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E-pack bianca, n.º 193 - abril 2020
I.S.B.N.: 978-84-1348-445-7
Portada
Créditos
La redención del millonario
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
La venganza del Jeque
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Su inocente Cenicienta
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Herencia de hiel
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
SÉ QUE este es un momento muy difícil para la familia Devereux. Sin embargo…
–Puede que sea así, pero no tiene relevancia en esta discusión.
Abe Devereux interrumpió al jeque, algo que pocas personas habrían hecho. Estaban manteniendo una reunión a distancia entre Abe, que estaba en su deslumbrante oficina de la ciudad de Nueva York, y el jeque príncipe Khalid in Al-Kazan. No obstante, si hubieran estado reunidos en persona, Abe habría respondido de la misma manera.
La familia Devereux estaba extendiendo su imperio en Oriente Medio. Su primer hotel estaba en construcción en Dubái, y recientemente habían encontrado terreno para construir el segundo, en Al-Kazan.
Excepto que los propietarios del terreno habían añadido varios millones al precio de venta inicial, según acababa de informarle Khalid a Abe. Negarse pondría en peligro no solo el proyecto de Al-Kazan, sino que, además, los efectos colaterales serían enormes. Si los Devereux no aceptaban el precio nuevo, podía cesar la construcción del hotel de Dubái.
Abe se negaba a que abusaran de él.
Era posible que Khalid confiara en el hecho de que era amigo personal de Ethan, el hermano pequeño de Abe.
O quizá esperaba que hubiera un momento de debilidad o distracción, teniendo en cuenta que Jobe Devereux, el jefe del imperio de Devereux, estaba gravemente enfermo.
No obstante, Abe no tendría ningún momento de distracción o debilidad.
Khalid comprendería pronto que estaba tratando con el hombre más despiadado de la familia Devereux.
Abe nunca se dejaría influenciar por lo emocional.
Nada se interpondría en un tema de negocios.
–¿De qué lado estás, Khalid? –Abe se aventuró a hacer una pregunta que no muchos se atreverían–. Se supone que estamos juntos en esta operación.
–Estoy del lado del progreso –contestó Khalid–. Y por una cantidad de dinero relativamente pequeña nos arriesgamos a estropear los avances que se han hecho.
–Si Al-Kazan no está preparado para el progreso tendremos que buscar otro lugar.
–¿Has hablado de esto con Ethan? –preguntó Khalid.
Se suponía que Ethan debía estar allí, pero no había asistido. Y casi mejor, teniendo en cuenta que era amigo del jeque.
–Ethan y yo estamos completamente de acuerdo –mintió Abe, ya que no había tenido tiempo de hablar con su hermano–. O se mantiene el precio original o buscamos en otro sitio.
–Si pudiéramos hablarlo estando Ethan presente –presionó Khalid–. Ha estado aquí hace poco y comprenderá que es delicado.
–No hay nada más que hablar.
–Si no llegamos a una solución satisfactoria, aunque sea temporal, es posible que cese la obra de Dubái.
–En ese caso –Abe se encogió de hombros–, nadie cobrará. Ahora, si me perdonas, tengo que irme.
–Por supuesto –asintió Khalid, aunque era evidente que no estaba conforme–. ¿Saludarás a tu padre de mi parte?
Nada más desconectar la llamada, Abe blasfemó en voz alta, lo que indicaba la gravedad de la situación. Si se paralizaba la obra de Dubái, aunque fuera por unos días, los efectos colaterales serían nefastos.
Abe estaba seguro de que Khalid contaba con ello.
Con un par de millones, Abe podría resolver aquello. Era calderilla y estaba seguro de que Ethan estaría dispuesto a pagar más antes de poner en riesgo el proyecto en una etapa tan temprana.
No obstante, Abe se negaba a que lo intimidaran.
Y las amenazas, aunque fueran sutiles, no le harían cambiar de opinión
Abe se levantó del escritorio y contempló la ciudad de Manhattan bajo un manto nevado. La vista era espectacular y, durante unos instantes, él se quedó contemplando East River. Apenas volvió la cabeza cuando la asistente personal de su hermano llamó a la puerta para explicarle por qué él no había asistido a la reunión.
–Ethan ha estado en el hospital con Merida desde anoche. Al parecer, se ha puesto de parto.
–Gracias.
Abe no preguntó los detalles.
Ya sabía más que suficiente.
Ethan se había casado con Merida hacía unos meses, aunque solo porque se había quedado embarazada. Abe había firmado un contrato, junto a su padre, para garantizar que la nueva señora Devereux y su criatura tendrían todo lo necesario cuando ellos se divorciaran.
Y aunque un contrato pareciera algo frío, también tenía sus cosas buenas. Abe rezaba para que a aquel bebé lo trataran mejor de lo que los habían tratado a Ethan y a él.
En aquellos momentos no podía pensar en eso.
Abe cerró los ojos ante la maravillosa vista de aquel día de diciembre.
No eran ni las nueve de la mañana y el día prometía ser largo.
El jeque Khalid lo había llevado al límite y el contrato de Oriente Medio estaba a punto del colapso.
Además, en el hospital que había a pocas calles de allí, la esposa de su hermano estaba dando a luz en una planta
Y su padre muriendo en la otra.
No.
Su padre luchaba por la vida en la otra planta.
Su madre, Elizabeth Devereux, había fallecido cuando él tenía nueve años. Ella no había sido nada maternal y Jobe tampoco había sido un padre entregado, de hecho, los niños se habían criado con un equipo de niñeras. No obstante, Abe admiraba a su padre y no estaba preparado para dejarlo marchar.
Aunque, por supuesto, no lo demostraba.
Durante un instante, Abe se planteó hablar con él sobre el asunto de Oriente Medio. Jobe Devereux era el fundador y el hombre más inteligente que Abe conocía. No obstante, Abe decidió rápidamente que no podía estresar a su padre mientras él estaba luchando por sobrevivir.
Aunque ese no era el verdadero motivo por el que Abe no se dirigía al hospital en ese mismo instante, ya que Jobe nunca había dudado a la hora de dar su opinión.
