El profesor cosmopolita en un mundo global
Buscando el equilibrio entre la apertura a lo nuevo y la lealtad a lo conocido
NARCEA, S.A. DE EDICIONES
MADRID
Para mis alumnos.
La tierra desea la lluvia; la desea también el venerable aire.
También el mundo desea hacer lo que debe acontecer.
Digo, pues, al mundo: mis deseos son los tuyos.
MARCUS AURELIUS
© NARCEA, S.A. DE EDICIONES, 2020
Paseo Imperial, 53-55. 280085 Madrid.
www.narceaediciones.es
© Routledge, a member of the Taylor & Francis Group
Titulo original: The Teacher and the World. A Study of Cosmopolitanism as Education
Traducción: Sara Alcina Zayas
Cubierta: Armando Bayer
ISBN papel: 978-84-277-1938-5
ISBN ePdf: 978-84-277-2001-5
ISBN ePub: 978-84-277-2710-6
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Índice
PRÓLOGO, Christopher Day y Ann Lieberman
INTRODUCCIÓN
1. EL PRISMA COSMOPOLITA
Una nueva perspectiva para la educación de nuestro tiempo
Introducción histórica al cosmopolitismo
El panorama actual del cosmopolitismo
Valores cosmopolitas: paciencia, verdad, justicia y enseñanza
El cosmopolitismo, un concepto a delimitar, no a definir
Una panorámica del libro
2. EL LINAJE COSMOPOLITA
Confucio: el cosmopolitismo desde oriente
Sócrates y sus sucesores
La aportación de las mujeres: De Gournay y los salones de debate
El arte de vivir como perspectiva educativa: Diógenes y Tagore
Artes educativas de y para la vida: Epicteto y Marco Aurelio
Mirar a la historia para ser un profesor en y del mundo
3. LA CONDICIÓN HUMANA Y EL DESAFÍO EDUCATIVO QUE ENTRAÑA
Cultivar un sentido de la estabilidad frente al cambio acelerado
Sobre la diversidad humana: no extranjero, sino insondable
La educación del autocontrol
Tensiones entre hogar y movimiento
El profesor en el mundo y el mundo en el profesor
4. ENCRUCIJADAS CULTURALES Y CREATIVIDAD
¿La diversidad ha sido eclipsada en nuestro tiempo?
Precursores de la investigación contemporánea sobre prácticas cosmopolitas
El cosmopolitismo en la investigación actual: estudios de campo
Caso 1: Construcción de la identidad cultural jamaicana
Caso 2: La identidad transcultural de los inmigrantes en Vancouver
Caso 3: La huida del tradicionalismo de la inmigración china
Caso 4: La conciencia cosmopolita del “ciudadano medio”
Caso 5: La cultura cosmopolita en jóvenes ingleses y estadounidenses
Caso 6: El nacionalismo cosmopolita
Caso 7: El cosmopolitismo como respuesta al racismo
Caso 8: Distintas opciones de vida de los inmigrantes pakistaníes en Reino Unido
Caso 9: El sentido del hogar para los cristianos pentecostales de Malawi
Caso 10: El movimiento por una globalización alternativa
Aprendiendo con los otros
5. ENSEÑAR EN Y PARA EL MUNDO
El currículo y las distintas formas de abordar el mundo
El currículo como canon de conocimientos
Legado y pedagogía: educando en una orientación cosmopolita
Revisitando el cosmopolitismo educativo
Ejercicios del yo para ser un profesor en el mundo
Ejercicio 1: Elección de un canon
Ejercicio 2: Diálogo entre profesores
Ejercicio 3: Practicar el silencio
Ejercicio 4: El diario de clase como instrumento de reflexión
Hacer cosmopolita el currículo nacional
Los profesores como comunidad cosmopolita
EPÍLOGO: COSMOS, DEMOS Y EL PROFESOR
BIBLIOGRAFÍA
El profesor cosmopolita en un mundo global es una obra singular, abierta y preocupada de forma explícita por ofrecer un antídoto para que los profesores contrarresten la intensificada y, para muchos debilitante turbulencia de la corriente de reformas políticas impuestas por los gobiernos que prometen, pero no siempre logran, mejoras en los centros educativos y en las aulas. El libro lo hace, no proporcionando un conjunto de soluciones basadas en objetivos, modelos de planificación racional o prescripciones para la acción, sino mediante cinco capítulos, escritos con detenimiento y un epílogo, que ofrecen lo que David Hansen llama una perspectiva cosmopolita.
Hansen argumenta que esta filosofía brinda a los profesores recursos para fortalecer, ampliar, profundizar y sostener su habilidad para relacionarse bien con “alumnos, colegas, familias y demás miembros de la comunidad educativa”, por un lado, y por el otro con “amigos, familiares y otras personas significativas”.
El cosmopolitismo, en este sentido, se ofrece para los profesores como un estilo de vida profesional en el mundo, no importa lo confuso que éste sea. Hansen afirma que fortalecerá el sentido de su propia capacidad de actuación como profesor, ampliando sus horizontes estéticos, éticos, morales e intelectuales. Alimentará su sentido moral en cuanto a la responsabilidad ética y social de su búsqueda, para hacer posible que los niños y los jóvenes a quienes enseña crezcan como sujetos responsables y cultos.
