUCIONAL AL TERRORISMO POPULAR. CUALQUIERA PUEDE SER TERRORISTA
CONSPIRAR Y MONTAR UN FIESTÓN SON LA MISMA COSA:
DFINANCIACIÓN DEL TERRORISMO
FIESTA TERRORISTA Y DIVISIONES INTERNAS:
¿CUÁNTO MATAR?
RESACA TERRORISTA Y REPRESIÓN POR EL CLÁSICO
MATAR MUCHO
TRIUNFO DEL PERIODISMO
La razón era una sola. El notario. Porque el notario era un liberal de los primeros, era amigo de los de la Constitución. Pasó las fiebres en Cádiz. El notario odiaba a Fernando séptimo y no le importaba jugarse el puesto porque tenía buenos amigos, los de la Constitución, que podrían colocarlo en una capital liberal, en la misma Zaragoza. Por eso se pasaba por los cojones los decretos de marzo de 1814 y no los aplicaba. Si le venía un terrateniente que no quería pagarle el diezmo a la Iglesia, le hacía un papel diciendo que no tenía medios suficientes para mantener a su familia y lo excusaba del diezmo. Si le venía un criollo diciendo que no le dejaban ejercer de médico por criollo, el notario le hacía un papel diciendo que su padre y su madre eran españoles y que la negrura le venía de los bisabuelos, y que ganó una medalla en Bailén. Si le llegaba una mujer diciendo que era la mayor de cinco hermanos, todos machos, y que el padre en su testamento la había ignorado, el notario hacía un papel que decía que la hermana mayor se hacía cargo de toda la herencia porque también se tenía que hacer cargo de los cuatro hermanos, y con viento fresco el mayorazgo.
Esa era la razón. Que el notario le había bailado el agua a Catalina Castillejos, que Castillejos se iba a quedar con doce hectáreas de olivos y él con ninguna. No se da cuenta el notario de que convertir el mayorazgo en mayorazgo de hembra también es injusto, es una injusticia pero moderna, que puestos a ser avanzados habría que dividir la tierra en partes iguales. De eso me doy cuenta hasta yo, que me importan una mierda la Constitución, Napoleón y el rey. Eso es porque la pretende, y pretendiéndola se queda él también con las doce hectáreas de olivos. Qué ama más el notario: la Constitución del doce o las doce hectáreas. Esa es la razón, el notario, porque a su hermana la adora. La ha abandonado en la taberna y ha enfilado el camino al Escorial solo con el mozo y el cochero. El cochero no ha tirado del caballo inmediatamente. Ha mirado antes a los lados y ha preguntado por la señorita, y en respuesta ha recibido la misma orden, más vigorosa y aguda, de que arranque. El mozo, sentado frente a él, lo ha mirado con una interrogación pavorosa. El hermano no ha soportado la censura y lo ha mandado al pescante. A ver si la lluvia te quita esa cara de retrasado, le grita, y se repite la única razón, el notario, sin pensar ni en lo que le dirá al padre ni en que se arrepentirá, ni en que dentro de una semana, cuando cierre el trato en Valladolid, volverá a por Castillejos desesperado y culpable porque la adora, de verdad que la adora.
Tú come tranquila que está diluviando. Ya aparejamos nosotros el coche. Le dejó el baúl afuera del mesón con la esperanza de que lo viera antes que nadie, y veinte napoleones entre la ropa. Catalina Castillejos terminó de cenar y fue al establo. Llamó al hermano preguntando su nombre, luego al mozo y al cochero, y sólo oyó el resoplido de una yegua y la lluvia a sus espaldas. Era cálido el establo. Salió y gritó Ángel, Migue, Filo, Migue, en mitad de la tormenta y de la plaza. Migue, Migueli. Vio un desorden por el suelo y perdió la prisa de estar mojándose. Reconoció los objetos como pistas escabrosas e inverosímiles, hasta que divisó su baúl saqueado. Agarrada a una camisa pensó nos han robado, los han matado, y corrió adentro. Los caballeros que estaban conmigo, ¿los ha visto usted? Cuáles. Un señorito recio algo más alto que yo, rubiasco, con terno azul, no, verde, con terno verde y con un mozo así flaco y otroah sí, la interrumpió el mesonero. Lo suyo lo han dejado pagado, no debe usted nada. ¿Que se han ido? El mesonero evitaba interesarse por ahorrarse la molestia del socorro. Sí señora. ¿Los ha visto usted irse? Sí señora, mi zagal les ha acompañado al establo y les ha cobrado la alfalfa, concluyó. ¿No le han dicho nada al chico antes de irse, ni a usted? ¿Dónde está el chico que le pregunte? No señora, no le han dicho nada al chico, volvió a concluir. ¿Es ese de ahí? ¡Eh! Oye, ¿no te han dejado un recado para mí los señores que se acaban de ir? Cuáles. Unos con un coche grande, como una diligencia pequeña. De cuántos caballos. De cuatro. Pardos. Sí. No, ningún recado. ¿Estás seguro? Sí señora. Tres pardos y uno más gris. ¿Con una mancha en la oreja el gris? ¡Exactamente! Ningún recado. ¿Y estaban normales o nerviosos? Muy normales y muy calmos, uno medio dormido. ¿El señorito iba medio dormido? No, señora, un caballo. El chico se acercó a Castillejos y susurró el señorito tenía prisa por irse, porque no me ha dado lugar ni a devolverle el cambio.