Era más que nada que Abe no había pedido ayuda en su vida.
Y no estaba dispuesto a empezar.
Antes de que pudiera continuar con su trabajo, sonó su teléfono privado y Abe vio que era su hermano.
–Es una niña –dijo Ethan, con una mezcla de cansancio y entusiasmo.
–Enhorabuena.
–¡Merida lo ha hecho fenomenal!
Abe no comentó nada al respecto.
–¿Se lo has dicho a papá?
–Voy hacia allá para decírselo –dijo Ethan.
Abe pensó en la pequeña que acababa de nacer y en cómo su padre pronto se enteraría de que había sido abuelo.
–¿Vas a venir a conocer a tu sobrina? –le preguntó Ethan.
–Por supuesto –Abe miró el reloj–. Aunque iré por la tarde.
–Naomi, una amiga de Merida, llegará a mediodía. Se supone que tenemos que ir a recogerla.
–¿Quieres que pida un chófer para ir a buscarla?
Se hizo un silencio antes de que Ethan respondiera. A ninguno de los hermanos le gustaba pedir ayuda.
–Abe, ¿hay posibilidad de que vayas tú? Es la mejor amiga de Merida.
–¿No era la niñera? –preguntó Abe. Lo sabía porque en el contrato ponía que tendrían una niñera interna.
–Naomi es las dos cosas.
–Dame sus datos –suspiró Abe, y agarró un bolígrafo.
–Naomi Hamilton –dijo Ethan, y le dio los detalles del vuelo–. Si puede venir al hospital antes de ir a casa sería estupendo.
–Muy bien –dijo Abe, y miró la hora otra vez–. Tengo que irme. Enhorabuena.
–Gracias.
Por suerte Ethan estaba demasiado abrumado como para preguntarle qué tal había ido la reunión con Khalid y, por supuesto, Abe no le ofreció ninguna información.
Se necesitaba tener la cabeza fría para tratar con aquella situación y el único Devereux que la tenía en aquellos momentos era Abe.
Llamó a su asistente personal.
–Jessica, ¿podrías buscarme un regalo para llevar esta tarde al hospital?
–¿Para su padre?
–No. Ya ha nacido el bebé.
Se oyó un grito de alegría y luego la siguiente pregunta:
–¿Qué ha tenido Merida?
–Una niña.
–¿Ya tiene nombre? ¿Sabe cuánto pesa?
–No sé nada más que eso –respondió Abe. No se le había ocurrido preguntarlo–. También necesito que busques a un conductor que haga un trayecto desde el aeropuerto JFK al hospital –le dijo los detalles del vuelo–. Llega al mediodía y se llama Naomi Hamilton.
A pesar de que su hermano se lo había pedido, Abe no pensaba hacer de chófer.
Tenía que asistir a la primera reunión mensual de la junta directiva. Antes, se reuniría con Maurice el encargado de relaciones públicas, para hablar sobre el Devereux Christmas Eve Charity Ball, un baile benéfico que se celebraba cada año.
Era uno de los platos fuertes del calendario de eventos, pero por primera vez, Jobe Devereux no asistiría.
En la agenda de la mañana figuraba organizar los planes de contingencia en caso de que Jobe falleciera cerca de esa fecha.
Algo no muy agradable, pero necesario, teniendo en cuenta que la gente viajaba desde muy lejos y pagaba grandes cantidades de dinero para asistir.
Había que dejar las emociones a un lado ante la posibilidad de aquel desagradable escenario y a Abe eso se le daba muy bien.
Abe solía ser considerado un hombre frío.
Y no solo en el salón de juntas. Su reputación con las mujeres era devastadora, aunque durante los últimos años se había tranquilizado. Su frialdad también se extendía a la familia.
Había dejado de confiar en otros hacia los cuatro años, cuidando de su hermano y haciendo todo lo posible para que él no sufriera.
Abe mantenía a raya sus emociones.
Sin embargo, curiosamente, aquella mañana le estaba costando conseguirlo.
Su horario siempre era desalentador, pero a él le gustaba la presión y la manejaba con facilidad. No obstante, era como si aquella mañana no le funcionara el piloto automático.
La noticia del bebé había hecho un agujero en la muralla que solía erigir entre los demás y él.
Se presionó con fuerza el puente de la nariz y respiró hondo. Olvidándose de todo lo demás, continuaría defendiendo el fuerte de los Devereux.
Alguien tenía que hacerlo.
UNA NAVIDAD en Nueva York.
Naomi sonrió mientras la pasajera de al lado le hablaba sobre lo mágica que era la ciudad en esas fechas.
–No hay nada mejor.
–Estoy segura de que no –convino Naomi.
Era lo más sencillo.
En realidad, ella no les daba mucha importancia a esas fechas. Por supuesto, trataba de que todo fuera bien para la familia con la que estuviera, pero solo era un día más para Naomi.
O no. Era un día muy solitario para Naomi. Siempre lo había sido y no le cabía duda de que siempre lo sería.
No obstante, no estaba dispuesta a aburrir a la mujer del asiento de al lado con eso.
Se habían llevado bien. Ninguna se había dormido durante el vuelo y habían terminado charlando como si fueran viejas amigas. Aun así, hay cosas que ni siquiera las viejas amigas necesitaban saber.
Naomi había nacido el día de Nochebuena y, por lo que sabía, las primeras semanas las había pasado en la planta de maternidad antes de ir al primer centro de acogida.
Se había convertido en niñera especializada en recién nacidos y su trabajo era cuidar de la madre y del bebé durante ese precioso periodo antes de que otra niñera se ocupara de la criatura.
Ella no formaba parte de la familia, así que, el día de Navidad su papel era conseguir que ese día fuera lo más relajado posible para la madre. Y Naomi solía cenar sola en su habitación.
No obstante, ese año sería diferente, ya que estaría cuidando del bebé de su mejor amiga.
Merida, una actriz, había ido a la ciudad de Nueva York con la idea de trabajar en Broadway, donde había conseguido un papel en una producción llamada Night Forest.
Ni siquiera había llegado al estreno. Se había quedado embarazada de Ethan Devereux y, se había despedido de su carrera como actriz, tras establecer con él un matrimonio de conveniencia.
