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Índice
Cita 1
COMPOSICIÓN DE LUGAR
Cita 2
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
XXVIII
XXIX
XXX
XXXI
XXXII
XXXIII
XXXIV
XXXV
XXXVI
XXXVII
XXXVIII
XXXIX
XL
XLI
XLII
XLIII
XLIV
XLV
XLVI
XLVII
XLVIII
XLIX
L
LI
LII
LIII
LIV
LV
LVI
LVII
LVIII
LIX
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LXI
LXII
LXIII
LXIV
LXV
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LXXV
LA DENSIDAD DEL CÍRCULO
Cita 3
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Nota final
Álex Chico (Plasencia, 1980) es licenciado en Filología Hispánica y DEA en Literatura Española. Ha publicado el cuaderno de notas Sesenta y cinco momentos en la vida de un escritor de posdatas (2016), el ensayo ficción Un hombre espera (2015) y los libros de poemas Habitación en W (2014), Un lugar para nadie (2013), Dimensión de la frontera (2011), La tristeza del eco (2008) y la antología Espacio en blanco 2008-2014 (2016).
Sus poemas han aparecido en diferentes antologías y en publicaciones tan prestigiosas como Turia, Suroeste, Ærea, Litoral, Estación Poesía o Librújula. Ha ejercido la crítica literaria en diversos medios, como Ínsula, Cuadernos Hispanoamericanos, Nayagua, El Cuaderno, Ulrika, Revista de Letras o Clarín. Fue cofundador de la revista de humanidades Kafka. En la actualidad forma parte del consejo de redacción de Quimera.
Candaya Narrativa, 46
© Álex Chico, 2017
Primera edición impresa: noviembre de 2017
© Editorial Candaya S.L.
Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles
08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)
www.candaya.com
facebook.com/edcandaya
Diseño de la colección:
Francesc Fernández
Imagen de la cubierta:
Álex Chico
Maquetación y composición epub
Miquel Robles
BIC: FA
ISBN: 978-84-15934-75-2
Depósito Legal: B 2376-2018
Actividad subvencionada por el Ministerio de Cultura y Deporte
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.
“Tiene dos adversarios: el primero lo asedia desde atrás, desde su origen. El segundo le corta el paso hacia delante. Él pelea contra los dos.”
Franz Kafka
“En la medida en que realmente pueda llegarse a «superar» el pasado, esa superación consistiría en narrar lo que sucedió.”
Hannah Arendt
Podría haber sido una cala de pescadores, una insignificante aldea perdida entre collados y senderos, una pequeña bahía moteada de barracas, pero ese lugar se acabó trasformando en algo distinto, en un lugar de paso que algunos, con poca fortuna, nunca pudieron traspasar. Podría haber sido un territorio minúsculo, enclavado en una geografía fronteriza ante la exigua inmensidad del Mediterráneo, manteniendo una meritoria insignificancia frente a una breve extensión de agua. Una ensenada tranquila, templada, casi inerte, a pesar de la calma tensa que se cuela entre montañas, mientras el viento desplaza las piedras que se agolpan en los desfiladeros y convierte esa existencia reposada en un campo de fortificaciones. Podría haber sido un pequeño pueblo y continuar así durante mucho tiempo. Eso es lo que sugieren los lugares que parecen fuera de plano, esos espacios que no logramos identificar con ningún territorio concreto ni con ningún país que conozcamos. Podría haber sido simplemente esto: un lugar donde no ha sucedido ni sucederá nada. Pero en un momento de su historia ocurrió algo y justo por ese motivo apareció el germen de su propia destrucción. Todo, incluso lo que carece de importancia, parece condenado a la desaparición. Todo lo creado, por muy superficial que nos resulte, guarda la posibilidad de que algún día también él se extinga y no quede nada detrás, ni siquiera un miserable rastro.
Por ese motivo decidí viajar a Portbou una tarde de octubre. Recuerdo bien el trayecto, sobre todo en su último tramo. Mientras el tren avanzaba, aparecían colinas y túneles ocultos, pendientes abruptas, grandes estaciones recién devueltas del pasado. Viajé a Portbou porque en cada rincón de ese espacio se escondía el lugar del crimen. Y aunque quizás yo no pudiera resolver esa trama, lo cierto es que emprendí aquel viaje para identificar la culpa y señalar al culpable. Como si, por un instante, formara parte de una fotografía de Atget.
