Título
El Autor
Cuento simbólico
El monje Teótimo
Hylas
Peer Gynt
Ariel
Mi retablo de Navidad
La inscripción del Faro de Alejandría
About the Publisher
José Enrique Camilo Rodó Piñeyro was a Uruguayan essayist. He cultivated an epistolary relationship with important Hispanic pensadores of that time, Leopoldo Alas in Spain, José de la Riva-Agüero in Peru, and, most importantly, with Rubén Darío, the most influential Latin American poet to date, the founder of modernismo. As a result of his refined prose style and the modernista ideology he pushed, Rodó is today considered the preeminent theorist of the modernista school of literature.
Rodó is best known for his essay Ariel, drawn from The Tempest, in which Ariel represents the positive, and Caliban represents the negative tendencies in human nature, and they debate the future course of history, in what Rodó intended to be a secular sermon to Latin American youth, championing the cause of the classical western tradition. What Rodó was afraid of was the debilitating effect of working individuals' limited existence doing the same work, over and over again, never having time to develop the spirit. Among Uruguayan youth, however, he is best known for Parque Rodó, the Montevideo park named after him.
For more than a century now, Ariel has been an extraordinarily influential and enduring essay in Latin American letters and culture due to a combination of specific cultural, literary, and political circumstances, as well as for its adherence to Classical values and its denunciation of utilitarianism and what Rodó called "nordomanía".
Rodó warns against "nordomanía," or the attraction of North America, and yankee materialism. His thought reflects on history, when the United States was growing in the Western Hemisphere, especially in Latin America early in the 20th Century. Rodó echoes the importance of regional identity and how it should be rooted deeply into every country. However, to create and maintain regional identity proves difficult at times due to outside cultural and economic influence. There were many examples in Rodó's immediate past, mainly the Spanish–American War of 1898. Rodó posits that even though outside influence from other countries may be beneficial, it might destroy the principles on which that particular country or region were based from their origin. This is why Rodó argues that it is the responsibility of Spanish-American youth to help form and maintain regional and cultural identity to the best of its potential.
Encuentro el símbolo de lo que debe ser nuestra alma en un cuento que evoco de un empolvado rincón de mi memoria. -Era un rey patriarcal, en el Oriente indeterminado e ingenuoo donde gusta hacer nido la alegre bandada de los cuentos. Vivía su reino la candorosa infancia de las tiendas de Ismael y los palacios de Pilos. La tradición le llamó después, en la memoria de los hombres, el rey hospitalario. Inmensa era la piedad del rey. A desvanecerse en ella tendía, como por su propio peso, toda desventura. A su hospitalidad acudían lo mismo por blanco pan el miserable que el alma desolada por el bálsamo de la palabra que acaricia. Su corazón reflejaba, como sensible placa sonora, el ritmo de los otros. Su palacio era la casa del pueblo. -Todo era libertad y animación dentro de este augusto recinto, cuya entrada nunca hubo guardas que vedasen. En los abiertos pórticos, formaban corro los pastores cuando consagraban a rústicos conciertos sus ocios; platicaban al caer la tarde los ancianos; y frescos grupos de mujeres disponían, sobre trenzados juncos, las flores y los racimos de que se componía únicamente el diezmo real. Mercaderes de Ofir, buhoneros de Damasco, cruzaban a toda hora las puertas anchurosas, y ostentaban en competencia, ante las miradas del rey, las telas, las joyas, los perfumes. Junto a su t¡ono reposaban los, abrumados peregrinos. Los pájaros se citaban al mediodía para recoger las migajas de su mesa; y con el alba, los niños llegaban en bandadas bulliciosas al pie del lecho en que dormía el rey de barba de plata y le anunciaban la presencia del sol. -Lo mismo a los seres sin ventura que a las cosas sin alma alcanzaba su liberalidad infinita. La Naturaleza sentía también la atracción de su llamado generoso; vientos, aves y plantas parecían buscar, -como en el mito de Orfeo y en la leyenda de San Francisco de Asís,- la amistad humana en aquel oasis de hospitalidad. Del germen caído al acaso, brotaban y florecían, en las junturas de los pavimentos y los muros, los alhelíes de las ruinas, sin que una mano cruel los arrancase ni los hollara un pie maligno. Por las francas ventanas se tendían al interior de las cámaras del rey las enredaderas osadas y curiosas. Los fatigados vientos abandonaban largamente sobre el alcázar real su carga de aromas y armonías. Empinándose desde el vecino mar, como si quisieran ceñirle en un abrazo, le salpicaban las olas con su espuma. Y una libertad paradisial, una inmensa reciprocidad de confianzas, mantenían por donde quiera la animación de una fiesta inextinguible...