Desafortunadamente, Merida estaba enamorada de su marido.
Naomi había dudado antes de aceptar el trabajo.
Ethan y Merida habían insistido en pagarle y, aunque probablemente solo intentaban ser amables, para Naomi habría sido más fácil que le hubieran pedido que se quedara como amiga.
No obstante, puesto que ella estaba preocupada por Merida, había decidido aceptar el puesto.
Cuando se disponían a aterrizar, Naomi miró por la ventana mojada. Al ver el cielo de la ciudad entre las nubes se estremeció. Estaba allí. Y para alguien que nunca había salido de Reino Unido era un momento emocionante.
Naomi sacó su neceser para comprobar su aspecto en el espejo. Tenía muchas ganas de ver a Merida, pero tenía cara de cansada. Su melena oscura y rizada estaba lacia y tenía ojeras bajo sus ojos azules. Su tez pálida se había vuelto completamente blanca.
«Durmiendo se me pasaría», se dijo.
Naomi estaba dispuesta a pasar todo el día despierta para combatir el jet lag.
Una vez fuera del avión se dirigió a recoger las maletas con una sonrisa. Al pasar por la aduana, se puso un poco nerviosa cuando le preguntaron si había ido allí para trabajar.
–¿De niñera? –le preguntó el agente, antes de abrir la carpeta donde Naomi llevaba todos los papeles necesarios–. ¿Para la familia Devereux?
–Sí, ahí hay una carta del señor Ethan Devereux y si hubiera algún problema…
–No hay ningún problema.
Le sellaron el pasaporte y permitieron que continuara por su camino.
El personal de tierra se mostraba animado y se soplaba las manos para calentárselas mientras le comentaban que hacía mucho frío.
–Señorita, necesitará un abrigo –le dijo un chico mientras esperaba las maletas.
–¡Voy a comprarme uno! –contestó Naomi–. Iré directa a las tiendas.
Unos días antes se había dejado el abrigo en un tren y había decidido esperar a comprarse otro en la mejor ciudad del mundo para comprar. Nomi había decidido que su primera parada sería en los grandes almacenes más famosos de Nueva York.
Por el momento tendría que apañarse con la chaqueta ligera que llevaba y una bufanda gruesa con la que se cubriría el cabello antes de salir.
Naomi tenía mucho equipaje. Dos maletas y su bolsa de mano y era como si llevara todo su mundo en ellas.
Vivía allí donde el trabajo la llevaba. Y entre trabajo y trabajo, intentaba tomarse unas pequeñas vacaciones, pero Naomi no tenía una casa como tal. Durante dos años había compartido un apartamento con Merida, y después había vivido con las familias a las que cuidaba. Por lo general, llegaba dos semanas antes de la fecha prevista de parto y se quedaba entre seis y ocho semanas después de que naciera el bebé.
Y ya estaba cansada de ello. No del trabajo, sino de vivir llevando maletas.
Al llegar a la sala de llegadas Naomi miró entre la multitud buscando a Merida. Normalmente era muy fácil reconocerla por su inconfundible cabello pelirrojo, aunque como hacía tanto frío igual llevaba un gorro. También era posible que no hubiera ido al aeropuerto, ya que la fecha de parto prevista era el catorce de diciembre. Mientras manejaba el carro de las maletas, Nomi vio que un hombre sujetaba un cartel con su nombre.
–Yo soy Naomi Hamilton –le dijo.
–¿Quién la espera? –preguntó el hombre.
Naomi se dio cuenta de que estaba comprobando su identidad por seguridad.
–Merida Devereux.
–Entonces, acompáñeme –sonrió el hombre–. Deje que la ayude –agarró el carro–. ¿Dónde está su abrigo?
Naomi le contó que pensaba irse a comprar uno mientras caminaban hasta el coche. Hacía un frío terrible.
–Suba –le dijo él nada más llegar al vehículo.
Naomi obedeció y esperó a que el hombre guardara el equipaje en el maletero.
–¿Vamos hacia la casa? –preguntó Naomi cuando arrancaron.
–No. Voy a llevarla al hospital. No sé mucho más.
¡Qué emocionante!
Naomi era consciente de que las siguientes semanas no iban a ser fáciles. Merida estaba enamorada de Ethan. Él solo se había casado con ella para darle su apellido a la criatura, y pensaba divorciarse un año después. Naomi estaba preocupada por Merida. Además, el patriarca de la familia, Jobe Devereux, estaba gravemente enfermo.
Los Devereux eran una familia muy poderosa y en la prensa de Inglaterra habían hablado del delicado estado de salud de Jobe.
Naomi deseaba que aquellas primeras semanas fueran lo más tranquilas posibles para la madre y el bebé, y haría todo lo posible para conseguirlo.
La temperatura del coche era cálida y Naomi apoyó la cabeza contra la ventana y cerró los ojos. Puesto que había tenido que ir muy temprano al aeropuerto de Heathrow, no había dormido la noche anterior y tampoco en el avión, así que se quedó dormida.
–Señorita…
Naomi abrió los ojos sobresaltada y tardó unos segundos en darse cuenta de dónde estaba.
–Hemos llegado al hospital –le dijo el conductor.
La zona privada era muy acogedora y enseguida encontró la habitación de Merida.
–¡Naomi! –Merida estaba sentada en la cama, con aspecto cansado pero feliz.
–¡Merida! ¿Cómo te encuentras?
–Estoy muy contenta. Hemos tenido una niña.
Ethan estaba sujetando a la criatura.
–Siento no haber podido ir a recogerte –le dijo, y le dio un beso en la mejilla.
–Bueno, estabas muy ocupado –sonrió Naomi.
– ¿Abe está contigo? –preguntó él.
– ¿Abe?
Naomi frunció el ceño un segundo y recordó que Abe era el hermano mayor de la familia Devereux.
–No. Me ha traído un chófer. Creo que se llama Bernard –se fijó en el bebé–. ¡Es preciosa!
Naomi veía muchos bebés recién nacidos en su trabajo y todos era preciosos, pero aquella niña era la más preciosa de todas. Puesto que no tenía familia, Merida y su hija eran lo más cercano a una familia que había conocido.