Depuso cualquier estrategia. El límite de la mente de Catalina Castillejos era su frente: esperaré aquí. Volvió a la lluvia y se puso a doblar la ropa mojada sobre el regazo mojado. Pero con qué dinero, pensó. Pasó la mano por el interior del baúl, sacudió la ropa que acababa de doblar, recorrió el baúl de nuevo. Esperaré aquí. El pensamiento seguro, de ida y vuelta, el muro de contención de los demás, acabó por derrumbarse. Pero con qué dinero. ¡Con qué dinero espero, ladrones!, dijo, y luego gritó con qué dinero, hijos de puta. Mal dolor te diera, ni un olivo vas a ver, ni una aceituna hijo de puta, y lloraba y se dejaba conducir por los brazos del mesonero niña, me espantas la gente. La llevó adentro, la sentó en una banqueta poco visible, le dio una manta y le soltó sus cosas a los pies. Esperas a que escampe y te vas.
Se hundía en las yemas de los dedos las varillas despuntadas de uno de sus corsés. Recordó la letra del cliente de Ciudad Real, tan amplia, tan bien separada, una caligrafía francesa que ella alabó. El de Ciudad Real cerró la compra por mi simpatía y por lo guapa que iba esa mañana. Recordó lo rojo que se puso su hermano y lo que le temblaron las manos cuando le pidió que le apretara el corsé, y ella tenía que decirle más fuerte, hombre. Ese recuerdo le espabiló un hijo de puta, a ver lo que eres capaz tú de vender con esa cara de malfollao, putero de mierda, te ahogues en aceite, masticó. Vio entonces a Vicente Plaza viéndola. Levantó la cabeza y vio a más hombres mirándola. Se le acercó uno y desde la mano cuajada de anillos le preguntó cuánto. Castillejos enderezó la espalda y apretó el corsé contra el corsé. Si quieres un anillo vas a tener que ser buena, ¿eh? Castillejos hizo una bola de sus cosas, se deslizó hasta el extremo de la banca y Vicente Plaza se le plantó delante. ¿Adónde vas? La pregunta se estampó en la frente de Castillejos como un sello: adónde voy. Yo te doy más, continuó Plaza. La hizo retroceder en la tabla de madera, se sentó a su lado y al otro le dijo vete. Eh que yo he llegado antque te vayas, ordenó Plaza, y el hombre obedeció quejoso. Se habrán creído estos bandoleros violaviejas¡que te estoy escuchando, te estoy escuchando! ¡A joderla!, replicó. ¡Cuestión de minutos!, se rio Plaza, y atrajo las risas de otras mesas. Hablar no hablas, pero maldices como el demonio, le dijo Plaza a Castillejos. Igual que un músculo se pone tenso, Castillejos puso la mente compacta: chaquetilla y dolmán desabrochados, colbac tiñoso, fajín flojo, peste a vino, cartuchera vacía. ¿Te vienes o no? Mente compacta: cartuchera vacía. Respondió sí con la cabeza.
Quítate eso de encima, por lo que más quieras, dijo Vicente Plaza sacándose las botas, ya en su silla, en su casa, en un tercer piso. Castillejos no supo dónde soltar la manta. Buscó la mirada de Plaza para que le indicara pero sólo le encontró la nuez prominente proyectando su pequeña sombra en la piel tersa. Posó la manta en el suelo, frente a sí y junto al baúl, a modo de frontera. Plaza vio el abrazo quieto de Castillejos entre el bulto de ropas y su cuerpo y le dijo suelta eso, está hecho un asco. Ven. Castillejos sumó el hatillo a la vana trinchera. Lo hizo despacio, se quedó en su sitio. ¡Ven!, gritó Plaza, y subió una pierna al reposabrazos. Castillejos miró directamente al centro del pantalón, el centro del pantalón miró directamente a Castillejos. Avanzó sobre el crujido de la madera. Llegó. Más, dijo Plaza. Volvió el agrio olor a vino. ¿Estás temblando? ¿No te gusto? Cuando la agarró por la cintura, cuando iba a besarla, Castillejos estornudó. Plaza bufó un torrente de aire y se limpió el moco de la cara. ¿Tienes la sífilis? Castillejos retrocedió, aturdida, a punto de llorar, culpándose la boca. ¡Que si tienes la sífilis! No señor no, respondió, y rodó la primera lágrima. Vicente Plaza se restregó la mano en la pechera, se levantó tirando la silla y desapareció en lo hondo de la casa. No me haga usted daño, me voy ahora mismo, suplicaba Castillejos, y los estornudos interrumpían su ruego a la oscuridad. Me iré ahora mismo señor no me haga daño, repetía, cada vez más ininteligible, hasta convertirse en un rezo señor por favor no me haga daño, se arrodillaba en el suelo, cruzaba las manos. Apareció una luz y un chisporroteo. Ven, la llamó. ¡Señor, señor, por favor! ¡Que vengas! Castillejos anduvo pesando los talones, pisando la llorera. Plaza avivaba la lumbre en cuclillas y se dejó caer con el culo. Quítate esa ropa, está chorreando. Vas a ponerte mala. La voz de Vicente Plaza era siseante, firme en algunas sílabas y luego imprecisa, doblada. La llama creció hasta descubrir un salón desordenado a pesar de sus pocos muebles, una mesa, un canapé. Duerme donde quieras. Cierras la puerta cuando te vayas. Se le resbaló un codo al intentar levantarse, ronroneó, se levantó al fin. Entró en la oscuridad, regresó con las cosas de Castillejos y las tiró a sus pies. Cierras la puerta cuando te vayas, repitió, y desapareció por último.
