Título: Días de revolución
Autor: Antonio José Rojas López
© Antonio José Rojas López, 2019
© de esta edición, EDICIONES LABNAR, 2020
Corrector: Israel Sánchez Vicente
Imagen y diseño de cubierta e interiores por Ediciones Labnar
LABNAR HOLDING S.L.
B-90158460
Calle Virgen del Rocío 23, 41989, La Algaba, Sevilla
www.edicioneslabnar.com
info@edicioneslabnar.com
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra; (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45).
eISBN: 9788416366453
Código Thema: FV 5AQ
Primera Edición: Abril 2020
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Epílogo
Al conocimiento.
A la luz.
A la vida.
A mis hijos Antonio y Mario.
Semper fidelis.
Uno, dos, tres, cuatro… y así hasta veintitrés. Esos son los escalones que separan el mundo real del imaginario. Hoy tenía la necesidad de bajar aquí. Presiento que el final está muy cerca y mis temores se hacen cada vez más reales. El orgullo de haber formado parte de esta realidad paralela me embriaga al tiempo que desciendo a la Cripta. Ya no hay vuelta atrás. El olor de los libros se mezcla con la sed incontrolada de aventuras pasadas y futuras. Sé que soy el último eslabón de una estirpe entregada a una misión inacabada. A lo largo de los siglos, muchos como yo hemos desafiado desde la sombra a la locura. Las letras fueron nuestras armas y la pasión nuestro escudo. Tras las trincheras invisibles hemos intentado salvaguardar, generación tras generación, aquello que defenderemos hasta la muerte y para lo que fuimos instruidos en el anonimato más absoluto. Hoy, a diferencia de otros días, presiento que mi nombre sí importa y dónde vivo más.
Hemos llegado al final de los días diezmados por la vorágine de los hechos que a continuación se relatan. Miles de palabras han labrado esta aventura que cabalga entre cadáveres orgullosos de haber defendido con honor esta causa; unos asesinados, otros ejecutados, otros sencillamente olvidados, pero todos sabiendo que cada gota de nuestra sangre no se ha derramado en vano.
Aquí abajo la temperatura es agradable, la luz es la justa y los sentimientos son ingobernables. Hoy escribo estas líneas contemplando la templada espada del general, mi familia y yo mismo como último valedor de mi linaje hemos luchado para que siga aquí con nosotros, junto a su legado, junto a sus secretos. Mientras el lazo negro de seda siga acariciando el frío acero de su hoja significará que todo sigue su curso, que todo está ocurriendo como quedó escrito.
Yo solo soy un soldado, a veces atormentado por el oscuro pensamiento de tener que cumplir un objetivo en el que deba decidir quién vive y quién muere, quién llora y quién ríe, quién ama o quién odia. Siempre devastado por el recuerdo de los que quedaron en el camino, defendiendo el sentido principal del argumento. Mártires necesarios en el porvenir de esta historia.
Hoy he bajado a la cripta. Necesitaba el abrazo de mis recuerdos. He abierto la sublime cancela de hierro forjado por los hermanos Rojas que separa el presente del pasado. He contado los veintitrés peldaños esculpidos en la piedra vencida por el tiempo uno a uno, como de costumbre. Aquí me siento bien. Este es mi cuartel espiritual. Aquí todos los que me precedieron siguen estando vivos. He recordado aquella mañana clara de finales de octubre de 2016 en la que por arte del destino me di de bruces con toda esta aventura, y quedé condenado a ser un espectador excepcional, atrapado por mi apellido, por mi linaje, por la sangre. Aquí abajo encuentro mi refugio, me siento completo. Mire a donde mire solo encuentro pedazos de mi propia historia. Otro recuerdo atrapa ahora mi pensamiento. Mis pulsaciones suben poco a poco y siento en mi cuerpo una sobreexcitación que me traslada a marzo de 2018. En la estantería principal de la antesala de la cripta he visto el pergamino. Un escalofrío ha atravesado mi cuerpo, vuelven a mi mente el gran Diego Velázquez y el maestro De Mesa, y junto a ellos, husmeando en ordenadores ajenos, burlando la intimidad de los talleres de restauración más reputados de Sevilla, cómo no, el intrépido Junior, desordenando la lógica de las palabras y los acertijos más ocultos con una habilidad vertiginosa.
Hoy ha habido un motivo especial que me ha hecho volver a bajar a este lugar convertido en mi santuario personal. Mientras regresaba en coche a casa escuchando absorto la radio local, una canción me ha hecho estremecer. He tenido que detenerme en un pequeño camino aledaño a la carretera principal. De nuevo los recuerdos han aflorado atropellados uno tras otro y el habitáculo del coche ha quedado inundado por palabras, frases y versos que han trasladado mi mente hasta el pasado. El locutor lo ha presentado como el tercer corte del álbum Viento del este:
De capa y espada, armas y letras,
gentil y canalla, gallardo y calavera.