Cuando Ethan le entregó a la pequeña, los ojos se le llenaron de lágrimas.
–¿Ya tiene nombre?
–Ava –dijo Merida–. Acabamos de decidirlo.
–Le queda bien. Es maravillosa.
La pequeña Ava tenía el pelo negro como su padre y unos grandes ojos de color azul oscuro.
–¿Qué tal el parto?
–Estupendo.
Ethan salió a hacer un par de llamadas y Merida le contó los detalles.
–Ethan ha estado a mi lado todo el tiempo. Naomi, ahora estamos bien –dijo Merida, con un brillo en la mirada–. Ethan me ha dicho que me quiere y que vamos a hacer que lo nuestro funcione.
Naomi pensaba que todo era debido a la emoción del parto, pero por supuesto, no dijo nada.
–¿Cuánto tiempo crees que vas a estar ingresada? –preguntó Naomi.
–Un par de días. Me da mucha pena que tengas que arreglártelas sola.
–Estoy segura de que puedo hacerlo. Me marcharé pronto a dormir un rato y mañana iré a hacer algo de turismo y a comprarme un abrigo decente.
–No puedo creer que estés aquí –sonrió Merida–. Naomi, tengo muchas cosas que contarte.
No obstante, tendría que esperar.
Ethan regresó en ese momento y, poco después, apareció Jobe, el abuelo de la pequeña Ava. Iba en silla de ruedas y acompañado por una enfermera. Luego llegó el fotógrafo profesional para sacar fotos a la familia.
Era evidente que Jobe estaba muy enfermo, pero se había negado a que le llevaran al bebé a la habitación para que la conociera.
Mientras el fotógrafo sacaba las fotos, Naomi colocó a la pequeña Ava entre los brazos de su abuelo y se aseguró de retirársela al notarlo cansado.
–Gracias –dijo Jobe–. ¿Eres amiga de Merida?
–Sí –confirmó Naomi–. Y también seré la niñera de la pequeña Ava durante las próximas semanas.
–Bueno, las amigas de Merida son amigas de la familia. Me alegro de tenerte aquí, Naomi.
Ella pensaba que se iba a sentir intimidada por aquel hombre poderoso, sin embargo, él la hizo sentir bienvenida e integrada. Estaba acostumbrada a ser la niñera y a quedarse en segundo plano, pero ese día, ¡le sacaron una foto con la recién nacida!
–¿Ha venido Abe? –preguntó Jobe, mientras Naomi sostenía a Ava en brazos.
–Todavía no –dijo Ethan, y Naomi percibió cierto tono en su voz–. Le pedí que fuera en persona a recoger a Naomi, pero ha enviado a un chófer.
–Bueno, estará ocupado –sugirió Jobe.
Ava se había quedado dormida y Merida parecía cansada, así que Naomi decidió que había llegado el momento de irse.
–Voy a marcharme –dijo, y le dio un abrazo y un beso a Merida–. Empiezo a notar el efecto del jet lag y quiero estar recuperada cuando lleves a tu pequeña a casa.
–De momento nos estamos quedando en la casa de mi padre –explicó Ethan–. Hasta que nos hagan unas reformas.
–Me lo ha contado Merida –contestó Naomi–. No hay problema.
La casa de Jobe era una enorme mansión de piedra en la Quinta Avenida y con vistas a Central Park. Naomi tuvo que pellizcarse para creerse que de verdad estaba allí. Gracias a su trabajo había estado en residencias espectaculares, pero en ninguna como aquella.
Se abrió la puerta y un hombre la hizo pasar.
Enseguida se acercó una mujer mayor a recibirla con una sonrisa.
–¡Naomi! Soy Barb, la encargada del servicio doméstico.
–Un placer conocerte, Barb.
La casa era todavía más impresionante por dentro.
El gran recibidor con suelo de mármol y arcadas era espectacular, igual que la escalera curva. No obstante, el aroma a pino que percibió Naomi hacía que todo resultara menos intimidante.
En una esquina había un árbol de Navidad y era el más grande que ella había visto nunca.
El árbol no estaba decorado.
–Estábamos esperando a ver si era niño o niña –le explicó Barb–. ¿Has visto alguna vez un árbol decorado de rosa?
–No –se rio Naomi.
–Pues pronto lo verás –dijo Barb–. ¿Has visto al bebé?
–Sí, es preciosa. Tiene mucho pelo de color negro.
–Oh, qué bonito.
Naomi no le dijo el nombre ni le enseñó las fotos que había sacado con su teléfono, ya que no estaba segura de si era apropiado. Barb tampoco preguntó nada. Estaba demasiado ocupada charlando.
–Es estupendo que hayas llegado justo hoy. Estábamos celebrando que ya ha nacido –añadió–. Te enseñaré la casa.
–Eso puede esperar –Naomi negó con la cabeza–. Lo que necesito es un baño y una cama. Enséñame dónde voy a dormir y así podrás seguir celebrando la llegada del bebé. También sería estupendo que me enseñaras cómo funciona la alarma. No quiero que salte si me despierto por la noche.
Barb se lo enseñó y, mientras subían por la escalera, Naomi le contó que una vez, durante su primera noche en un trabajo, había tenido que llamar a una ambulancia para atender a la madre.
–Al dejar entrar a los médicos saltó la alarma de la casa y fue más caótico todavía.
–Te debiste llevar un buen susto –dijo Barb, y añadió–. Mira, no vayas hacia la izquierda o terminarás en los aposentos de Abe.
–¿Él vive aquí? –preguntó Naomi sorprendida.
–No, vive a media hora de aquí, pero si viene a ver a su padre por la noche, a veces se queda en casa –se rio–. Bueno, en la casa familiar. Esta es tu habitación.
Barb abrió una puerta y le mostró una especie de. apartamento con un salón, un baño, un dormitorio y una cocina pequeña.
–Por supuesto, el bebé tiene su propia habitación –dijo Barb, abriendo una puerta para mostrársela. No era la principal, sino era la habitación que utilizaría las noches que la niñera se quedara con la criatura.
