A Ángela y Jaime,
juntos en esta hoja.
A los diez minutos se conoce el personaje
No todas las mujeres piensan que los maricas las quieren o son sus mejores amigos. Algunas saben que unos cuantos de ellos en realidad las odian. Especialmente esos que todavía no salen del clóset y se sienten amenazados por aquellas muy femeninas y cosmopolitas, a las que no solo aborrecen, sino que, además, envidian. Hay quienes comentan, y dicen tener pruebas para demostrarlo, que los peores casos de misoginia son perpetrados por hombres gais que todavía no se reconocen como tales. En los principios de los noventa todavía quedaba un coletazo de lo que había sido el Cartel de Medellín en la ciudad, y aunque algunos de los que permanecían en el negocio intentaban bajar el perfil, casi todos sus compañeros de once seguían obsesionados por los carros, las motos, la plata y el estilo de vida de los traquetos. Si acaso hubo una excepción, fue tal vez el Caleño, su compañero gay —o al menos eso era lo que ella creía—, quien en ese entonces no tenía de otra que presumir una aparente masculinidad, pues en ese colegio de machitos donde ellos estudiaban no eran bien vistos los maricas, y aquel que se atreviera a desinhibirse se arriesgaba a ser víctima de un insufrible matoneo. No obstante, él le confesaba que en los cambios de uniforme para Gimnasia se arriesgaba y miraba de reojo mientras los compañeros se desvestían. A veces, en los descansos, cuando algunos jugaban en la cancha y ella y el Caleño se sentaban en los alrededores a mirar, él le hacía unas descripciones tan gráficas que no podían evitar desternillarse de la risa. «Qué es lo que tanto miran home, de qué se ríen par de mariconas», les decía Pichula cuando lo escrutaban de arriba abajo durante los partidos de fútbol. Lo que el Caleño no le confesaba era que en esos mismos partidos también le lanzaba miradas furtivas y provocadoras al hermano de ella. No era ciega, se daba cuenta, si él se lo hubiera contado seguro le había restado importancia. Por esa época no se la llevaba muy bien con su hermano.
Una tropa mafiosa de camionetas y motos se estacionaba a la salida del colegio para recoger a algunas de sus compañeras más bonitas y llevarlas a la casa. El sonido de los parlantes se confundía entre un festín de pitos y algarabía de muchachos que salían del colegio alebrestados al terminar la jornada. Algunos de ellos, que dejaron el colegio para dedicarse «al negocio», formaban corrillos en los que, entre chanzas y murmuraciones, aprovechaban para burlarse de los que terminaban la jornada: que este por cabezón, que aquel por enano, que por el motilado new wave del otro que parecía de marica, que por gordos, por flacos, por altos... que mirá, güevón, esa coja... también ella fue blanco de sus burlas. Todo el que no encajaba en la estética de la cultura mafiosa de esa época era, fijo, víctima de las burlas de aquellos pichones de camaján.
Ellos no encajaban y eso fue lo que los unió. Ella se veía como una extraña amalgama de metalera con hippie: usaba camisetas negras de Venom, botas con platina, manillas y collares de hilos con conchas de mar. Pero no era metalera ni hippie: las camisetas las heredaba de su hermano, que por esa época tocaba la batería en un grupito caspa que alcanzó cierto reconocimiento en la ciudad. Le gustaba ponérselas porque eran grandes y podía ocultar sus tetas, que le causaban algo de complejo. Además le parecía que la hacían ver ruda, y eso le gustaba. Lo de hippie sí era más calculado, era pura pose. Venía de un colegio de monjas, de donde no la echaron por voluntariosa o irreverente: lo que le dijeron las monjas a su mamá era que presentaba una absoluta desidia por el estudio, es decir, le importaba un culo todo. Él, en cambio, había llegado de Cali ese año, no lo echaron de ningún colegio y tenía excelentes notas. También había estudiado con religiosos, al menos eso fue lo que le dijo a ella y a sus compañeros cuando se lo preguntaron.
Con el uniforme del colegio no se notaba que su pierna renga se levantaba asimétrica respecto a la otra, era a la altura de los hombros donde se evidenciaba la disparidad, que se acentuaba por una leve inclinación de la cabeza hacia el lado derecho. Con la displasia de cadera tuvo que lidiar desde niña; por recomendación médica no podía operarse hasta después de los dieciocho años. El Caleño también tenía una cirugía pendiente, pero a él sí se la hicieron al terminar once: le cosieron los dientes de arriba y abajo durante casi nueve meses para intervenirle la mandíbula. La verdad es que, hasta ese momento, ese fue uno de sus rasgos más sobresalientes, además de una enorme nuez de Adán que tenía casi el tamaño de un limón mediano. Él era alto, muy delgado y tenía el pecho hundido; ella, en cambio, era chiquita y tetona.
Desde el primer momento se hicieron inseparables: se sentaban juntos en todas las clases y se consolaban en las tardes cuando los soltaban; ella creía que ambos salían con un nudo en la garganta por la presión que se sentía, al ser diferentes y no encajar. No está de más decir que, aunque el Caleño hacía un buen trabajo al fingir lo que no era, no faltaba el que lo echaba de ver e intentaba montársela. Ella nunca entendió qué fue lo que cambió y por qué de un momento a otro empezaron a respetarlo. Tampoco nunca pudo entender por qué en el último año de bachillerato empezaron a distanciarse.