Estimado señor diputado don Juan Antonio Yandiola:
No reconocerá ni esta letra ni el lacre que la guarda, y por eso se hace necesaria, antes de avanzar sus intenciones, una presentación y una justificación por mi parte para que pueda usted leerlas confiando en el remitente.
Soy Francisco Espoz y Mina, general de la División de Navarra, tío del bravísimo comandante del Corso Terrestre de Navarra Xabier Mina El Estudiante,
>A Juan Antonio Yandiola se le redondeó la cara de sorpresa.
hoy, como yo, exiliado. He sabido de su paradero de usted gracias a don Mariano Renovales, coronel de los Húsares de Palafox y brigadier de su ejército. Mi relación con el comandante Renovales procede de la guerra,
¿Mariano Renovales?, hizo memoria Yandiola.
pues yo desde Navarra y él desde el Alto Aragón nos codeamos en más de un combate, en más de una emboscada y en más de una fiesta cuando el combate y la emboscada se decantaban de nuestro lado. El coronel Renovales tuvo la fortuna de no tener que exiliarse, aunque llamar fortuna a vivir en Madrid es demasiado decir, dadas las circunstancias.
Renovales lo conoce a usted desde hace tiempo, porque él es natural de Arcentales y, según puso en mi conocimiento, usted lo es de San Esteban, y pertenecen ambos a dos de las familias más ilustres de las Vascongadas, unidas en abolengo, en negocios y en simpatía. Concretamente me habla el brigadier de una verbena celebrada en el todavía pacífico año de 1807, con ocasión de la feria de ganado de Galdames, de la cual guarda un vivo recuerdo por la grata impresión que le causó su imagen y su carácter de usted, ya erudito a los veintiún años, preparando su viaje a Méjico con una resolución y una madurez impropias de un joven de su edad. Renovales apoyó su candidatura de diputado a Cortes por Vizcaya, admira la labor que desempeñó en Cádiz y sus trabajos hacendísticos, admiración que comparto. Su “Plan de una visita general que convendría practicar en el reino de Nueva España” y su “Informe biográfico reservado anónimo” corrieron primero de mano en mano en Cádiz y de boca en boca en todo el mundo después. Como ve, el carácter reservado que usted quiso imprimirle no fue tal, pero si no fue así se debe precisamente a la elocuencia y a las verdades que el mismo plasma, con las cuales todos los liberales hemos querido ilustrarnos y las cuales hemos querido difundir, y puedo asegurarle que en Francia y en Inglaterra su academia resuena, señor Yandiola, como la de un avanzado economista. Lamento profundamente que no pueda usted gozar del crédito que las naciones extranjeras le brindan, estando como está bajo el yugo y la miseria del absolutismo.
Sé lo que es vivir constantemente bajo sospecha, señor diputado, sin ser mi delito otro que la defensa de la libertad y la consecución de la justicia debida. Los tres mil quinientos hombres que lucharon bajo mi mando por la independencia de España y por el trono Borbón son tratados a día de hoy como bandoleros y asaltantes y yo mismo soy visto en mi propia tierra y por mis propios vecinos como el rey de los ladrones, en vez de como el rey de Navarra que en otra hora fui, nombrado por esos mismos vecinos.