Merida ya le había dejado claro que su intención era tener a la pequeña con ella, pero aquello le daba a Naomi una idea acerca de cómo funcionaban las cosas en la casa de la familia Devereux.
–He de decir que nunca imaginé que vería el día en que volvería a haber una niñera en esta casa –admitió Barb–. Me llevaba muy bien con la última.
–¿Hace cuánto tiempo fue eso?
–Veamos, Abe debe tener casi treinta y cinco años y Ethan treinta. Tuvieron niñeras hasta que se marcharon al colegio interno, así que, la última que tuvo Ethan debió ser hace veinte años. Tenían un trabajo duro.
–¿Los niños eran muy revoltosos? –preguntó Naomi, pero Barb cambió de tema.
–Merida ha dejado muy claro que además de la niñera eres una invitada, así que, usarás la entrada principal. También tienes libertad para usar los servicios del chófer y para moverte por toda la casa. Aun así, quizá agradezcas tener tu propio espacio.
Naomi asintió.
Suponía que Barb había dejado de hablar con tanta libertad al recordar que Naomi no solo era una empleada, sino también una invitada.
–Te subiré algo de cena, o también puedes acompañarnos. Vamos a tomar algo de picar…
–No te preocupes por la cena –Naomi negó con la cabeza–. He comido en el avión. Lo único que deseo es darme un baño y acostarme.
–Bueno, pues asegúrate de decírmelo si te despiertas con hambre.
–Si me despierto, iré a buscar algo –dijo Naomi.
Estaba muy acostumbrada a estar en sitios nuevos.
–Ve a celebrarlo y no te preocupes por mí.
Una vez que Barb se marchó, Naomi exploró un poco. Su habitación era preciosa y ella estaba deseando meterse en la cama. No obstante, primero deshizo las maletas y se dio un largo baño. Su intención había sido darse un baño corto, pero se quedó adormilada en el agua. Estaba muy cansada, así que, al salir se puso el pijama y se metió en la cama. No obstante, el sueño se hizo de rogar y permaneció tumbada pensando.
Una niña.
Ava.
Se alegraba mucho por Merida, pero, a pesar de que su amiga le aseguraba que todo iba bien, Naomi sabía que Ethan podía no cumplir sus promesas y que, quizá, se había dejado llevar por el entusiasmo del nacimiento.
Era cierto que parecía contento, pero los Devereux no eran exactamente famosos por su devoción por los votos de matrimonio.
A Naomi también le preocupaba lo que se avecinaba, ya que después de ver a Jobe, era evidente que el hombre estaba cerca del final.
Sin duda iba a ser una época emotiva y Naomi se alegraba de estar allí, junto a su amiga.
La fecha de parto prevista era para dos semanas después, así que Naomi se había imaginado que tendría tiempo de recuperarse del jet lag y del último trabajo que había tenido. Habitualmente solía dejarse más tiempo entre trabajos, pero había hecho una excepción por Merida.
En realidad, ayudar a Merida no lo consideraba un trabajo, pero ellos habían insistido en pagarle.
Había pensado en conocer la zona y hacer un poco de turismo al principio de su estancia, pero con la llegada de Ava, todo había cambiado.
Al día siguiente revisaría la habitación del bebé y comprobaría si faltaba algo. Después, llamaría al hospital y se iría a hacer turismo. Aunque antes, necesitaría comprarse un abrigo.
Se quedó dormida pensando en ello y despertó tiempo más tarde, con la característica inquietud que experimentaba los primeros días que estaba en una casa nueva.
Había un intenso silencio.
Pronto se despertaría sabiendo dónde se encontraba y reconociendo las sombras de las paredes, pero por el momento, todo le resultaba desconocido.
Además, tenía hambre.
Normalmente tenía algo de comida de emergencia para esas situaciones, pero no llevaba nada en su equipaje.
Se levantó y se cubrió con su batín antes de abrir las cortinas. Entonces, comprendió la razón del intenso silencio. Había un gran manto de nieve y seguía nevando sin parar.
A pesar de que en la casa hacía calor, la imagen la hizo estremecer y se cerró el batín un poco mejor.
Era casi medianoche y Naomi decidió que lo que más le apetecía del mundo era una gran pizza pepperoni. Encargó una a domicilio y quince minutos más tarde, su pizza estaba de camino.
Bajó por las escaleras y, justo cuando se disponía a desconectar la alarma, se abrió la puerta principal y entró un hombre con un abrigo oscuro.
Naomi sintió que una ola de aire frío entraba en la casa, mezclada con un cálido brillo.
Aquel hombre era demasiado atractivo para ser mortal.
Era mucho más.
Era un poco más alto que Ethan y llevaba el cabello negro un poco más largo. Su aspecto también era más huraño y la miraba con sus ojos negros entornados.
Además, a Naomi le parecía mucho más sexy.
Mucho más.
Notó que se le aceleraba el corazón y se avergonzó porque ella iba en batín y tenía el cabello alborotado, mientras que él iba bien peinado y era el hombre más atractivo que había visto nunca.
–Ya me parecía que no –dijo Naomi, a modo de saludo.
Y Abe frunció el ceño porque no solo no tenía ni idea de lo que quería decir, sino que tampoco sabía quién era aquella bella mujer de cabello oscuro y con batín.
Entonces, ella pasó a su lado y él la observó mientras recogía la caja de pizza y comprendió el motivo de su extraño saludo.
No, evidentemente, ¡Abe Devereux no era el repartidor de pizza!
ME LLAMO Naomi –se presentó ella mientras cerraba la puerta–. La amiga de Merida y la niñera del bebé.
–Abe –dijo él. No estaba de humor para dar conversación.
Ella insistió.
–¿Ya la conoce? –preguntó Naomi–. Me refiero al bebé.
–Sí.
Él no dijo nada más. Abe Devereux no compartía sus pensamientos o sus opiniones. Nada de: ¡no puedo creer que ya sea tío!
Naomi comprendió que no quisiera hablar.
No le ofendía. Estaba muy acostumbrada a ser una empleada.
Él se quitó el abrigo de lana gris y se quedó con una camisa blanca que resaltaba su figura.