Para descubrir el sentido de la vida de un ser humano deberíamos tener la certeza de que podremos asistir a su muerte. Eso fue lo primero que pensé al bajar del tren, mientras seguía las indicaciones del interventor y me encaminaba a la salida. Las dijo el autor por el que me encontraba allí, durante los últimos días de octubre de 2014. El mismo autor que me había empujado a solicitar un permiso en mi trabajo y el mismo al que había estado leyendo sin parar durante los meses previos a mi viaje.
Tenía anotada la dirección del hotel. Hubiera preguntado a alguien por su ubicación, pero no me crucé con nadie durante un buen rato. A esa hora de la tarde ya había anochecido y todo estaba envuelto en una especie de nebulosa que me hacía avanzar sin rumbo alguno, abandonándome un poco al azar, como quien confía en que después de tantas idas y venidas, después de tanto paseo a tientas, se vea recompensado con el destino que andaba buscando. Así fue: quince minutos más tarde, tras abandonar la estación y bajar una cuesta esparcida de comercios cerrados, me encontré de frente con el Hotel Comodoro. La recepcionista, una mujer de unos cincuenta y pocos años, me acompañó a la habitación. No había mucho que enseñar: una cama, una televisión minúscula, un par de sillas y una mesa. Al lado, un aseo con bañera y una luz parpadeante que no convenía mantener encendida mucho tiempo. Apenas hablé con ella esa noche. Cuando salió, me dirigí al balcón a fumar. Al otro lado de la calle, un edificio municipal tenía en su entrada una fotografía, la de un hombre con gafas circulares que miraba hacia algún lugar fuera de plano. Como yo, también sostenía un cigarro en su mano derecha.
No había nadie en recepción al día siguiente. Mientras esperaba, paseé por las salas de la planta baja y por un par de habitaciones anexas. En casi todas ellas colgaban de sus paredes cuadros muy similares. Escenas costumbristas en su mayoría. Gente del pueblo cargando bolsas, aperos de labranza, cosas así. La pintora, supe más tarde, era la madre de la propietaria del hotel. En uno de mis cuadernos tengo apuntado su nombre: Ida. No he sabido mucho más de ella. Imagino que existirán otros cuadros en alguna casa familiar, custodiados por algún pariente que aún confíe en que esas escenas rurales se revaloricen con el paso del tiempo. Algo así como el vestigio de un modo de vida que se extinguió y del que ahora no queda nada. Los edificios aún con vida, la vegetación urbana, las vistas desde la bahía o desde alguna colina cercana, las calles bulliciosas, todo eso permanece ahora fijado en varios lienzos colgados sobre la pared de un hotel. Tal vez de aquí a unos años no existan más que esas escenas para demostrarnos que en este lugar del mundo vivió alguien, que en este rincón había casas habitadas y calles que conducían hacia la playa. Posiblemente Ida pintara lo que veía desde su balcón, o quizás precisara de sus propios recuerdos para dibujar escenas del pasado. Puede que esa vocación, la necesidad de fijar todo lo que sucede a nuestro alrededor, la voluntad de que nuestra mirada no se pierda en algún punto, nos ayude en un futuro a reconstruir los cimientos de un pequeño pueblo nacido de la nada, enclavado entre las últimas montañas del Empordà, perdido en una frontera hoy abandonada.
Casi por inercia, mis primeros paseos por el pueblo me condujeron al mar. O a esa esquina del mar que hace del Mediterráneo un lago de aguas detenidas. A un lado y a otro se abrían interminables senderos que cruzaban la montaña hacia arriba o se adentraban en caminos paralelos a la línea del mar. Al fondo, la ruta se perdía entre las rocas y el agua, evadiéndose en la lejanía, como si al atravesarlo ya no pudiéramos regresar por donde vinimos y esa ruta medio oculta nos hiciera desaparecer por completo.
No me crucé con mucha gente aquel primer día, tampoco en los días posteriores. Su ambiente semivacío era similar al que me encontraba en la terraza del Hotel Comodoro. Con sus mesas y sillas metálicas, su parra desnuda trepando por las paredes, solía recordarme a un viejo balneario perdido entre montañas, alojando a los últimos clientes poco antes de cerrar la temporada. O de cerrar para siempre.
