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Pedro Abraham Valdelomar Pinto fue un narrador, poeta, periodista, ensayista y dramaturgo peruano. Es considerado uno de los principales cuentistas del Perú, junto con Julio Ramón Ribeyro.
Nació en Ica, como el sexto hijo de Anfiloquio Valdelomar y de María Pinto. A temprana edad se trasladó con su familia al puerto de Pisco, donde cursó parte de su educación primaria (1892-1898), culminándola en Chincha (1899). Se trasladó a Lima para cursar su educación secundaria en el Colegio Nuestra Señora de Guadalupe (1900-1904). Luego ingresó a la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Interrumpió sus estudios para incursionar en el periodismo, así como en la política, como partidario de Guillermo Billinghurst. Fue nombrado director del diario oficial El Peruano y pasó a Italia como secretario de la legación peruana (1913). Tras la caída de Billinghurst retornó al Perú (1914). Se consagró al periodismo y pronto se hizo conocido por su calidad de literato, lo que se vislumbraba en sus primeros relatos y poesías publicados en diarios y revistas. Fundó la revista literaria Colónida (1916) y publicó su libro de cuentos El caballero Carmelo (1918), que marcó el inicio de la modernidad en la narrativa peruana. Viajó a diversas ciudades del Perú e incursionó una vez más en la política, siendo elegido diputado al Congreso Regional del Centro (1919). Estando en Ayacucho, sufrió una caída accidental que le provocó la fractura de la columna vertebral, a consecuencia de lo cual falleció, cuando apenas contaba con 31 años de edad.
Sus cuentos se publicaron en revistas y periódicos de la época, y él mismo los organizó en dos libros: El caballero Carmelo (Lima, 1918) y Los hijos del Sol (póstumo, Lima,1921). En ellos se encuentran los primeros testimonios del cuento neocriollo peruano, de rasgos posmodernistas, que marcaron el punto de partida de la narrativa moderna del Perú. En el cuento El caballero Carmelo, que da nombre a su primer libro de cuentos, se utiliza un vocabulario arcaico y una retórica propia de las novelas de caballerías para narrar la triste historia de un gallo de pelea, relato nostálgico ambientado en Pisco, durante la infancia del autor. En Los hijos del Sol, busca su inspiración en el pasado histórico del Perú, remontándose a la época de los incas.
Su poesía también es notable por su evolución singular del modernismo al postmodernismo, teniendo incluso atisbos geniales de vanguardismo. Aquella es de una sensibilidad lírica extraordinaria que tiene como máxima expresión la de ser un vuelco hacia su interioridad. Pero esta interioridad debe entenderse como una expresión directa e íntima de la realidad. Esta poesía tiene como ejemplos fulgurantes a Tristitia2y El hermano ausente en la cena de Pascua, los cuales presentan a su autor como un poeta dulce, tierno y profundo, saturado de paisaje, de hogar y de tristeza. Es imposible no relacionar su poesía con la de su compatriota César Vallejo, sobre todo con el primer poemario de éste, Los Heraldos Negros, y en especial la sección "Las canciones del hogar", en que el tema familiar, asumido con amorosa filiación a la vez de hijo y hermano, emparentan estrechamente sus poéticas. De hecho Vallejo admiraba vivamente a Valdelomar, que era mayor que él, al punto de que lo entrevistó cuando llegó a Lima e incluso le pidió que prologara Los Heraldos Negros, lo que nunca llegó a concretarse.
Su frente ancha, su cabellera crecida, sus ojos hondos, su mirada dulce. Una vincha de plata ataba sobre las sienes la rebelde cabellera. Sencillo era su traje y apenas en la blanca umpi de lana un dibujo sencillo, orlaba los contornos. Nadie había oído de sus labios una frase. Sólo hablaba a los desdichados para regalarles su bolsa de cancha y sus hojas de coca. Vivía fuera de la ciudad en una cabaña. Los Camayoc habían acordado no ocuparse de él y dejarle hacer su voluntad inofensiva para el orden del imperio. De vez en cuando encargábanle un trabajo o él mismo lo ofrecía de grado para el Inca o para el servicio del Sol. Las gentes del pueblo lo tenían por loco, su familia no le veía y él huía de todo trato. Trabajaba febrilmente. Veíasele a veces largas horas contemplando el cielo. Muchos de los pobladores encontrabánle solo, en la selva, cogiendo arcilla de colores u hojas para preparar su pintura, o cargando grandes masas de tierra para su labor. Pero nadie veía sus trabajos.
