Lo despertó una sed lépera, se levantó y fue a servirse agua pero el garrafón estaba seco y del grifo escurría nomás un hilo de aire mojado. Miró con rencor el tercio de mezcal sobre la mesa y sospechó que ése iba a ser un día horrible. No podía saber que ya era, desde hacía horas, verdaderamente horrible, mucho más que el infiernito íntimo que se había procurado a tragos. Decidió salir a la calle. Abrió su puerta, se extrañó de no ver trajinando en el pasillo a la Ñora, que vivía ahí desde que la Casota era la Casota y no dos pisos de casitas para gente a media desgracia, abrió la puerta principal y salió. Nomás dar un paso afuera, un torzón en la espalda lo alertó de que había algo mal.
Supo que no estaba soñando porque sus sueños eran muy vulgares. Cuando lograba dormir varias horas a la vez, soñaba; pero sueños tan vívidos que no servían de descanso, pequeñas variaciones de sus trayectos vulgares y sus conversaciones vulgares y sus miedos de siempre. A veces se le caía la dentadura, lo demás era vulgar; no como esto.
Un zumbido: luego el compacto bloque de mosquitos maniatando un charco de agua como si lo quisieran levantar. No había nadie, nada, ni una sola voz, ni un otro ruido cualquiera en esta avenida que a esta hora ya debía anegarse de coches. Entonces miró mejor: el charco empezaba a los pies de un árbol, como si alguien se hubiera apoyado en él mientras vomitaba; y lo que sorbían los mosquitos no era agua, sino sangre.
Tampoco había viento. Al atardecer arreciaba con madre, al menos una brisa leve ya debía haber, y lo que había era un letargo sólido: las cosas se sentían mucho más presentes porque de verdad parecían abandonadas a sí mismas.
Cerró la puerta, se quedó un segundo parado frente a ella sin saber qué hacer. Regresó a su cuarto y ahí también se quedó de pie, observando la mesa y la cama. Se sentó en la cama. Lo que más lo asustaba era no saber a qué tenerle miedo; estaba acostumbrado a lidiar con imprevistos, pero hasta los imprevistos tenían sus límites, uno podía confiar en que al abrir la puerta cada mañana el mundo no se habría vaciado de gente. Esto era como si hubiera dormido en un elevador y al despertarse las puertas estuvieran abiertas en un piso que no sabía que existía.
Una cosa a la vez, se dijo, luego vemos qué chingaos, ahora agua. Agua. Levantó la nariz, volvió a observar con atención su casa y dijo en voz alta Claro. Se levantó, fue al baño con un vaso de vidrio, alzó la tapa del tanque y vio que apenas si quedaba un fondito de tres dedos; se había levantado a mear durante la noche, y el tanque no se había vuelto a llenar después de jalarle. Raspó el fondo del tanque pero nomás le alcanzó para medio vaso. Le quedaba una sola gota de agua en el cuerpo y ésta había elegido un lugar preciso en la sien para taladrar su salida.
A la chingada, se dijo, ¿de cuándo acá les creo tanto a esos cabrones?
Cuatro días atrás parecía una broma el sonsonete, el susto que te pegan al cruzar la puerta para luego decir Tranquilo, sólo soy yo. Todos lo sabían: si era algo, era una chingaderita. Que la enfermedad era cosa de un bicho y el bicho se mantenía nomás en barrios insalubres. El problema podía arreglarse a periodicazos en la pared. Quien no tuviera para periódico podía usar las suelas; no había que estar arreglándoles todo, como si ser jodido fuera un mérito. ¡Te caes de hambre! se popularizó decirle al que estornudara o tosiera, se mareara o dijera ay.