Abe miró a su alrededor, como si esperara que alguien apareciera a recogerle el abrigo. Por supuesto, Naomi tampoco hizo ademán de recogerlo. Quizá fuera una empleada, pero era la niñera de Ava, y no la doncella de aquel hombre.
Él dejó el abrigo sobre una silla mientras Naomi abría la caja de pizza y miraba el contenido.
–Buenas noches… Y ¿cómo de grande es esto? –preguntó Naomi.
La pizza era enorme.
Y olía de maravilla.
Entonces, recordó que no solo era la niñera sino también la amiga de Merida y decidió insistir en la conversación.
–¿Le apetece un poco? –le ofreció, pero Abe ni siquiera se molestó en contestar, así que, ella se dirigió al piso de arriba.
En las paredes había muchas fotos de la familia Devereux. Los hermanos de bebés, y de niños. Su madre, que había fallecido. Naomi se preguntaba si la echarían de menos en un día así.
Sí, Naomi a menudo se preguntaba cosas así, sobre todo porque no tenía familia propia.
Entonces, oyó su voz.
–Me gustaría.
Ella se volvió, sin saber muy bien a qué se refería. ¿Abe Devereux quería compartir su cena o solo quería decirle que le gustaría que las empleadas no pasearan de noche por la casa?
–Un poco de pizza suena bien –confirmó Abe.
Él mismo se sorprendió de haber aceptado la oferta. Además, Abe no solía comer pizza. Y tampoco estaba acostumbrado a que se la ofreciera una mujer con un pijama rosa y un batín.
Acababa de llegar del hospital, después de haber pasado media noche con su padre. Antes había pasado por la planta de maternidad para visitar a su hermano y a su esposa.
Jobe había hecho todo lo posible por mantenerse con vida hasta que naciera el bebé y poder conocerlo, y Abe tenía la terrible sensación de que después se dejaría morir.
Había permanecido allí sentado, observando a su padre dormir mientras la nieve caía en el exterior, y aunque en el hospital hacía calor, él se había sentido helado.
No estaban muy unidos, pero Abe admiraba a su padre más que a nadie en el mundo.
Ethan había crecido sin saber lo cruel que había sido su madre.
Abe, que era cuatro años mayor que su hermano, si lo había sabido.
Elizabeth Devereux falleció de repente cuando él tenía nueve años, pero todos esos años después Abe penaba por su padre.
Aunque no lo demostrara.
Hacía mucho tiempo que Abe había blindado su corazón y, en lugar de ocultar sus sentimientos, simplemente no los experimentaba.
Sin embargo, aquella noche no había tenido elección.
–¿Cómo no has contado conmigo, Abe? –le había preguntado su padre.
–Pronto se solucionará –le había dicho Abe–. Khalid solo está fingiendo.
–No hablo de Khalid –había dicho Jobe, cerrando los ojos y cediendo ante los efectos de la medicación.
Entonces, ¿dónde quedaba la paz? A pesar de las buenas noticias del día y de que Jobe había conseguido conocer a su nieta, todavía había tensión en su rostro mientras dormía.
Durante un instante pareció que su padre había cesado de respirar y Abe llamó urgentemente a la enfermera.
Le dijeron que era normal que con la morfina se ralentizara la respiración y que, además, al final de la vida el cuerpo funcionaba con más lentitud.
Su padre se estaba muriendo. Daba igual que se lo dijeran con delicadeza.
Lo sabía desde hacía meses, pero fue entonces cuando lo asimiló. Abe había visto lo que estaba por llegar y, en lugar de hacer lo que el instinto le decía, y despertar a su padre para decirle que no se muriera, se contuvo y salió a la noche nevada.
Había enviado al chófer a casa hacía horas, así que, permaneció mirando cómo caía la nieve del cielo durante unos instantes.
En lugar de llamar a un taxi, cruzó la calle y se dirigió a Central Park.
Una vez allí limpió la nieve de un banco y se sentó.
Aquel había sido el parque de su infancia, aunque él no solía jugar.
En las ocasiones que su madre los había llevado sin una niñera, había sido él el que había cuidado de Ethan, y el que se había asegurado de que no se acercara demasiado al agua.
Y ese habría sido un buen día.
El parque cerraba a la una, así que Abe se levantó para marcharse.
Tenía la posibilidad de recurrir al bálsamo del sexo, pero ese día ni siquiera estaba de humor para tener que mantener una pequeña conversación con sus amantes.
Así que se dirigió a la residencia de su padre, que estaba más cerca del hospital que su casa de Greenwich Village y decidió que dormiría allí esa noche.
Por si acaso.
Y en aquellos momentos, por motivos que no quería analizar, la conversación era bienvenida.
Incluso necesaria.
Entró en el estudio y, Naomi, la amiga de Merida, lo siguió. Mientras él encendía la chimenea, ella se sentó en el sofá de color azul claro. Abe miró su teléfono.
Por si acaso.
–No para de nevar –dijo él–. Se me ocurrió que sería mejor que me quedara cerca del hospital esta noche.
–¿Cómo está tu padre?
–El día de hoy le ha consumido mucho. ¿Eres enfermera? –le preguntó, porque no tenía ni idea de cuáles eran los requisitos para ser niñera.
–No –dijo Naomi–. Me hubiera gustado ser enfermera pediátrica, pero no pudo ser.
–¿Por qué no?
–No me iba muy bien en la escuela.
Naomi abrió la caja y cortó un pedazo de pizza.
–¿Cómo se come esto? –preguntó cuando trató de metérsela en la boca y se le cayó la parte de arriba.
–Así no –dijo él, y le mostró cómo doblar el triángulo.
–No he comido pizza de una caja desde hace años –dijo Abe, mientras agarraba otro pedazo–. O décadas. Cuando éramos pequeños, Jobe solía llevarnos a Ethan y a mí a Brooklyn. Nos sentábamos en el muelle… –se calló unos instantes y agradeció que ella no lo interrumpiera para poder rememorarlo mientras comían–. Esta pizza está muy buena –comentó.
–Mejor que buena, está increíble.
Él sirvió dos copas de la bebida de un decantador.