Nadie jamás había entrado a su cabaña. Una vez un Curaca le mandó a su hijo para que aprendiera a su lado el noble y difícil arte de la alfarería. El muchacho era despierto y alegre. Tenía afán creciente por aprender, y labró su primera obra. Pero cuando más contento estaba el Curaca, recibió un día a su hijo despavorido. Temblaba el niño, todo lleno de barro, y sólo musitaba temeroso y con los ojos desmesurados.
– ¡Supay! ¡Supay! ¡Supay!
Y no quiso volver más a la casa del artista. Porque un día mientras él labraba afuera, mandó al muchacho a sacar un jarrón fresco. El niño, solícito, acudió y en la oscura habitación buscó el objeto a tientas. Pero he aquí que cuando menos pensó, encontróse con una enorme sombra y quiso salir precipitadamente; sintió sus manos detenidas por un monstruo enorme que luchaba con él. Era una estatua de Supay, que secaba en la habitación. Y el niño, al querer huir, había metido en la fresca arcilla sus manos y a medida que quería desprenderse, más se aprisionaba en el barro y gritaba despavorido y el Supay se derribó y cayó sobre él y llegó el artista y lo liberó.
Desde entonces cortó toda relación con los del pueblo. El mismo se procuraba su alimento. El iba en pos de las frutas del valle, canjeaba a los viajeros huacos por coca, y así vivía, libre como un pajarillo. Un día le envió al Inca una serpiente de barro que silbaba al recibir el agua, y causó tal espanto que el Inca hubo de mandarla al Templo del Sol.
Otro día hizo una danza de la muerte. Cada vez que trabajaba, decían oír gritos de dolor en la covacha, y llegaron a no pasar cerca de sus linderos los traficantes.
Una tarde en que Apumarcu había ido al río en pos de agua para deshacer el barro, sintió tocar una antara en la fronda. Y él nunca había oído dulces canciones. Y poco a poco se fue acercando y vio a un hombre que sobre una roca, solitario, a la orilla del río, tocaba. Y le habló.
–¿Y quién eres tú que así vienes a estos lugares donde sólo hay un recuerdo que es mío?.....
– Yo soy Apumarcu el alfarero .
– Ah hermano, yo soy Yactan Nanay, el que toca el antara...
– ¿Y de qué ayllu eres tú, Yactan Nanay?....
– Yo no tengo Ayllu........Y tu Ayllu ¿cuál es?..
– Mi barro.
Y desde entonces fueron como grandes hermanos. No se separaban nunca. Juntos iban en pos de la fruta escondida entre el follaje rumoroso. Juntos pasaban largas horas y conversaban largamente. Apumarcu le hablaba de las cosas que él nunca había escuchado a nadie. Y Yactan le decía cómo una tarde su amada habríase perdido...
Y le relataba algunos viajes hechos por países desconocidos y le hablaba de sus dudas respecto a la divinidad .Una vez hizo Apumarcu una cabeza del amigo. El la llevaba consigo porque no era más grande que un puño. Y tanto hablábale de su amada y de tal manera le describía su cara que un día Apumarcu le hizo una cabeza de ella. Y él le explicaba, y el otro realizaba. Y cuando estuvo concluida, Yactan Nanay le dijo:
– Yo no tocaré sino para ti, hermano, porque tú la has comprendido y me la has devuelto. Creo que el barro en que ella está aquí en tu obra vivirá eternamente. Eres más grande que el Sol porque él la hizo y la llevó, mientras que tú las hecho en dura arcilla y no morirá nunca. Pero yo he perdido a mi amada y ya no puedo ser alegre. Tú que no las has perdido, que no la tienes ¿Por qué eres tan triste?... Tú podías hacer que el Inca te diera por esposa a la más bella dama de la corte... ¿Por qué vives solitario hermano?...