Esta perspectiva cosmopolita no brinda soluciones a los problemas, sino que se dirige directamente a educar en los profesores el sentido de su propia existencia, la calidad de su discernimiento y de su juicio. Así, a pesar de los efectos —tanto negativos como positivos— de la velocidad con la que la globalización “ha borrado, en todo el mundo, muchas formas tradicionales de vida”, los profesores seguirán siendo capaces de desempeñar su “papel irreemplazable a la hora de cultivar la apertura reflexiva a lo nuevo y la lealtad reflexiva hacia lo ya conocido”. Y, además, podrán implicar a sus alumnos en una investigación participativa, en la que se planteen sus vidas de manera ética, artística y creativa, de modo que puedan desarrollar las capacidades para crecer en esos términos, así como en aquellos tradicionalmente asociados con los propósitos educativos de socialización, adquisición de conocimientos y preparación para la vida laboral.
Es tentador asociar esta postura educativa basada en dar un paso atrás, y a la vez dar un paso al frente, con aquellos que promueven una reflexión en torno a la enseñanza —conocida como el currículo “oculto” o que se da en la práctica en las aulas— y la investigación, en torno a las emociones y la identidad de los profesores; y de hecho, dichas conexiones existen. Hansen va muchos más lejos. Él asocia el cosmopolitismo con “un compromiso político democrático con el valor fundamental de justicia universal”. El cosmopolitismo entendido como democracia, sugiere el autor, no depende en primera instancia del sistema de instituciones democráticas. Es más, se sustenta en individuos educados, que se caracterizan por su hábito de “mantener la costumbre de ser receptivos, dinámicos y expansivos…, mediante la reconstrucción continua de la experiencia”. Va más allá de implicarse en procesos reflexivos, aunque esté asociado a ellos.
Hansen argumenta que la educación nunca debe convertirse en una herramienta para la promoción de intereses particulares, sino en un medio para que el aprendizaje, la apertura reflexiva y la lealtad nos impulsen hacia una existencia individual y social. La educación puede, desde esta perspectiva cosmopolita, enseñar a los alumnos “cómo concentrar sus mentes, expandir sus espíritus y descubrir cómo emplear mejor sus aptitudes individuales”. Alcanzar esto requiere un profesor con unos valores, unas cualidades, unos conocimientos y unas competencias determinadas.
Como en sus libros anteriores, Hansen sigue haciendo hincapié en los dinámicos papeles que los profesores juegan a la hora de “hacer posible que la gente aprenda”. Aunque su propia visión, en este libro, es más amplia que en los anteriores. Para él, el término “cosmopolitismo” profundiza en la importancia de la educación “esclareciendo el valor de lo que es irreductible y único en los seres humanos” y “ampliando el sentido de la educación, arrojando luz sobre el valor de los rasgos comunes y compartidos de la vida humana”.
Este no es un libro de lectura fácil. Aunque esté bien escrito y organizado, requiere una atención plena por parte del lector, de un modo que no requieren aquellos libros que se ofrecen como una guía “práctica” para los profesores. Los capítulos son largos, sus títulos y su contenido abarcan conceptos amplios, abordan la obra de filósofos tan destacados como Platón, Confucio, Sócrates, Michel de Montaigne, Marie de Gournay y Alain Locke. Todos ellos, según su propia manera de ver las cosas y como lo hace el mismo Hansen, desafiaron las fuerzas que trataban de reducir la autonomía y la autoridad de quienes se dedican a la educación.
Este no es un libro para cobardes, ya que presenta sin reparo a los profesores como pensadores, como unos profesionales reflexivos, como unos profesionales que desean revisar y reexaminar sus valores fundamentales y, a través de ello, clarificar y fortalecer las bases morales y éticas de sus prácticas.
Tampoco es un libro que se pueda leer por encima. Su contenido constituirá un desafío. Como la buena enseñanza y el buen aprendizaje, requiere un compromiso sostenido. Cuando los lectores —sean estos profesores, directores de centros educativos o maestros— se comprometan, se darán cuenta de la relativa ausencia de referencias a investigaciones sobre centros educativos y aulas en este libro. Sin embargo, serán recompensados con unas hondas y profundamente humanas revelaciones en torno a nuevas posibilidades en cuanto a sus maneras de “estar” y de conducirse en los centros educativos y las aulas. Y reforzarán y ampliarán la calidad de su pensamiento y de su práctica como profesionales de la educación.
CHRISTOPHER DAY, Universidad de Nottingham
ANN LIEBERMAN, Universidad de Stanford
¿QUÉ SIGNIFICA HABLAR DE “UN PROFESOR COSMOPOLITA”? El profesor y el aula, el profesor y la escuela, el instituto o la universidad, el profesor y la comunidad: éstas son expresiones típicas para describir los ámbitos de experiencia de los profesores. Suenan bien porque los profesores se enfrentan a entornos muy particulares. Trabajan con grupos específicos de alumnos, colegas, personal administrativo, familias, etc. Su enfoque es necesariamente introspectivo y se fundamenta en los seres humanos a los que se encargan de educar. Donde quiera que trabajen, y cualquiera que sea el nivel educativo en el que lo hagan, los profesores deben, justamente, entregarse a sus tareas a nivel local, y en el cara a cara, en la relación directa con el otro.
En un mundo interconectado como el nuestro, hay maneras mejores y peores de llevar a la práctica esta vocación. No me refiero a tener un pie en la arena global de las realidades humanas mientras se mantiene el otro en el aula. Los profesores deben tener ambos pies firmemente plantados en el terreno que comparten, y van a compartir, con sus alumnos. Me refiero a ser conscientes de cómo el ancho y vasto mundo es siempre parte de la experiencia del profesor.
Especialmente en la actualidad, es imposible para el profesor no ser consciente de las influencias globales, a través de los medios de comunicación y los movimientos de población. Los profesores pueden intentar ignorar estos factores. Pero esa ignorancia no significa que su influencia desaparezca. Por el contrario, significa que esta influencia operará a su manera en sus aulas y en sus escuelas o institutos sin ninguna respuesta reflexiva.
