Tímidos vientos de cambio soplan en el corazón de Allegaia. Cinco siglos después de que Azra I el Grande unificara con la fuerza de la espada, en un solo imperio, los once reinos que lo componían, la rebelión de varios de los linajes desposeídos, junto con el resurgir de una magia ya olvidada, están a punto de cambiar el rumbo de la historia. El fortuito encuentro entre Gaël, el hijo de una simple cazadora, y Jeorhos, el poco disciplinado hijo del duque de Turme, puede ser el detonante que ponga fin a décadas de dominio despótico de la casa imperial de Jabharia. ¿Tendrá algo que ver con ello esas extrañas marcas que de pronto han aparecido en la nuca de Gaël y la muñeca de Jeorhos?
La casa de Albián es el primer volumen de la trilogía Los doce hijos.
La casa de Albián
© 2020, J. J. Arevi
© 2020, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-17709-90-7
ISBN edición papel: 978-84-17709-90-7
Primera edición: abril de 2020
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de portada: Pilar Orellana
Ilustración «Gobierno de Azra»: Carla Codorníu
Ilustración «mapa de Allegaia»: José Javier Arenas Villafranca & Carla Codorníu
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
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Agradecimientos
Gobierno de Azra
Prólogo
I. La Puerta del Bosque
II. El chico tranquilo
III. La bestia
IV. La marca
V. El paseo
VI. La fiesta del año
VII. La llamada
VIII. El encargo
IX. La Puerta de los Cazadores
X. Los perseguidos
XI. La orden
XII. La visión
XIII. La verdad a medias
XIV. El relato incompleto
XV. El enemigo oculto
XVI. La Vara de Abedul
XVII. La princesa
XVIII. El don
XIX. La pérdida
XX. La lealtad
XXI. El Heredero de Nerulam
XXII. El miedo
XXIII. El destino
Epílogo
Glosario: los once antiguos reinos
Mapa del imperio
El autor
Esta, mi segunda novela, representa un verdadero sueño hecho realidad. La historia que siempre he querido contar está aquí, acaba de empezar y espero que podamos vivirla y disfrutarla juntos hasta el final.
Este proyecto, mucho más ambicioso y serio que el anterior, no habría sido posible sin la ayuda incansable de las personas que componen mi día a día, mis cafés, mis cenas, mis grupos de Whatsapp o mis tertulias de pasillo. Tengo que agradecer en primer lugar, y por igual, el entusiasmo con el que Begoña Tortajada, Carmen Marín y Vicky Caparrós me animan casi cada día a seguir con este proyecto tan complejo. Creo que están casi igual de enganchadas que yo a lo que va saliendo de esta cabeza cada vez que se enciende la bombilla.
También reconocer de corazón a todos los que han hecho el esfuerzo de leer este proyecto cuando no era nada y ofrecerme sus consejos y, sobre todo, su entusiasmo para que siguiera. Mi flamante club de lectores: Álex Serrano, Marta Eguiluz, Ana Carbonero, Mercedes Ortega, Fernando Chaves, José Daniel García, Adolfo Pascual, Laura Reyes, Antonio Fernández, Anabel Rodríguez Castro, Omar Floro y mi prima Elena González.
Especialmente dar las gracias a Jaime Morales por ir más allá y revisar el texto en profundidad; a Carla Codorníu por ser fan acérrima de Gaël y ayudarme compartiendo su arte conmigo, retocando el mapa y realizando el organigrama del imperio; a Pilar Orellana por prestarme su magia con la portada y por aguantarme, que reconozco que soy muy pesado a veces con los detalles; y a mis tíos Elena y Luis, mis lectores de referencia, porque sé que si a ellos les gusta puedo estar tranquilo, que voy por buen camino.
Nada habría sido posible sin el apoyo de Ediciones Oblicuas y sin el de mis padres y hermano que están en esto como si mis libros fueran suyos, acompañándome en todo lo que hago y arropándome en cada decisión que tomo. Menos mal que os tengo a mi lado.
A todos, por todo lo que me dais cada día, sin pedir nada a cambio, mi estrella-corazón es vuestra.
A mis Elenas
No dejes que el pasado te diga quién eres,
deja que te diga quién serás.
L. Pausini
Trageroth, ciudad libre de Allegaia. Tiempo atrás
Las escaleras del torreón estaban casi a oscuras a causa de la exagerada separación que existía entre las antorchas que las iluminaban. Las densas nubes que tapaban la luna en aquel momento tampoco ayudaban a aportar claridad a la escena, pero eso a él no le importaba. Había recorrido aquellas escaleras tantas veces que conocía cada peldaño de memoria. Ahora, con el alma llena de urgencia, subía esos peldaños de dos en dos.
Sin pausa, continuó su camino hasta lo más alto del torreón derecho del castillo, también conocido como Torre del Agua. A pesar de la oscuridad, percibía cómo la humedad se filtraba por las paredes y formaba una película líquida que se deslizaba, como por encanto, en forma de sutil y fina cascada. La magia que envolvía el lugar pretendía dar siempre una sensación de sosiego y paz, pero en aquel momento nada podía calmar su espíritu.
Finalmente llegó a una puerta de doble entrada hecha de madera de cerezo, lisa y bien barnizada, que acomodaba perfectamente con el tono calizo que tenía la piedra de los muros durante el día. Impulsado por la inercia de su ascenso, empujó ambas puertas con fuerza haciendo que estas rebotaran contra la pared con gran estruendo.
—Nephir lo sabe.
Una mujer asomada a la ventana se había girado en dirección a la puerta tras el fuerte golpe, y posteriormente se había llevado las manos a la boca con los ojos llenos de lágrimas.
—¡Oh, Diosa! ¿Qué he hecho, Aldeste? ¡Nos matará!
—Calmaos, mi señora. El vednis Áscalon ha dispuesto un carro con los mejores caballos del establo para que os lleven ahora mismo a Fenerell. Una partida de hombres fieles a la casa de Albián os escoltará. Lleváis caballos de sobra para que vos misma hagáis que os conduzcan a casa sin descanso, con los vuestros.