–¿Coñac? –le ofreció.
Ella nunca lo había probado, así que, teniendo en cuenta que no estaba trabajando, aceptó la copa.
–Guau –comentó al sentir que el líquido le quemaba la garganta–. No creo que me cueste mucho dormir después de esto.
–Esa es la idea –dijo Abe–. Te aseguro que mi padre tiene algo bueno en ese frasco.
–¿Qué te ha parecido el bebé? –preguntó Naomi, cuando él se sentó en el suelo y se apoyó en el sofá.
–Llora muy alto –dijo Abe, y ella se rio.
–Es preciosa. ¿Qué le vas a llevar de regalo?
–Ya lo he hecho –Abe bostezó antes de continuar–. Mi asistente personal se ocupó de ello y le compró un osito de plata.
–Yo compré todo antes de venir aquí –dijo Naomi–, aunque ahora que sé que es una niña estoy segura de que le compraré algo más. ¿Estás emocionado por ser tío?
Él la miró, sorprendido por su pregunta.
Abe no había pensado mucho acerca de ser tío. Desde que había oído que su hermano había dejado embarazada a Merida solo había pensado en legalidades para asegurarse de que el bebé tuviera la nacionalidad norteamericana y de que Merida no pudiera tocar la fortuna de los Devereux más allá de lo que le correspondía al bebé.
No obstante, en los últimos tiempos Merida se parecía cada vez menos a la mujer que Abe había pensado que era.
De hecho, Ethan parecía contento.
Aunque, por supuesto, no lo decía.
No obstante, si uno iba a comer pizza junto al fuego durante una noche nevada de diciembre, estaba bien mantener una pequeña conversación, así que le hizo una pregunta.
–¿Y tú tienes sobrinos o sobrinas?
–No –Naomi negó con la cabeza y suspiró–. No se me ocurriría nada mejor que convertirme en tía.
–¿Y tienes hermanos o hermanas que te puedan dar sobrinos?
Ella negó con la cabeza.
–¿Eres hija única? –preguntó, y observó que por primera vez recuperaba el color de sus mejillas.
–No tengo nada de familia.
Él se fijó en que le temblaban los dedos al dejar la corteza de la pizza.
–¿Nada?
–A Merida la considero familia –admitió ella–, pero no.
Merida y ella estaban muy unidas, pero Naomi sabía que solo eran buenas amigas. Merida era más importante para Naomi que viceversa.
Merida tenía padres, aunque fueran terribles, un hermanastro y una hermanastra, primos y abuelos.
Naomi tenía…
A Merida.
Su madre biológica no había querido saber nada de ella y Naomi no tenía ni idea acerca de quién era su padre. Durante la adolescencia, había tenido una madre de acogida maravillosa, pero se había jubilado en España. Aun así, todavía mantenían el contacto por escrito. También había una familia de acogida que todavía le enviaba una tarjeta por Navidad.
Y por supuesto, tenía muchas amistades que había hecho a lo largo de la vida, pero no tenía familia.
Nada de familia.
–Mi madre me dio en adopción –dijo Naomi–, pero nadie me adoptó.
Se puso tensa y esperó el inevitable «¿por qué?», que solían hacerle los extraños.
Y eso hacía que se sintiera peor.
Había millones de familias que querían bebés.
O «¿tus abuelos no te querían?».
Era muy duro explicar que, no, que su madre no había cedido sus derechos durante años, y Naomi había tenido que entrar en el sistema de acogida. Y que no, que sus abuelos no habían querido solventar los problemas de su hija.
¿Y madre e hija no se habían vuelto a reunir?
A los dieciocho años, Naomi lo había intentado, pero su madre se había vuelto a casar y no quería recordar su rebelde pasado.
Afortunadamente, Abe no preguntó.
La miró un instante y frunció el ceño. Pensó en su familia y en las peleas que tenían a veces. Incluso pensó en su madre y, aunque no tuviera recuerdos cálidos, era parte de su historia.
No podía imaginarse no tener a nadie.
Sin embargo, no dijo nada.
Y ella parecía muy agradecida por ello.
Él la observó mientras ella trataba de ignorar sus pensamientos y sonrió.
–¿Y qué tipo de tío te gustaría ser? –preguntó Naomi.
Teniendo en cuenta lo que ella le había contado, decidió contarle la verdad.
–No lo he pensado mucho –le dijo–. No lo sé –admitió–. No puedo imaginar que ella quiera que yo… Me gustaría ser –¿a quién le importaba qué tipo de tío me gustaría ser?
Esa mujer había hecho que él se lo planteara.
Abe miró el fuego y escuchó el chisporroteo. Quizá estuviera sensible. Pronto sería el funeral de su padre, pero aquella noche fría de diciembre, el miembro más distante y reservado de la familia Devereux hizo una pausa y pensó en el tío que le gustaría ser.
–Podría llevarla a tomar pizza de vez en cuando.
–¿Y enseñarle cómo comerla?
–Sí –convino él–. No se me ocurre nada más.
–Es suficiente –sonrió Naomi y cuando él partió otro trozo, se sentó en el suelo a su lado para recogerlo.
–Entonces, ¿tú vas a cuidar de Ava?
–Por un tiempo –dijo, y al ver que él fruncía el ceño añadió–. Soy una niñera de recién nacidos.
–¿Qué significa eso?
–Suelo quedarme de seis a ocho semanas con una familia antes de que llegue la niñera permanente. Intento dejarme cuatro semanas entre trabajos, pero nunca sale bien del todo. Como sabemos, a veces los bebés se adelantan.
–Entonces, ¿entre trabajo y trabajo te vas a casa?
–No. Suelo irme de vacaciones. A veces, si tengo bastante tiempo me quedo cuidando la casa de alguien.
–¿Y cuál es tu casa?
–Donde esté el siguiente trabajo.
–Así que, eres una niñera itinerante.
–Supongo –eso la hizo reír. Nunca había pensado en describirlo de esa manera–. Sí.
–¿Y solo cuidas a los recién nacidos?
Ella asintió.
–Parece un trabajo duro.
–Lo es –convino Naomi–, pero me encanta.