– Yo siento que algo me falta... Yo siento una ansia inexplicable en mi alma... Yo siento que hay algo que yo podría hacer y sé que podría ser feliz... Tengo un incendio en el alma, veo una serie de cosas pero no puedo expresarlas. Tú sufres y cantas en la antara tú dolor y haces llorar a los que te escuchan, pero yo siento, veo, imagino grandes cosas y soy incapaz de realizarlas. ¿Sabes? Yo quisiera pintar la vida tal como la vida es. Yo quisiera representar en un pequeño trozo lo que ven mis ojos. Aprisionar la naturaleza. Hacer lo que hace el río con los árboles y con el cielo. Reproducirlos. Pero yo no puedo; me faltan colores, los colores no me dan la idea de lo que yo tengo en el alma. He ensayado con todos los jugos de las hojas a reproducir un pedazo de la naturaleza, pero me sale muerto. No puedo hacer la alegría del bosque, ni la azul belleza del cielo, ni puedo hacer una sonrisa, sino en el tosco barro. ¿Tú no crees que se puede hacer otra naturaleza como la que se ve?... Los hombres del Imperio no comprenden esto. El barro es tosco; yo puedo hacer todo con el barro, pero ¿cómo haría yo a un hombre que pensara, cómo pondría en su cara la palidez del insomnio?... ¡Ah, cuán desgraciado y pequeño soy hermano...!
Y lo llevó hasta su covacha y le mostró un muro en el cual veía, vago y lleno de durezas a trozos, un pedazo de campo. Pero allí faltaba un color... El color de un crepúsculo. El rojo era demasiado rojo. El quería un color como el sol cuando ya se ha ocultado, algo como los pétalos de las florecillas rosadas.
– Esto no es, no es, hermano... Esto no es como el crepúsculo...
– El crepúsculo sólo lo puede hacer el Sol, hermanito ¿Por qué te empeñas en igualarlo?...
– Yo quiero hacer lo que hace el Sol, lo que hace el día, lo que hace la naturaleza.
Un día Yactan se había alejado en busca de una semilla, que es rosada, para ofrecérsela a Apumarcu. Y cuando volvió por la tarde encontró solo el lugar donde solía estar el artista. Entro hasta su cuarto y no lo encontró.
Un día Apumarcu se empeño en hacer sobre el muro los colores de una tarde, de aquella tarde en la cual había visto a Yactan Nanay. Cogió hojas y empezó a restregarlas contra los muros y con unas flores iba dando las notas de color.
– Tráeme hojas y florecillas de molle, le dijo.
A poco volvió.
– Esto no es, no es, hermano... Pero puede ser...
Entonces, como poseído de una fuerza extraña, empezó a restregar febrilmente contra el muro los diversos colores, y en su rostro iba creciendo una extraña fiebre, y trabajaba cálidamente y seguía copiando la luz y el paisaje que por la ventana veía. De pronto se detuvo. Faltaba algo, un algo sólo, un tono, un color que él no tenía; ¿cómo hallarlo? Sacó un cuchillo de chilliza y apasionadamente se cortó el puño y surgió la sangre con el agua de un vaso y vio el color que le faltaba y siguió poniendo las notas hasta que cayó exámine sobre su lecho.
Cuando Yactan Nanay volvió, encontró a Apumarcu tendido sobre el lecho, la sangre coagulada y morada había hecho un pequeño lago en la tierra, y en el muro vio el paisaje de la última tarde.
Besó su frente y llorando, tocó a sus pies la canción del crepúsculo. El oro del Sol caía por la ventana estrecha y se desleía en la ropa del artista, en cuyo rostro anguloso había un tono verde y en cuyos ojos señoreaba esa humedad trágica de los ojos que ya no tienen vida. A sus pies encontró Yactan Nanay una cabecita de barro con la imagen del amigo muerto. Y siguió tocando, tocando, hasta que la noche cayó, como una sola sombra inerte sobre el mundo silencioso.