Los profesores están en una buena posición para ayudar a los alumnos, y a sí mismos, a aprender a responder ante el mundo: a basarse en el conocimiento y en las competencias que cultivan para dar forma de manera creativa a sus vidas, en vez de que, simplemente, sean otras fuerzas, sobre las que no tienen ningún control, las que les den forma.
En los capítulos que siguen retrataré la relación del profesor con el mundo a través de una perspectiva cosmopolita. El cosmopolitismo es un antiguo concepto con un significado que resulta siempre actual y hermoso. El término evoca imágenes de solidaridad moral con gente de todo el mundo.
El cosmopolitismo no es un sinónimo de universalismo. Lejos de ello, se refiere a la capacidad humana de estar abierto reflexivamente al ancho mundo, mientras se sigue siendo leal, de manera reflexiva, a las preocupaciones, compromisos y valores locales. La idea emergió milenios atrás, en tándem con la globalización, que es en sí mismo un proceso de larga duración que en siglos recientes se ha acelerado y vuelto imparable a través de mecanismos como el mercado, el intercambio artístico y científico, la migración y la tecnología de la comunicación.
El cosmopolitismo es una orientación a través de la cual la gente puede responder, en vez de limitarse a reaccionar, a las complejas y a menudo intensas presiones de la globalización. Un punto de vista cosmopolita sitúa a la gente en la posición de poder sostener su integridad y su continuidad a través de las vicisitudes de los cambios impredecibles.
Dicha orientación es llevada a la práctica por profesionales de la educación de todo el mundo, y aunque no le otorguen ese nombre, sí recogen su espíritu. Por todas partes hay profesores, formadores de profesores, directores de escuelas o institutos e investigadores de la educación que valoran profundamente el aprendizaje que proviene de otras personas y de otras culturas. Valoran la distinción y la singularidad de la comunidad local y del carácter individual. Hay hombres y mujeres que crecen. Su formación es continua; la obtención de sus títulos en enseñanza, administración o en materia de erudición nunca supone el fin de la misma.
De todos modos, como innumerables familias y comunidades de todo el globo, los profesionales de la educación se preguntan cómo equilibrar sus valores de apertura a lo nuevo y de lealtad a lo ya conocido. Son conscientes de la mayor amplitud del mundo, con sus infinitas posibilidades de aprendizaje y transformación. Sienten un vínculo con aquello que reside en su corazón, tan imperioso como con lo que reside en su mente. Al mismo tiempo, los educadores luchan con las estresantes condiciones de la enseñanza en la actualidad: infinitas medidas impuestas desde arriba para controlar lo que hacen, veloces cambios económicos y desigualdad en cuanto a los recursos de apoyo que afectan a sus vidas y a las de sus alumnos, así como un torrente de estímulos mediáticos que distrae su atención del enfoque educativo.
El cosmopolitismo no brinda soluciones para estos retos contemporáneos. Pero ofrece una manera de mirar, de pensar y de actuar que produce unas mejores respuestas ante ellos. Sus virtudes son tres:
Flexibilidad: El cosmopolitismo no es una ideología partidista, sino un punto de vista atento ante la vida. Sus expresiones, en diversas culturas de todo el mundo, son infinitamente distintas y maravillosamente inesperadas. Documentaré esta afirmación basándome en ejemplos históricos, así como en investigaciones de campo contemporáneas que han examinado el cosmopolitismo “en acción” en diversas partes del globo. Estos ejemplos iluminarán qué significa estar abierto reflexivamente a lo nuevo y ser reflexivamente leal a lo ya conocido. Esto constituye un valor básico para la tarea educativa de nuestro tiempo.
Longevidad: El cosmopolitismo no es una moda. No es otra instancia del “último grito”. Por el contrario, ha superado la prueba del tiempo durante milenios, aunque sea de una manera burda pero efectiva, como un punto de vista generativo sobre las posibilidades humanas. Como he mencionado, ha constituido una respuesta concienzuda al cambio, en vez de una reacción ciega ante él. Los capítulos que siguen abarcan, de forma amplia, la historia y la filosofía de la capacidad de respuesta y la imaginación cosmopolitas. Su objetivo, en parte, es hacer que los profesores confíen en la realidad y en la eficacia de esta orientación.
Optimismo: Hoy en día y en todo el mundo, el trabajo educativo se encuentra bajo una enorme presión para servir, puramente, a unos intereses a corto plazo, de carácter estratégico. Mucha gente se preocupa porque la educación se esté convirtiendo en un mero producto más de compra y venta —algo así como un billete para la siguiente “estación”, tan pre-determinada como la anterior—, en vez de en una experiencia que invita a los seres humanos a una vida llena de significado estético, ético, intelectual y social. Una orientación cosmopolita puede ayudar a los profesionales de la educación a responder al ethos contemporáneo mientras siguen siendo fieles a su propia vocación creativa. Esta exigente tarea requiere un sentido maduro y esperanzado tanto de las limitaciones como de las posibilidades, que difiere tanto de un optimismo ciego como de un pesimismo fatalista.
El punto de vista cosmopolita puede ayudar a los profesores, dentro de los términos de su trabajo, a hacer madurar su experiencia. Todos los profesores tienen influencia, de un modo u otro, en sus alumnos, colegas, personal administrativo y otros. Espero arrojar luz sobre cómo su influencia puede volverse más rica —incluso más sabia— si un número creciente de profesores se ven a sí mismos como personas en y para el mundo en el que todos vivimos. Esta perspectiva, a su vez, ayuda a los profesionales de la educación a cultivar su sentido del pasado, del presente y del futuro, y así, a darse cuenta, en mayor medida, de la vivencia de lo que hacen.