Al principio comprobé sorprendido que los franceses lo tratan a uno como abanderado de la libertad, título que ni en sueños había creído merecerme, pero que, visto desde la distancia en la que me encuentro, no es tan desatinado. Tanto usted como yo hicimos posible la carta magna que insufló en los españoles el primer aire de la nueva civilización, usted desde las tribunas y los papeles y yo desde los cerros y las plazas, y aunque el vil Fernando haya arrancado la flor que tímida pero brillantemente empezaba a brotar, la semilla sigue preñada bajo tierra. Sólo hace falta que un grupo de hombres decididos y patriotas la riegue, y con apenas unas gotas aparecerá el tallo. Entre esos hombres está usted, admirado Yandiola. Cádiz era bombardeada por el invasor mientras usted seguía discurriendo sus ponencias para las sesiones futuras, anotando en sus pliegos las arengas de libertad y ese hermoso verso llamado artículo dos: la nación española es libre e independiente y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona.
Los extremos de la sonrisilla le movieron la cabeza a Yandiola: Pero si yo no estuve en las Cortes Constituyentes.
Pero por grande que sea la desdicha del emigrado, poco tiene que envidiarle en lo que a penalidades se refiere a la desdicha del que no puede emigrar. El señor Renovales me informa de que su familia de usted quedó bastante mal parada tras la guerra, me describe su precaria tesitura, no lejos de la que él mismo sufre. Madrid ha dejado de ser la capital
¿Renovales de Arcentales, Renovales de Arcentales…?, se inquirió, sin ver una cara, Yandiola.
imperial que era para convertirse en un barrizal hediondo. ¡Con cuánto pesar he de dar la razón a los viajeros europeos cuando, a la vuelta de sus andanzas, comentan en los salones que España es el norte de África! En esos momentos la sangre me hierve, precisamente, como la de un abencerraje, y me entran ganas de responderles que quienes destrozaron nuestras iglesias, nuestros
El trescientos treinta y nueve, no el dos, caray, pensó Yandiola. El que yo informé fue el trescientos treinta y nueve. El pensamiento se le sembró en los labios y habló: Nadie se acuerda del artículo trescientos treinta y nueve.
jardines, nuestros conventos, nuestros mercados, nuestras escuelas, nuestros cuarteles, nuestros caminos y nuestros puentes fueron los franceses, quienes echaron sal en nuestros campos fueron los franceses, quienes envenenaron nuestros ganados y nuestras fuentes fueron los franceses. Y he aquí la miseria del exiliado, señor Yandiola, y es que uno tiene que callarse las verdades porque está de prestado, porque nunca sabe si su anfitrión es adicto a los Bonaparte o a los Borbones, porque nunca se sabe quién es de fiar y quién espía, y espía de qué facción, y lo que es más importante: porque nunca sabe uno si ha matado al hijo o al hermano o al padre o al nieto o al sobrino del francés con el que está hablando.
No dejaba de sorprenderme en los primeros tiempos de mi emigración que el gobierno de Luis XVIII tratase con mucha más consideración a los afrancesados, seguidores de las usurpaciones de Napoleón y su familia contra la casa de los Borbones en todos los reinos que ocupaba en Europa, que a los que habíamos peleado a favor de ella y contra las usurpaciones de los Bonaparte. Y por otra parte, franceses hay también, y de alta categoría, que me aseguran que varios de los afrancesados españoles se prostituyen para Luis XVIII y para Fernando VII, haciéndose pasar por constitucionales, para espiar y delatar todo cuanto averiguan en materia de nuestras relaciones a un lado y a otro de los Pirineos.
Y en esas estamos, señor Yandiola: usted de un lado de los Pirineos y yo del otro, así como mi sobrino, como el brigadier Renovales, como el Conde de Toreno, como Blanco White, como Calatrava y Quintana y Martínez de la Rosa, como Argüelles y O´Donnell, y tantos y tantos otros héroes de la patria, renombrados o anónimos, estando bajo el amargor del exilio o bajo la opresión del ingrato Fernando, debemos figurar entre los grandes hombres de la Revolución. Pero eso sólo se hará visible para la Historia si es usted capaz de sacar de su pecho un último impulso de valor y audacia y unirse a la conspiración que desde nuestros bastiones en las capitales del exilio y en Madrid se está planeando para restablecer la Constitución, remover los parásitos del Gobierno y constituir uno mejor, de hombres más elevados. Me proponen a mí entre esos hombres, y aunque creo que soy el menos idóneo y que mis carencias son tan grandes como las de cualquier español nacido en estos tiempos, me congratularé en prestar mis humildes habilidades para servir al destino de la nave hispánica, si bien ese destino ya está marcado desde 1812 y es imparable.
No le quepa duda que, si nuestra empresa llega a buen puerto, otro de esos nuevos gobernantes será usted. Se me asegura, y yo no lo niego, que es usted de espíritu armonioso y de una sensibilidad en asuntos de Estado comparables a los de un Pericles o un Cicerón, y eso es algo raro en este siglo que, a su corta edad, ya ha sido sometido a sátrapas y a lobos con piel de cordero que abundan en las naciones que se llaman democráticas. No es de extrañar, por tanto, que llegado a sus dieciséis años, el siglo diecinueve estalle en una voluptuosa y rebelde adolescencia, como el joven que ha sido maltratado por sus padres en la infancia y en cuanto alcanza raciocinio suficiente se rebela contra ellos, abandona el hogar y marcha en busca de los placeres que la vida le negó. Esas admirables ansias de libertad necesitan, no obstante, de unos buenos tutores que las encarrilen, porque si algo podemos decir en descargo de los franceses es que nos han enseñado que la fuerza de la libertad es tan grande que puede acabar con ella misma.