Agonizaba el día. El Sol, circundado de nubes cenicientas, besaba el horizonte. Por el sendero del norte, que en la mañana recorriera, ágil y jovial, la comitiva, volvían ahora, taciturnos y graves, con su noble jefe a la cabeza, los soldados de Sumaj Majta. Chasca, desde el mismo peñón que dominaba el río, los vio acercarse. El príncipe descendió de su silla y se acercó al anciano guerrero:
–Sumaj Majta, ¿dónde está el puma que profanó los rebaños del Sol y en cuyo acecho iban tus gloriosas huestes?...
–No lo hemos hallado, Chasca, respondió gravemente el príncipe. Al penetrar en el bosque, una víbora cruzó ante mí, se deslizó y huyó a la selva. Hice detener mi comitiva, ordené que se hiciera una fogata para cazarla, pero fue inútil. Arde todavía la selva pero ella no ha sido cogida. Ordené entonces suspender la cacería. Cazamos un cóndor, y lo ofreceré esta noche, en sacrificio sobre la pira.
–¿A quién lo ofreces?
–A Mama Quilla. La Luna está ofendida. Ofreceré el sacrificio en el palacio de Yucay, ante los Huillac Umas y los Humiuká; es fuerza, pues, general, que asistas al sacrificio...
–Cuando la Luna bese los muros de tu castillo, llegaré, Sumaj Majta.
La comitiva se alejó en silencio, solemne, siniestra. Nadie que no fuera el Inca, se habría atrevido a romper la silenciosidad de aquel desfile de guerreros, que, como un ejército de vencidos, se perdía en los caminos oscuros donde la sombra era fría. El temor se reflejaba en los rostros, abría desmesuradamente los ojos, hacía palidecer las teces y hería las pupilas cálidas que avivaba el extraño fulgor de los presentimientos.
El castillo de Sumaj Majta, en Yucay, se elevaba sobre un montículo, a unos pasos del río. Ancha muralla de granito defendíalo, formando círculo alrededor de su base. Larga escalinata de piedra daba cómodo acceso al edificio, en cuyas puertas los soldados vigilaban, severos los rostros, y en las manos fuertes, mazas con agudas puntas de piedra y de cobre. En una habitación alta, por cuya estrecha y trapezoidal ventana veíase el valle feraz, había una docena de huallahuizas, soldados sin graduación, cuyas armas consistían en flechas de dardos emponzoñados. Fuera de los muros el valle extendíase, verde y oleoso, hasta ascender en las faldas de los cerros morados. Por las tardes, cuando el sol empezaba a declinar, mucho antes de que comenzaran las plegarias del pueblo, gustaba a Sumaj Majta contemplar el campo desde la elevada terraza de su palacio. Placíale ver ondeando la brisa, las enormes hojas frágiles y rumorosas de sus maizales pródigos, mientras las aves cantaban. Y entonces llamaba al arabecu familiar y se hacía recitar leyendas de los primeros emperadores.
Más que las leyendas guerreras, gustábanle las sentimentales: se extasiaba su fantasía con aquellos cuentos donde el amor, la sangre y la muerte se fundían en una sola coloración inefable. Hacíase narrar siempre aquella doliente historia del Llajtan Naj, el músico errante, sobre el cual, cada cacicazgo y hasta cada ayllo se había hecho una leyenda. Él habría querido ser como aquel artista que recorría el Imperio por gracia del Inca, cruzando solo con su quena las montañas impenetrables, que según decían, había ido por países desconocidos, donde los hombres tenían otros dioses, practicaban otros ritos, habían otras costumbres, hablaban otro idioma; y cuyas mujeres eran blancas como las chachapoyas. Así se adormecía el noble señor, hasta que, llegado el crepúsculo, entregaba su alma al loor del Sol.
Aquel día, después de la siniestra excursión, Sumaj Majta había penetrado mudo, en su castillo. Inquill, su esposa, lo había esperado rodeada de sus servidoras, cantando dulces canciones melancólicas de su pueblo lejano. Inquill era triste. Hija de un mitimae, su padre había sido uno de aquellos guerreros huanucuyos a quienes la gracia imperial había ordenado que se guardaran todas las altas preeminencias de un cacique transportado al Cuzco; pero el soberbio cacique no pudo sobrevivir a su derrota y en la Ciudad Imperial sentíase prisionero. Quiso el Inca casar a la hija del valiente mitimae con uno de los más nobles militares de la familia imperial y eligió para esposo de Inquill a Majta Sumaj. El cacique murió en una tarde gris, pronunciando el nombre de su pueblo y encargando su hija al desolado Sumaj Majta.