La tarea educativa ha sido siempre una manera profundamente formativa de estar con la gente, sean estos alumnos, colegas, familias, etc. Estas verdades se han vuelto más vívidas, y más preciadas, a la luz de unas condiciones humanas cada vez más velozmente cambiantes.
UNA NUEVA PERSPECTIVA PARA LA EDUCACIÓN DE NUESTRO TIEMPO
Un prisma es una pieza de material translúcido que altera el ángulo de la luz. Transforma el tono, la textura y el color. Estamos rodeados de prismas. Hay un impresionante momento en la película de Krzystof Kieslowski, La doble vida de Verónica, en el que el personaje principal se encuentra en un tren para ir a visitar a su tía enferma. Mira por la ventana, hacia el mundo que pasa aprisa, a través de un pequeño prisma redondo que sujeta delicadamente entre los dedos de la mano. Mientras contempla a través del prisma, la luz se concentra, los colores se intensifican y las formas se distienden o se extienden. Es más, el prisma no solo transforma las curvas y la luz del mundo para ella. El mundo del espectador también ha cambiado. Quien la observa ya no es un espectador, sino que se convierte en un partícipe de la mirada de la mujer. Kieslowski captura su gesto y, en la respuesta de quien la contempla, la posibilidad de llevar una vida diferente porque también ha visto el mundo de una manera distinta.
El cosmopolitismo entraña la perspectiva de una vida diferente, incluso si la gente suscribe unos valores a los que se ha adherido durante mucho tiempo. El cosmopolitismo constituye una orientación en la que la gente aprende a equilibrar una apertura reflexiva a lo nuevo junto a una lealtad reflexiva ante lo conocido. La orientación sitúa a la persona de modo que aprende, mientras conserva la integridad y la continuidad de las maneras de ser que le distingue. A ese respecto, cuando se contempla a través de un prisma cosmopolita, la educación profundiza y amplía su significado. El cosmopolitismo hace que aumente su importancia clarificando el valor de aquello que es irreductible y único acerca de los seres humanos. A pesar del enorme tamaño de los sistemas-nación actuales, la educación sigue ocupándose de una persona cada vez. El proceso, necesariamente, se basa en la cooperación individual entre personas, porque nadie puede educar a nadie actuando como quien pone a circular una bolsa de caramelos.
Los profesores lo saben. No son gestores inmobiliarios que reparten parcelas de información a demanda. Por el contrario, juegan un papel dinámico, al hacer posible que la gente aprenda. Aún así, cada persona debe esforzarse por formarse. La educación de cada persona se vuelve tan irrepetible como su personalidad y su espíritu como ser humano único.
El cosmopolitismo amplia el significado de la educación arrojando luz sobre el valor de los rasgos comunes y compartidos de la vida humana. Aunque los valores que la gente aprecia difieran entre sí, todas las personas comparten la capacidad de valorar. Aunque le encuentren sentido a formas de arte, tipos de familia, amistades y trabajos bastante diferentes, comparten una búsqueda implícita del sentido de la vida, en vez de desear una mera existencia pétrea. Una educación de mentalidad cosmopolita puede ayudar a la gente a reconocer estos rasgos comunes como una base renovada para la comprensión mutua y la cooperación.
El prisma cosmopolita hace visible la relación simbiótica entre puntos de vista que pueden, en una primera impresión, parecer incompatibles. En términos teóricos, una afirmación acerca de lo que es universal puede sonar universalista, es decir: homogeneizadora, reductiva y opresiva. Una defensa de lo local puede sonar cerrada, es decir: separatista, estrecha de mente y defensiva. Pero el cosmopolitismo no es un sinónimo de universalismo, y lo local no es sinónimo de provincianismo. Como he mencionado arriba, el cosmopolitismo significa sostener, en una tensión productiva, los valores de apertura reflexiva a lo nuevo y de lealtad reflexiva ante lo conocido.
El cosmopolitismo se ha asociado a veces a gente acomodada y a privilegiados que tratan el mundo como un bufet de frescas delicias. El término puede conjurar la imagen de un elitista y actual urbanita —en Bangkok, Buenos Aires, Hong Kong, Londres, Mumbai, Nairobi, Nueva York, San Petesburgo, Sidney o Tokio— que disfruta de gastronomías y músicas de todo el mundo, que sigue las noticias internacionales, se viste con un estilo intercultural y viaja por todos los rincones del mundo. No hay nada malo que sea inherente a ninguna de estas acciones. Dejando de lado los placeres que proporciona, puede promover o incluso encarnar una orientación cosmopolita. Pero puede no ser así. Puede sumergir a la gente en la dimensión consumista y explotadora de la globalización, en la que todo se convierte en una mercancía que consumir; un fenómeno bastante distinto al ethos participativo y receptivo representado por el cosmopolitismo.
Viajar, deleitándose con el arte de todo el mundo, y el gusto por ello, no son, por sí mismos marcadores de una disposición cosmopolita, y tampoco son necesariamente intercambiables. Tal y como dejan claro la investigación, el periodismo, las películas, las novelas, la poesía y la experiencia cotidiana, un panadero, un conserje, un taxista, o un maestro de escuela de pueblo, un pescador o un vendedor del mercado, pueden tener una sensibilidad cosmopolita mucho más vívida que el ejecutivo más viajado y mejor conectado; que en cualquier caso está, casi siempre, acampado en áreas de descanso de los aeropuertos y encadenado a los hoteles. Dicho de otro modo, la persona más viajada del mundo puede ser también la más provinciana de todas en cuanto a su punto de vista y su sentido del juicio. Una educación de tendencia cosmopolita implica viajar, pero con un acento no en el movimiento físico per se, sino en el sentido intelectual, ético y estético del viaje.