Imagino que ya habrá abierto usted la talega que junto a esta misiva le adjunto. Van mil reales que ya son suyos, sin empréstitos ni más condiciones que la condición de liberal, patriota y mártir de la causa que honrosamente a usted me relaciona. Son suyos se una a los planes o no, pero se multiplicarán por tres en un plazo breve si se une. Así pues, si considera usted positivamente la propuesta que le hago, diga a mi emisario “sí” cuando termine de leer esta carta y él le dará una segunda.
Llegados a este punto de mi narración me aventuro a leerle el pensamiento: no es de extrañar que usted dude de la autenticidad de mis palabras y de la propia identidad del que las escribe. Habrá pensado que esto bien puede ser una trampa que le tiende el Ministerio de Gracia y Justicia para obtener pruebas y acusarlo. Cómo me gustaría no comprender sus recelos, señor mío, pero los comprendo porque yo mismo los padezco de continuo. ¿Qué puedo decirle, amigo mío, para que confíe? Mire cómo pinta mi emisario, mire sus botas, sus ojeras, después de haber cabalgado de París a Madrid habiendo parado sólo dos noches en todo el camino. Pregúntele algo y comprobará que es alemán de Suiza. ¿Cree usted que Fernando puede tener algún suizo a sus servicios? ¿Cree usted que algún suizo va a Madrid si no es para dilapidar sus buenos francos en nuestras pobres tabernas, con nuestras pobres mujeres? Pero sobre todo, ¿cree que las arcas públicas tienen dinero para tenderle una trampa tan cara? ¿Y cree usted que la Corte hace negocios en reales, no ya de plata y de oro, como los que yo le mando, sino de vellón siquiera? Usted como hacendista
Un hacendista, eso es, un hacendista es el único que puede proponer el artículo trescientos treinta y nueve.
lo sabe mejor que nadie: la Corona es la primera que está traficando con los napoleones que nos dejaron los franceses, es la primera que quita de la circulación los reales, es la principal especuladora. ¡Apuesto que ni Alagón, ni Elío, ni Macanaz cobran su sueldo en reales, y se tienen que aguantar con Napoleón en los bolsillos por la avaricia de su deseado Fernando! Usted sabe mejor que yo que actualmente sólo hay numerario español en las colonias, y de ahí precisamente nos llega. Tenemos en Lima muchos adeptos a nuestro partido. No se me ocurren más avales, señor, para ganar su confianza.
Yandiola asiente con flemática resignación: Desde luego que no le compensa al contable del absolutismo ponerme a mí una trampa tan cara.
Para terminar le ruego que no se demore mucho en tomar una decisión, dos días a lo sumo, ya que el tiempo apremia y el emisario sólo lleva dinero para pasar dos noches en la villa. No tema por el aprecio y las nóminas que de usted hago si al final resuelve negativamente, porque estoy seguro de que sus buenas razones tendrá, si bien me entristecería porque no encontraré en todo Madrid aliado mejor preparado que usted y, además, porque si yo gozara del triunfo de esta trama y no lo hiciera usted habiendo tenido la oportunidad, no me perdonaría jamás a mí mismo no haber sido lo suficientemente persuasivo.
Reciba los respetos y los mejores deseos de
Francisco Espoz y Mina
Se quitó las lentes, se frotó los ojos, parpadeó con toda la cara y dio un sí afónico. Juan Antonio Yandiola y el emisario estaban frente a frente en el umbral de la puerta. El emisario extrajo del zurrón otra carta con olor a cuero. Aún cerrada Yandiola la levantó por encima de la cabeza para ponerla al trasluz, se la acercó y alejó varias veces calibrando la distancia apropiada para su miopía. Observó el dibujo del lacre, lo memorizó y lo rompió. Un papel el doble de largo que el anterior se desplegó como un biombo. Yandiola se puso las lentes y el emisario resopló.
Me alegra que haya dicho sí, diputado Yandiola. Sé que está de más recordárselo, pero desde este momento le ruego la más absoluta discreción con respecto a lo que enseguida le anuncio. Por extremar las precauciones le recomiendo también que se deshaga de este papel nada más leerlo y comprenderlo.