—Los caballos morirán —contestó con pena—. Este pecado nuestro… al final se ha de pagar con sangre. Debimos mantenernos firmes ante el pacto y ante la tradición.
—De nada sirven los lamentos ahora, mi señora. Debéis partir de inmediato si queréis salvaros. Áscalon retendrá a Nephir el tiempo necesario para que podáis llegar hasta el reino de Faneria, una vez allí, el bosque os protegerá hasta que vuestro padre decida qué hacer.
—He puesto demasiadas vidas en peligro por un capricho…
Un grave y retumbante rugido se oyó en la lejanía. A través de la ventana la mujer observó cómo la noche se iluminaba con una fuente de luz arcana. Aldeste se asomó al ventanal junto a ella.
—Nephir ha invocado a Illygnhar…, ¡no tenemos tiempo! ¡Vamos!
La mujer alcanzó su vara hecha de abedul de la que salían pequeños brotes verdes, y se tapó con la capa, para posteriormente atarse la vara a la espalda. El sirviente la tomó de la mano y juntos descendieron a toda prisa hacia las grutas subterráneas que conectaban el palacio con la ciudad de Trageroth.
Caminaron a oscuras durante un par de kilómetros, solamente iluminados por una antorcha que portaba Aldeste. Anduvieron por túneles que ella no había visto nunca pero que su guía dominaba a la perfección. Durante el trayecto sonó un estallido seco que hizo retumbar el techo de la gruta; a continuación, oyeron un fuerte graznido, tan sonoro que parecía emanar de la garganta de un ave gigante.
—Aeogias… —murmuró ella.
—Sigamos, señora, o todo será en vano.
Continuaron a toda prisa, hasta que finalmente llegaron a su destino. Asomaron a la noche sin luna y la brisa fresca llenó sus pulmones.
—Por aquí.
Aldeste la guio hasta un cobertizo donde varios guardias vestidos de granjeros la esperaban. La mujer se paró en seco al ver los caballos. Diez hermosos corceles, fuertes y jóvenes, serían las primeras víctimas de su grave error. Los acarició un momento y subió a la carreta.
—Señora, está en vuestras manos que os lleven lejos de aquí. Haced que vuelen como el viento.
El sirviente le besó en la mano y se retiró.
—Aldeste, hijo de Maion, venid conmigo.
—No, mi señora. Esto aún no ha terminado y Áscalon me necesita. Ahora ¡id!
La mujer, con lágrimas en los ojos, lo vio regresar al túnel. «Directo a una muerte segura», se dijo para sí. Se volvió hacia los caballeros y con un gesto les ordenó que empezasen la marcha.
Ella guardó silencio y cerró los ojos. Murmuró un par de palabras que hicieron que los primeros dos caballos pusieran su cuerpo en tensión y comenzaran la huida, al principio despacio, para no alertar a los campesinos del extrarradio, pero una vez dejaron atrás la última casa, los corceles imprimieron a sus patas toda la fuerza de la que eran capaces, llevando el carro a una velocidad de vértigo.
La mujer cerró los ojos y acarició su vientre con mimo.
Gaël no podía si quiera pensar.
Su mente estaba congelada, prácticamente colapsada, mientras las imágenes de lo que sucedía antes sus ojos se convertían en fogonazos delirantes y sin sentido.
Era noche cerrada y sus manos crispadas agarraban con fuerza las crines de un caballo negro azabache en un intento desesperado por mantener la postura en la endiablada silla de montar, al menos mientras durase aquella carrera infernal.
No estaba solo. En el flanco izquierdo, algo más retrasado, un encapuchado de negro lo seguía. No lo perseguía, al contrario, su gesto serio y concentrado parecía más preocupado en mantener el equilibrio de Gaël sobre el caballo que el suyo propio.
Delante, una capa gris perlada con una llamativa cenefa blanca que emulaba unas hojas de roble, ondeaba con fuerza y rabia al compás de un galope demencial, marcando el ritmo del extraño trío.
—¡Mantened el ritmo! —gritó el hombre de la capa gris—. ¡Tenemos poco tiempo, ya mismo se darán cuenta que no estás en tu…!
No pudo terminar la frase. Un ruido ensordecedor inundó el momento. Las cornetas de guerra retumbaron por todo Jabharia como Gaël no recordaba haberlas oído jamás. Las propias gárgolas, en forma de pequeños dragones que colgaban de los puntiagudos salientes de los intramuros, temblaron ante el estruendo, incluso pequeños cascotes de piedra caían sobre el suelo de la reverberación producida por los cuernos.
—¡Corred! —volvió a gritar el hombre mientras miraba con gesto imperioso a Gaël.
El corcel, como entendiendo la orden y presa de un ímpetu implacable, dio más fuerza si aún era posible a su galope. El paso de los tres caballos dejaba surcos profundos en el barrizal del suelo. Había estado lloviendo todo el día.
Aquello era una locura. ¿Por qué huían?, Gaël era incapaz de recordarlo.
—¡Ya estamos llegando! ¡Este lodazal significa que estamos en las afueras de la ciudadela! Por aquí alcanzaremos la Puerta del Bosque en breves minutos —dijo el encapuchado que guiaba al grupo.
—¡Deberíamos ir por la Puerta de los Cazadores! ¡La Puerta del Bosque siempre está vigilada! —habló por primera vez el chico que iba en la retaguardia. La capucha negra se le había caído y ahora Gaël podía distinguir nítidamente sus rasgos. Era muy moreno, de pelo completamente negro y de facciones bien parecidas. Sus ojos de azabache impenetrable mostraban intensa preocupación.
De repente, el primer caballo se frenó en seco. El impresionante corcel blanco se giró hacia Gaël y hacia el otro chico.
—Iremos por donde yo diga, ¡no podemos fiarnos de ti, hijo de Nerulam!