Una cercanía que preserve la singularidad; una distancia que nos acerque
Una tesis central de esta obra es que la educación de tendencia cosmopolita ayuda a la gente a gozar de una cercanía que preserva la singularidad, y a la vez de una distancia que nos acerca. Esta expresión surge de mi estudio durante muchos años de la vida en las aulas. En esa vida, como profesor de un grupo de alumnos que se relacionan entre sí durante un año académico, a menudo observo como llegan a aprender una buena cantidad de cosas acerca de los intereses de los demás, sus personalidades, sus disposiciones, sus costumbres, sus puntos fuertes y sus debilidades, sus esperanzas y sus anhelos. En ese sentido, se van acercando los unos a los otros, a medida que pasan las semanas y los meses. De todos modos, ellos, de hecho, se están acercando y a la vez separando, precisamente a través de un reconocimiento más profundo de aquello que distingue a los unos de los otros. Esa cercanía es real, vital y dinámica. Vuelve fascinante la vida en el aula y hace que constituya una recompensa, al menos para los alumnos y los profesores que se lo toman en serio.
Al mismo tiempo, el profesor y los estudiantes se van distanciando y acercando a través del estudio y de las experiencias que lo acompañan. Sea en la educación artística, histórica, matemática, física o científica, o sea en la primaria, en la secundaria o a nivel universitario, llegan a compartir durante el curso a una colección incontable de preguntas, investigaciones, notas, problemas, desafíos, dificultades, reflexiones, y mucho más. Estas experiencias no son un camino de rosas. Los desacuerdos, los resentimientos y la confusión suelen aparecer una y otra vez. Pero el profesor y los alumnos vuelven al trabajo. Sus experiencias compartidas corroboran ese desplazarse unidos a través del tiempo y de la actividad. Como con su cercanía, su unidad participativa a través de la a veces desigual aventura de la educación es real, vital y dinámica. Cuanto más comprometidos estén los profesores y los alumnos, más formativo e incitador será el viaje junto a sus compañeros.
Esta imagen de la cercanía y la distancia evoca numerosos interrogantes: ¿Qué significa ser profesor en un mundo globalizado? ¿Los profesores están al servicio del estado o nación en el que vivan? ¿Son meros funcionarios, a quienes se les paga para que lleven a cabo los dictados de unas autoridades más o menos retrógradas? ¿Son los representantes de lo que podría llamarse “la república de la educación”, que va más allá de las fronteras políticas y que contempla su esfuerzo como algo más que el mantenimiento de unos valores particularistas o nacionalistas? ¿Los profesores encarnan el verdadero significado de la educación a la hora de ayudar a los jóvenes a desarrollar una comprensión más amplia y profunda de sí mismos, de la comunidad y del mundo? ¿Qué significa ser un profesor que capta y está de acuerdo con el valor de estar reflexivamente abierto a las nuevas ideas y gentes, mientras que a la vez, es reflexivamente leal a particulares creencias, tradiciones y prácticas? Un profesor como ése podrá equilibrar —aunque no con facilidad—, los valores engastados en la institución local que le haya contratado con aquellos propios de un horizonte humano más amplio.
Estas cuestiones se remontan a los orígenes de la educación misma, que surgió históricamente en tensión con la socialización, aunque no necesariamente en conflicto con ella. Si la socialización significa adquirir una forma de vida —aprender una lengua y un conjunto de costumbres culturales—, la educación significa aprender a reflexionar acerca de dicha forma de vida mientras se adquiere también conocimiento sobre los sujetos y el mundo.
Tanto la idea de la enseñanza como vocación, como la idea de enseñar como práctica moral, tienen raíces en el origen de la educación, milenios atrás. Concebir la enseñanza como una vocación, en vez de, únicamente, como un empleo o una ocupación, eleva la enseñanza al lugar que le corresponde por derecho propio: el de una de las empresas sociales más dignas e importantes. Los valores de la enseñanza residen en lo que ésta cristaliza, y en la capacidad intelectual del ser humano individual. No hay nada portentoso o solemne en este retrato. Enseñar siempre ha requerido una delicadeza en el gesto cuando se trata de apoyar la educación en vez de, el dogmatismo o el adoctrinamiento. La delicadeza es la otra cara de la seriedad de dicha tarea (Calvino, 1993: 3-29). Implica ser receptivo, ágil y paciente en el acto de enseñar, al tiempo que también implica un sentido del propósito educativo.
Para concebir la enseñanza como una actividad moral hay que reconocer el hecho de que principios morales como la consideración y la generosidad, y principios de conducta como la imparcialidad y el respeto por la verdad, siempre están en juego en la enseñanza. Sea en la escuela primaria, en los entornos educativos para adolescentes que le siguen, o en los seminarios para universitarios, la gente está constantemente aprendiendo estos principios —o sus opuestos—, —si bien más indirecta que abiertamente—. Así, se trata de un asunto que está mucho más ligado a la educación que la simple transferencia de conocimiento —a pesar de la importancia de ésta—. Las distintas formas en las que se producen (o no se producen) la enseñanza y el aprendizaje encarnan dimensiones morales, para bien y para mal. Parece que nunca se dé un vacío moral en la educación; sus significados, valores, y consecuencias para los seres humanos son puestos en duda a cada momento, no importa lo microscópica que sea la escala de esa puesta en discusión.