En la última semana del mes de febrero procederemos a un cambio de Gobierno con el respaldo de la Constitución. Se hará sin recurrir al ejército más que lo imprescindible, pues bastante escarmentado ha salido ya uno, viéndome traicionado por algunos de mis hombres más allegados. Pero me miro y tengo que alegrarme porque peor suerte corrió mi camarada el Marquesito Porlier, Dios lo tenga en Su Gloria, depositando en la soldadesca unas responsabilidades que, por su natural tendencia al exabrupto, necesaria no obstante para el oficio de la guerra y la guerrilla, fueron incapaces de desempeñar sin dejarse llevar por fanatismos. En cambio, para esta ocasión nos estamos dotando de personalidades bendecidas con el don de la intriga y el disimulo. Esto no es un pronunciamiento sino una conspiración, y conspirar es un arte, y como arte que es nace tanto del talento natural del artista como de su afán de superación.
La conspiración que tenemos entre manos trata del encadenamiento de los conjurados mediante una estructura triangular en virtud de la cual cada uno solamente conoce a otros tres: su superior, del que recibe órdenes e información, y dos subordinados, a los que transmite las mismas órdenes y la misma información. Así pues, cobra sentido la metáfora de que cada conjurado es el vértice de un triángulo. El entendimiento entre todos los participantes, aun sin conocernos, es perfecto en virtud de la siguiente figura.
Yo soy B1, usted es C1, y C2 es una persona que está exactamente en la misma posición que usted con respecto a mí. E1 y E2 serán dos personas nombradas por usted para que se constituyan en ángulos de su triángulo. B1 y B2 no se conocen entre sí, ni tampoco C1 conoce a C2, y así con todas las parejas de letras. Las muchas ventajas y los escasos inconvenientes nos
El mensajero tosió por tercera vez y especialmente fuerte. Esperó a que Yandiola levantara la vista para decirle señor, ¿le parece bien que vuelva mañana a la misma hora por si quiere enviar usted algún mensaje al remitente? Yandiola agitó la mano sí, sí, márchese, y cerró la puerta cuando todavía el emisario se estaba despidiendo. Aprovechó que Domingo Torres no estaba para sentarse en su sillón, poner las piernas sobre su banqueta y liarse un cigarro con su tabaco. Los velones que robaron de la iglesia de la esquina volvían naranja la pieza. El fuerte olor a cera viciaba tanto el pequeño espacio, fingía tan bien el calor, que momentáneamente dejaban de necesitar una estufa.
La bolsa con los mil reales se le clavaba en un muslo. Miró nuevamente los triángulos, revisó el esquema y continuó. Las muchas ventajas y escasos inconvenientes de los que le hablaba el remitente le molestaron. Le ofendió que le instruyera en nociones tan básicas de masonería y por eso las pasó rápido, viajó en el papel rastreando el final de la enumeración o el principio de algo nuevo, alguna palabra clave, hasta que localizó Dinero. Retrocedió hasta el comienzo de la frase en la que se integraba y siguió leyendo.
La peculiaridad de esta estructura con respecto a la concepción original de los iluministas es que nosotros y el resto de conjurados utilizamos los eslabones, además de para el tráfico de información, para el de dinero. Con idéntico secreto los vértices superiores entregan dinero a sus dos inferiores para los gastos y las recompensas que la trama vaya exigiendo, de manera que no se generan envidias. Cuantos más triángulos tiene un conjurado por debajo, más dinero maneja. Juzgue usted por la cantidad que le entrego a qué altura se encuentra.
Yandiola se rio: La altura de mil reales. ¿Puestos uno sobre otro?
En adelante me comunicaré con usted cada cinco o seis días por este mismo medio pero con mensajeros distintos cada vez, en primer lugar porque toda precaución es poca, y además porque la distancia que nos separa mataría a cualquier jinete, por experto que fuera, si se le obliga a ir y venir de París a Madrid cada semana. Si necesitara comunicarme algún dato vital para el asunto, o informarme acerca de la marcha del mismo, no dude en entregarle una carta al emisario que yo le mande, pues es de mi gusto facilitarle las cosas, señor diputado, unido al hecho de que mis emisarios me harán llegar sus mensajes mucho más rápidamente y con más garantías que cualquier otro que usted pueda pagar.
Feliz de poder contar con un hombre de su talla se despide
Francisco Espoz y Mina
Se quitó las lentes y al frotarse los ojos le picaron más porque le quedaban briznas de tabaco en los dedos. Blasfemó automática y quedamente. Dobló la carta hasta convertirla en un cuadrado que se metió en el calzón. El tacto del papel era más amable que su ropa y se acarició con él la barriga hundida, dando una calada al cigarro. Expulsó el humo en una tos larga como un montón de clavos viejos. Apagó el cigarro a medias en el marco de la ventana, se enroscó en la manta que llevaba sobre los hombros y antes de quedarse dormido se aseguró de que la talega seguía hincándosele en el muslo.