Se hallaban justo en un cruce de caminos. Gaël conocía bien aquella zona, la había recorrido cientos de veces. A la derecha, a menos de tres minutos a galope, se hallaba la Puerta de los Cazadores; enfrente, a su alcance y ya visible, se vislumbraba la imponente Puerta del Bosque. Ambas conducían al Bosque de Jabhar-arth. ¿Pero por qué ir hacia el bosque en plena noche?
A pesar de sus palabras airadas hacia el otro chico, el hombre que los guiaba parecía sopesar el aviso. Sin embargo, todo atisbo de duda se disipó de su faz en menos de un segundo, cuando a su derecha, por el camino que llevaba hacia la Puerta de los Cazadores, se empezaron a oír gritos y ruidos de armaduras corriendo hacia ellos.
El hombre de gris y blanco se giró con odio hacia el chico de negro que le devolvió la mirada con gesto de total desconcierto. El guía tensó las riendas y apretó las espuelas entonces en dirección a la Puerta del Bosque.
—Maldita sea tu raza —se escuchó perjurar al hombre, mientras miraba con desdén al chico moreno y tiraba con fuerza de las riendas de Gaël para que su caballo emprendiera la marcha de nuevo.
Los tres caballos enfilaron, otra vez, el barrizal en que se había convertido el camino hacia la Puerta. No habían recorrido ni la mitad de la distancia cuando una enorme cortina de fuego les cortó el paso.
El jinete de blanco no frenó.
—¡Antiaphiros! —le oyó Gaël gritar. Acto seguido, un hálito de viento helado surgió de las manos del hombre de la capa blanca, bloqueando el fuego como si nunca hubiera estado allí, a la vez que creaba un pasaje durante el tiempo necesario para que los tres caballos pasaran. Después, el fuego volvió en sí, mucho más violento que antes.
Tras las llamas, una figura envuelta en una capa negra y unos guantes de cuero de un rojo vivo les cortaba el paso. El jinete de blanco aminoró el paso mientras balanceaba la situación con creciente tensión.
—Mala elección —les dijo irónico el hombre de la capa oscura.
A un gesto suyo, medio centenar de arqueros surgió de la nada, con los arcos tensados y unas llameantes flechas ya cargadas.
—¡FUEGOOO! —les gritó la figura negra.
Unas cincuenta flechas surcaron el cielo creando una bella parábola. Todo sucedía muy despacio. Gaël podía ver, nítidamente, la curva que cada dardo incandescente marcaba contra la oscuridad de la noche.
El jinete de blanco se giró hacia él con aprehensión. Se podía entrever la pena y la derrota en su cara. También el miedo. En un acto de desesperación, este alzó las manos al cielo y, pronunciando unas palabras inaudibles, empezó a formar una barrera invisible contra la cual las flechas iban chocando sin alcanzar al grupo.
Pero esa barrera llegaba tarde, una de las primeras flechas disparadas ya se encontraba atravesando el corazón de Gaël.
—¡NO!
Con la camisola empapada en sudor, Gaël se irguió de la cama y se palpó con angustia el pecho. ¿Cómo era posible? El sueño le había parecido tremendamente real.
Se miró las manos y las extendió suavemente. Le dolían aún, como si de verdad hubiera estado agarrando aquellas crines negras con fuerza. Le resultaba curioso lo vívido de la carrera a caballo teniendo en cuenta que nunca había montado en uno.
«¿Quién demonios serían aquellos encapuchados?», se dijo para sí, mientras un escalofrío recorría su espalda al recordar el dolor que había sentido al notar la flecha atravesando su pecho.
—¿Estás bien, Gaël? —La voz adormilada de su madre se escuchó tras la puerta.
—Sí, madre, ha sido solo un sueño.
—Está bien; descansa, hijo. Buenas noches.
—Buenas noches, madre —contestó, mientras se erguía completamente y caminaba hacia la ventana.
La luna llena inundaba la estancia: una habitación diáfana y con poco mobiliario sobre el que destacaban algunas prendas de ropa amontonadas en una silla. Gaël miró en derredor. Nada.
¿Por qué sentía que no estaba solo, allí en su habitación? Tenía el miedo calado hasta los huesos, eso debía de ser. Se rascó la nuca y con ese gesto se acordó de un comentario que le había hecho su madre la tarde anterior acerca de una mancha que le había salido justo al final del cuello. Dejó sus dedos ahí, imaginándose cómo debía de ser esa extraña marca entre la turbidez de pensamientos que le había dejado el sueño. Se frotó los ojos y volvió a su cama tratando de zafarse.
«Mañana será otro día», pensó.
En la calle, unos metros por debajo de su ventana, un viento frío arrastraba las primeras hojas caídas del otoño. Una ráfaga de aire las alzaba, ya inertes, y las arremolinaba en torno a una figura casi exangüe que ocupaba el centro de la estrecha travesía.
El viento volvió a soplar con fuerza, generando suaves ondas en una fina capa de color gris perlado, a la vez que hacía que unas hojas de roble bordadas en un blanco impoluto ondearan a su son, creando una sensación irreal de floresta zarandeada por la brisa.
El encapuchado alzó la vista hacia la ventana donde Gaël dormía:
—Por fin te he encontrado.
—¿Dónde está esa desgracia de hijo mío?
La voz hastiada del duque de Turme resonaba por el corredor bajo el compás de sus pasos. Los tacones de sus elegantes botas retumbaban sobre el suelo oscuro de turmalina con su rítmico caminar.
—Señor duque, ¿a qué hijo andáis buscando? Tenéis dos —le respondió con una reverencia el ama, mirando hacia el suelo.
—¿Acaso es necesario que lo aclare, ama? —dijo el duque arrastrando las palabras, a la vez que la vena de su cuello comenzaba a hincharse—. Traédmelo aquí, ¡ahora! —gritó, rojo de furia.
—Enseguida, señor —respondió el ama, mientras salía de la habitación sin dar la espalda al duque, con la mirada fija en el suelo.