Cuando Sumaj entró a su castillo, hubo inusitada agitación entre sus siervos. Se hizo llamar al Huillac Uma, y el cóndor del sacrificio pasó entre los corredores, en los brazos de cuatro pares de huminkas, hacia la primera sala donde se quemaron, para perfumar sus alas, polvos penetrantes y resinas de árboles aromáticos. Había entrado la noche. Sumaj quiso ostentar todas sus insignias y trofeos. Era preciso desagraviar a la Luna, por ser la época de las sequías y podían perderse las cosechas y helarse los sembríos. Trajéronse hierbas olorosas de los jardines del castillo para cubrir con ellas las escalinatas y los lugares de paso para los sacerdotes y los guerreros. Perfumáronse todas las salas con polvos de ánades secos, que se quemaron en tazas de oro. Sacóse de los graneros seis mazorcas de maíz sagrado y de las alacenas grandes jarrones ventrudos con chicha de la cosecha del Inti Raymi. En otros jarrones decorados por los artistas de Nazca, púsose chicha de jora, maní, mote y papas, para que bebieran, según sus regiones, los generales que habían de asistir. Distribuyóse flores raras de las lejanas comarcas, que crecían en los invernaderos del palacio: floripondios blancos como huesos, perfumaban en vasos esbeltos de plata; la cantuta, flor del Inca, ofrecía la púrpura de sus pétalos, en un delicado vaso de oro incrustado de esmeraldas, en el centro de la gran sala; y las plantabandas se decoraban con diversas flores. Pequeños racimos de capulíes, azahares de chirimoyo, grandes ñorbos del trópico aclimatados en el jardín, racimillos rojos de molle, orquídeas en formas de mariposas y de aves raras, blancas, lilas, celestes y rojas; claveles de Huánuco distribuidos en profusión, perfumaban el ambiente. Rompiendo a trechos la monótona severidad de los muros de granito, las puertas cubiertas de cortinas de lana, y finísimas telas de alpaca tejidas por femeninas manos castas, dejaban caer sus pliegues solemnes. Todas las habitaciones daban hacia un patio grande y destechado, en cuyo centro elevábase la piedra cuadrangular del sacrificio.
Sumaj vestía el traje de gran sacerdote y sólo un distintivo acusaba en su indumentaria la insignia de general del Imperio; la unju tradicional y la faja del huaro chico, aquella de vicuña recamada de pequeños discos de oro pulido, y estaba bordada con plumas de huacamayo. Sobre el duro pecho, dominando los cordones de huesecillos y dientes de puma, y opacando la rara belleza de la piedra illa, aquella que sólo se criaba en el vientre de las llamas y que servía en polvos para ahuyentar los males y la melancolía, sobre el busto de Majta brillaba el trágico collar de las cabezas reducidas, aquel magnífico presente que le hiciera su padre en el lecho de muerte. Era éste un collar en el cual se veían, ensartadas, las cabezas de los jefes vencidos, reducidas al tamaño de un puño de infante, reducción singular obtenida por métodos muy especiales y misteriosos. Entre estas cabezas reducidas estaban las de Raurac Simi y Raurachiska. Ningún otro collar era más admirado ni infundía mayor respeto que éste, que tenía las cabezas de aquellos reyes legendarios. Tenía en la frente, el Príncipe, una vincha de plata con piedras incrustadas, de la cual pendían discos de oro con los dibujos e insignias de su noble posición. Sus enormes orejas perforaban los carretes de palma negra con concha perla y caían casi sobre los hombros, acariciados por el cabello abundante y seco. Llevaba en los pies, a manera de sandalias, las usutas de cuero de chinchilla sobre los cuales se dibujaban dos cabezas de pumas.