Pero dentro, muy dentro; aislada del alcázar ruidoso por cubiertos canales; oculta a la mirada vulgar -como la "perdida iglesia" de Úhland en lo esquivo del bosque- al cabo de ignorados senderos, una misteriosa sala se extendía, en la que a nadie era lícito poner la planta, sino al mismo rey, cuya hospitalidad se trocaba en sus umbrales en la apariencia de ascético egoísmo. Espesos muros la rodeaban. Ni un eco del bullicio exterior; ni una nota escapada al concierto de la Naturaleza, ni una palabra desprendida de los labios de los hombres, lograban traspasar el espesor de los sillares de pórfido y conmover una onda del aire en la prohibida estancia. Religioso silencio velaba en ella la castidad del aire dormido. La luz, que tamizaban esmaltadas vidrieras, llegaba lánguida, medido el paso por una inalterable igualdad, y se diluía, como copo de nieve que invade un nido tibio, en la calma de unambiente celeste. Nunca reinó tan honda paz; ni en océanica gruta, ni en soledad nemorosa. -Alguna vez -cuando la noche era diáfana y tranquila,- abriéndose a modo de dos valvas de nácar la artesonada techumbre, dejaba cernerse en su lugar la magnificencia de las sombras serenas. En el ambiente flotaba como una onda indisipable la casta esencia del nenúfar, el perfume sugeridor del adormecimiento penseroso y de la contemplación del propio ser. Graves cariátides custodiaban las puertas de marfil en la actitud del silenciario. En los testeros, esculpidas imágenes hablaban de idealidad, de ensimismamiento, de reposo ... -Y el viejo rey aseguraba que, aun cuando a nadie fuera dado acompañarle hasta allí, su hospitalidad seguía siendo en el misterioso seguro tan generosa y grande como siempre, sólo que los que él congregaba dentro de sus muros discretos eran convidados impalpables y huéspedes sutiles. En él soñaba, en él se libertaba de la realidad, el rey legendario; en él sus miradas se volvían a lo interior y se bruñían en la meditación sus pensamientos como las guijas lavadas por la espuma; en él se desplegaban sobre su noble frente las blancas alas de Psiquis ... Y luego, cuando la muerte vino a recordarle que él no había sido sino un huésped más en su palacio, la impenetrable estancia quedó clausurada y muda para siempre; para siempre abismada en su reposo infinito; nadie la profanó jamás, porque nadie hubiera osado poner la planta irreverente allí donde el viejo rey quiso estar solo con sus sueños y aislado en la última Thule de su alma.
Yo doy al cuento el escenario de vuestro reino interior. Abierto con una saludable liberalidad, como la casa del monarca confiado, a todas las corrientes del mundo, exista en él, al mismo tiempo, la celda escondida y misteriosa que desconozcan los huéspedes profanos y que a nadie más que a la razón serena pertenezca. Sólo cuando penetréis dentro del inviolable seguro podréis llamaros, en realidad, hombres libres.
Acaso nunca ha habido anacoreta que viviese en tan desapacible retiro como Teótimo, monje penitente, en alturas más propias que de penitentes, de águilas. Tras de placer y gloria, gustó lo amargo del mundo; debió su conversión al dolor; buscó un refugio, bien alto, sobre la vana agitación de los hombres; y le eligió donde la montaña era más dura, donde la roca era más árida, donde la soledad era más triste. Cumbres escuetas, de un ferruginoso color, cerraban en reducido espacio el horizonte. El suelo era como gigantesca espalda desnuda: ni árboles, ni aun rastreras matas, en él. A largos trechos, se abría en un resalte de la roca una concavidad que semejaba negra herida, y en una de ellas halló Teótimo su amparo. Todo era inmóvil y muerto en la extensión visible, a no ser un torrente que precipitaba su escaso raudal por cauce estrecho, fingiendo llantos de la roca, y las águilas que solían cruzarse entre las cimas. En esta espantosa soledad clavó Teótimo su alma, como el jirón de una bandera destrozada en lides de! mundo, para que el viento de Dios la limpiase de la sangre y el cieno. Bien pronto, casi sin luchas de tentación y sin nostálgicas memorias, la gracia vino a él, como el sueño al cuerpo vencido del cansancio. Logró la entera sumersión del pecho en el amor de Dios; y al paso que este amor crecía, un sentimiento intenso, lúcido, de la pequeñez humana, se concretaba dentro de él, en este diamante de la gracia: la más rendida y congojosa humildad. De las cien máscaras del pecado tomó en mayor aborrecimiento a la soberbia, que, por ser primera en el tiempo que las otras, antes que máscara del pecado le pareció su semblante natural. Y sobre la roca yerma y desolada, frente al adusto silencio de las cumbres, Teótimo vivió, sin otros pensamientos que el de la única grandeza velada allá tras la celeste bóveda que sólo en reducida parte veía, y el de su propia pequeñez e indignidad.