La enseñanza a lo largo de la historia humana ha sido siempre una empresa moral, y también ha sido una vocación; al menos para un buen número de quienes la han practicado. Actualmente, mientras el mundo se hace más compacto, y los seres humanos encuentran una dificultad creciente a la hora de excluir las influencias externas, los profesores pueden fomentar una educación que equipe a la gente no solo para lidiar con estas circunstancias, sino para reconstruir su planteamiento frente a ellas. En vez de, sencillamente, reaccionar contra el hecho de que se les trate como masa indiferenciada, la gente puede responder —como muchos hacen hoy en día— implicando a otros en una comunicación creativa y en un intercambio. Tal y como de hecho hacen, pueden transformar su proximidad de mero accidente y adversidad en una relación educativa, en la que pueden aprender los unos de los otros a cómo “estar” en su entorno de manera más eficaz, con determinación y con humanidad. Pueden aprender a acercarse y a separarse. No deben abandonar su singularidad individual y cultural. Por el contrario, pueden llegar a percibir y comprehender las diferencias bajo una luz más clara, no importa lo parcial, incompleta y provisional que su percepción sea.
Una cercanía que preserve la singularidad, una distancia que nos acerque: la imagen enmarca la enseñanza y la educación cuando se contemplan a través del prisma cosmopolita. Aquí y en los capítulos que siguen elucidaré esta perspectiva. Ilustraré la orientación cosmopolita a través de ejemplos basados en la historia, la investigación filosófica, el arte, la investigación etnográfica y la vida cotidiana. El análisis mostrará por qué el cosmopolitismo toca con los pies en la tierra —y de un modo apasionante— en vez de constituir una torre de marfil o una mera postura teórica.
A una respetuosa distancia del idealismo utópico
La discusión atemperará el viejo impulso utópico que hay detrás del cosmopolitismo. Este impulso encuentra su expresión en cuestiones tales como: ¿Qué aspecto tendría un mundo verdaderamente cosmopolita? ¿Sería un mundo en el que los seres humanos se podrían mover en paz a través de diversas comunidades, compartiendo, comunicándose, participando, aprendiendo, interesándose e incluso disfrutando de las diferencias y las semejanzas entre unos y otros?
¿Es éste el mundo que se ve a través de un prisma cosmopolita? ¿O es, en cambio, nuestro mundo el que se va iluminando con más claridad? ¿Es ése nuestro mundo, con sus desalentadoras y terribles injusticias, que persisten junto a su penetrante belleza, su inspiradora bondad, su alegría iridiscente y su amor sin límites? Las visiones utópicas pueden constituir un punto de partida valioso para criticar el funcionamiento actual (Leung, 2009: 372). Pero son utópicas solo porque desatan con facilidad el espíritu humano del aquí y del ahora. Anne-Marie Drouin-Hans (2004: 23-24) nos recuerda el doble gesto presente en la utopía: puede connotar un “lugar bueno” (del griego eu-topos), pero también “ningún lugar” (gr. ou-topos). El mundo, visto a través del prisma cosmopolita, no es ni edénico ni infernal, no es ni una comedia ni una tragedia, no es ni bueno ni malo. No es tampoco una escena del inevitable progreso ni, como Kant lo planteó con tristeza en una ocasión, un lugar de amarga expiación para lo que parecen ser unos pecados largamente olvidados. El mundo tiene aspectos de todos estos atributos.
Desde una perspectiva cosmopolita, de todos modos, el mundo es lo que los seres humanos hacen de él, sujeto a las condiciones de su mortalidad, vulnerabilidad y falibilidad. Durante milenios, la gente ha recurrido, justificadamente, a la educación como a una fuente “hacedora” de formas de vida generativas y habitables. La educación, desde una perspectiva cosmopolita, merece ser escuchada porque sus raíces se hallan en la vida cotidiana, especialmente en las siempre presentes encrucijadas entre lo nuevo y lo conocido, a las que todo el mundo está sujeto, en varios grados y de maneras distintas. Dichas encrucijadas pueden ser un escenario para el aprendizaje y para el cosmopolitismo mismo, y como he señalado en el título de este libro, se pueden entender como una orientación educativa frente al mundo.
Los apartados que siguen ofrecen una introducción histórica para la indagación y el sentido del panorama de la investigación contemporánea sobre el cosmopolitismo. Dichos apartados también iluminarán el método de trabajo adoptado en este libro y anticiparán los temas de los siguientes capítulos.
INTRODUCCIÓN HISTÓRICA AL COSMOPOLITISMO
Las tradiciones filosóficas que se originan en el mundo mediterráneo han dado cuenta de la idea cosmopolita en sus formas más amplias. Como corresponde, me centraré en ellas en este libro. Sea como sea, dichas formas nunca han sido autónomas (ni “puramente” occidentales; independientemente de lo que eso signifique), ni tampoco son, en absoluto, las más influyentes en el mundo actual. En primer lugar, el Mediterráneo ha sido siempre una encrucijada de culturas, desde los entornos sociales de los moriscos, los cristianos y los judíos de la España medieval en el oeste, hasta el ethos multilingüe y multicultural de la cuenca oriental del Mediterráneo al este, por no mencionar a la cultura fenicia, cartaginesa o marroquí del norte de África y la cultura griega y romana del sur de Europa. En segundo lugar, los motivos cosmopolitas aparecen en numerosas corrientes filosóficas, derivadas, por ejemplo, de los upanishads hindúes (primer milenio a. C.) y las analectas de Confucio (siglo VI a. C.). Los estudiosos contemporáneos han identificado temas cosmopolitas en éstas y en otras antiguas tradiciones (Giri, 2006; Kwok-bun, 2005; Levenson, 1971). Han dejado claro que el cosmopolitismo siempre ha existido, en términos globales, de punta a punta del mundo (Bhattacharya, 1997; Bose y Manjapra 2010; Sen, 2006; Shayegan, 1992; Salomon, 1979), poniendo en cuestión las nociones estereotipadas (o “esencialistas”) de Oriente y de Occidente1.
El término cosmopolitismo deriva del griego kosmopolites, normalmente traducido como “ciudadano del mundo”. Como muestran Pauline Kleingeld y Eric Brown en su concisa revisión de la historia de la idea cosmopolita (Kleingeld y Brown, 2006; también véase Kleingeld, 1999), existen indicios de ello en el entusiasmo de Sócrates (470-399 a C.) por hablar con personas de todas partes. Uno puede discernir también una actitud cosmopolita en las prácticas de viaje de los sofistas —contemporáneos de Sócrates—, que fueron maestros itinerantes y las primeras personas en la cultura occidental a quienes se les pagó por sus servicios educativos. Los estudiosos han podido determinar que la idea cosmopolita encuentra su primera expresión en la voz de Diógenes (390-323 a C.), un filósofo cínico famoso por declarar que él provenía del mundo, y no de una determinada cultura o ciudad. Uno de sus maestros, Antístenes (455-360 a C.), colaboró en el origen de la filosofía cínica, incluyendo su aspecto cosmopolita. Los cínicos eran unas personas que se planteaban el gobierno local y las costumbres como algo que, en muchos aspectos, era estrecho de miras y estaba fuera de tono en relación a la naturaleza. Ellos interpretaron la obligación moral como una forma de lealtad a la humanidad misma; que conocían bien, dado el poliédrico ethos cultural del mundo Mediterráneo de la época (Branham y Goulet-Cazé, 1996; Schofield, 1991).
La influencia de los cínicos se filtró a través de derivaciones subsiguientes del cosmopolitismo, aunque con marcadas diferencias respecto a su deliberada distancia frente a la vida pública. La idea alcanzó su apogeo en el mundo antiguo, en el seno de los estoicos helenistas y romanos, quienes, de diversas formas, sugirieron que era posible consagrarse tanto a la comunidad local como a la comunidad humana en sentido amplio. Intentaron formular unos modos de vida en los que cada uno pudiera estar en armonía tanto con las obligaciones particulares como con las necesidades y esperanzas de la humanidad en su sentido más amplio —un punto de vista que sustenta lo que he denominado como apertura reflexiva a lo nuevo, fusionada con una lealtad reflexiva hacia lo conocido—. Escritores tan diferentes como Cicerón, Séneca, Epicteto y Marco Aurelio aventuraron ciertas ideas cosmopolitas en sus textos. La investigación reciente sobre éstas y otras figuras ha disuelto el estereotipo según el cual los estoicos eran unos individuos distantes, aislados y que sufrían larga y “estoicamente”. Los estudiosos han demostrado que los estoicos, a través de diferentes tipos de prácticas, se preocuparon a menudo por la vida pública y fueron activos políticamente, incluso mientras se centraban en cultivar su existencia ética, estética e intelectual (Brown, 2006; Foucault, 2005; Hadot, 1995; Long, 1996; Nussbaum, 1994; Reydams-Schils, 2005; Sellars, 2003). En el capítulo 2, volveré a Sócrates y los estoicos, así como a sus descendientes, que también se preocuparon por el cosmopolitismo, mostrando cuán rico es su legado para el profesor actual en un mundo globalizado.
Durante el despertar del Renacimiento, con su redescubrimiento de Platón y de otras fuentes antiguas, escritores como Desiderus Erasmo (1466-1536) y Michel de Montaigne (1533-1592) esbozaron una serie de descripciones que miraban a las realizadas por los estoicos, en torno a la importancia de la tolerancia y del intercambio mutuo. Formularon un planteamiento ecuménico que pudo reducir los conflictos religiosos prevalentes en la época, al tiempo que ellos mismos respetaron las diferencias humanas en cuanto a la cultura, las artes u otros campos (Kraye, 1996; Toulmin, 1990).
Durante el siglo XIX, muchos escritores, juristas, hombres de negocios, artistas y otras personas en toda Europa se esforzaron por romper con lo que veían como un rígido absolutismo monárquico. Para algunos se trató de algo arriesgado, y generaron un importante acervo de artefactos retóricos que enmarcaron su identidad permitiéndoles abogar por sus ideales cosmopolitas, de solidaridad humana, que traspasaron las fronteras de las costumbres nacionales y tribales (Jacobs, 2006; Rosenfield, 2002; Schlereth, 1977).
Los comentaristas sitúan el origen de sus afirmaciones cosmopolitas, en parte, en la visión de que, dado que los seres humanos son capaces de la colaboración racional y moral, deben ser tratados con respeto. No se trata de cosas que tengan un valor meramente económico o cultural, sino que tienen que ver con la dignidad. Se trata de criaturas creativas, más que meramente creadas. Son fines en sí mismos, en vez de meros medios para los fines ajenos (Kant, 1990: 51-52). Dicha visión llevó a los pensadores cosmopolitas —a diferencia de algunos de sus contemporáneos del Enlightenment— a condenar la guerra, la esclavitud y el imperialismo (Kant, 1963b; Carter, 2001; Muthu, 2003). Immanuel Kant (1724-1804) eclipsó sus propios prejuicios culturales al decir que el respeto moral —derivado del alemán achtung, que a su vez puede interpretarse como “reverencia”— se traduce en el deber de hacer posible para todo el mundo una educación que les sitúe de modo que puedan darle forma al curso de sus vidas. Kant dió a la idea cosmopolita un importante empuje a través de su filosofía moral y de su famosa argumentación acerca de cómo generar paz entre los Estados y entre las comunidades.
