Él sabía de sangre, y vio que la suya era distinta. Se notaba en el modo en que el hombre llenaba el espacio, sin emergencia y con un aire de saberlo todo, como si estuviera hecho de hilos más finos. Otra sangre. El hombre tomó asiento a una mesa y sus acompañantes trazaron un semicírculo a sus flancos.
Lo admiró a la luz del límite del día que se filtraba por una tronera en la pared. Nunca había tenido a esta gente cerca, pero Lobo estaba seguro de haber mirado antes la escena. En algún lugar estaba definido el respeto que el hombre y los suyos le inspiraban, la súbita sensación de importancia por encontrarse tan cerca de él. Conocía la manera de sentarse, la mirada alta, el brillo. Observó las joyas que le ceñían y entonces supo: era un Rey.
La única vez que Lobo fue al cine vio una película donde aparecía otro hombre así: fuerte, suntuoso, con poder sobre las cosas del mundo. Era un rey, y a su alrededor todo cobraba sentido. Los hombres luchaban por él, las mujeres parían para él; él protegía y regalaba, y cada cual, en el reino, tenía por su gracia un lugar preciso. Pero los que acompañaban a este Rey no eran simples vasallos. Eran la Corte.
Lobo sintió envidia de la mala, y después de la buena, porque de pronto comprendió que este día era el más importante que le había tocado vivir. Jamás antes había estado próximo a uno de los que hacían cuadrar la vida. Ni siquiera había tenido la esperanza. Desde que sus padres lo habían traído de quién sabe dónde para luego abandonarlo a su suerte, la existencia era una cuenta de días de polvo y sol.
Una voz atascada de flemas lo distrajo de mirar al Rey: un briago le ordenaba cantar. Lobo acató, primero sin concentrarse, porque todavía temblaba de la emoción, mas luego, con esa misma, entonó como no sabía que podía hacerlo y sacó del cuerpo las palabras como si las pronunciara por primera vez, como si le ganara el júbilo por haberlas hallado. Sentía a sus espaldas la atención del Rey y percibió que la cantina se silenciaba, la gente ponía los dominós bocabajo en las mesas de lámina para escucharlo. Cantó y el briago exigió Otra, y luego Otra y Otra y Otra, y mientras Lobo cantaba cada vez más inspirado, el briago se ponía más briago. A ratos coreaba las melodías, a ratos lanzaba escupitajos al aserrín o se carcajeaba con el otro borracho que lo acompañaba. Finalmente dijo Ya, y Lobo extendió la mano. El briago pagó y Lobo vio que faltaba. Volvió a extender la mano.
—No hay más, cantorcito, lo que queda es pa echarme otro pisto. Date de santos que te tocó eso. Lobo estaba acostumbrado. Estas cosas pasaban. Ya se iba a dar la vuelta en seña de Ni modo, cuando escuchó a sus espaldas.
—Páguele al artista.
Lobo se volvió y descubrió que el Rey atenazaba con los ojos al briago. Lo dijo tranquilo. Era una orden sencilla, pero aquel no sabía parar.
—Cuál artista —dijo—, aquí nomás está este infeliz, y ya le pagué.
—No se pase de listo, amigo —endureció la voz el Rey—, páguele y cállese.
El briago se levantó y tambaleó hasta la mesa del Rey. Los suyos se pusieron alerta, pero el Rey se mantuvo impasible. El briago hizo un esfuerzo por enfocarlo y luego dijo:
—A usted lo conozco. He oído lo que dicen.
—¿Ah sí? ¿Y qué dicen?
El briago se rió. Se rascó una mejilla con torpeza.
—No, si no hablo de sus negocios, eso todo mundo lo sabe… Hablo de lo otro.
Y se volvió a reír.
Al Rey se le oscureció la cara. Echó la cabeza un poco para atrás, se levantó. Hizo una seña a su guardia para que no lo siguiera. Se aproximó al briago y lo agarró del mentón. Aquel quiso revolverse sin éxito. El Rey le acercó su boca a una oreja y dijo:
—Pues no, no creo que hayas oído nada. ¿Y sabes por qué? Porque los difuntos tienen muy mal oído.
Le acercó la pistola como si le palpara las tripas y disparó. Fue un estallido simple, sin importancia. El briago peló los ojos, se quiso detener de una mesa, resbaló y cayó. Un charco de sangre asomó bajo su cuerpo. El Rey se volvió hacia el borracho que lo acompañaba:
—Y usté, ¿también quiere platicarme?
El borracho prendió su sombrero y huyó, haciendo con las manos gesto de No vi nada. El Rey se agachó sobre el cadáver, hurgó en un bolsillo y sacó un fajo de billetes. Separó algunos, se los dio a Lobo y regresó el resto.
—Cóbrese, artista —dijo.
Lobo cogió los billetes sin mirarlos. Observaba fijamente al Rey, se lo bebía. Y siguió mirándolo mientras el Rey hacía una seña a su guardia y abandonaba sin prisas la cantina. Lobo aún se quedó fijo en el vaivén de las puertas. Pensó que desde ahora los calendarios carecían de sentido por una nueva razón: ninguna otra fecha significaba nada, sólo esta, porque, por fin, había topado con su lugar en el mundo; y porque había escuchado mentar un secreto que, carajo, qué ganas tenía de guardar.
Polvo y sol. Silencios. Una casa endeble donde nadie cruzaba palabras. Sus padres eran una pareja perdida en un mismo rincón, sin nada que decirse. Por ello a Lobo las palabras se le fueron acumulando en los labios y luego en las manos. Tuvo escuela fugaz, en la que entrevió la armonía de las letras, el compás que las ataba y las dispersaba. Fue una hazaña íntima, porque para él los trazos en el pizarrón eran borrosos, el profesor lo tenía por bestia y se confinó a la soledad de su cuaderno. Aún consiguió dominar de puro fervor propio las costumbres de las sílabas y los acentos, antes de que lo mandaran a ganar la vida a la calle, a ofrecer rimas a cambio de lástima y centavos.
La calle era un territorio hostil, un forcejeo sordo cuyas reglas no comprendía; lo soportó a fuerza de repetir estribillos dulces en su cabeza y de habitar el mundo a través de las palabras públicas: los carteles, los diarios en las esquinas, los letreros, eran su remedio contra el caos. Se paraba en la banqueta a repasar una y otra vez con los ojos una salva cualquiera de palabras y olvidaba el ámbito fiero a su alrededor.
Un día su padre le puso el acordeón en las manos. Fríamente, como la indicación para destrabar una puerta, le enseñó a combinar los botones de la derecha con los bajos a la izquierda, y cómo el fuelle suelta y aprieta el aire para colorear sonidos.
—Y abrácelo bien —le dijo—, que este es su pan.
Al día siguiente se fue al otro lado. Esperaron sin fruto. Después, su madre cruzó y ni promesas de vuelta le hizo. Le dejaron el acordeón para que se metiera en las cantinas, y en ellas supo que los boleros admiten cara suavecita pero que los corridos reclaman bragarse y figurar la historia mientras se la canta. También aprendió las siguientes verdades: Estar aquí es cosa de tiempo y desgracias. Hay un Dios que dice Aguántese, las cosas son como son. Y, quizá, la más importante: Apártate del hombre que está a punto de vomitar.
Nunca reparó en esa cosa absurda, el calendario, porque los días se parecían todos: rondar entre las mesas, ofrecer canciones, extender la mano, llenarse los bolsillos de monedas. Las fechas ganaban nombre cuando sucedía que alguien se apiadaba de sí o de los otros y sacaba su pistola y acortaba la espera. O al descubrir Lobo los pelos y los tamaños que se le instalaban caprichosamente en el cuerpo. O cuando unos dolores como tajos adentro del cráneo lo tumbaban durante horas. Finales y caprichos así eran la huella más notable para ordenar el tiempo. En eso se le iba.
Y en saber de sangres. Podía descifrar cómo se cuajaba en las sabandijas que le decían Ven, chiquito, ven, y lo invitaban a los rincones; cómo trababa las venas de los miedosos que sonreían sin tener por qué; cómo se hacía agua en el cuerpo de los que ponían de nuevo y de nuevo la misma herida en la rocola; cómo era piedra seca en ceñudos con ganas de torcer.
Cada noche volvía Lobo al rincón donde cartoneaba, a mirar las paredes y sentir que le crecían las palabras.
Se puso a escribir canciones de cosas que le pasaban a otros. Del amor no sabía nada pero estaba al tanto; lo mentaba en medio de dichos y saberes, le ponía notas y lo vendía. Pero era una repetición lo suyo, un espejo de la vida que le contaban. Aunque tenía la sospecha de que algo más podía hacer con las canciones, ignoraba cómo arrojarse, porque ya todo estaba dicho, y entonces qué caso. Apenas quedaba esperar, continuar, esperar. ¿A qué? Un milagro.
Era como siempre se había imaginado los palacios. Sostenido en columnas, con estatuas y pinturas en cada habitación, sofás cubiertos de pieles, picaportes dorados, un techo que no podía rozarse. Y, sobre todo, gente. Cuánta persona cubriendo a zancadas las galerías. De un lado para otro en diligencias o en afán de lucir. Gente de todas partes, de cada lugar del mundo conocido, gente de más allá del desierto. Había, verdad de Dios, hasta algunos que habían visto el mar. Y mujeres que andaban como leopardos, hombres de guerra gigantescos y condecorados de cicatrices en el rostro, había indios y negros, hasta un enano vio. Se orilló a los corros y paró la oreja con hambre de saber. Escuchó de cordilleras, de selvas, de golfos, de montañas, en sonsonetes que nunca había oído: yes como shes, palabras sin eses, y unos que subían y bajaban el tono como si viajaran en cada oración, a las claras se notaba que no eran de tierra pareja.
Él había andado por estos rumbos hacía mucho, con sus padres todavía. Pero en ese entonces era un basural, una trampa de infección y desperdicios. Qué iba a sospechar que se convertiría en un faro. Estas eran las cosas que fijaban la altura de un rey: el hombre vino a posarse entre los simples y convirtió lo sucio en esplendor. Al acercarse, el Palacio reventaba un confín del desierto en una soberbia de murallas, rejas y jardines vastísimos. Una ciudad con lustre en la margen de la ciudad, que sólo parecía repetir calle a calle su desdicha. Aquí la gente que entraba y salía echaba los hombros para atrás con el empaque de pertenecer a un dominio próspero.
El Artista debía quedarse.
Se había enterado que habría fiesta esa noche, se enrumbó al Palacio y apostó su única carta:
—Vengo a cantarle a su jefe.
Los guardias lo miraron como a un perro que pasa. Ni abrieron la boca. El Artista reconoció a uno de ellos del encuentro en la cantina y vio que también él lo reconocía.
—Usted notó que le gustaron mis canciones. Déjeme cantarle y verá que queda bien.