Tal vez esperara a más gente recorriendo sus calles, más locales abiertos, más actividad, la mínima que uno presupone en un pueblo de costa, aunque no sea durante los meses de verano. Apenas sabía de Portbou. Pensaba que su vida no era muy distinta a la de otros lugares de la zona. Sospechaba un verano atestado de turistas y un invierno tranquilo, pero no vacío. Nunca he visitado el pueblo en julio o en agosto, por eso no sabría decir si Portbou es tal y como lo imagino durante las vacaciones estivales. Lo que sí sé es que su temporada baja, esa horrible denominación que emplean las cadenas hoteleras para hablar de ciertos meses, es más baja de lo que pensaba.
No tardé en conocer el motivo. Lo supe durante los primeros días de mi llegada a Portbou, mientras echaba a caminar por las calles del pueblo y mantenía conversaciones dispersas con los pocos habitantes que salían a pasear o con los dueños de los comercios que aún estaban abiertos. Así logré construir poco a poco una composición de lugar, una idea aproximada de lo que había ocurrido en todo este tiempo. Porque allí había sucedido algo y por ese motivo su fisonomía, su forma de ser y de estar en el mundo, había sido modificada. La piel de un territorio es tan fina, tan permeable, que cualquier cosa que suceda lo cambia para siempre. Basta con echar la vista atrás y ser capaces de identificar cuáles son las causas que han provocado esa trasformación. Una suma de azares que se convierten en una certeza casi material o en una constatación invisible. Como la ausencia de gente mientras me dedicaba a pasear solo, sin cruzarme con nadie.
No sólo aquel primer día, también durante el resto de días que pasé en Portbou, solía sentirme como el único habitante de la zona. Caminaba solo casi todo el tiempo. Poco importaba que tomara una calle hacia la estación o un sendero que me llevara al cementerio, sobre la colina. Con frecuencia tenía la sensación de que yo era el último habitante vivo que aún rondaba por el pueblo. Aunque, si lo pienso bien, no creo que existan los paseos completamente solitarios, porque siempre aparece una muchedumbre de ausentes que se proponen acompañarnos en el camino, como cuando uno escribe en una casa vacía y, a medida que se añaden frases a la página en blanco, se van iluminando poco a poco el resto de habitaciones.
Esa muchedumbre de ausentes existió y no quedaba lejos del todo. Sólo era necesario mirar a la frontera para que el paisaje que tenía alrededor adoptara una forma distinta. Parecía un territorio plagado de fantasmas, de sombras que nos persiguen y que, al mirarlas de nuevo, desaparecen de la pared. Sólo era necesario volver a la estación internacional de tren y una vez allí preguntarse por qué existe un lugar como ese, perdido en un rincón del mapa. Ahí está la clave, en cuestionar el pasado para tratar de entender un poco mejor nuestro presente. Y lo que sucedió en Portbou resulta casi tan inexplicable como lo que sucede ahora.
Teresa, de información y turismo, fue la primera que me explicó la historia. Trabajaba en un centro de atención al visitante, uno de los puntos neurálgicos del pueblo, si es que podemos hablar de punto neurálgico en un lugar tan pequeño. Era una mujer amable, entregada a su trabajo, una apasionada de la historia de su pueblo, aunque lo escondiera con frecuentes reproches. Me ofreció toda la atención posible. A veces interrumpía su charla para atender a otros viajeros. Conmigo estableció una especie de camaradería, de confianza, la suficiente como para que la esperara si tenía que atender alguna llamada o debía indicar algún que otro dato a los pocos turistas que entraban en la oficina.
Charlamos un buen rato, una conversación que repetimos varias veces durante las semanas siguientes. En todas esas charlas, aceleradas y a trompicones (no paraba de hacer varias cosas al mismo tiempo), planeaba siempre la misma pregunta: por qué nace un pueblo y por qué muere. O dicho de otra forma: por qué todo azar lleva implícito su propia condena. Ese es, en resumen, su versión de los hechos. Un pueblo que nace de la nada, al que la casualidad o el capricho le lleva a sufrir un importante crecimiento, y al que pasados los años se abandona, regresando al lugar de donde había salido. Peor aún, porque ese final ha tenido un origen, un comienzo, pero un origen y un comienzo que pocos o muy pocos recuerdan.
La historia de Portbou es breve. En realidad, no hace falta remontarse muchos siglos atrás, aunque tal vez exista un sinfín de sucesos previos que se me escapen. Desconozco quiénes fueron los primeros pobladores del territorio, o cuáles sus primeros asentamientos. Ignoro todos esos datos, porque la historia, o lo que entiendo como historia, comienza tiempo después, con la construcción de una estación internacional de ferrocarril.
Unos meses antes de venir había empleado casi todo mi tiempo en leer libros de un mismo escritor. Portbou era tan solo un escenario colateral de esa extraña trama que se escondía detrás de una muerte. No digo que no tuviera algunas anotaciones sobre el lugar, pero eran tan vagas, tan imprecisas, que apenas pensaba tomarlas demasiado en cuenta. Me servían simplemente como punto de partida. Algunos datos indispensables para moverme los primeros días, sólo eso. Lo interesante del asunto es que, a medida que pasaban los días, fui descubriendo que el motivo principal de mi viaje iba variando, que había ido a Portbou siguiendo la pista de un autor muerto y que, en su lugar, me había encontrado con un pueblo. Eso es lo que escribí en las páginas de mi diario y eso es lo que recuerdo ahora. En el fondo, en esto consiste rastrear en las cosas, en seguirle la pista a algo y, tiempo después, dejarlo a un lado, porque siempre existen tantos matices que envuelven a lo que andábamos buscando que, llegados a un punto, todo lo que hay alrededor tiene una mayor relevancia, un significado más amplio incluso que el enigma que nos habíamos propuesto resolver. Me refiero a esas capas que hay que traspasar antes de llegar a la resolución del caso, todo lo que orbita en torno a él y que, de alguna forma, nos aclara mejor lo que ha sucedido. Tengo anotado un fragmento en mi cuaderno que resume perfectamente esta idea. Lo escribí algunos días antes de mi llegada a Portbou, mientras leía uno de los libros del autor que me había conducido a este punto del mapa: «Quien sólo haga el inventario de sus hallazgos sin poder señalar en qué lugar del suelo actual conserva sus recuerdos se perderá lo mejor. Por eso los auténticos recuerdos no deberán exponerse en forma de relato, sino señalando con exactitud el lugar en que el investigador logró atraparlos». Retengo ahora la última frase: señalar con exactitud el lugar donde atrapamos nuestros hallazgos. Identificar todas las huellas, todas las trazas, porque en una de esas líneas se encuentra una verdad diferente, una verdad complementaria que abandona su condición marginal y se convierte en una premisa indispensable. Algo que no habíamos previsto en el inicio de nuestro viaje y que al tenerlo frente a nosotros sabemos que por fin hemos encontrado algo.
Por eso no esperé mucho tiempo en volver a la estación internacional de ferrocarril. Lo hice poco después de que Teresa me hablara de ella. Subí a la estación directamente, sin detenerme en otros lugares más próximos a la oficina de turismo y sin hacer una parada en algún café a mitad de camino. Teresa me había prestado un libro sobre la historia de Portbou y me había marcado el capítulo en el que se explicaba el origen de la estación. Quise leerlo antes de subir. El capítulo era muy breve, como todo el libro. Apenas llegaba a las cien páginas. Además, casi un tercio lo ocupaban fotografías antiguas, al lado de algunas tomadas en fechas más recientes que servían de contraste para que el lector fuera capaz de advertir la prosperidad del pueblo. Como si unas cuantas fotos lograran sustituir la imagen real que teníamos delante, sin la impostura de la cámara.
La estación me parecía la misma que el día de mi llegada. Aunque la visitara en horas distintas, diría que siempre me resultó idéntica. La misma luz, la escasa claridad que se filtraba desde el exterior, el mismo ajetreo. Una atmósfera semejante la cruzaba de uno a otro extremo, más allá del momento exacto en que me encontrara. El techo acristalado, lleno de arcos, con una compleja red de hierros entrecruzados, me recordaba a un laberinto del que parece imposible escapar. Su estructura abovedada, sus innumerables puertas que se alargaban hasta perderlas de vista, su forma de desplegarse como un túnel perforado en mitad de una montaña, todo eso me generaba una sensación de atemporalidad, como si nada de lo que allí sucediera fuera completamente real.
El reloj que sobresalía de la pared se había detenido a las cuatro. Tengo anotada la hora en la libreta, las doce en punto, pero el reloj no se movía de las cuatro, ni el primer día que subí, ni los días sucesivos en los que me acercaba tan solo para comprobar si lo habían ajustado a su hora exacta. Verlo así, detenido, me hizo recordar un viaje a Kalavrita, un pueblo situado en el norte del Peloponeso. También allí había un reloj que se había detenido, a las dos y treinta y cuatro exactamente. Una hora que se quedó marcada para siempre en la torre y que, al mirarlo, nos hace retroceder al momento en que el edificio fue incendiado. El reloj funciona como el recordatorio de uno de los sucesos más terribles de la Segunda Guerra Mundial: el 13 de diciembre de 1943, una parte de la población de Kalavrita fue masacrada por el ejército nazi.
Es el mismo reloj, pienso ahora, aunque en uno exista una voluntad por detener el tiempo y en el otro no sea más que un simple fallo mecánico. Es el mismo porque ambos relojes, fijados en horas distintas, nos hablan del pasado. Por mucho que pretendan abolirlo, su presente estará siempre marcado por un intervalo concreto. Un tiempo que al detenerse también nos detiene, mientras hace perdurar en nosotros una hora lejana en la que anida alguna respuesta. Son esas huellas que adoptan una apariencia de proximidad, esos rastros casi imperceptibles, los que nos ayudan a destilar lo que tenemos delante y nos explican a su manera lo que ha sucedido. El que cruza la estación de Portbou sabe que en ella hay algo que no calla, un silencio que reclama el nombre de lo que vivió allí, lo que perdura en ese lugar a pesar de los años, como un río subterráneo que necesita otro badén antes de que se desborde todo el caudal de agua. Una corriente oculta que agrieta el suelo lentamente, mientras lucha por emerger de nuevo. Su amenaza es la misma que la memoria. En ella también hay recuerdos que nos asaltan sin previo aviso, aunque los creyéramos olvidados en el fondo de un lago.
Quien camina de un lado a otro de la estación de ferrocarril sabe que alguien le persigue y que esa persecución no concluirá nunca, a menos que sea capaz de atravesar algún túnel y consiga abandonar el pueblo. Una sensación de clandestinidad que se filtra en cada uno de los rincones, en cada una de las calles y vías, como si todo formara parte de una terrible amenaza. Como si, en lugar de simples viajeros, fuéramos prófugos que intentan huir de un gran ejército que lleva tiempo siguiéndonos los pasos.
Tal vez haya un exceso de imaginación en todo esto, una acumulación de libros leídos y de películas, imágenes previas de las que resulta imposible sustraerse. Una asociación de ideas que solo adquiere una dimensión lógica dentro de nosotros. Quizás no haya nadie tan preocupado por estas cuestiones mientras baja del tren y cambia de vías. O vuelve al pueblo desde Barcelona. Posiblemente yo fuera el único al que le asaltaran ese tipo de dudas, de sospechas. Imagino que los habitantes de Portbou tienen tan interiorizado ese trayecto que apenas signifique nada estar dentro de una estación como esa. Un lugar de tránsito, poco más. Tal vez no deba sorprenderme esa situación. Al fin y al cabo, fui a Portbou buscando a alguien que estaba siendo perseguido por un ejército. Por eso no es tan extraño que yo, en ese lugar y a esa hora, también me sintiera amenazado. A veces resulta extremadamente complicado liberarse de todas las fases previas, de todo lo que nos han narrado y de las imágenes que habíamos visualizado antes de encontrarnos frente a ellas.
En ese lugar yo también era Hannah Arendt, Agustí Centelles o Alma Mahler. Y era, también, Walter Benjamin.
Recordé una frase de W. G. Sebald mientras leía el capítulo que me había señalado Teresa. Estaba sentado en el Zambile, un bar que encontré a pocos pasos de la estación. En frente de la terraza, un estanco frecuentado por bastantes clientes, sobre todo franceses que bajaban a Portbou a comprar cajetillas de tabaco.
Me había pedido un café y tenía abierto uno de los cuadernos, por si tenía que apuntar alguna cosa. La frase de Sebald que anoté era esta: a partir de cierto tamaño, todos los edificios llevan el germen de su propia destrucción. Eso es lo que pensé cuando levantaba la vista y veía la estación internacional de ferrocarril. Una construcción desproporcionada, demasiado grande para un lugar tan pequeño, al menos si tenemos en cuenta el número de viajeros que la usan. Los habitantes de Portbou emplean una frase que describe perfectamente las enormes dimensiones de una instalación como esa. Portbou, dicen, no es un pueblo que tenga una estación, sino al revés: es la estación la que tiene un pueblo construido a su alrededor.
Puede que durante los primeros años de funcionamiento su actividad fuera mucho más frenética de lo que es hoy. No lo sé. Su condición fronteriza o su proximidad con la costa pudieron ser dos de los estímulos que llevaron a construir algo de esas proporciones, porque si observamos la estación desde alguna colina próxima, descubrimos una mole enorme, pesada, un extenso mar de vías y de edificios más impactantes incluso que la orografía del territorio en el que se encuentra.
A partir de cierto tamaño todos los edificios guardan el germen de su destrucción. De esta manera podemos resumir el inicio de esta historia. Portbou podía haber sido una pequeña ensenada con barracas de pescadores, pero algo sucedió para que se trasformara en un lugar distinto. Así se iniciaba también una extraña paradoja: el comienzo de su construcción estaba anticipando su propio final.
Según el libro que me prestó Teresa, la estación fue construida originalmente en 1878, gracias a la Compañía de los Ferrocarriles de Tarragona a Barcelona y Francia, fusionada más tarde con la red Madrid-Zaragoza-Alicante. En alguna otra parte tenía anotada otra fecha para el inicio de la construcción: 1872. No recuerdo si es algo que leí o que me explicaron. Tampoco he podido confirmarlo. En todo caso, hablamos del último tercio de un siglo tan apasionante y tan convulso como debió de ser el XIX. La estación fue inaugurada en 1878, aunque posiblemente fuera distinta a la que conocemos en la actualidad, más parecida a otras construcciones del estilo, como la Estació de França en Barcelona o la de São Bento en Oporto.
Después de la fusión entre las dos compañías ferroviarias, la estación se amplió todavía más. Se añadió una gran marquesina de metal y vidrio, obra de los talleres de Joan Torras i Guardiola, el que fuera maestro de otros arquitectos: Font Carreras, Elies Rogent o el mismo Antoni Gaudí. Hay otros datos que apunté en mi libreta. Hacen referencia a la distribución del edificio: doce vías de ancho ibérico, una oficina de policía, otra para venta de billetes, un punto de información, una cafetería, un aseo. En un lateral, bajo la marquesina, se instalaron dos vías de ancho internacional y dos andenes que usan los ferrocarriles franceses. Ahí terminan su trayecto. Después regresan vacíos a Francia, como les ocurre a los trenes españoles que se detienen en Cerbère.
El libro conserva algunas frases subrayadas por un lector anterior. Muy pocas, pero unas cuantas en todo caso. También en el capítulo que leí mientras apuraba el café en la terraza del Zambile. Una de ellas es esta: «Dado su carácter internacional, la estación dispone de un edificio para viajeros. La estructura posee unas grandes dimensiones y se compone de una planta rectangular y tres pisos de altura». Lo que aparece subrayado es la primera parte de la frase, eso del carácter internacional, como si aquel lector desconocido quisiera dejar bien claro por qué se había construido un edificio así. Tal vez fuera la misma Teresa, aunque lo dudo. Las veces que hablé con ella me daba la impresión de que tampoco entendía cuál fue el motivo que hizo pasar las vías por un territorio tan abrupto. Una obra de ingeniera inexplicable, porque existen lugares, algunos relativamente cercanos, mucho más manejables por los que trazar un recorrido como ese.
Hay otro dato interesante. El edificio contaba con unas oficinas de aduanas que fueron cerradas por la apertura de fronteras en Europa. Es una información clave, porque en último término nos conduce a la situación actual del pueblo. Volvemos a la paradoja: cuando se abren las fronteras, las aduanas se cierran. Ese hecho, que sin duda nos pareció un espléndido avance, tiene lecturas particulares que a menudo olvidamos. Una de esas historias se localiza aquí, en Portbou. Mientras los europeos disfrutábamos de un camino sin fronteras, los edificios dedicados a controlar el paso de viajeros de un país a otro caían lentamente en el olvido. Lentamente también se abandonaban.
Figueres y Perpignan han sustituido a Portbou y a Cerbère. Ambas se van trasformando en un recuerdo cada vez más lejano. Dos puntos neurálgicos prácticamente abandonados, dos vestigios de un pasado remoto, dos manchas desfiguradas entre collados y senderos, dos sombras. Eso es lo que son. Sobreviven gracias a un ancho de vía, pero en cuanto ese ancho de vías desaparezca, en cuanto ya no exista la obligación de cambiar de trenes, todo lo que está a su alrededor desaparecerá para siempre. Por eso me vino a la mente aquella frase de W. G. Sebald. La construcción de esas edificaciones escondía en su interior un terrible peaje. Una trampa. Quién podía imaginar que el progreso, o lo que se creía como progreso, traería el germen de su propia destrucción. Muchos regalos se envenenan con el paso del tiempo, y sin embargo seguimos dejándonos llevar por el entusiasmo, por ese delirio de lo nuevo, aunque lleve inscrito en algún pliego oculto el acta de su propia defunción.
Aún es pronto para saber qué ocurrirá con Portbou o con Cerbère. O quizás sea demasiado tarde y apenas existan posibilidades de enmendar lo sucedido. Sólo el tiempo podrá explicarnos algo. No obstante, es el presente quien nos llama. El único al que podemos acceder a pesar de todo. No existe más certeza que esa. Y mi presente, justo en el lugar donde me encontraba, se reducía a una terraza por la que no pasaba nadie. Absolutamente nadie. Tenía razón Teresa y tenían razón algunos de los habitantes de Portbou con los que charlé durante aquellos días. Alguien se había inventado un pueblo para luego abandonarlo.
No creo que Sebald pensara en la estación internacional de tren de Portbou. Ni siquiera sé si alguna vez visitó el pueblo. Sin embargo, sé que su lectura hubiera encontrado allí un lugar idóneo, porque Portbou era uno de esos edificios que al llegar a cierto tamaño estaba condenado a su propia destrucción.
Hay estaciones que se parecen a catedrales, aunque sean catedrales ya abandonadas. Su única función es la de albergar por unos cuantos minutos los vagones de un tren fantasma. El viaje, entonces, deja de ser un simple tránsito y se convierte en una lectura de símbolos, en una reconstrucción de vestigios y de huellas. En esas estaciones no sólo esperamos la llegada de un tren, sino la vuelta de un pasado remoto, lejano. Es en ese instante, durante el tiempo de espera, cuando sentimos un frío casi glaciar. Surge el miedo ante la perspectiva de perder una combinación de trenes, el miedo a vernos allí para siempre, hasta el final de los días, desplazados en una estación que se mantiene a duras penas, casi a punto de venirse abajo. Pienso en la estación de Portbou, en la de Cerbère, y en otras muchas estaciones perdidas en algún punto del mapa. En la de Monfragüe, por ejemplo. Una estación que está en el origen de mis primeros viajes, cuando volvía a Plasencia desde Barcelona, después de atravesar toda la península. Aún guarda esa imagen espectral, como sacada de otra época. Su origen no lo sitúo en las últimas décadas del siglo XIX, sino más lejos aún. En un tiempo ya clausurado, aunque todavía se detengan algunos trenes procedentes de Madrid. Los edificios que rodean la estación están deshabitados. Poco queda de los trabajadores que debieron ocuparlas, o del trajín que imagino en tiempos anteriores. Ahora no es más que un apeadero aislado entre montañas.
Hay estaciones que son bellas como puntos de partida y otras que lo son como metas. Existen algunas que son bellas de las dos formas, como origen o destino de un viaje. Me viene a la memoria la Estación Central de Praga. O la de París-Saint-Lazare. Lugares de tránsito que van de uno a otro lado, en los que no importa en qué tramo del trayecto hayamos caído en ellas. Siempre imprimen algo especial, algo único, extraordinario. Sin embargo, hay otras estaciones que no sabemos dónde situar exactamente, si como punto de partida o como un lugar de llegada. Estaciones que conservan una belleza distinta, fuera de toda codificación. No nos sirven como destino, tampoco como inicio de algún viaje. De esa forma construyen su propia epopeya: haciendo de su estatismo una extraña forma de huida. Como si, al detenerse, también avanzaran.