Pasaron años de esta suerte; largos años durante los cuales la conciencia de Teótimo sólo reflejó de su alma imágenes de abatimiento y penitencia. Si acaso alguna duda de la constancia de su piedad humilde le amargaba, ella nacía del extremo de su misma humildad. Fue condición que Teótimo había puesto en su voto, ir, una vez que pasase determinado tiempo de retiro, a visitar la tumba de sus padres, y volver luego, para siempre, al desierto. Cumplido el plazo, tomó el camino del más cercano valle. La montaña perdía, en lo tendido de su falda, parte de su aridez, y algunas matas, rezagadas de vegetación más copiosa, interrumpían lo desnudo del suelo. Teótimo se sentó a descansar junto a una de ellas. ¿Cuántos años hacía que no posaba los ojos en una flor, en una rama, en nada de lo que compone el manto alegre y undoso colgado de los hombros del mundo? ... Miró a sus pies, y vió una blanca florecilla que nacía de un tallo acamado sobre el césped; trémula, y como medrosa, con el soplo del aura. Era de una gracia suave, tímida; sin hermosura, sin aroma ... Teótimo, que reparó en ella sin quererlo, se puso a contemplarla con tranquilo deleite. Mientras notaba la sencilla armonía de sus hojuelas blancas, el ritmo de sus movimientos, la gracia de su debilidad, una idea súbita nació de la contemplación de Teótimo. ¡También cuidaba el cielo de aquella tierna florecilla; también a ella destinaba un rayo de su amor, de su complacencia en la obra que vió buena! ... Y esta idea no era en él grata, afectuosa, dulcemente conmovida, como acaso la tuvimos nosotros. Era amarga, y promovía, dentro de su pecho, como una hesitante rebelión. Sobre la roca yerma y desolada nunca había nublado su humildad el pensamiento que ahora le inquietaba. ¿Todo el amor de Dios no era entonces para el alma del hombre? ¿El mundo no era el yermo, sobre el cual, única flor, flor de espinoso cardo, el alma humana se entreabría, sabedora de no merecer la luz del cielo, pero sola en gozar del beneficio de esta luz? Vano fue que luchara por quitar los ojos del alma, de este obstinado pensamiento, porque él volvía a presentársele, cual si lo empujase a la claridad de la conciencia de Teótimo una tenaz persecución. Y tras él, sentía el eremita venir de lo hondo de su ser, un rugido cada vez más cercano..., un rugido cada vez más siniestro..., un rugido cuyo son conocía, y que brotaba de unas fauces que creyó mortalmente secas en su alma. Bastó una débil florecilla para que el monstruo oculto, la soberbia apostada tras la ilusión de la humildad, dejase, con avasallador empuje, su guarida ... Bajo la alegre bondad de la mañana, mientras tocaba en su pecho un rayo de sol, Teótimo, torvo y airado, puso el pie sobre la flor indefensa ...
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La reclusión en el pedazo de tierra donde se ha nacido, es soledad amplificada, o penumbra de soledad. Todos los engaños que la soledad constante e ininterrumpida cría en la imaginación del solitario, en cuanto al juicio que forma de sí mismo, suelen arraigar también en el espíritu del que no salió nunca de su patria; y cuando ha respirado el aire del extranjero, se disipan: ya se traduzca esto en desmerecimiento o en reintegración; ya sea para palpar la vanidad de la fama que le. lisonjeaba entre los suyos; ya, por lo contrario, para saber que ha de estimarse en más y que puede dar de sí más que pensaba: ya como el ermitaño cuya ilusión de santidad se deshizo en presencia de la silvestre florecilla ...