A poco menos de quinientos metros de allí, un joven de diez años, sentado en un tronco y vestido casi como un príncipe, observaba cómo otro muchacho mucho mayor que él, de dieciséis, cortaba leña.
Hacía un día bastante caluroso y el leñador se había quitado la camisa. Partía la leña concentrado, dando tajos certeros con fuerza, uno tras otro a un ritmo constante, mientras gotas de sudor recorrían una espalda fuerte y trabajada.
El chico de diez años, cuyos cabellos eran rizados y de un negro corvino, estaba a la sombra de un árbol, hipnotizado por el movimiento rítmico del hacha. Parecía embrujado por la hoja de hierro que atravesaba limpiamente la madera partiéndola en dos, al son de las contracciones de los músculos bien definidos de los brazos del otro chico.
—¡Jeorhos! ¡JEOORHOOS! —se oyó de repente vociferar a lo lejos. El chico sentado en el tronco dio un respingo y puso cara de miedo.
—¡Jeorhos! ¡Señor! —El sirviente enviado por el Ama corría hacia ellos, casi ahogándose—. Señor… —Tomó un poco de aire—. Me envía el ama, vuestro padre anda buscándoos como un loco, está muy enojado, señor.
El chico se puso en pie al momento con cara de circunstancia. Mientras, el leñador dio un golpe aún más fuerte, partiendo el trozo de madera que quedaba y dejando el hacha clavada en la base del tronco cortado que le servía de apoyo.
—Maldita sea —respondió Jeorhos mientras se echaba un poco de agua sobre el cabello y la espalda sudados por el esfuerzo—. Me temo que era hoy cuando teníamos que salir hacia Jabharia por el Día de la Llamada.
El cortador de leña se pasó las manos por su morena faz para retirarse el agua que le chorreaba. Se acarició su incipiente barba de adolescente y fue consciente en aquel momento de lo poco aseado de su aspecto.
—¡No quiero que te vayas! —dijo el chico de diez años.
—Volveré en unas semanas, Teo —contestó mientras se abrochaba la camisa. Jeorhos suspiró hinchando mucho sus carrillos y habló para sí en voz queda—. Se me había olvidado completamente… No quiero ni pensar cómo se va a poner padre cuando se entere de que ni he preparado el equipaje.
El sirviente, al escucharlo, puso cara de preocupación mientras una imagen del duque Arcán gritando a diestro y siniestro a la par que empezaba a dar las órdenes de empaquetar los trajes del señorito Jeorhos «para ayer» surcaba su mente.
Ajeno a la creciente congoja del sirviente y como si con él no fuera, Jeorhos caminó despacio hacia el castillo. Casi quince minutos después, un espeluznante proyecto de heredero del ducado y de una de las once casas más importantes de todo Azra entraba por la puerta, con el pelo mojado y marcas de sudor en la camisa. Camisa que debía de haber sido blanca inmaculada por la mañana, en su armario, pero que ahora tenía una suerte de tonos terracota y verde musgo.
Se presentó ante el duque tras tocar a la puerta del salón. Este se alzó de la butaca y con gesto serio se acercó a él decididamente.
Una bofetada cruzó su cara como un latigazo. Jeorhos no se lo esperaba.
—Perdonad, Padre, lo olvi… —Otra bofetada en la mejilla contraria cortó su disculpa. Tenía la cara enrojecida y los carrillos le palpitaban como ascuas incandescentes.
—Tienes UNA HORA para asearte y disponer de tus mejores galas en el baúl que los sirvientes han dejado en tu habitación. Tarda un solo minuto más, y harás las quince horas de viaje a Jabharia a pie, atado de una cuerda a la carroza.
Jeorhos sabía que no bromeaba. Agachó la vista y abandonó la estancia.
Maldito Día de la Llamada, era absurdo. Y lo peor no era el día en sí, eran todas las galas, cenas y eventos que se organizarían entre la aristocracia de Azra para matar el tiempo durante la semana previa.
Tomó las escaleras, hechas también del brillante mineral negro, y ascendió hasta su habitación. Se desvistió y se metió en la bañera que el ama le había preparado previamente. El agua se enturbió al momento. «¡Pues sí que estaba guarro!», pensó esbozando un amago de sonrisa que se cortó al acordarse del escozor de sus mofletes.
Se aseó rápido y se puso el traje azul y blanco que tanto le gustaba a su madre, decía que realzaba su tez morena y sus ojos negros.
Metió los que valoró como mejores trajes en base a las veces que su madre había dicho «carísimo» cuando se los probaba. Metió también sus zapatos, la daga que le regaló su abuelo y un par de libros que tenía sobre la mesilla, pues si conseguía escabullirse de las fiestas, habría poco que hacer en la capital y necesitaría entretenimiento. Pensó que tal vez pudiera ir a cazar, pero el acceso al bosque de Jabhar-arth estaba muy restringido y no le sería fácil tampoco.
Estaba arreglándose los puños de la camisa cuando vio una mancha negra en su muñeca derecha. Menos mal que la había visto antes que su padre. Empezó a frotar con fuerza, pero la extraña marca no se iba.
—Jeorhooos —se oyó entonces gritar desde abajo.
—Estoy listo —respondió un poco agobiado al mirar su muñeca. La mancha seguía ahí, y no tenía tiempo. La tapó anudándose bien la muñeca de la camisa y empujó el baúl hacia la puerta—. Voooy
En Jabharia, a unos trescientos kilómetros al noroeste del ducado de Turme, el día amaneció con sol, pero neblinoso. El otoño había entrado con fuerza y los rayos del astro solar apenas si calentaban.
Gaël se despertó algo trastornado. El sueño de la noche anterior había sido muy extraño, demasiado vívido. Pero bueno, con la luz del día tomaba otro cariz.
Se desperezó palpándose el pecho de manera instintiva justo donde debía de haberle atravesado la flecha. Pisó el agradable suelo de madera y se puso una camisa y un calzón. Los únicos que tenía, puesto que su otra muda estaba secándose en el patio común.
Gaël vivía dentro de una gran casa arrendada. La casa estaba dividida en unas diez viviendas. El edificio tenía dos plantas, en la de abajo había cuatro apartamentos más grandes y en la de arriba seis, donde Gaël vivía solo con su madre.
Casi todos los habitantes del edificio pertenecían al gremio de los cazadores, Gaël y su madre incluidos.
A pesar de la larga tradición de grandes cazadores que existía en su familia, Gaël no era especialmente habilidoso en ese arte. En general no lo era para ninguna actividad que entrañara pericia alguna, y, por tanto, tampoco lo era para disparar una flecha certera o ensartar a una presa en movimiento con la lanza.
Aun así, en su gremio lo querían. A su manera tal vez, pues era un gremio algo tosco. Pero el resto de cazadores siempre encontraban en él un oído que escuchara, una boca que alentara o una mano tendida.
Gaël siempre tenía la cabeza llena de pájaros. Le habría gustado poder estudiar, pero no podían permitírselo: la cultura y la formación estaban solo al alcance de una élite muy selecta. El hecho de que la legendaria biblioteca de Trageroth se encontrara en Jabharia tras el expolio de Azra I el Grande, suscitaba en él una sensación de anhelo frustrante, pues consideraba una pena no poder acceder a tanta sabiduría.
Aprendió a leer como pudo, de manera casi autodidacta, pues su madre solo tenía unas básicas nociones y su padre, quien quiera que fuese, nunca estuvo allí para ayudarlo con eso.
Cualquier libro que caía en sus manos era devorado, fuera de la temática que fuese; aunque casi siempre lo que leía eran tratados de plantas y animales, técnicas de caza, o manuales para la extracción óptima de la carne en las presas. Esto lo había convertido en una pequeña enciclopedia andante y suscitaba la visita de muchos de los compañeros del gremio a su casa.
—Buenos días, Copito —oyó a su espalda la voz cantarina de Tòmme. Le llamaba Copito para hacerlo rabiar. El tono de piel de Gaël era muy blanco y solía llamar la atención en la capital, Jabharia, donde jábharos y nerios con su piel morena y cabellos oscuros, eran mayoría.
Tòmme era su mejor amigo y con diferencia el mejor arquero del gremio. Era bastante alto, casi le sacaba una cabeza, tenía el pelo castaño oscuro y los ojos del mismo color. De complexión recia y anchos hombros no era excesivamente musculoso, aunque sí esbelto y ágil. Habían nacido el mismo año y se habían criado juntos. A pesar de que Gaël se quedó rezagado y un poco aislado dentro del gremio a causa de su poca habilidad, Tòmme siempre había estado ahí para defenderlo si alguien se burlaba cuando eran niños, o para echarle una mano si lo necesitaba, aunque a veces esa mano querría ir al cuello, ya que Gaël llegaba a límites de torpeza insospechados.
La defensa a ultranza que Tòmme seguía haciendo de su amigo ahora, ya casi adultos, irritaba muchísimo a Gaël, que decía que sabía arreglárselas solo, aunque no era cierto.
—¿Cómo se ha levantado la princesita? —insistió Tòmme, chinchoso.
—Te voy a dar, Tòmme.
—Uy, que miedo… —se rio con ganas—. Bueno, para ponerte al día, que sepas que ya han empezado a llegar los aristócratas para el Día de la Llamada, y eso que aún quedan casi dos semanas.
—Vaya, menuda pereza —contestó Gaël—. ¿Sabes? El otro día el anciano Viriato me dijo que el Día de la Llamada no tiene ni cuarenta años. Que cuando él era joven no tuvo que ir a ninguna pantomima a palacio.
—¿En serio? Ojalá nos pudiésemos librar de estar todo el día allí de pie haciendo el tonto. ¿Qué sentido tiene? Horas y horas en cola para pasar ante el cristal ese y ver al Emperador.
—Dicen que el Ojo de Allikas es muy hermoso, yo tengo curiosidad —replicó Gaël—. Aunque no tengo ningún interés en que el Emperador sepa de mi existencia. —Un escalofrío recorrió su espalda—. Además, es increíble el derroche que hacen durante esta semana los nobles de las provincias, cuando no paran de llegar rumores de que la gente muere de hambre y frío. Encima haciendo como si aquí no pasara nada, y he oído que las cosas en el suroeste vuelven a estar revueltas.
—¡Qué puesto estás, Copi! —dijo Tòmme con cara de sorpresa.
—¡Tòmme!, ¡Tòmme! —Tres niñitos con el mismo pelo castaño oscuro de Tòmme llegaron hasta ellos gritando y dando saltos como perrillos alrededor de su hermano mayor.
—¡Eeeeh! ¿Dónde está mamá? —les preguntó Tòmme al tiempo que cogía a dos en brazos. El tercero se había encaramado cual monito a su pierna.
—Ha ido a cazar con la madre de Gaël. ¡Van a cazar un jábatos! —gritó Alicia, la mayor, entusiasmada.
Era genial ver a Tòmme con sus hermanos, eran seis y él era el mayor. Los cuidaba como un padre y ellos sentían auténtica admiración por él. Gaël se sentía afortunado de tenerlo a su lado, era un chico noble y trabajador, aunque a menudo se pasaba de bromista y a veces era un poco cerrado de mente, pero no importaba.
—Copi, tengo que ir al negocio de Luino a comprar unos cebos, ¿me acompañas?
—Claro, ahora no tengo nada que hacer.
—¡Alicia! —Tòmme puso tono serio—. ¡Ahora tú eres la que manda aquí! —le dijo mientras la niña se bajaba del brazo y se ponía firme—. Cuida de tus hermanos, que yo volveré en unos minutos.
—¡Vale! —respondió dispuesta—. ¡Ana! ¡Dan!, ahora mismo para casa.
Gaël se rio mientras se alejaban los tres en dirección a su casa, que estaba en la planta baja.
—Tiene madera de pequeña dictadora, espero que no decida disputarle el trono a nuestro querido Emperador Sabhar.
—Espero que no —se rio Tòmme—. Anda, vamos, y de camino me cuentas esa técnica nueva que has leído para cazar perdices, que por lo menos alguien le dé uso a tanta sabiduría que atesoras —dijo, de nuevo entre risas.
Gaël aceleró el paso simulando enojo y salieron a la calle.
Un fogonazo vino a su mente de repente: la imagen de él recorriendo esa misma calle como una exhalación montado en un caballo negro. Se sacudió la cabeza. Torcieron a la izquierda y continuaron callejeando por el laberíntico barrio exterior.
—Copi, ¿has dicho antes que las cosas en el suroeste están revueltas? ¿En las islas? —preguntó Tòmme.
Su amigo no prestaba mucha atención a nada que no fuera caza o comida, y solía ser bastante ignorante respecto a la situación del imperio. Gaël se sorprendió de que hubiera ubicado las islas del antiguo reino de Isoldin al suroeste, aunque su posición más exacta realmente era el oeste.
—Pues eso he oído. Me he enterado de que los territorios isleños del oeste, aunque han perdido una de sus tres islas a manos del imperio, han conquistado amplios territorios de la costa de Orobel y han proclamado un nuevo estado llamado la Confederación Marítima —contestó Gaël—. Parece además que han establecido la nueva capital en Álberos.
—¿Álberos? ¿Aún existe? —preguntó Tòmme.
—¡Nunca ha dejado de existir! —rio Gaël—. Pero ahora es la base desde donde los rebeldes plantan cara al Emperador. Dicen que quieren restaurar los once antiguos reinos y están llamando a los demás hijos de Allikas a la rebelión, pero no están teniendo mucho éxito.
—Espera, Copi, que no soy tan leído como tú. ¿Qué once reinos? —La cara de despiste de Tòmme hizo sonreír a Gaël, que se dispuso a disfrutar del hecho de saber siempre más que él y de darle una nueva lección de historia.
—A ver, Tòmme, ¡te tiene que sonar!
Su amigo puso cara de sorpresa y Gaël disfrutó unos segundos más de su pequeña victoria antes de contestarle.
—Cuando se formó el imperio, el territorio fue reordenado y los once reinos que existían entonces pasaron a ser ocho provincias. Algunas de ellas mantuvieron las mismas fronteras que tenían cuando una corona las gobernaba, y otras crecieron fruto de la desaparición de algunos linajes o del exilio de otros, ¿recuerdas ahora? —Tòmme puso cara de que algún recuerdo lejano volvía a su mente.
»La provincia principal es Thovar, donde vivimos, y se constituye por el antiguo reino del mismo nombre, además del reino de Neria que se unió tras la formalización del pacto entre las dos casas reinantes. Desde nuestra ciudad, Jabharia, se gestiona todo el imperio, y al ser la provincia más favorecida aquí no notamos, según cuentan, las penurias que se viven en los lugares más alejados.
Gaël miró a su amigo y se dio cuenta de que había dejado de escucharle y se había detenido para mirar el escaparate de una de las tiendas de armas más caras de la capital.
—¡Tòmme! ¡Me haces hablar para nada! —le dijo, molesto.
—¡Perdona, Copi! Ya sabes tú que yo soy un hombre sencillo y la información excesiva me abruma —rio.
Reemprendieron el camino cuando Tòmme consideró que ya había babeado bastante observando una ballesta de madera de haya. Cuando llevaban varios minutos caminando, Gaël volvió a sentir la misma sensación extraña que había sentido la noche anterior en su habitación tras despertarse de su pesadilla. La sensación de que había alguien más junto a él. Volvió la vista atrás, pero nada.
Empezó a mirar a todos lados, sin saber muy bien qué buscaba.
—¿Qué haces? —le preguntó Tòmme con incertidumbre.
—Nada, nada. Me decías que Luino ha traído unos cebos nue… —Ahora sí que lo sintió. Algo le atraía, una fuerza poderosa. La sentía a su espalda, en su nuca. El tacto de una mano que se posaba sin rozarle sobre la base de su cuello, al inicio de la espalda.
Se giró rápido, pero allí no había nadie. Entonces la vio, a unos diez metros, una capa gris perla que desaparecía rápidamente por el callejón que acababan de dejar atrás.
Gaël se frenó en seco y, decidido, volvió sobre sus pasos hacia el callejón. Tòmme lo siguió incrédulo.
—¡¿Pero a dónde vas?! —le gritaba.
Al llegar al callejón no había rastro de la capa gris. Todo vacío. Instintivamente se llevó la mano a la nuca.
—Tú no estás bien, amigo. ¿Qué haces?
—Nada, perdona, es que me pareció ver a un conocido.
—¿Un conocido… de qué?, anda, vamos ya que no quiero tardar mucho, que como nos entretengamos seguro que Alicia ha montado un pequeño imperio en casa.
Gaël no siguió a Tòmme, el cual hizo un amago de reiniciar la marcha, sino que se quedó quieto y pensativo tocándose la nuca.
—Oye, Tòmme, ¿tengo algo en la nuca? ¿Alguna mancha o algo?
Su amigo revisó su cuello apartando la camisa con delicadeza.
—Yo no veo nada.
—¿Nada?
—No, nada.
—Qué raro; bueno, da igual, vamos a por tu cebo —le dijo Gaël retomando el camino.
—Copi, de verdad que no estás bien.
Tòmme lo siguió. Gaël estaba empezando a preocuparse. No podía ser que hubiera tenido justo esa noche un sueño tan real con dos personas desconocidas y ahora tuviera una especie de encuentro con una de ellas. Definitivamente ese sueño le había trastornado.
—Soltadlo.
—Pero, Majestad, es una bestia inmunda, es peligrosa —advirtió el guardia.
El Emperador miró con furia al guardia que había osado prevenirlo. Su mirada bastó para que este agachara la cabeza tembloroso y se dirigiera hacia la celda sin mediar palabra.
Sus manos zozobraban mientras sostenían una llave que no acertaba a entrar en el cerrojo. Dentro de la mazmorra, un bulto agazapado se irguió al sonido del ruido del metal.
El guardia cada vez estaba más nervioso. Un sudor frío perlaba su frente mientras un ente de aspecto humanoide se alzaba y se desplazaba despacio hacia él. El ser de ojos rojos y afilados dientes estaba cubierto de una piel también roja, como descamada, y se movía con gestos casi imperceptibles, parecía levitar en lugar de arrastrarse por el suelo.
El ruido de un resorte al encajar en la cerradura retumbó más de lo normal debido al tenso silencio que inundaba la sala. La llave por fin entraba. Un efímero gesto de alivio se dibujó en la cara del guardia, que ni siquiera había soltado la llave cuando un grito desgarrador proveniente de su garganta retumbó en la sala.
En menos de un pestañeo, el ser se había colocado a su lado y de un zarpazo le había arrancado el brazo.
El guardia, envuelto en un macabro baño de sangre, se retiró gritando y tropezándose cayó de bruces. Mientras, el ser ya atravesaba la puerta, a la vez que succionaba de manera grotesca la sangre del brazo que acababa de arrancar.
—¡Monstruo! ¡Veamos si te atreves conmigo!
El que retaba a la bestia era Sabhar IV, Emperador de Azra. Aunque no muy alto, su capacidad física no tenía parangón. Poseía una destreza y una fuerza inhumanas, propias de su linaje, y su torso velludo y sus brazos, protegidos únicamente por una armadura ligera, mostraban una suerte de cicatrices por toda su superficie. La más peculiar, la de su mejilla izquierda, que imprimía carácter a un rostro ya de por sí de expresión dura y desdeñosa. Destacaba también un extraño y amplio tatuaje que le cubría el pectoral izquierdo hasta el inicio del cuello. Como única arma portaba una espada corta.
En la sala cuadrada de los calabozos, usada para torturar a los presos, todo había sido dispuesto de tal manera que el espacio diáfano permitiera el combate. El Emperador esperó a que la bestia se acercara. Un rayo de luz iluminaba el centro de la sala proveniente de una abertura en el techo, todo lo demás era luminaria de las antorchas que colgaban de las paredes.
El humanoide, con la boca entera llena de sangre que le goteaba en el pecho, se dirigió hacia Sabhar con movimientos felinos, calculados y exactos, en cierto modo bellos. Observaba a su nuevo objetivo con una mirada ausente, carente de emoción, la mirada de algo que parece que no entiende nada de lo que sucede a su alrededor.
El ataque fue rápido. La bestia tensó sus músculos y en tres rápidas zancadas alcanzó al Emperador. Justo cuando llegó a su altura, hizo un quiebro inesperado a la izquierda para desconcertar a su presa y saltó de nuevo con las afiladas y largas uñas extendidas en forma de garra.
Sabhar era un guerrero, descendiente de la gran guerrera Jabharia, heredero de uno de los linajes más antiguos y poderosos: la pequeña artimaña del monstruo no le pilló por sorpresa. Marcando un arco con su espada, se agachó ágil y sorteó el primer envite, causando además un corte profundo en el costado de su oponente.
La bestia frenó su ataque. Giró su cara inexpresiva hacia su costado y lo tocó con sus garras. Llenas de sangre se las volvió a llevar a la boca. Miró de nuevo a Sabhar, o, mejor dicho, hacia donde estaba Sabhar, pues parecía no dirigir su mirada a ningún punto concreto.
Esta vez no esperó, y cargó de nuevo.
Como un espectro, desapareció con rápidos movimientos hasta colocarse a espaldas del Emperador, pero este lo esperaba. Sabhar se giró al tiempo, justo para colocarse de frente y, con un movimiento certero y limpio, clavó su espada en la barbilla del engendro atravesándole la cabeza entera. El monstruo cayó al instante.
—Demasiado fácil.
Arrancó el sable y dejó que el cuerpo se desplomara en el suelo junto al del guardia, que ya había muerto desangrado.
El silencio se cortaba con un cuchillo. Ya era difícil asimilar para los allí presentes que habían visto a un eriok, como para digerir también la destreza sobrehumana de su amo. Los eriok eran los asesinos implacables de las historias de cuna que servían para asustar a los niños. Nunca pensaron que verían uno vivo.
La sala estalló en vítores y gritos. Sabhar, ajeno a ellos, enfundó su espada y caminó en dirección a la salida. Pero a mitad de camino, el Emperador cayó de rodillas agarrándose con fuerza el pecho.
—Mi señor, ¿qué os ocurre? —Uno de los guardias reales se acercó presuroso—. ¡Es el tatuaje de vuestro pecho! ¡Está muy rojo! —decía, a la vez que extendía la mano hacia él. Cuando el guardia alcanzó el tatuaje, un grito de sorpresa y dolor emanó de su garganta. La piel de Sabhar ardía literalmente, el guardia tenía los dedos quemados.
—Traedme un caballo, rápido —dijo el Emperador con el gesto contrito—. Avisad a mi hermana. —Sabhar jadeaba, pero se irguió y continuó su camino—. Decidle que la espero en la sala de obsidiana en cinco minutos. —Hizo una pausa para recobrar el aliento—. ¡A qué esperas, imbécil! ¡El caballo!
Una extraña quietud los había acompañado durante todo el trayecto a pie por el bosque y apenas si habían escuchado el aletear de algún pájaro.
—Creo que hoy no es el día, nos vamos a volver a casa con las manos vacías, ya verás —dijo Gaël, a quien cualquier situación le parecía más apetecible que salir a cazar justo después de almorzar.
—Venga, Copi, no empieces.
—Pero si es que… ¿No oyes?