O le encantaba.
Por supuesto, Naomi no comentó nada de eso. No le dijo que estaba cansada como nunca antes había estado. No solo por la falta de sueño, sino por tener ese estilo de vida tan movido.
Quedaba un pedazo de pizza y ambos estiraron el brazo para agarrarlo al mismo tiempo.
–Adelante, –dijo Abe
–No, la compartiremos.
Y cuando él la partió y uno de los pedazos quedó más grande que el otro, él partió un trozo del pedazo más grande y dijo:
–Ahora es más justo.
–Hmm.
Ella estaba tan llena que no debía importarle, pero nunca había probado algo tan delicioso. ¿O era la chimenea y la compañía lo que hacía que todo fuera tan agradable?
–¿Alguna vez has tenido algún lío con los padres?
–Cielos, no –se rio Naomi–. Me visto así para ir a trabajar. No creo que las madres tengan de qué preocuparse.
Él no estaba de acuerdo. A pesar de que iba modestamente vestida, su sensualidad era evidente. No solo eran sus curvas, sus labios carnosos o su cabello oscuro, sino algo más sutil. Cosas pequeñas, como la manera en que se cubría con su albornoz y en cómo cerraba los ojos después de cada sorbo de coñac, o cómo se había lamido los labios nada más ver la pizza.
Sin embargo, las madres no tenían de qué preocuparse.
Era muy amable.
Y respetuosa.
El tipo de mujer al que le confiarías tu bebé.
Y para Abe, ella había hecho que aquella noche infernal fuera mucho mejor.
–¿A veces te piden que te quedes? –preguntó Abe.
–Todo el tiempo –asintió Naomi y se tomó el último bocado de pizza.
Él esperó a que tragara antes de hacerle otra pregunta.
– ¿Y a veces te lo planteas?
–Nunca.
–¿Nunca?
–Nunca, nunca.
–¿Por qué no?
Ella miró el fuego y se planteó cómo contestarle. Naomi nunca les contaba a las familias el verdadero motivo por el que rechazaba la oferta.
Nunca se planteaba quedarse. De hecho, en los términos del contrato se especificaba que debían tener asignada una niñera permanente antes de que Naomi comenzara su trabajo. Y que, en el caso de que fallase, ella no extendería su contrato y tendrían que recurrir a una agencia.
Daba igual lo maravillosa que fuera su familia.
De hecho, ese era el motivo.
–¿Por qué no te quedas en un sitio? –preguntó él, anhelando saber más cosas sobre ella.
–Supongo que porque nunca he estado mucho tiempo en un mismo lugar. Imagino que hacemos lo que estamos acostumbrados a hacer.
Él negó con la cabeza. No se lo creía.
–¿Por qué?
Abe no era de esos hombres que se sentaban a hablar junto al fuego, pero ella lo hacía sentirse muy cómodo, hacía que el lugar pareciera un hogar, a pesar de que hubiera decidido no tener uno propio.
–¿Quieres saber por qué? –ella lo miró a los ojos.
–Sí.
–Porque me encariñaría mucho con la familia –dijo Naomi–. Y algún día tendría que marcharme.
La mirada de sus ojos azules parecía sincera, y no había rastro de lágrimas, lo que significaba que ella era consciente de ello desde hacía tiempo.
Naomi había conseguido retorcerle el corazón de una manera que nadie había hecho, y eso que mucha gente lo había intentado.
Abe ni siquiera sabía que tenía ese corazón.
Él deseaba acariciarla.
Era algo instintivo.
Y deseaba alejar su sentimiento de soledad.
Abe se fijó en sus labios, brillantes por la comida que habían compartido y se preguntaba cómo serían sus besos de pepperoni, allí frente al fuego.
No lo haría.
No solo porque tenía conciencia.
No, no haría ningún movimiento porque había algo extraño en aquella noche.
Algo que no quería estropear.
Y no quería tener que arrepentirse de nada.
Naomi sintió el calor de su mirada y notó que hubo un cambio en el ambiente.
Su manera de mirarla a los ojos, y a los labios, provocó que su cuerpo reaccionara.
Naomi nunca se había enfrentado a un momento así.
Durante un segundo, deseó sentir el roce de su boca, y estaba segura de que, si él se inclinaba hacia delante una pizca, ella también lo haría.
Se hizo un silencio en el que ella solo podía oír el latido de su corazón. Cerró los ojos con anticipación.
No obstante, Abe no se movió. Ella lo observó mientras él miraba a otro lado y agarraba su copa, así que Naomi decidió que había malinterpretado la situación.
El jet lag, el coñac, y la falta de conocimiento acerca de los hombres le indicaban que se estaba imaginando las cosas y que había estado a punto de quedar como una tonta. Ella se sonrojó al imaginarse sentada, con los ojos cerrados, esperando un beso que nunca llegaría. Avergonzada, se dijo que, si estaba fantaseando acerca de que un playboy se sintiera atraído por ella, había llegado la hora de acostarse.
–Creo que debo irme a dormir –dijo Naomi–. Mañana tengo pensado ir a hacer turismo.
Ella se levantó y se ató mejor el batín antes de agacharse para recoger la caja.
–Déjalo –dijo él, porque si se agachaba quizá no pudiera evitar sujetarla.
–Buenas noches, Abe.
–Buenas noches.
Ella subió por las escaleras y se dirigió a su habitación.
Una vez allí se sentó en la cama, con la cabeza entre las manos y empezó a lloriquear.
No solo porque había pensado que él había estado a punto de besarla. O porque fuera evidente que uno de los solteros más populares de Nueva York no podía estar interesado en ella.
No, era por cómo se sentía.
En menos de una hora, Naomi sabía que se había enamorado de Abe y era algo que no necesitaba o deseaba. No solo porque estaba allí para trabajar y nada debía interponerse en su camino, sino porque temía que le hicieran daño.
Naomi protegía su corazón con ferocidad. Durante su vida, no había tenido ninguna relación amorosa.
Su trabajo se lo impedía, y ella se alegraba de ello, sobre todo en una noche como aquella.
Simplemente se negaba a exponerse a un sufrimiento potencial.