Castillejos se despierta tibia, con peso en los costados, y quiere algo caliente. Sopa, vino, leche, un baño. Robar leche no es robar, le dirá Vicente Plaza por la tarde, cuando la vea husmeando en su despensa. Castillejos dará un respingo y al girarse encontrará a Vicente Plaza que se le acerca y le busca el vientre por debajo de la blusa. Pero robar una mantilla de encaje sí es robar. Devuélvamela, dirá ella retirándole la mano. Para qué necesitas tú una mantilla tan fina, zorra, susurrará él no con voz, con vaho, en la oreja de Catalina Castillejos. Para que no se la ponga usted a falta de chaqueta, maricón, responderá ella con el vello del cogote de punta, y mientras estará acariciando la jarra de leche. Plaza ya le habrá encontrado el vientre y se lo apretará a la vez que se mete la otra mano dentro del pantalón. Castillejos agarrará el recipiente, dejará que Plaza se recline sobre su espalda y ella, con la boca entreabierta y las aletas de la nariz dilatadas, levantará la jarra, tanteará la mejilla de Plaza, dejará que le chupe los dedos y entonces se la romperá en la cabeza. Plaza retrocederá pero alcanzará a Castillejos antes de que le dé tiempo a salir corriendo, le pegará un puñetazo en la cara y los dos caerán al suelo. Castillejos hundirá la cabeza en las rodillas, gemirá y se mareará al percibir el olor, el color y el sabor de su propia sangre. La sangre empezará a discurrir por la sien y por la frente de Plaza y se mezclará con la leche que le gotea por el pelo, las patillas, la nariz, las cejas y las cuencas de los ojos, y los riachuelos rosados seguirán las curvas a un lado y otro de la mandíbula. Hasta la barbilla llegarán y de allí se precipitarán al pecho como un rosario de nácar al que se le salen las cuentas. Niña, no llores. Estaba agria.
Esa tarde sabrá Castillejos que robar leche no es robar pero ahora no lo sabe y se queda con las ganas. Le laten las sienes, la saliva encuentra estrecho el paso de la garganta y a la garganta se le clava la saliva. Está blanda Castillejos y por eso nota más duro el suelo. Una urgencia la despereza. Tarda unos momentos en ubicarse y al abrir los ojos se gira hacia el catre de al lado para despertar a su hermano porque hay que ir a cerrar el trato de Valladolid. Al no encontrarlo, al ver a su alrededor la poca ropa que no le robaron extendida en las sillas y en el suelo, los botines comidos de barro y el corsé destrozado, al verse a sí misma en paños, reacciona. Hijos de la gran puta, bastardos, os lleven los diablos os coja la inquisición por marranos judíos gitanos boabdiles.
Tiene vergüenza y frío y al toser le vienen mocos. Se levanta del canapé, escupe en la chimenea y decide irse antes de que Plaza la vea: Vendo el baúl, junto diez napoleones y me voy, vendo la mantilla de bordado granadino, así la vendo, de bordado granadino, carísimo, finísimo, y me voy a mi casa. La resolución le disipa el cansancio. Se pone la enagua arrugada, sacude el vestido que está menos húmedo y al ajustárselo le da un escalofrío y empiezan a castañearle los dientes. Cuando está subiéndose las medias se da cuenta de que están llenas de enganchones y de que se le han puesto las uñas moradas. Se detiene y se mira: Pordiosera. Quién va a querer este vestido sucio y este corsé deformado, piensa, en Madrid que hablan tan bien todos, y cuando se está agachando para cogerlo y abrazarlo y romper a llorar, alguien llama a la puerta. Duda si es Vicente Plaza golpeando alguna puerta interior de la casa, pidiendo permiso para pasar, o si es alguien desde fuera. Llaman de nuevo, más fuerte y con más insistencia y su voz acompaña a los nudillos: Vicente, soy yo. Castillejos intenta apretarse los cordones del corsé agitándose como si quisiera echar a volar, pero sólo consigue darse pellizcos en la espalda. También se quiere poner las medias y recoger sus cosas, todo al mismo tiempo, y en eso tropieza con la silla y con el fuelle de la chimenea. Te estoy oyendo, sal, dicen desde el otro lado, y sube el volumen. ¡Mi capitán, son más de las diez! Castillejos congela la mirada en el recodo por donde se metió anoche Vicente Plaza y espera que salga y no se acuerde de ella y la eche. ¡Vicente, joder!, dicen, y golpean con el puño. ¡Vicente! Ya voy, joder, ya voy, responde Plaza desde su habitación. Castillejos se pega a la pared y se abraza al corpiño abierto. Plaza camina con los hombros ligeramente hacia atrás, lleva el torso desnudo y se está colocando una navaja oxidada dentro del fajín, y no repara en Catalina Castillejos. Ya voy, hostias. Descorre los dos cerrojos y al darse la vuelta la ve. Dice ah, tú, y vuelve a su habitación.