En la Casota, sólo el piso de abajo estaba habitado, y sólo el estudiante anémico se había asustado de veras. A partir de las advertencias lo escuchaba correr hacia su puerta y espiar por la mirilla si alguien entraba o salía del edificio. La Ñora sí siguió saliendo a vigilar qué tanto hacía la gente de la cuadra. Y a la Tres Veces Rubia la había visto salir una mañana, con su novio. Lo trastornaba tener a la Tres Veces Rubia tan cerca, durmiendo y despertando y bañándose a pared y baldosas de distancia; que apretara su carne con tallas minúsculas, que la línea de las bragas le sonriera al alejarse. La Tres Veces Rubia nunca lo registraba, ni siquiera si coincidían al salir y él decía Disculpe o Pásele o Por favor, salvo en una ocasión en que ella iba con el novio y por un momento no sólo se había vuelto a mirarlo sino que le había sonreído.
Qué podía esperar él, si arruinaba los trajes nomás ponérselos: por bonitos que se vieran en el aparador, perchados en su esqueleto de inmediato se arrugaban, se caían, perdían el chiste; los arruinaba el olor de la barandilla. O era que las cosas entendían pronto que su vida era como la parada de un camión, útil momentáneamente, pero donde nadie se quedaría a vivir. Y a ella le gustaban novios como ése que la visitaba: un hamponcito relamido patrás, cuatro botones de la camisa abiertos para que se viera la virgen de oro. El novio sí lo saludaba, como quien da una propina al llegar al bar para que le sirvan fuertes los tragos.
Durante esos cuatro días previos el mensaje había sido Calmados, calmados todos, que esto no va a pasar a mayores. A él le había tocado presenciar en un camión la tensa calma del escepticismo: se había subido un vendedor ambulante a ofrecer frasquitos de gel líquido para hacer burbujas; soplaba el gel en un aro y pequeños sistemas solares salían disparados a lo largo del autobús, oscilaban, se suspendían, se posaban en alguien y no se rompían. Burbujas de gel, decía aquél, duran más que las burbujas de jabón, puede jugar con ellas, y tomaba con las puntas de los dedos varias burbujas, las agitaba, luego las juntaba y soplaba. Una se rompió en la frente de un tipo y, al parecer justo entonces, a todos les cayó el veinte de que la burbuja estaba llena de aire y saliva que venía de la boca de un extraño. Hubo un rictus de pánico glacial en los rostros del pasaje; el tipo se levantó y dijo Te sacas a la chingada, el vendedor balbuceó ¿Qué pasó, amigo?, no te pongas así, pero el otro ya se le iba encima; cuando lo levantó del suéter el chofer bajó la velocidad —un poquito— y abrió las puertas para que el hombre reventara al vendedor y sus frascos en la banqueta. Luego la cerró y aceleró. Y nadie dijo nada. Tampoco él.
Pero todavía podían pensar en ese momento que se habían librado del peligro. Las noticias de la noche anterior ya no eran un amago. Por todas partes rebotó la historia de que en un restorán dos hombres que no se conocían entre sí habían empezado a escupir sangre y casi simultáneamente se habían derrumbado sobre sus mesas. Entonces fue que salió el gobierno a declarar Creemos que la epidemia —y fue la primera vez que usaron la palabra— puede ser un poco más agresiva de lo que habíamos pensado y creemos que sólo a través de un mosquito —un mosquito egipcio, subrayaron— se contagia, pero hay un par de casos en los que al parecer fue por otra vía, así que mientras descartamos lo que haya que descartar mejor paramos todo, pero, vamos, tampoco es para preocuparse, tenemos a la gente más astuta persiguiendo a lo que sea que es, y también tenemos hospitales, pero, por si las dudas, pues, mejor quédese en casita y mejor no bese a nadie y no toque a nadie y cúbrase la nariz y la boca y reporte cualquier síntoma, pero sobre todo no se preocupe. Lo cual, razonablemente, fue entendido como Si no se encierran, se los va a cargar la chingada, a alguien hemos hecho desatinar.
Volvió a abrir la puerta de la Casota, dio dos pasos afuera y otra vez la calle lo empujó hacia atrás con una vaharada de abandono. Su esqueleto se flexionó arribabajo milimétricamente con ansiedad, Chingao chingao chingao, qué voy a hacer, y entonces sintió un roce en el cuello, se dio una palmada y vio su mano manchada con la sangre de un insecto. Retrocedió. Azotó la puerta y se quedó mirando su palma, fascinado.
¿Qué está pasando?, escuchó a sus espaldas. Se volvió y vio a la Tres Veces Rubia al fondo del pasillo. Tenía medio cuerpo afuera de su departamento y se aferraba con una mano al quicio.
Dio dos pasos hacia ella mientras se limpiaba la mano en el pantalón.
¿Qué es eso?, preguntó ella.
Grasa.
La Tres Veces Rubia se relajó un poco y volvió a preguntar:
¿Qué está pasando allá afuera?
Nada, respondió, Ora sí que nada.
Ella asintió. Probablemente había estado viendo las noticias sin atreverse a creerlas.
Buenos días, dijo él.
Tardes ya, respondió la Tres Veces Rubia. Pestañeó hacia el suelo, hizo un gesto como de berrinchito callado y dijo Mi teléfono se quedó sin crédito.
Te paso del mío, dijo él de inmediato, como si la fuerza de gravedad lo empujara a decir esas cosas cada que estaba frente a una mujer.
La Tres Veces Rubia se hizo a un lado, y aunque la transacción podían hacerla en el pasillo le señaló su casa con un movimiento de cabeza. La casa alardeaba buen gusto: un love seat morado, un póster de otra rubia sobre un sillón parecido al love seat, una alfombra azul. Le pidió un vaso con agua, pensando que era de las personas que así se sentían muy correctas, pero ella lo miró con curiosidad cuando lo dijo.
Hicieron el tráfico de tiempo y ella le dio la espalda para llamar.
A la Tres Veces Rubia el pantalón se le metía por todas partes. Él la miraba como detrás de un escaparate con la gula maldita de querer devorársela y atascarse de muslos y espalda y lengua y pedir los güesitos pa llevar. Le bajó los pants azules despacio y temblando pero no, no movió ni un dedo, le olió la nuca y le besó los tres veces rubios cabellos en la nuca pero no, no dejó de cruzar las manos al frente como el caballero cara de plantita hervida que sabía parecer. Y ella decía por el teléfono ¿Pero qué va a pasar, nos vamos a morir todos o qué? ¿Entonces por qué no vienes? Pero si tú tienes coche, no tienes que ver a nadie… Ah, ¿y no hay quien se esté con ellas? Ay, si no vienes ahorita luego se va a poner peor y entonces sí te vas a quedar para siempre encerrado ahí con tu mamá y tus hermanas, sí, ya sé, ya sé, sí, va a terminarse pronto, bueno, sí, yo también te amo, beso.
Se dio media vuelta y dijo No va a venir.
En ese momento debía haberse despedido, decir De nada, aunque ella no le diera las gracias, e irse. Pero la suya era voluntad a préstamo.
Vamos a ver la tele, dijo ella, y se metió a su habitación.
Se asomó sin atreverse a cruzar el umbral. Era un cuarto muy rosa y almohadado. Ella se sentó al borde de la cama, encendió el televisor y palmeó la colcha. Ven.
De repente empezó a salivar; su boca ya no era un desierto con zopilotes volando en círculos sobre la lengua, era una calle atragantándose, una alcantarilla desbordada. Obedeció y se instruyó a no moverse. En la tele, el noticiario hablaba de monstruos en el aire. Su cuerpo era como una bala negra cruzada de franjas brillantes, seis patas peludas larguísimas lo jorobaban sobre sí mismo, tras la joroba una cabecita redonda con antenas que se prolongaban en el espacio, y dos bocas tubulares. Un verdadero hijo de puta, según.
Se ve como muy decidido ¿no?, dijo ella. Él hizo que sí con la cabeza tragándose la saliva acumulada. Luego dijo Pero a saber si es ése, luego nomás agarran uno y lo enseñan, a lo mejor le están cargando el muerto de otro bicho.
Era una broma, pero la Tres Veces Rubia se volvió hacia él con los ojos muy abiertos y dijo Tienes la boca atascada de razón.
Estaba convencidísima. A lo mejor sí, a lo mejor él tenía razón.