Hylas, efebo de la edad heroica, acompañaba a Hércules en la expedición de los Argonautas. Llegadas las naves frente a las costas de la Misia, Hylas bajó a tierra, para traer a sus camaradas agua que beber. En el corazón de un fresco bosque halló una fuente, calma y límpida. Se inclinó sobre ella, y aun no había hecho ademán de sumergir, bajo el cristal de las aguas, la urna que llevaba en la mano, cuando graciosas ninfas surgieron, rasgando el seno de la onda, y le arrebataron, prisionero de amor, a su encantada vivienda. Los compañeros de Hylas bajaron a buscarle, así que advirtieron su tardanza. Llamándole recorrieron la costa y fatigaron vanamente los ecos. Hylas no pareció; las naves prosiguieron con rumbo al país del áureo vellocino. Desde entonces fue uso, en los habitantes de la comarca donde quedó el cautivo de amor, salir a llamarle, al comienzo de cada primavera, por los bosques y prados. Cuando apuntaban las flores primerizas, cuando el viento empezaba a ser tibio y dulce, la juventud lozana se dispersaba, vibrante de emoción, por los contornos de Prúsium. ¡Hylas! ¡Hylas!, clamaba. Ágiles pasos violaban misterios de las frondas; por las suaves colinas trepaban grupos sonoros; la playa se orlaba de mozos y doncellas. ¡Hylas! ¡Hylas!, repetía el eco en mil partes; y la sangre ferviente coloreaba las risueñas mejillas, y los pechos palpitaban de cansancio y de júbilo, y las curvas de tanta alegre carrera eran como guirnaldas trenzadas sobre el campo. Con el morir del sol, acababa, sin fruto, la pesquisa. Pero la nueva primavera convocaba otra vez a la búsqueda del hermoso argonauta. El tiempo enflaquecía las voces que habían sonado briosa y entonadamente; inhabilitaba los cuerpos antes ágiles, para correr los prados y los bosques; generaciones nuevas entregaban el nombre legendario al viento primaveral: ¡Hylas! ¡Hylas! Vano clamor que nunca tuvo respuesta. Hylas no pareció jamás. Pero, de generación en generación, se ejercitaba en el bello simulacro la fuerza joven; la alegría del campo florecido penetraba en las almas, y cada día de esta fiesta ideal se reanimaba, con el candor que quedaba aún no marchito, una inquietud sagrada: la esperanza de una venida milagrosa.
Mientras Grecia vivió, el gran clamor flotó una vez más por año en el viento de la pnmavera: ¡Hylas! ¡Hylas!
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Exista el Hylas perdido a quien buscar, en el campo de cada humano espíritu; viva Hylas para cada uno de nosotros. Pongamos que él no haya de parecer jamás: ¿qué importa, si el solo afán de buscarle es ya sazón y estímulo con que se mantiene el halago de la vida?
Este sentimiento de la vida que se acerca a su término, sin haber llegado a convertir, una vez, en cosa que dure, fuerzas que ya no es tiempo de emplear, ¿quién lo ha expresado como Ibsen, ni dónde está como en el desenlace de Peer Gynt, que· es para mí el zarpazo maestro de aquel formidable oso blanco? Peer Gynt ha recorrido el mundo, llena la mente de sueños de ambición, pero falto de voluntad para dedicar a alguno de ellos las veras de su alma, y conquistar así la fuerza de personalidad que no perece. Cuando ve su cabeza blanca después de haber aventado el oro de ella en vana agitación, tras de quimeras que se han deshecho como el humo, este pródigo de sí mismo quiere volver al paísdonde nació. Camino de la montaña de su aldea, se arremolinan a su paso las hojas caídas de los árboles. "Somos, le dicen, las palabras que debiste pronunciar. Tu silencio tímido nos condenaa morir disueltas en el surco". Camino de la montaña de su aldea, se desata la tempestad sobre él; la voz del viento le dice: "Soy la canción que debiste entonar en la vida y no entonaste, por másque, empinada en el fondo de tu corazón, yo esperaba una seña tuya". Camino de la montaña, el rocío que, ya pasada la tempestad, humedece la frente del viajero, le dice: "Soy las lágrimas que debiste llorar y que nunca asomaron a tus ojos: ¡necio si creíste que por eso la felicidad sería contigo!". Camino de la montaña, dícele la yerba que va hollando su pie: "Soy los pensamientosque debieron morar en tu cabeza; las obras que debieron tomar impulso de tu brazo; los bríos que debió alentar tu corazón". Y cuando piensa el triste llegar al fin de la jornada, el "Fundidor Supremo" nombre de la justicia que preside en el mundoa la integridad del orden moral, al modo de la Némesis antigua, le detiene para preguntarle dónde están los frutos de su alma, porque aquéllas que no rinden fruto deben ser refundidas en la inmensa hornaza de todas, y sobre su pasada encarnación debeasentarse el olvido, que es la eternidad de la nada.
¿No es ésta una alegoría propia para hacer paladear por vez primera lo amargo del remordimiento a muchas almas que nunca militaron bajo las banderas del Mal? ¡Peer Gynt! ¡Peer Gynt! tú eres legión de legiones.
Aquella tarde, el viejo y venerado maestro, a quien solían llamar Próspero, por alusión al sabio mago de La Tempestad