Diego Lasso entra y Castillejos hunde de inmediato la barbilla. Lasso echa uno de los dos cerrojos y le habla a Plaza desde el salón. ¿Desde cuándo te traes las furcias a casa? Desde que no me da la gana pagarle al Cosme un cuartucho para una chupadita. Al oírlo se le agudiza el frío a Castillejos, como si Vicente Plaza le estuviera acariciando la nuca con la navaja. Se relame los labios, succiona dentro de la boca y pasea la lengua por el paladar buscando un sabor ajeno o una pista, pero traga saliva y sólo se cerciora del dolor de garganta. Date prisa. Ya sabes cómo se pone Preciados los sábados por la mañana. No me gusta estar fuera de casa con tanta gente merodeando. Vicente Plaza se pasea por la habitación remetiéndose la camisa, canturrea. ¡Que te des prisa! Tu puta madre, Dieguito. Contento tienes que estar de esperarme a mí un sábado. Se da el visto bueno en el espejo y va al salón, sobrepasa a Lasso y se balancea hasta Castillejos. Apestas, Vicente. Pues cómprame perfume francés, gilipollas. ¿A que a ti no te parece que apeste? ¡Dilo alto que se entere el teniente de húsares de Castilla la Vieja! No señor no apesta usted, dice Castillejos con una sola bocanada de aire. ¿Ves? Una dama de esta categoría no se habría dignado a venirse conmigo si no oliera a rosas. Vicente, vamos, dice Lasso, y Vicente Plaza pone un pie detrás de otro, dobla las rodillas, ladea la cabeza y exclama en falsete a sus órdenes, mi teniente. Así se queda y explica así se saluda cuando uno huele a rosas y continúa niña, qué modales son esos, saluda al teniente Lasso que nos honra con su levita deshilachada y sus botas de suela de esparto. Castillejos se separa de la pared, se queda un paso por detrás de Vicente Plaza y saluda. Ahí no van las manos, guapa, le indica, de qué corte de Napoleón te has escapado. Plaza se yergue y descubre los cordones embrollados en la espalda de Castillejos. Señor es que se me cae el corsé si estiro los brazos. Plaza declama ¡oh! ¡La dama necesita ayuda para vestirse! ¡Haga el favor, don Diego, de prestarnos su doncella! Diego Lasso chista una sonrisa y dice vamos tarde. Plaza desliza un dedo por la espalda desnuda y sale. ¿Ahí la vas a dejar?, pregunta Lasso. Total, si lo único que puede robar es leche, responde Plaza. Castillejos escucha la cerradura tragándose los pestillos, suelta el aire y deja caer los brazos.
Domingo Torres no hizo ruido al entrar salvo el crujir de la madera, pero el crujir de la madera forma parte del silencio de estas casas. Soltó una montaña de papeles en la mesa, los de arriba estaban ondulados y sus letras borrosas por la lluvia. Buscó el tabaco alrededor de Yandiola y Yandiola dio un espasmo de dormido. Al moverse, las gafas y la caja de tabaco cayeron al suelo. La línea de fractura que ya asomaba por una de las lentes se alargó hasta chocarse con la montura y el cristal se desprendió en los dedos de Domingo Torres. Intentó encajarlo ejerciendo una leve presión, imprimió huellas dactilares de tinta en el cristal. Mejor no limpiarlo, pensó. Sujetó las circunferencias con las dos manos y las posó en la mesilla. Se llevó la palmatoria y el tabaco a la mesa, acercó la silla y se sentó de espaldas a Yandiola. Se quitó las botas y las medias y se agarró los pies desnudos, cruzó los dedos de las manos con los dedos de los pies. La levita le tiraba de las mangas y el pantalón de la entrepierna, y los ronquidos de Yandiola lo arrullaban.
Al aflojarse el corbatín las manos frías le dieron frío y las resguardó entre la camisa y el cuello. Se acercó la vela y cogió el primer papel del montón. Sacó del bolsillo del chaleco el frasco de tinta que traía de la imprenta, sacó un pañuelo y desenvolvió la plumilla, le echó vaho y la frotó. La dirigió al tintero como un tenedor al plato, con apetito, y al introducirla chocó con la tinta helada, como si el tenedor encontrara el plato vacío. Domingo Torres insistió con unos golpecitos, se aproximó al vidrio y lo agitó en el aire. Acercó el bote a la llama y lo balanceó hasta que la tinta acompañó al movimiento. Realizó la operación con un gozo audaz e íntimo. Pensó se congela porque es tinta buena. Las cosas delicadas se congelan. Mojó la pluma y escribió en los márgenes de la hoja: las cosas delicadas se congelan. Se congelan las simientes bajo tierra, se congelan las mariposas despistadas, se congelan los salarios de los militares. Lanzó lejos el bucle de la ese. Separó la pluma del papel y la dejó apuntando al techo. El gesto le recordó el cigarro. A Domingo Torres le gusta escribir cuando tiene muchas ganas de fumar porque la ansiedad lo estimula. Dilata el deseo y escribe hasta que le tiembla el pulso. Ahora escribía así, con los primeros impulsos que le nacían del cogote y con la boca abierta, pisándose alternativamente los pies.