No hay cielo lo bastante alto ni tierra pequeña.
No hay océanos de tiempo que no surque mi propia bandera.
De Lope el amor, la rabia de Quevedo,
Espronceda, los Machado, Rocinante y Platero,
vivan las Cortes de Cádiz y el Himno de Riego.
Yo como Unamuno, contra esto y aquello.
Hoy necesitaba de nuevo ver la espada del general, tocar el acero de su fría hoja acariciada por el pañuelo de seda negra de su esposa. Hoy necesitaba leer el testamento de Teresa, sumergirme de nuevo en la lectura de las últimas voluntades dictadas en su lecho de muerte. Hoy necesitaba honrar a todos los que de una manera u otra han dado su vida intentando construir un mundo mejor.
Little Chelsea, Inglaterra. 12 de junio de 1824
En el nombre de Dios y de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y uno solo Dios verdadero. Yo, María Teresa del Riego, viuda de su excelencia don Rafael del Riego, mariscal de campo de los ejércitos nacionales de España, caballero Gran Cruz de la Real y Militar Orden de San Fernando y diputado a Cortes. María Teresa, nacida en el principado de Asturias vecina últimamente de Madrid y al presente habitando en la casa n.° 13 de la plaza de Samour en el pueblo de Little Chelsea cerca de la ciudad de Londres.
Declaro que he vivido y muero en la fe católica de mis padres creyendo todo lo que la Iglesia Católica cree y confiesa.
Que es mi última voluntad el que mis restos sean depositados en un ataúd, se pongan a disposición de mi cuñado don Miguel del Riego, canónigo de la Catedral de Oviedo, con orden de que los exhume como y cuando lo crea más conveniente con el objeto de mandarlos a España y unirlos a los de mi esposo, si es que pueden ser hallados luego de que brille el Sol de la libertad en aquel país.
Declaro que es igualmente mi voluntad que todo lo perteneciente a mi difunto esposo sea entregado a los testigos firmantes de este testamento, así como la espada que usaba y que conservó siempre limpia y sin mancillar.
Suplico que, cuando recobren la citada espada, se sirva atar a su guarnición el pañuelo de seda negra que fue el único legado que mi difunto esposo pudo hacerme como recuerdo suyo en los terribles momentos de su muerte.
Finalmente nombro, señalo y constituyo a mi cuñado don Miguel del Riego, encargado y cumplidor de esta mi última voluntad ante los siguientes testigos: Sr. Don Fernando Gálvez y Peláez y don Antonio Domínguez y Durán el día 12 del mes de junio de 1824.
María Teresa del Riego.
La aventura ha llegado a su fin. Es el momento de rendir cuentas. Las letras ya están escritas. Ya está decidido quién vive y quién odia, quién muere y quién ama. Ahora os toca a vosotros decidir dónde está el límite entre la realidad y la pasión. Desde aquí abajo la fina línea que une la verdad y la ficción es muy delgada, tan tenue que yo mismo estoy atrapado entre estrofas inacabadas. El futuro no es nuestro porque siempre seremos esclavos de nuestra propia historia.
Miguel Ángel Domínguez, 8 de diciembre de 2019. Deus vult.
El primero de enero de 1820 amaneció gris en Las Cabezas de San Juan, el magnífico pueblo al que llegué siendo un muchacho lleno de preguntas y del que me iré sintiéndome honrado de pertenecer como uno más.
Trece años han pasado desde que mi destino acabase en el consistorio de esta villa.
Nadie me contó nada, todo lo presenciaron mis ojos y oyeron mis oídos, sin mediar un segundo o un tercero que pudiese desvirtuar la historia que cuento, pues me considero con juicio y razón suficiente para dar credibilidad al relato que a continuación narro.
La mañana despertó gris, como es común en los inviernos tan largos que en esta tierra acontecen. Frío intenso que se mete en los huesos, meses cargados de lluvias que, sin embargo, aquel día, habían dado una pequeña tregua, tan solo amenazada por unas nubes que parecían no tener fin en la inmensidad del cielo.
Como cada día, mi rutina me llevaba desde casa, en la plaza del Bacalao, hasta el ayuntamiento, parando en el bar al que todos conocían por La Lata a tomar un café caliente que la señora Ana me preparaba con tanto esmero. Aquello era el mentidero oficial del pueblo. Si algo no se oía allí, es que no era cierto o aún no había ocurrido. Comerciantes, algunos funcionarios del consistorio y la gente del campo que regresaba para cualquier cosa antes de la cuenta coincidían allí para empezar el día con fuerza y con ese café diferente.
Nunca recobró su sonrisa, a España me refiero. El infame Bonaparte dejó partida en dos una patria, la mía, que desde tiempos inmemoriales lo había estado muchas otras veces, pero aquel rugir fratricida de una guerra como la pasada —tan solo seis años atrás desde su finalización— la había dejado triste, rota entre monárquicos empedernidos amantes de lo francés o temerosos de lo que se avecinaba y ya estaba ocurriendo en otros lugares. Españoles cansados del despotismo de un rey vendido al mejor postor que, impotente ante las hordas napoleónicas, optó por vender a su tierra y a su pueblo.
Aquella sangrienta guerra también llegó a estas calles. Han pasado pocos años y la memoria sigue viva: de madres que perdieron a esposos e hijos, de enfrentamientos defendiendo esta misma plaza, para lo que también montó mosquete y blandió cuchillo, en pos de la libertad arrebatada, quien narra estas palabras.
El combate rozó las calles de la villa y fue feroz en la aldea que llaman Gibalbín. Allí fue detenida una parte de la columna francesa enviada desde Jerez. La otra, con idéntica fortuna, fue enviada al pueblo gaditano de Bornos, donde cientos de cadáveres revelan la catástrofe acometida.
Mas fue en Gibalbín, en su sierra espesa de matorral y zarza, donde se paró los pies a gabachos y simpatizantes de estos que, a pesar de llevar sangre visigoda en sus venas, se vendieron aguardando un futuro mejor que no llegó nunca. Pepe el cojo y su hijo Manuel. Lolo el de la Pepa. Joselillo y su hermano Juan. Rafaela la guapa y el desgraciado de Francisco Quinta Sánchez, quien murió ahogado en un pozo camino del fatal desenlace. Son algunos de los nombres de cabeceños valientes que pusieron parada y muerte al ejército francés en beneficio de sus familias y su tierra. Fueron muchos los que aquel junio de 1811 dejaron su vida entre la maleza y el sol abrasador, y es de ley que en este relato aparezcan, aunque el fin de lo contado sea otro.
Muchos reyes han pasado bajo nuestra enseña nacional, fuere la que fuese en otro tiempo, pero ninguno, me atrevería a decir, más desleal y menos capaz que Fernando VII, y escribo esto sabiendo que, de ser leído por quien no debiese, quien firma acabaría en el cadalso cuando menos, mas es lo que siento y pienso. Cual felón arrogante nos vendió al invasor para luego, una vez derramada la sangre de miles de españoles, volver de nuevo a esta que ya no era su patria, y siendo tan ruin y miserable que no fue capaz de acatar la constitución de las Cortes de Cádiz en 1812, para luego intentar restaurar el antiguo orden déspota y desigual.
No contento con ello, ni harto de la sangre derramada del que llama su pueblo en estos últimos años de miseria, desangrándose hermanos con hermanos, volvió a perjurar contra la palabra de quien debe ser ejemplo, un rey, y envolviéndose en la capa de los cien mil hijos de San Luis, bajo el amparo de la Santa Alianza europea, cercenó a todo español que renegó de su arrogancia y mal cuidar de los suyos. Por todo esto, sucedido tras la historia que viví, aquel primero de enero de 1820 fue algo inolvidable.
Desde 1814, con la restauración absolutista de Fernando VII, el ambiente bélico no abandonaba los hogares españoles, donde la sensación de sublevación tenía un plato encima de la mesa. La fuerza del ejército y el desgaste de los años de guerra habían dejado a una población mermada tanto física como emocionalmente. Era difícil que una voz se alzara contra lo que sucedía, pues faltaban apoyos y recursos por doquier.
Se sobrevivió como se pudo. Había vuelto el derroche de poder de años anteriores, incluso cuando Fernando VII derrocó a su padre, porque eso fue lo que sucedió, a pesar de que sus seguidores no lo vean así. El periodo que transcurrió hasta 1820 fue convulso, calando la pólvora lo suficiente para solo necesitar una chispa en el momento adecuado y el lugar idóneo. Eso sucedió el 1 de enero de aquel año.
Había rumores acerca de la columna del ejército acampada a poco tiempo desde el pueblo. La gente del campo se cruzó con ellos el día anterior, al terminar la jornada labrando la tierra. Las voces aquella mañana en La Lata eran de otra índole. Había quien creía que estaban de paso, los que sospechaban que volvían a resolver cuentas pendientes con liberales declarados y los que no opinaban nada, salvo la adhesión a todo lo que portase la insignia nacional.
De todos los allí presentes, solo había un hombre al que nadie conocía y, aunque era frecuente que los forasteros se detuviesen a tomar algo, aquel tenía algo singular. El porte, la ropa, la forma refinada con la que sorbía… Quedó más claro cuando habló. Su acento lo delató y lo eximió de ser andaluz.
—Es el tercer batallón Asturiano, camino de Ultramar, hacia la guerra en las colonias para disuadir a los indios sobre sus supuestos derechos.
A mi lado, nuestro alcalde, sentados Félix y Germán, y de pie en la otra esquina del reciente adquirido mostrador Pepe el carpintero, quien se deleitaba en su reciente obra. Detrás de la barra, la bella Jacinta, hija de doña Ana, por la cual suspirábamos muchos de los solteros que allí parábamos. Ninguno dudó en mirar a aquel hombre de arriba abajo, esperando oír algo más en su tono señorial y bien hablado.
—Juraría que en menos de medio día estarán a las puertas del pueblo.
—Señor, ¿se puede saber una cosa, si es que tiene usted respuesta? Ya que sabe qué viene y quiénes son —pregunto nervioso Pepe el carpintero.
—No es difícil saber cuál es el cuerpo si se conocen las insignias, y tampoco si al pasar por allí recientemente ves que están haciendo intendencia y recogiendo todo. Teniendo en cuenta que van a embarcar, el camino hacia Cádiz pasa por aquí, lógica pura.
Casi todos se dieron por enterados y, sin preocupación alguna, volvieron a su café o coñac o lo que estuviesen degustando, salvo el alcalde, quien, curioso, preguntó al forastero:
—¿Es usted entendido en insignias militares?
—Puede ser —contestó el forastero, ya girado hacia el edil.
—Le diré algo, señor…
—Sí, por supuesto. Mi nombre es Rafael. Rafael del Riego.
—Pues eso, señor Del Riego. Yo fui en su día soldado y no es tan sencillo conocer las insignias, así que me da que usted no está aquí de paso. Vamos, que esto no es casual. ¿Me equivoco?
El señor alcalde acababa de acaparar toda la atención de aquel hombre, viendo el movimiento de este, totalmente en línea recta y mirándolo a los ojos, le preguntó, desafiante:
—Señor alcalde, porque usted es el alcalde, ¿verdad?… ¿Cambiaría algo que yo esté de paso o no? ¿O que simplemente sea entendido en insignias?
—Para nada, por Dios. Este es un pueblo históricamente acogedor con el forastero, y usted no va a ser una excepción.
Yo estaba sin perder hilo en aquella extraña conversación, mirando a quien dijo llamarse Rafael de una forma extraña, pues el nombre no me era desconocido, desde un punto de vista epistolar. Eran unas botas caras las que llevaba calzadas y su abrigo negro de corte largo era de pelaje distinto también, mas lo que me llamó la atención fue su anillo. Una escuadra y un compás. Para cualquier otro podría pasar desapercibido; para mí, un ratón de biblioteca según mi tía Isabel, no.
—Señorita, cobre lo que deben los señores. Invita el forastero.
Apresurado salió de La Lata, mientras el alcalde pedía a lo lejos disculpas por si lo había ofendido. Se subió el cuello del abrigo y bajó por la calle Real en dirección a la salida del pueblo. Como pude, me puse la bufanda y mi sombrero, intentando que no se me fuera mucho y lejos.
—Señor, perdone, señor Del Riego. ¿Tiene un minuto?
—Sin disculpas y lo que nos lleve caminar hasta la iglesia de la entrada. Tengo algo de prisa.
—No se preocupe que no le robare más que unos minutos —le anuncié.
—Pues usted dirá —replicó mientras caminaba.
—Soy yo, el de las cartas… Sé que iban para mi padre, mas él ya no está y fui yo quien respondió.
Creo recordar que su gesto se alteró. Deteniendo sus pasos en seco, y con el palmo que me llevaba en altura, me miró de forma altiva, casi curiosa.
—¿Cómo te llamas, muchacho?
—Antonio.
—No te vayas lejos. Voy a necesitar tu ayuda —aquello sonó contundente.
—Lo que precise, señor. Yo soy un hombre de bien, honrado y fiel —le advertí.
—No lo dudo —dijo riendo—. Verás, mañana será nuestro día, poco después del amanecer. Vamos a comenzar acciones para derrocar al rey. Y necesitaré a hombres como tú. Solo tienes que decirme algo. ¿Estás dispuesto al sacrificio?
Si el miedo se pudiese oír, el mío habría sonado hasta en Teruel, pues comencé a temblar, casi blanco, y con las piernas amenazando con fallarme. Tuve que echarme sobre la pared de la casa que tenía a mi espalda mientras seguía oyendo a Del Riego.
—Solo necesito que escondas algo en la iglesia. La conoces, ¿verdad?
Yo no era un feligrés de libro, pero adoraba el arte y tenía buena relación con el sacristán de la parroquia de San Juan Bautista, donde solía parar a menudo. Pero no comprendía qué podía necesitar de mí. De ser cierto lo que me anunciaba que iba a suceder, ¿para qué escondería algo en la iglesia? Supuse que para saldar deudas con Dios ante algo semejante, aunque tampoco lo tenía claro.
Al día siguiente, como cada mañana me dirigí a La Lata. Sin embargo, aquella no era como todas. Yo sabía algo que ninguno de mis vecinos conocía, y no solo ellos, sino el resto de los españoles o el mismísimo rey Fernando VII. Aquel día, algo cambiaría para todos.
No era ni entrada la media mañana, cuando el ruido de cascos de caballos y ruedas de carros asomaba desde San Roque, en la entrada del pueblo. La gente salía de sus casas ante el asombro de un batallón completo en su desfilar por las calles de Las Cabezas de San Juan. Marchaban de forma disciplinada, al son de tambores tocados por dos hombres barbudos que daban el paso a los doscientos soldados que seguían. Detrás de estos, tres carros con artillería tirada por mulas que, en un afán de esfuerzo y casta, intentaban subir calle Real arriba.
Al frente, justo delante de la escuadra de caballería con más de cincuenta jinetes, el forastero Rafael del Riego. Aquel hombre refinado y elegante que la jornada anterior nos invitase en La Lata abría paso a los centenares de hombres. Casaca azul, pantalón blanco y botas esmeradas y radiantes ponían lustre a un hombre llamado a cambiar la historia de España.
La gente vitoreaba su paso alegre y contundente, tanto como pueden ser al unísono hombres y bestias. El propio alcalde, avisado por su hijo, corrió hasta el ayuntamiento para ver pasar la comitiva militar que marchaba, según los rumores, hacia América para combatir las revueltas de las colonias. La plaza frente al consistorio era una amalgama de curiosos, y de entre ellos emanaban vítores a los hombres que partían a engrandecer el orgullo de un imperio que ya no era tal.
De repente, el oficial, al pasar frente al ayuntamiento, mandó el alto a través de su ayudante de campo. Desmontó y, poniendo pie en tierra, pidió permiso a la casa que tenía a su derecha. El pueblo, casi entero allí congregado, hervía en curiosidad.
—Tendrá un problema de vientre, el buen general —rieron unos.
—La sed, que es muy mala —decían otros.
Pero todos aguardaban pacientes.
Se abrieron las contrapuertas de madera del piso superior y la figura esbelta del oficial pidió silencio. El tumulto quedó silenciado ante la petición del asturiano, que comenzó diciendo:
—España está viviendo a merced de un poder arbitrario y absoluto, ejercido sin el menor respeto a las leyes fundamentales de la Nación. El rey, que debe su trono a cuantos lucharon en la guerra de la Independencia, no ha jurado, sin embargo, la Constitución, pacto entre el monarca y el pueblo, cimiento y encarnación de toda nación moderna. La Constitución española, justa y liberal, ha sido elaborada en Cádiz, entre sangre y sufrimiento. Mas el rey no la ha jurado y es necesario, para que España se salve, que el rey jure y respete esa Constitución de 1812, afirmación legítima y civil de los derechos y deberes de los españoles, de todos los españoles, desde el rey al último labrador.
»Sí, sí, soldados; la Constitución. ¡Viva la Constitución!
El silencio se volvió sepulcral. Poca gente entendía lo que allí ocurría. La cara del alcalde, fernandista empedernido, era un rosario de sentimientos. La gente se miraba entre sí y, cuando alguna de esas miradas me buscaba, yo bajaba la mía, no sé si como gesto inconsciente de conocimiento sobre lo que sucedía allí.
El murmullo comenzó a hacerse más amplio, más ruidoso, hasta el instante en que algunas soflamas a favor de la constitución aparecían en el horizonte. Esa chispa prendida rápidamente arrasó todo, y los sombreros y boinas comenzaban a surcar el cielo. «¡Vivan las Cortes de Cádiz!», era el grito más escuchado. El general Del Riego, altivo, miraba congraciado aquel estallido del pueblo. Supongo que convencido de que la historia pasaba por allí, y no se equivocó.
El alcalde salió a toda prisa de entre la gente, seguido por dos alguaciles del Ayuntamiento, no con la mejor de las sonrisas. Entre los gritos de júbilo de la gente y la alegría que nació apenas unos minutos atrás, pude salir de la plaza para dirigirme hacia la iglesia, donde me advirtió Del Riego que esperase. Al buen rato, un anciano pasó a mi lado y dijo:
—Joven, ¿eres Antonio?
—Sí, ese soy yo.
—Nuestro amigo me ha pedido que te entregue esto. Ya sabes lo que debes hacer.
Me dio aquel saco pesado que contenía un pequeño cofre y una carta.
Entré a hurtadillas en el templo. Me di las mañas y dejé aquello que me dio en el lugar que indicó en la carta de despedida, de la que entendí más bien poco. Mi madre me explicó lo que aquello significaba, la verdad de mi padre y su apellido. Lo que sería de mí después de aquel día.
Antonio Dominguez.
—Soy Mateo de la Cruz, senescal del antiguo Clan de los Imagineros, por gracia de…
—Mateo, la niña tiene dos meses. Te mira de una forma muy rara cuando le cuentas tus batallas —me replicaron al instante—. Además, no creo que sea recomendable. Acabará llamándote senescal antes que papá.
—Tienes razón. Debe saber que también soy Caballero del Dragón…
Las risas de unos padres sobre sus recién nacidos, aseguran los expertos, dotan de una empatía casi innata al bebé, y eso tratábamos María y yo, aunque más bien es una cualidad de la que ella me ha llenado. La de reir ante todo, la de pensar que no debemos hacer tantos planes porque solo hemos de intentar ser felices.
Ahora es más sencillo. La parte material está solventada, al menos eso dice Álvaro, el hijo de don Antonio, mi fiel escudero en la última andadura y de quien os hablaré luego. No nos falta salud. Tenemos una hija preciosa, que nació después de un parto… dejémoslo en «aparatoso». Mantenemos la conciencia limpia al haber actuado según exigían las circunstancias y, sobre todo, mis responsabilidades. Digamos que no nos va mal.
Decidimos quedarnos en el pueblo, en Las Cabezas, donde pasé los primeros meses tratando de aprenderme nombres de calles y vecinos. Incluso volví a correr por los caminos o «carriles», como los llaman aquí. Sin embargo, había un vacío que nada ha logrado llenar. Mi padre, don Antonio, sobre todo el profesor, y de vez en cuando Ana. Es curioso el mecanismo de la mente humana, que sigue queriendo y anhelando, o eso creo sentir en alguna ocasión que otra, a alguien que te hizo tanto daño. Alguien que vendió tu vida y a quien no le importó en absoluto poner en riesgo también a tu familia.
A veces vuelvo a leer aquella carta que me dejó y quiero pensar que hubo más de lo que he llegado a saber. Necesito creer que fue cierto que lo hizo por mi bien, pero me resulta poco menos que imposible. Son las dudas que siembran mis recuerdos, aquella infancia en la que fuimos verdaderamente felices.
No me detengo demasiado en Ana. Ella tiene quien le llora, como me acurre a mí con el capitán. Siempre el capitán. No puedo evitar verle sonriendo junto a mi madre cuando vamos a verla a Toledo, o en el brillo de la mirada de mi pequeña, quien ha heredado sus ojos. Me es imposible no verle con este precioso regalo en sus brazos.
De todo lo que aprendí en esos dos años, me quedo con la capacidad de otorgar valor a lo que tengo en esta vida hoy, porque mañana quizás no esté. Y era el momento de ellas, de María, de mi madre y de la pequeña Magdalena. Así continuó la historia, con un eco del pasado más verdadero que conozco. Además, no podía ser de otra manera; ella, su nombre, tenía que estar presente. Magdalena, como expresión máxima de aquello que se puede denominar destino. Unas circunstancias que han hecho aparecer tantas cosas impredecibles en mi existir. La cara amable de la teoría del caos. Me ha traído paz en medio de un mundo en guerra, porque aún estábamos en guerra. Más cruda, más miserable si puede y aún con la crueldad por llegar.
Si mirábamos atrás, solo unos meses que no llegan al año, cuando aquella noticia emergió del rincón de una iglesia de un pueblo diferente al resto de la comarca del bajo Guadalquivir e inundó las portadas de periódicos, cabeceras de noticiarios televisivos y emisoras radiofónicas, ninguno de los lectores, televidentes o radioyentes podría imaginar ni la más mínima de las partes de lo que acababa de revelarse al mundo.
No era baladí poner rúbrica a una obra pictórica desconocida del que probablemente es el mayor genio de nuestra pintura. Sin embargo, todo lo que encerraba aquel hallazgo quedó relegado, por mucho que me empecinara en un principio en lo contrario. Es cierto que era inevitable, que el momento se acercaba, pero no era ni el momento ni el modo de hacerlo. Álvaro me lo dejó claro.
A sus cuarenta y dos años, el hijo de don Antonio se convirtió por herencia en mi custodio. En nuestros encuentros frente al café de aquel bar de ambiente cofrade, mezclados con el bullicio de los que allí se detienen para pasar un buen rato, testigos de la idiosincrasia de sus gentes, Álvaro siempre me decía: «Mateo, yo nací y fui educado para esto». Bromeaba cuando le soltaba que si su cometido era servirme a mí especialmente… Entonces, su semblante se volvía aún más tenaz si cabe. Su corte marcial, casi miliciano, me recordaba al capitán de joven. La seriedad de su rostro alcanzaba su cenit al aclararme que, si la historia me había escogido a mí, él sería lo que la historia me tuviese reservado. Y no creo que se equivocara. Su físico, de atleta o de luchador, acompañaba a una personalidad altamente mesurada, de pocas palabras, aunque con la curiosidad de un gato callejero. Incluso llegué a sentirme tan pardillo como en realidad soy a su lado, cuando observaba con detenimiento su sentido tan exclusivo del deber, un rasgo que mi padre siempre llevó por bandera.
Álvaro regentaba la tienda de su padre. Ya lo hacía cuando la senectud se tornó un mal compañero de viaje para don Antonio. Sabía que se formó en la Universidad de Sevilla, pero no por él, si no por Jaime, un trabajador de la tienda, algo mayor que Álvaro y quien llevaba casi treinta años al lado de la familia. De no ser por ese hombre, poco habría conocido de aquel que juró entregar su vida al mismo ideal que su padre: defender con su honor el Clan de los Imagineros y ser digno vasallo de los caballeros del Dragón. Su entrega a cada minuto era casi enfermiza. No importaba si paseamos sosegadamente por la calle, él siempre estaba atento a cada movimiento, vigilante. Era cierto lo que decía, aunque me costaba creerlo a esas alturas, eso de nacer y vivir para un cometido transcendental: yo.
¿Qué habría dicho mi madre de saber algo así? Ella seguía en Toledo, donde vivía con su hermana. Allí, alejada de todo lo que podía causarle dolor, intenté que solo fuese receptora de buenas noticias y de un amplio catálogo de fotografías de su nieta y la preciosa familia que su hijo había logrado crear. Mientras pudiese evitarlo, no conocería otra cosa. Me partiría el corazón haberla hecho partícipe de cualquier sufrimiento adicional, aunque creo que el tratamiento de la información que nos dispensábamos era recíproco, pues sospecho que mi madre sabía lo que se cocía en mi caldero y hacía oídos sordos para no preocuparme en demasía.
María, la niña y yo nos trasladamos a una zona residencial. Allí disfrutábamos junto al parque, con amplias calles y cerca del colegio, que algún día será necesario. María es quien debía desplazarse para acudir a su trabajo, pero no le importaba siempre que tuviésemos tranquilidad en casa. Soy yo quien tuvo que adaptarse a todo cambio, si bien de un modo rápido y sin complicaciones. Todo gracias a su gente. Puede que la grandeza de los hechos acontecidos por estos lares a lo largo de la historia le hayan otorgado un carácter especial. Al fin y al cabo, este lugar tiene un singular misticismo para recibir en cada época a un forastero crucial para hacer de Las Cabezas un enclave esencial para el resto de la humanidad.
«El muchacho del cuadro», me llaman por aquí. Todos sabían que fui partícipe de aquel hecho que volvió a colocar la localidad en el mapa, y más público que nunca. Si conocieran los secretos anónimos que han bañado sus calles, casas y templos, seguro que dejarían el cuadro de lado para llamarme «el muchacho de los misterios», aunque eso, me temo, nunca ocurrirá. Así que seguiré siendo «el muchacho del cuadro» por mucho tiempo. Y es que fueron muchos quienes me vieron revoloteando por el pueblo, siempre cerca de la iglesia, preguntando, indagando, sospechando… De repente, el tipo raro aparece en titulares. Esa fue la decisión del profesor Pepe López, en contra de mis intenciones. El catedrático, un absoluto desconocedor del trasfondo real de todo, se encargó de que mi nombre estuviera junto al suyo en cualquier documento, archivo o noticia sobre el hallazgo de la obra de Velázquez. Aún me envía mensajes desde los lugares más singulares del mundo, allá donde viaja para exponer aquel hito de la historia del arte. Y del verdadero legado de cristo, aunque eso él no lo sabe.
Pero igual que me veía la panadera, el chico del bar o el policía municipal del pueblo, a aquellos que me siguen, que nos han seguido desde hace setecientos años, no les fue demasiado complicado el encontrarme. Solo tenían que echar un vistazo a las noticias nacionales para conocer mi paradero. Y para estos no hay secreto alguno. Conocen la verdad tras el marco, lo que encerraba esa pintura que la comunidad internacional consideró el mayor acontecimiento del arte español. Lejos de la maravilla, el encanto o el romanticismo de haber encontrado la pintura de Velázquez más polémica de su brillante carrera, el clan se preparaba para su última batalla. Aquella en la que discernir qué bando triunfaría en la guerra de las revelaciones al mundo. Es en esos momentos, los más oscuros de mis pensamientos, en los que abrazo la soledad en su mayor plenitud. Álvaro tenía su propia lucha, la de un soldado que tiene clara su misión en la vida. María, mi mujer y compañera en todo lo ocurrido por entonces, es madre de nuestra hija, su cometido más vital e importante y del que no pienso distraerla. Sin embargo, yo solo tenía mis dudas, incertidumbre y una obligación que en ocasiones se me antojaba imposible.
Era demasiado lo andado para rendirme entonces.
Son demasiadas las vidas que han sucumbido en el camino.
Los que se sacrificaron por este legado, por esta estirpe… Felipe de la Cruz, Juan de Mesa, Sako, Velázquez, mi padre, don Antonio, Valdivieso… Si ellos no vieron más salida que entregar su vida a la causa para la que fui marcado, no era digno de mí hacer lo contrario con la mía. Hasta entonces, solo había sabido continuar a base de tropiezos, como un animal indefenso que temía la realidad que no dejaba de golpearle, salvaje, torpe y asustado. Tras lo ocurrido en La Mesa, al final de aquel tormentoso Camino de Santiago, el Mateo que era, el físico teórico que aspiraba a su propio despacho en la universidad, ya no existía. Todo cambió al enfrentar la muerte de manera tan cercana. Después de aquello, con todo lo que tenía que perder, debía dejar atrás al joven que soñaba con ser un tipo corriente. Tenía que estar preparado para presentar resistencia, aunar conocimientos y destreza en una lucha sin precedentes para alguien como yo. Y en ello estaba, preparando mi cuerpo y mi mente, haciendo acopio de fuerzas de las que no sabía que disponía, al menos de modo consciente. Temer no ha de ser una opción; el valor sí. Pues no queda más que el valor de aquellos que antes que yo ostentaron el honor de mi cargo: senescal del Clan de los Imagineros.
Pero no todo en mi pasado es inútil para mi futuro. Ese joven físico, escéptico y ateo por norma, ahora usa el nombre de Dios para rendir cuentas con el destino. Al fin y al cabo, la vida me ha traído hasta aquí. Una vida en la que siempre he realizado todo de manera empírica, formulada, teorizada, lo que me ha ayudado a conocer a Dios de un modo que jamás había imaginado. Así comenzaría el final de mi viaje, asumiendo que la ciencia que tanto amo forma parte de toda su creación.
La benevolencia de lo que ofrece el clan es increíble. He ido aprendiendo las bondades de ser alguien diferente, y no comparo mi dedicación con la de un rey o un presidente de nación. Ellos nunca comprenderían la singularidad de desempeñar un cargo más exclusivo que el suyo. No obstante, la despreocupación laboral es un alivio, aunque no fui de los que trabajaban por dinero, lo mío era la vocación. Sí bien, nadie vive del aire. Aún menos ahora que la leche de almidón y los pañales entran en casa en cantidades industriales.
Existe una cuenta privada en una entidad bancaria que, de manera rutinaria, no deja de recibir ingresos en tal cantidad que hace que me sonroje. Don Antonio no quiso darme detalles. Cuando le pregunté al respecto, solo me habló de la compartimentación del clan. «Esos, Mateo, son cometidos de otros hermanos de nuestra sociedad», fue su respuesta. En mis devaneos mentales, supongo que la mayoría de los ingresos provienen de herencias y donaciones con los que benefactores y miembros siguen en la lucha. No toda acción para mantener vivo el clan ha de ser física. Incluso las guerras precisan de ayuda económica para sustentarlas y, en el mejor de los casos, ganarlas. Que se lo digan si no a los americanos y sus bonos de guerra durante la Segunda Guerra Mundial. Algo así me imagino cuando pienso en ello. Aunque tengo presente la advertencia de don Antonio: «No gastes más de lo que necesites ni realices ostentación alguna de esos bienes».
Lo que echaba de menos en sus recomendaciones era una cláusula sobre la peligrosidad del cargo. Esa letra pequeña se omitió en el contrato que nunca firmé. Pero, la verdad, ya no imagino mi vida de otro modo. Además, toda profesión tiene su riesgo, o eso me digo para convencerme.
Y así cambió mi realidad. Cuando quise darme cuenta, era padre, llevaba una vida anodina al cuidado de mi preciosa hija. La rutina la completaba con mi entrenamiento y algún que otro café. Defensa personal, correr por los caminos, galería de tiro… Sobre todo, los miedos. Despojarme de ellos era vital.
Mi segundo hogar, la parroquia de San Juan Bautista, se convirtió para mí en uno de mis lugares favoritos en el mundo. Por mediación de María, la concejala de Cultura, me proporcionó la oportunidad de participar en algunas de las visitas guiadas para desvelar sus secretos. ¡Todos no, por supuesto! Don Marco, el párroco de Las Cabezas, nunca dejaba de recordarme la importancia de aquel descubrimiento, lo que llenó las arcas de la iglesia de manera desorbitada junto con el turismo artístico y religioso. Allí dentro me sentía en paz. El ambiente fresco de sus muros, las bóvedas, retablos, el aroma del incienso sempiterno… Ya formaba parte de mí.
Entre visitas, aprovechaba la ocasión para navegar por el conocimiento disponible. Los archivos eclesiásticos, la mayoría sobre defunciones y bautismos, me hacían seguir las huellas de una historia borrada, perdida. El clan y los caballeros del Dragón parecían haber desaparecido de la faz de la tierra, como si jamás hubiesen existido. El evangelio de María Magdalena había sido trasladado a la antigua parroquia. Debí haber sospechado lo que había ocurrido para que algo así sucediese.