EL PANORAMA ACTUAL DEL COSMOPOLITISMO
En años recientes, los estudiosos de diversas disciplinas y diversas partes del mundo han reanimado la idea cosmopolita. Han demostrado que el cosmopolitismo tiene importantes y distintas manifestaciones en la vida humana, así como la permeabilidad de la idea a las influencias provenientes de todas partes. Dicha comunidad de estudiosos incluye a filósofos y teóricos políticos, que realizan un trabajo conceptual; a historiadores que estudian los resultados, en el pasado de la práctica de la mentalidad cosmopolita; a críticos literarios que examinan sus rasgos en la literatura universal; a investigadores de campo que tratan de iluminar el “cosmopolitismo existente en la actualidad” (Malcolmson, 1998) o lo que puede denominarse como “cosmopolitismo sobre el terreno” (Hansen, 2010a), y a los estudiosos de la educación que se centran en las ramificaciones del pensamiento y la práctica cosmopolita. Este interés tan variado refleja el hecho de que la idea ha sido una fuente de pensamiento crea tivo para las cuestiones tanto morales como políticas.
Algunos de los estudiosos actuales combinan las ideas cosmopolitas con otras más conocidas extraídas del humanismo, el liberalismo y el multiculturalismo. Otros afrontan una unidad diferente de análisis que la que sugieren estos conceptos. En términos heurísticos, su punto de partida no es ni la humanidad ni el individuo como tales, como en el humanismo y en el liberalismo; ni tampoco la comunidad como tal, como en el multiculturalismo. Por el contrario, tal y como yo lo interpreto, el enfoque está en lo que la persona y la comunidad son en la actualidad, en yuxtaposición a aquello en lo que debe rían convertirse a través de una respuesta reflexiva a las nuevas influencias, unida a una apreciación reflexiva de sus propias raíces y valores. Dicho de otro modo: el intercambio liberal y multicultural centra la atención en la evaluación de los valores existentes —valores que se toman como dados y como si fueran autónomos—. Sin embargo, la tendencia cosmopolita subraya la emergencia —no importa lo modestos que sean sus términos y objetivos— de los valores transformados (Earle y Cvetkovich, 1995, p. 102, passim); valores para los que aún no existe un lenguaje descriptivo. Este gesto no significa abandonar los valores previos. El término “transformación”, desde una perspectiva cosmopolita, pone el acento no en el cambio radical, sino en una progresiva reconfiguración. Hace hincapié en la continuidad de los valores y de las creencias, pero no en su inmovilidad. Dicha orientación implica aprender de las diferencias de valores, lejos de meramente tolerarlas.
Desde un punto de vista cosmopolita, aprender es absorber, metabolizar lo nuevo para convertirlo en conocido, igual que lo conocido adopta nuevas cualidades.
El actual interés en el cosmopolitismo también encarna un deseo de desplazarse más allá de los callejones sin salida que se perciben en la denominada “política de la identidad”, con sus postulados de fondo respecto a la pureza cultural e individual que, en algunas articulaciones, hacen inconcebible la comprensión mutua a través de la diferencia. Desde una perspectiva cosmopolita, la pureza y la fijeza de la identidad son imposibles, dada la inevitable porosidad de las culturas y de los individuos a la hora de influenciarse mutuamente, desde que el mundo se ha ampliado. No hay dique que pueda contener ni aislar el caudal de esa influencia. Las barreras que los individuos y los grupos pueden erigir atestiguan, en su misma construcción, la permanente presencia de la influencia externa. Esas barreras no pueden conformar una muralla que nos proteja del mundo —no, al menos, durante mucho tiempo— aunque sí puedan cercarnos con sus muros.
Partir, como hace el cosmopolitismo, de que la permeabilidad y la porosidad son la regla y no la excepción en las relaciones humanas, no es lo mismo que adoptar una visión individualista —sea esta liberal o estética— según la cual dicha condición “es buena” por sí misma y la gente debe deleitarse en ella. No equivale a celebrar la figura de ese tipo de nómada privilegiado, consumista, que cata el bufet mundial del arte, de las gastronomías y de otras tradiciones. Es más, no equivale a ignorar la presión homogeneizadora que ejercen las fuerzas de la globalización sobre la comunidad local y el individuo.
Kwame Anthony Appiah cataliza el espíritu de buena parte de la investigación actual en torno al cosmopolitismo. Dice: “solo podemos aprender de las historias de los demás si compartimos tanto las capacidades humanas como un mismo mundo; relativizar todo ello es una razón no para conversar, sino para quedarse callados” (2005: 257). Appiah se refiere a “capacidades”, en vez de a “valores”. Sabe, como muchas otras personas en todo el mundo, que los valores económicos, artísticos, religiosos, familiares y de otra índole difieren marcadamente de un lugar a otro. Su diversidad es incalculable. Es más, las personas que suscriben los mismos valores a menudo los expresan de diferente manera. Dos pintores que aprecien el color rojo pueden expresar el valor que le otorgan de manera opuesta en sus obras. Dos profesores que reverencien la ciencia pueden conducir sus experimentos y el resto de actividades de un modo distinto en el aula. Los ejemplos, en este caso, parecen ser infinitos. Es por eso que Appiah se cuida de no referirse a valores, sino a capacidades. Yo creo que se refiere a las capacidades humanas de pensar, hablar, escuchar, contar y seguir historias, aprender y ser capaz de empezar de nuevo cuando las cosas se tuercen.