Sumaj Majta había ordenado que se le diese aviso cuando alguien se acercaba al castillo, en tanto él esperaba en la sala de los trofeos. Poco a poco fueron llegando los invitados desde el Cuzco, cargados de arcos y de insignias. Hospedábanse en los salones, donde la servidumbre ofrecía la chicha del reposo, y en fuentes de plata grabadas con dioses lares, verdes hojas de coca, maíz tostado, sal; pero todo ello se hacía en silencio. De pronto percibió Sumaj el tañer de una pinculla, flauta de aviso. Era la señal convenida para anunciar a Majta la llegada al castillo del general Chasca, que entró a poco sin ceremonia ostensible, escoltado hasta la sala del noble. Los soldados esperaban a distancia y éste les dijo:
–Quedaos a la puerta, vigilad -y en el idioma de la nobleza agregó a Chasca:
–Bienvenido, compañero de mi padre.
–Estás armado. ¿Temes acaso?...
–Bien sabes que sólo temo al Sol y al Inca. Pero estoy armado porque yo mismo voy a sacrificar.
Chasca iba a responder, pero recorriendo con la mirada los trofeos del joven, se quedó paralizado. Verdosa palidez cubrió su rostro y su voz, antes clara y fuerte, salió ahora ronca y apagada desde el fondo de la garganta. Su mirada se posó fijamente en un punto del collar de Sumaj.
–¿Qué te pasa? Un viejo y heroico militar tiene miedo y se estremece ante las cabezas de sus vencidos.
–¡Ah, Sumaj Majta! No temo. Recuerdo. Ese es el trofeo de tu padre y en él hay una historia de amor y sangre... Allí está la cabeza de una mujer que fue reina y que me amaba... ¡Ah, Majta Sumaj, los jóvenes no saben... no saben!
–Y los ancianos no olvidan. Si estás herido de amor, toma unos polvos de huayruro que ahuyentan los tristes recuerdos y libran de los males del corazón. Pero cuéntame esa historia que logra aún conmoverte, a despecho de tus ochenta raymis...
–¡Ah, Sumaj!... Muéstrame la cabeza de la reina, no me la ocultes, deja que mis ojos la vean, que mis manos la acaricien y que la lleve sobre mi corazón un instante. El joven hizo correr sobre la cuerda varios cráneos y al fin sus dedos detuvieron uno cuya cabellera recortada como de un palmo, apartó y mostró a Chasca, diciéndole:
–Aquí está. Es ésta, indudablemente, la cabeza de una reina. Sus pobrecitas cuencas tienen los párpados cerrados, pero qué mirada tan imprecisa y extraña la suya. Cuéntame, Chasca, cuéntame tu historia de amor...
Y Chasca, comenzó:
–Fue en los gloriosos días de Túpac Yupanqui, hijo de Pachacútec y hermano y sucesor de Túpac Amaru. Yupanqui era el genio de la guerra. Él hizo grandes conquistas que después han consolidado sus sucesores. Había al sur, donde terminan los Andes, junto a Atacamay, una tribu bárbara y aguerrida que no pudo ser sometida junto con los atacamas por las huestes de Yupanqui. Recibido el tributo de los vencidos, Yupanqui volvió al Cuzco y nos encargó a tu padre y a mí el quedarnos para someter o exterminar a los rebeldes. Buenas huestes teníamos. Nuestro ejército regular no descendió a trabar luchas con ellos y, sólo con una reserva de montañeses, después de grandes trabajos, los vencimos. Fueron muertos los principales jefes, pero no los caciques de la tribu que eran Raurak Simi y Raurachiska su esposa. Eran blancos, de gran estatura, crueles, fieros, comían carne humana y peces crudos. Él era musculoso y bravo, ella, bella y pérfida. Él usaba armas poderosas y ella collares magníficos de perlas rosadas que hacían iris sobre su cuerpo desnudo y redondo. Decían ser el último rezago de un pueblo de gigantes que se extinguía.
Yupanqui me ofreció a la reina por mujer e hizo guardar al rey en las prisiones del Cuzco. Yo me enamoré de la reina y ella concibió vehemente pasión por mí. Un día se supo, en el Cuzco, que Raurak Simi se había escapado de la prisión y nadie supo más de él. Pero sin que yo me diera cuenta, ella, la reina colorada, sabía y se entendía con él, y juntos maquinaban la libertad y la venganza.
Raurachiska me dijo una mañana: