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E-pack Biana y Deseo, n.º 194 - abril 2020
I.S.B.N.: 978-84-1348-446-4
Portada
Créditos
Pasión en Sicilia
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Romance prohibido
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Si te ha gustado este libro…
DANTE Moncada se sentó junto al conductor del vehículo, y dos de sus hombres se acomodaron en el asiento de atrás. Tenía prisa, porque alguien había entrado en la vieja casa que había pertenecido a su familia durante varias generaciones.
Mientras el chófer conducía por las estrechas calles de Palermo, Dante se acordó de una conversación que había mantenido ese mismo día: Riccardo d’Amore, jefe del clan de los D’Amore, había rechazado el acuerdo que había estado negociando con su hijo mayor, Alessio. Al parecer, no quería que su dudosa reputación dañara la imagen de su empresa.
¿Dudosa reputación? Dante estaba tan enfadado que sintió el deseo de pegar un puñetazo al salpicadero. ¿A qué venía ese comentario? Sí, era cierto que le gustaban las fiestas, las mujeres y el vino, pero eso no tenía nada de particular. Además, no jugaba, no se drogaba y, por supuesto, evitaba los círculos donde el narcotráfico y la venta de armas se consideraban negocios aceptables.
Él dirigía un negocio legítimo, sin las zonas oscuras de algunos empresarios sicilianos. Sus manos estaban limpias, literal y metafóricamente hablando. Trabajaba duro, y había conseguido que una pequeña empresa tecnológica se convirtiera en una corporación internacional cuyas cuentas habrían resistido el embate del más desconfiado de los auditores.
Sin embargo, Dante sospechaba que Riccardo no había rechazado el trato por nada relacionado con la legitimidad de su negocio. Los D’Amore habían desarrollado un sistema de seguridad para telefonía móvil que superaba con mucho a los de la competencia, y Dante estaba a punto de firmar un acuerdo de exclusividad para instalarlo en sus teléfonos y ordenadores. ¿Por qué rechazarlo entonces, si habría sido beneficioso para las dos familias?
Solo podía haber una razón: la mala fama de sus padres.
La reciente muerte de Salvatore Moncada no había limpiado su reputación de mujeriego y jugador empedernido, y la imagen de Immacolata no mejoraba las cosas, porque la gente la conocía como la Viuda Negra.
A Dante siempre le había parecido un apodo injusto. ¿Por qué la llamaban así, si no era ninguna asesina? Lo único que hacía su madre era exprimir económicamente a sus maridos cuando se divorciaba de ellos. Había empezado su carrera con Salvatore y, como ya iba por el quinto, tenía tanto dinero que vivía como una reina.
En cambio, Riccardo era un hombre tradicional en todos los sentidos. Tenía once hijos de la misma esposa, porque solo se había casado una vez, y pensaba que el juego era un invento del diablo y que el sexo era pecado cuando se practicaba fuera del matrimonio.
Dante lo maldijo para sus adentros. El patriarca de los D’Amore estaba preocupado por la posibilidad de que hubiera salido a sus padres. Creía que iba a manchar la reputación de Amore Systems, y había llevado su desconfianza a tal extremo que, no contento con romper el acuerdo que estaba negociando, había entablado conversaciones con su principal rival.
Si no lograba convencerlo de que era un hombre respetable, perdería una gran oportunidad empresarial. Pero aún no había jugado su última carta. Se lo demostraría durante la inminente boda de Alessio.
Sumido en sus pensamientos, tardó unos segundos en darse cuenta de que el chófer había detenido el vehículo en el claro del denso bosque que rodeaba la casa de campo de su familia. Y, a pocos metros de distancia, astutamente escondido entre los árboles, había un pequeño utilitario.
Dante alcanzó el bate de béisbol que estaba debajo del asiento, con la esperanza de no tener que utilizarlo. Luego, salió del coche con sus guardaespaldas y se acercó al destartalado edificio al abrigo de la espesura, para que no los vieran. La noche era fresca, y se tuvo que frotar los brazos para entrar en calor. El eco del invierno, que había sido particularmente duro, seguía flotando en el aire.
Mientras caminaba, se dio cuenta de dos cosas: la primera, que todas las contraventanas estaban cerradas, y la segunda, que alguien había encendido la vieja chimenea, algo evidente por el humo que echaba. Marcello, el encargado de la propiedad, tenía razón. Alguien había entrado en ella.
Dante y sus hombres se detuvieron en la puerta e intentaron abrir, pero estaba cerrada. Extrañado, sacó la llave, la metió en la cerradura y, tras girarla, empujó. El chirrido de las oxidadas bisagras le arrancó un escalofrío, y él entró en la casa por primera vez desde su adolescencia, cuando llevaba allí a sus novias.
El interior era más pequeño de lo que recordaba. Las luces estaban encendidas y, tras echar un vistazo a su alrededor en busca de posibles desperfectos, vio que la ventana de la pila estaba rota y que alguien la había tapado con un cartón. Por lo visto, el intruso había entrado por ahí. Pero todo lo demás estaba bien, lo cual parecía indicar que la persona en cuestión no era ni un ladrón ni un vándalo.
Lo único que no encajaba en la imagen era el montón de libros que estaban sobre la mesa, detalle que le desconcertó. Y, aún estaba pensando en lo incongruentes que resultaban, cuando oyó pasos en el piso de arriba.
Apretando el bate, indicó a sus hombres que lo siguieran y empezaron a subir por la escalera, cuyos tablones crujían una y otra vez. Podría haber dejado el asunto en manos de sus guardaespaldas, pero quería ver la cara del tipo que había tenido el atrevimiento de entrar en la propiedad. ¿Sería alguno de sus muchos enemigos? ¿O un simple vagabundo?
Lo primero que pensó al abrir la puerta de la habitación fue que el intruso los había oído y se había escapado por la ventana. Y no pensó nada más, porque una mujer salió súbitamente del cuarto de baño y cargó contra él pegando gritos y sosteniendo lo que parecía ser la alcachofa de la ducha.
Antes de que el objeto impactara en la cabeza de Dante, uno de los guardaespaldas la agarró y la inmovilizó con sus fuertes brazos. Por suerte, Lino era un hombre rápido.
Completamente perplejo, miró a la intrusa. ¿Quién se habría imaginado que sería una mujer? Llevaba un albornoz de color marrón, y no dejaba de soltar palabrotas en inglés, aunque su mirada era de pánico.
–Suéltala –ordenó a Lino.
El guardaespaldas obedeció, y ella retrocedió como si estuviera muerta de miedo, lo cual no tenía nada de particular. A fin de cuentas, Lino, Vincenzo y él mismo eran hombres tan altos como imponentes.
–Marchaos –les dijo–. Esperadme abajo.
Sus guardaespaldas fruncieron el ceño, pero sabían que discutir con él era inútil, así que se marcharon. Además, la intrusa no suponía ningún peligro. Solo lo habría sido si hubiera llevado una pistola, y el simple hecho de que lo hubiera atacado con una alcachofa de ducha demostraba que no tenía armas.
Dante dio un paso hacia ella, repentinamente consciente de su suave olor a flores. La mujer se apretó contra la esquina, casi jadeando. Era una joven de veintipocos años, esbelta, de pequeña altura y con la cara llena de pecas. No pudo distinguir el color de su pelo, porque lo llevaba mojado; pero cualquiera se habría dado cuenta de que era preciosa.
–¿Quién eres? –le preguntó en su idioma.
Ella no dijo nada.
–¿Qué haces aquí?
Ella se mantuvo en silencio.
–Sabes que has entrado en una propiedad privada, ¿verdad? –continuó Dante–. La casa está vacía, pero es mía.
La joven clavó en él sus extraños y bellos ojos, y él notó que ya no estaba asustada, sino enfadada.
–¿Que es tuya? ¡Y un cuerno! –replicó, con un fuerte acento irlandés–. La casa forma parte de la herencia de tu padre, y deberías compartirla con tu hermana.
Dante estuvo a punto de perder la calma. ¿A qué venía eso? ¿Sería otra charlatana de las que fingían ser hijas de Salvatore Moncada para llevarse un pellizco de su fortuna? Su padre solo llevaba muerto tres meses, pero ya habían aparecido ocho o nueve estafadoras con el mismo cuento.
–Si tuviera una hermana, estaría encantado de compartir mi herencia con ella, pero…
–¿Si la tuvieras? –lo interrumpió ella–. La tienes, y lo puedo demostrar.
Por su tono de voz, Dante supo que estaba hablando en serio, y se quedó sin habla. ¿Sería posible que aquella criatura increíblemente sexy estuviera realmente convencida de ser su hermana?
Aislin había visto muchas fotografías del siciliano que le intentaba negar lo que era suyo, pero no le hacían justicia.
Era mucho más alto de lo que suponía, y de pelo más rizado y más oscuro. Tenía un cuerpo escultural y, aunque no se había afeitado, la sombra de su barba no ocultaba en modo alguno la perfección de sus apetecibles labios. ¿Y qué decir de aquellos ojos verdes que la miraban con una mezcla de disgusto e incredulidad?
Era el hombre más guapo y más sexy que había visto en su vida. De hecho, le gustó tanto que se cerró el albornoz un poco más, porque la intensidad de su mirada hacía que se sintiera maravillosamente desnuda.
Por lo visto, la suerte no estaba de su lado. Llevaba dos días en la casa, esperando a que alguien reparara en su presencia y avisara a Dante Moncada. Pero ¿quién le habría dicho que se presentaría mientras estaba en la ducha? Su intención de dar una impresión fría y serena había saltado por los aires. Hasta había intentado atacarlo con la alcachofa de la ducha.
–¿Crees que eres mi hermana? ¿De verdad? –preguntó él, arqueando una ceja.
Ella alzó la barbilla, intentando ocultar su incomodidad.
–Si dejas que me vista, te lo explicaré todo –respondió–. Los armarios de la cocina están llenos de café.
Dante soltó una carcajada de sorpresa.
–¿Te cuelas en mi casa y pretendes que te prepare un café?
–Solo te estoy pidiendo que me concedas un momento de intimidad para poder vestirme y hablar sobre la herencia que quieres quedarte –afirmó ella–. En cuanto al café, lo he dicho por si te apetecía tomar uno… pero, si lo preparas, yo lo tomo con leche y una cucharada de azúcar.
Él la miró de arriba abajo, devorándola con los ojos.
–Está bien, vístete –dijo.
Dante salió de la habitación y cerró la puerta, dejándola sin aliento. Se sentía como si el oxígeno hubiera desaparecido de la habitación y solo quedara el aroma de su colonia, tan sexy como el hombre que la usaba.
Mientras intentaba calmarse, se puso la ropa interior, unos vaqueros y un jersey plateado. Luego, entró en el servicio, se pasó los dedos por el cabello y, tras respirar hondo, salió de la habitación, convencida de que estaba preparada para enfrentarse a él. De hecho, se había preparado para cualquier eventualidad, aunque había acelerado las cosas cuando supo que Dante había vendido las cuarenta hectáreas de Florencia y se había embolsado el beneficio.
Sin embargo, tenía que recuperar el aplomo. Dante no era un tipo cualquiera, sino uno que se había hecho multimillonario con su esfuerzo y talento y que era capaz de robarle a su propia hermana la parte de la herencia que le correspondía.
Al llegar abajo, descubrió que se había sentado en uno de los dos desvencijados sillones, y que estaba ojeando sus libros de la universidad. Sobre la mesita, había dos tazas de café. Y sus guardaespaldas habían desaparecido.
Dante esperó a que tomara asiento y, a continuación, entrecerró los ojos, pasó un dedo por el libro que tenía en la mano y dijo:
–Háblame de ti, Aislin O’Reilly.
–Mi nombre no se pronuncia Ass-lin, sino Aislin.
Él estampó el libro en la mesa, sobresaltándola.
–Afirmas que eres mi hermana, y quiero saber cosas respecto a ti –insistió–. Demuéstrame que lo eres.
Aislin cruzó las piernas.
–Yo no soy tu hermana. Tu hermana es Orla, mi hermanastra –replicó–. Estoy aquí en representación de sus intereses.
Él frunció el ceño.
–¿Tu hermanastra?
–Sí, somos hijas de la misma madre –dijo la joven–. Y Orla y tú, del mismo padre.
Dante se tranquilizó notablemente al saber que aquella maravilla de mujer no era sangre de su sangre, porque el simple movimiento de sus caderas lo volvía loco. Había admirado su cuerpo cuando bajaba por la escalera, y se había quedado helado al pensar que podía estar deseando a su hermana.
–Ya, pero ¿dónde están las pruebas que lo demuestran?
–Si esperas un momento, te las enseñaré.
Aislin se levantó, entró en la pequeña cocina, abrió el bolso que había dejado en la encimera y sacó un sobre que le dio segundos después.
–Es el certificado de nacimiento de Orla –anunció.
Dante leyó el contenido del sobre. Efectivamente, era un certificado de nacimiento. Se había expedido veintisiete años antes, e incluía el nombre de los padres de la criatura: Sinead O’Reilly y Salvatore Moncada.
Sin embargo, eso no probaba nada. Podía ser una falsificación, y también cabía la posibilidad de que la madre de Aislin hubiera mentido sobre la identidad del padre.
Justo entonces, notó que el sobre contenía algo más: una fotografía.
Dante, que no quería mirarla, la sacó a regañadientes. Era una joven con un bebé entre sus brazos; una joven y un bebé con un cabello tan rizado como el suyo y del mismo color, castaño oscuro.
Pero esa no era la única coincidencia, porque los ojos de la mujer también tenían el mismo tono verde.
DANTE se quedó tan pálido que Aislin casi sintió lástima de él. Sin embargo, ya tenía bastante con su propia turbación. Estaba tan nerviosa que, cuando alcanzó su taza de café, le temblaron las manos. Y no era para menos, teniendo en cuenta que la delicada situación podía terminar en un enfrentamiento de lo más desagradable.
Si hubiera sido por ella, ni siquiera se habría tomado la molestia de viajar a Italia; pero se trataba de Orla, quien necesitaba el dinero para comprar una casa donde poder criar a Finn, porque el pequeño no era precisamente normal. Había estado varios meses en una incubadora y, aunque hubiera sobrevivido a sus complicaciones pulmonares, tenía secuelas que lo acompañarían el resto de su vida.
Aislin, que quería a su sobrino con toda su alma, había intentado comunicarse con Dante; pero su abogado se interponía una y otra vez en su camino, y al final perdió la paciencia y tomó un avión a Sicilia para hablar con él en persona. ¿Quién le iba a decir que su servicio de seguridad le impediría verlo? Por eso había entrado en la casa de campo. Era la única forma de llamar su atención.
Al cabo de unos momentos, Dante apartó la mirada de la fotografía y la clavó en sus ojos.
–No sé nada de esta mujer –afirmó–. Mi padre tuvo muchas amantes y, por si eso fuera poco, siempre hay alguien que intenta pasar por hijo suyo para echar mano a nuestra fortuna. Y ahora vienes tú, me das esta foto y dices que…
–Te digo la verdad –lo interrumpió ella–. Orla es tu hermana. El parecido no deja lugar a dudas.
–Un parecido muy conveniente –replicó Dante.
–¡Esto es cualquier cosa menos conveniente! –protestó Aislin.
–Si fuera realmente mi hermana, ¿por qué ha esperado a que mi padre muriera? ¿Por qué no se presentó antes?
–Porque no lo necesitaba. Tu padre pagó su manutención hasta que cumplió dieciocho años –contestó ella.
Dante soltó un suspiro.
–Sabes que comprobaré tu historia, ¿verdad?
–Sí, lo sé, aunque no necesitarías comprobar nada si no hubieras reventado todos mis esfuerzos por hablar contigo. Tendrías todas las pruebas que puedas necesitar.
–Discúlpame, pero no te creo. Mi padre solo reconoció a un hijo, yo. Nunca me dijo que tuviera una hermana.
–Eso no es culpa de Orla.
–¿Seguirá diciendo que es hermana mía cuando sepa que no queda nada de la herencia?
–¡Si no queda nada, será porque tú has vendido todas las propiedades que te dejó!
Él la miró con lástima.
–Mi padre era ludópata. Lo vendió todo para poder pagar sus deudas de juego.
–Oh, vamos, el abogado de Orla consiguió la lista de sus bienes –dijo Aislin–. Sé que sus propiedades valían millones. Pero Orla no es ambiciosa, solo quiere una pequeña parte. Y, si insistes en negársela, me quedaré aquí hasta que cambies de opinión.
Dante estuvo a punto de reírse.
–La ley está de mi lado. ¿Crees que te saldrás con la tuya por ocupar ilegalmente una casa?
Ella lo miró con furia.
–La ley defiende al ocupante cuando se trata de casas abandonadas.
–Puede que en Irlanda, pero no en Sicilia –afirmó Dante–. Estás en mi propiedad, en mis tierras. Solo tengo que chasquear los dedos para que te saquen a rastras y te expulsen inmediatamente del país.
–Inténtalo –lo desafió ella, levantándose del sillón–. Inténtalo y acudiré a los medios de comunicación. Estas no son tus tierras, sino las tierras de tu padre. Mi hermana solo quiere la parte de la herencia que le corresponde, y me ha concedido la autoridad necesaria para representar sus intereses.
Aislin blandió la carta que Dante había dejado en la mesa. Pero, lejos de mirar el documento, él clavó la vista en sus lustrosas uñas y, a continuación, la pasó por sus voluptuosas caderas, su estrecha cintura y sus grandes senos, ocultos bajo el jersey. La encontraba tan atractiva que tuvo una erección, y se sintió tan incómodo que alcanzó su café en un intento de recobrar la compostura.
Aquello era absurdo. Se jactaba de ser un hombre sensual, pero no había tenido una erección tan inapropiada desde que estaba en el instituto, cuando una de las profesoras se inclinó sobre su pupitre y él vio su escote.
–¿Tu hermana ha vivido alguna vez en Sicilia?
–No.
Él dejó el café en la mesa.
–Supongamos que estás en lo cierto y que mi padre tenía millones cuando murió. ¿Qué te hace pensar que Orla tendría derecho a una parte? Salvatore me nombró heredero único, y no reconoció jamás a tu hermana. Las cosas podrían ser diferentes si hubiera vivido en mi país, pero no lo ha hecho. Cualquier abogado de Sicilia le diría que no tiene ninguna oportunidad.
Dante respiró hondo y añadió:
–En cualquier caso, esa hipótesis carece de sentido, porque mi padre no dejó nada. La lista que tienes está desactualizada, Aislin; es de los bienes que tenía mi abuelo cuando falleció, y mi padre lo vendió casi todo.
–¿Ah, sí? ¿Y qué me dices de las tierras de Florencia y de esta casa? –contraatacó ella.
–Que nunca fueron de mi padre. Mis abuelos me las dejaron a mí en fideicomiso porque temían que Salvatore las perdiera en alguna partida –respondió él–. La casa en la que estamos es todo lo que queda de las propiedades de mi familia, y te aseguro que no tengo intención alguna de venderla.
Dante fue sincero con Aislin. No se consideraba un hombre sentimental, pero aquella casa era el único lugar donde había sido feliz durante su infancia.
–Pues paga a Orla con tu dinero. Aunque estés diciendo la verdad, mi hermana tiene derecho moral a recibir algo. Además, ya te he dicho que no espera una suma elevada. Se conformaría con el precio de este lugar.
Él sacudió la cabeza. Estaba acostumbrado a que la gente los intentara estafar, pero la petición de Aislin era tan modesta y razonable que habría sentido pena por ella si se hubiera creído su historia. Sin embargo, no se la creía. Estaba convencido de que su padre no habría guardado en secreto la existencia de Orla.
–Pues no se llevaría gran cosa –replicó–. La casa no vale más de doscientos mil euros, y lo mismo se puede decir de las tierras de Florencia.
–Puede que eso sea calderilla para ti, pero para Orla es una fortuna.
–Si tanto lo quiere, ¿por qué no ha venido? ¿Por qué te ha enviado a ti?
–Porque ahora no puede salir de Irlanda.
–¿Seguro que no puede? ¿No será quizá que tenía miedo de vérselas conmigo y ha enviado a su preciosa hermana para que me seduzca con su belleza? –ironizó Dante–. ¿Por eso estás aquí? ¿Para tentarme?
Aislin lo miró con ira.
–Tienes una mente repugnantemente sucia –declaró.
–Sí, es posible –dijo él, levantándose–. Pero te estabas duchando cuando he llegado, como si me hubieras visto por la ventana y hubieras decidido utilizar tu cuerpo para impresionarme. Di la verdad, Aislin. Tu historia es un montón de mentiras. Buscaste una mujer que se pareciera a mí y le sacaste una fotografía para convencerme de que es mi hermana.
Aislin alcanzó la foto y señaló al pequeño, indignada.
–¿No te has fijado en el bebé que sostiene? Míralo bien. Es tu sobrino.
–Sí, claro que sí –dijo Dante con sorna–. ¿Qué mejor que un bebé para ablandar el corazón de un hombre y conseguir que te dé dinero? Reconozco que, de todos los estafadores que se han acercado a mí, tú eres la mejor y la más inteligente.
Aislin movió una pierna y, durante un momento, Dante pensó que le iba a pegar una patada. Pero se limitó a girarse, sacar el teléfono del bolso y plantárselo en la cara.
–¿Qué se supone que estoy mirando? –preguntó él.
Ella suspiró.
–Más fotografías –dijo–. Tengo cientos de Orla y Finn.
–Déjalo de una vez. No te vas a salir con la tuya.
–¡Mira el maldito teléfono! –bramó Aislin.
Sus miradas se encontraron, y sintieron una descarga erótica tan intensa que los dos se sumieron en un silencio de asombro.
Al cabo de unos segundos, ella se alejó de él y clavó la vista en el suelo, desconcertada con lo que acababa de pasar. Era como si hubiera tocado algo cargado de electricidad estática y le hubiera dado calambre, con la gran diferencia de que la descarga en cuestión había sido de lo más placentera.
–Por favor, mira las fotos –dijo, armándose de valor.
No se podía decir que Aislin fuera una buena fotógrafa; cuando no cortaba la cabeza a la gente, ponía un dedo delante del objetivo y estropeaba la imagen. Pero la calidad de las fotos carecía de importancia. Eran la prueba documental de que no estaba mintiendo, de que no se había inventado la historia, de que Orla era la hermanastra de Dante.
Biológicamente, ella también era hermanastra de Orla, aunque la quería como si fueran hermanas en todo el sentido de la palabra. A fin de cuentas, se habían criado juntas y habían compartido habitación durante muchos años. Se protegían, se peleaban, jugaban y, de vez en cuando, se odiaban.
Dante se puso a caminar de un lado a otro, con la mirada clavada en el teléfono. Luego, se dirigió al sillón y se sentó sin decir nada, completamente concentrado en lo que veía.
Ella sintió una súbita debilidad, y se acomodó enfrente; pero estaba tan cerca de él que podía oír su respiración, la respiración de un hombre cuya vida estaba dando un vuelco en ese preciso momento.
Aislin conocía bien esa sensación. Orla había sufrido un accidente cuando estaba embarazada, y el parto prematuro posterior les causó tal impacto que tardaron mucho en recuperarse. Habían pasado casi tres años desde entonces, pero lo recordaba como si hubiera ocurrido ese mismo día.
Además, la verdad que Dante estaba descubriendo tenía que ser dura para él. Salvatore no le había hablado nunca de su hermana. Se había ido a la tumba con un secreto de tamaño monumental, y Aislin ni siquiera alcanzaba a imaginarse lo que debía de estar pasando por su cabeza.
–No soy una estafadora –dijo un par de minutos después, aunque le parecieron dos siglos–. Orla es tan hermanastra tuya como mía y Finn, tan sobrino tuyo como mío. Y sé que estará encantada de hacerse una prueba de ADN si se lo pides.
Dante la miró, le devolvió el teléfono y preguntó:
–¿Por qué está en el hospital? ¿Por qué lleva esas cosas en la cabeza?
Ella echó un vistazo a la foto que estaba mirando.
–Ah, eso… Se la hicimos hace seis meses, cuando le hicieron el electroencefalograma.
–¿Un electroencefalograma?
–Sí, para estudiar la actividad eléctrica del cerebro. Finn nació prematuramente, y sufrió una parálisis cerebral que le causó epilepsia. Ese es el motivo de que Orla no pudiera venir a Sicilia. Le aterra la idea de dejarlo solo. Y esa es también la razón de que quiera una parte de la herencia… No lo hace por avaricia, sino porque quiere darle un hogar donde pueda estar a salvo.
Aislin suspiró antes de añadir:
–Siento haber entrado en tu casa sin permiso. Sé que es ilegal, pero estaba desesperada. Finn te necesita, Dante. Necesita que le ayudes.
Dante se pasó una mano por el pelo, sintiéndose enfermo. Las fotografías no eran ninguna prueba concluyente, pero su instinto le decía que Aislin era sincera. Tenía un sobrino enfermo y una hermana que, por la fecha del certificado de nacimiento, debía de haber nacido cuando él tenía siete años, es decir, cuando su madre se divorció de su padre.
¿Le habría mentido ella también? ¿Habría conspirado con Salvatore para guardarlo en secreto? No tenía forma de saberlo, pero sus pensamientos volvieron rápidamente al niño de las fotografías que acababa de mirar.
–¿Cuántos años tiene?
–Le falta un mes para cumplir tres.
Aislin lo dijo con un tono extraño, como si sintiera pena de él, lo cual le molestó. ¿A qué venía eso? No lo conocía. No sabía nada de él. Lo único que tenían en común era una hermanastra y un sobrino enfermo.
Angustiado, cerró los ojos y se frotó el puente de la nariz. No tenía tiempo para esas cosas. El acuerdo con los D’Amore estaba en peligro, y solo le quedaban cinco días para convencer a Riccardo de que se merecía su confianza, de que no era como sus padres. De lo contrario, cerraría un trato con su principal rival.
Además, siempre había pensado que los negocios eran lo primero. Lo había aprendido siendo muy joven, al ver que Salvatore lo perdía todo por dar prioridad a las mujeres y el juego.
Sin embargo, la imagen de aquel pequeño entubado permaneció en sus pensamientos con tanta intensidad como la figura de la mujer que lo estaba mirando. Aislin era una mujer preciosa, e indiscutiblemente inteligente. Seguro que le quedaba muy bien un vestido de gala. Nadie se extrañaría si la veían con él.
–Te he dicho la verdad. Mi padre murió sin un céntimo –declaró lentamente–. Tuve que hacerme cargo de sus deudas, y no dejó nada más que esta casa. Pero, según la ley siciliana, tu hermanastra no tiene derechos sobre ella.
Aislin se recostó en el sillón, derrotada. Era una estudiante en la ruina y, en cuanto a Orla, se encontraba en una situación similar porque aún no había conseguido que el seguro le pagara la indemnización por la enfermedad de su hijo. Habían invertido todo su dinero en el billete de avión a Italia, y no podía volver con las manos vacías.
–Como ya he dicho, no tengo intención alguna de vender la casa. Ha sido de mi familia durante varias generaciones –continuó Dante–. Pero estoy dispuesto a darle a Orla la mitad de su valor.
–¿En serio? –dijo ella, sorprendida.
Él asintió.
–Cien mil euros, con la condición de que se haga una prueba de ADN –afirmó–. Si su identidad se confirma, el dinero será suyo.
Aislin se sintió inmensamente aliviada.
–Gracias, Dante. No sabes cuánto significa esto para…
–Tengo una oferta que hacerte –la interrumpió él–. Una oferta que no incluye pruebas de ADN.
–¿Qué tipo de oferta?
–Una que será beneficiosa para los dos –respondió Dante, mirándola con detenimiento–. Tengo que ir a una boda este fin de semana, y quiero que me acompañes.
–¿Quieres que te acompañe a una boda?
–Sí, en efecto. Y a cambio, te pagaré un millón de euros.