—¿Oír el qué? —preguntó Tòmme algo exasperado, a la vez que resoplaba y alzaba los ojos hacia las copas de los árboles.
—Pues precisamente eso: nada. No sé por qué, pero hoy no va a haber caza.
Tòmme suspiró. Quizá su amigo tuviera razón. Él también se había dado cuenta de que reinaba un extraño silencio en el bosque, tal vez no fuera tan mala opción volver a casa.
Caminaban con relativo sigilo, una de las pocas habilidades que Gaël había logrado aprender con el tiempo. Hablaban en voz queda, aunque aquel día ni siquiera eso, pues Gaël no tenía muchas ganas de hablar. Mientras, observaban atentos todo lo que sucedía a su alrededor. Tòmme conocía bien a su amigo, sabía cuándo había que dejarlo tranquilo. No importaba: aunque en silencio, disfrutaba de su compañía.
—¿Has oído? —susurró Gaël. El crujir de una rama los puso en alerta, frenándolos en seco.
Despacio, Tòmme sacó una flecha de su carcaj y la cargó en su arco. Gaël sujetó con fuerza su lanza y cambió a una postura más defensiva.
—¿Sabes?, no quería decirte nada porque me ibas a decir que no… —empezó a hablar Tòmme entre susurros.
—¿Cómo? ¿De qué hablas? —contestó Gaël en tensión, con la mirada fija en la maleza.
—Veras, Copi, es que he oído que hay un Liono por esta zona y quería venir a cazarlo…
—¿QUÉ? —Los ojos de Gaël se abrieron como platos.
—Shhhhh, ¡calla! Tenemos que pillarlo por sorpresa…
—Tòmme, ¡tú eres idiota! —le contestó Gaël de nuevo en un susurro, pero con el timbre de voz completamente crispado.
¡Crack! Se oyó el crujir de otra rama, esta vez más cerca de ellos. Gaël maldecía por dentro, jamás se había enfrentado a un Liono, esas bestias eran temibles, además de que su carne no era aprovechable. Cazarlos solo servía para ganar prestigio dentro del gremio, cosa que Gaël valoraba muy por debajo de su integridad física.
El sonido de la fiera caminando hacia ellos era cada vez más nítido. Tòmme se separó de él y le hizo una seña. Pretendía que abordaran a la bestia por ambos flancos. En ese instante ambos vieron cómo la maleza se movía.
—¡Ahora! —chilló Tòmme mientras tensaba fuertemente su arco y apuntaba hacia la nada. Pero lo que salió de la maleza no era un Liono. Por pocos segundos, pero gracias a su pericia, Tòmme pudo corregir el disparo, desviando una flecha que pasó rozando levemente el hombro del chico que había aparecido ante ellos.
—¡Eh! ¡¿Qué hacéis?! ¡Casi me matáis! —dijo el chico, asustado, mientras se llevaba una mano al hombro. Su camisa blanca sufría un corte limpio y un hilillo de sangre empezaba a brillar sobre una herida poco profunda—. Pero ¡por Allikas!, ¡si me habéis dado!
—Tranquilo, que casi ni te he tocado —le contestó Tòmme hosco, consciente de que otra persona no habría sido tan hábil y probablemente ese chico tendría ahora una flecha atravesándole el pecho—. ¿Qué hacéis aquí? ¿Quién sois? Está prohibido cazar en esta zona del Jabhar-arth sin la licencia del gremio de cazadores —añadió dirigiendo una mirada elocuente sobre el arco que el chico llevaba en su mano.
—Esto, yo…, es que…, verás… —El chico buscaba a toda prisa una excusa mientras se rascaba el cabello negro y, posteriormente, pasaba su mano derecha por su cara color moreno de manera compulsiva—. Me llamo Jeo, es que estoy estos días en la ciudad y no sabía…
—¿Sois un noble? —preguntó Tòmme observando al chaval de arriba abajo—. Aquí hasta los nobles deben solicitar permiso al gremio para cazar —le dijo con aires de suficiencia.
—Esto…
El chico no sabía dónde meterse, no quería problemas. Pensó que si se enteraba su padre, el castigo podría ser épico.
Gaël, presa aún de la adrenalina que le había supuesto el imaginarse a un Liono allí delante, no decía palabra. Además miraba al chico como quien observa algo extraño e irreal.
—Pe-pero… tú…, ¿Jeo dices que te llamas? —intervino Gaël entrecerrando los ojos como quien fuerza un recuerdo. El chico lo miraba desconcertado por la situación, y Tòmme observaba a Gaël como si pensara «qué le pasa ahora al tonto de mi amigo»—. Yo… ¡Yo juraría que te he visto antes! No puede ser.
Gaël no daba crédito y se tapó la boca con la mano en gesto de sorpresa; ese chico se parecía demasiado al extraño que llevaba una capa negra en su sueño. El otro día la visión de la capa grisácea, y ahora… esto.
—¿Conoces a este noble? ¿De qué? ¿Vais juntos a clases de aprender a construir frases? «Esto… Pe-pe-pero…» —los imitó Tòmme con tono un poco jocoso.
—¡Eh! —Jeorhos se volvió hacia él, reaccionando a la burla, y le empujó con fuerza en el hombro. Tòmme no lo esperaba y tuvo que dar un paso atrás para no caer y perder el equilibrio.
—¿Qué le pasa al señorito? ¿Venía a cazar o en realidad a buscar pelea? —empezó a decir Tòmme mientras acercaba peligrosamente su frente a la del chico, con ademán de continuar y darle un cabezazo.
Jeorhos no se achantó, a pesar de la altura de su oponente, que le sacaba casi una cabeza. Sostenía su mirada con furia y apretó su frente contra la de Tòmme. Gaël, mientras tanto, no daba crédito. Era el chico del sueño, sin duda.
De repente, algo le sacó de su ensimismamiento.
—Shhhhh, ¡callaos! —dijo Gaël. Ninguno de los dos le hizo caso. Habían empezado los empujones.