Que varios compañeros andaban en cosas raras no era un secreto: una vez que quiso buscar unos marcadores en el morral del Caleño, se encontró con un artefacto frío y metálico. Cuando lo sacó para preguntarle qué era, pálido y casi sin habla, él le gritó que lo dejara y lo guardara, que dónde lo había encontrado y que cómo se le ocurría sacar eso así, delante de todo el salón. Un minuto después le dijo que Pichula le había metido el arma allí porque esa mañana harían una requisa en el colegio. Ella notó que estaba nervioso y que las manos le temblaban mientras intentaba ocultar el aparato de nuevo en el fondo de su morral. Nunca le volvió a mencionar el tema. Esa vez pensó que Pichula era mala gente, que se aprovechaba de la buena voluntad de su amigo que, según ella, estaría dispuesto a cualquier cosa con tal de agradar: le tenía miedo seguro. Cuatro meses después de graduarse, a Pichula lo mataron en una masacre de motociclistas en una estación de servicio en La Fe, cerca de El Retiro. Iba con el hermano de ella, que se salvó porque dejó la moto para que se la tanquearan y se fue al baño. Días después sus padres tuvieron que sacarlo del país: estaba amenazado de muerte.
En ese entonces, el Caleño tenía bien elaborada la teoría, y cada que podía la aplicaba en aquellos que conocían. Sostenía que para conocer bien a una persona bastaban tan solo diez minutos; que, en ese lapso, cada quien, con lo que decía, su manera de vestir y sus gestos reflejaba lo que era. Él, que era aguzado por naturaleza, tenía una manera especial para reparar en los demás, casi nunca se le escapaba detalle. Le decía que ella no lo detectaba porque todo el mundo le parecía bonito y que, además, buscaba la manera de encontrar algo bueno en cada persona. No obstante, cada que conocían a alguien cuya personalidad les parecía de alguna manera singular, le aplicaban la teoría. Levantar una ceja, tocarse la nariz o rascarse detrás de la oreja, eran las señales para hacerle saber al otro, que ese con el que hablaban era un chicanero, un lagarto o un caradura. También para indicar si aquel que tenían en frente era un duro, duro de verdad, o tan solo un lavaperros. Esas últimas clasificaciones eran las que más le gustaban al Caleño. En esas ella nunca acertaba, y siempre era él quien estaba haciéndole notar las particularidades en los demás.
La animadversión era de parte y parte: no le gustaban los mafiosos, pero ellos tampoco era que se sintieran atraídos por ella. No era lo suficientemente bonita, no estaba buena y era coja; además, le faltaba esa disposición que tenían las otras, de dejarse descrestar por la opulencia. También era muy tímida; tanto, que daba la impresión de ser retraída o casi boba. No obstante, se le sentía cierto aire de superioridad y de desprecio por los demás. Como ese aire de superioridad de los que tienen algún defecto físico y lo compensan con demasiada confianza en sí mismos o por ser capaces de burlarse de sus defectos.
Un lunes, antes de salir a vacaciones de mitad de año, apareció Eliana otra vez aporreada, con un brazo fracturado y unos moretones en la cara. Esa vez les dijo que se había accidentado con el Juli, su novio. Ella era, sin duda, la más bonita del colegio: alta, de facciones perfectas y cabello rubio liso que le llegaba hasta la cintura. Inalcanzable para los mortales de sus compañeros. Esa semana, extrañamente, se incrementó la llegada de regalos a los que la tenía acostumbrada su novio. Todos los días del año un mensajero le llevaba la media mañana al colegio, pero esa semana le llegó también una caja con un reloj Rolex, y días después un sobre con las llaves de una camioneta. Por años, ella recordó esa mirada en la cara de Eliana, la misma que vería años después, cuando acompañaba a su novio, el de la ong, a las reuniones en las que se atendían casos de mujeres maltratadas. Ese año, una semana antes del día del amor y la amistad, el tal Juli se esfumó sin dejar huella. El Caleño les contó a sus compañeros que lo habían matado y desaparecido el cuerpo, pero que no dijeran nada, especialmente delante de Eliana. A ella le resultaba asombrosa esa capacidad del Caleño para ganarse la confianza de semejantes personajes. No acababa de entender cómo hacía para enterarse de todo y en tan poco tiempo.
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Tiempo después de graduarse de la universidad, cuando preparaba su viaje para ir a estudiar un máster a España, se encontró con el Caleño a la salida de un restaurante por la Setenta. No lo veía desde que terminaron el colegio. Esa vez le contó que desde que salieron del bachillerato se fue para donde su papá, que vivía en Barcelona y que allí había estudiado una tecnología en Ingeniería Informática. Hablaron un poco de los compañeros, de lo que hacían; ella le contó que viajaba a Madrid y de paso le pidió que se anotaran los teléfonos. Antes de despedirse él le dijo que lo agregara en Facebook. Dicho esto, se despidió con un guiño y se subió a una camioneta que lo esperaba a la salida del restaurante. Lo acompañaban cinco muchachos, todos más jóvenes que él. Antes de arrancar, le gritó por la ventana que por allá la esperaba.
Todo indicaba que al Caleño le iba bien como tecnólogo en ingeniería, pues por lo que se veía en Facebook se la pasaba viajando. Aunque parecía que todavía seguía ocultando lo de sus gustos más privados: en la mayoría de las fotos aparecía siempre rodeado de mujeres bonitas en discotecas o en lugares paradisiacos. Esa última vez que hablaron le contó que Eliana ya no estaba en Japón, que se había ido a España con toda la familia. Poco le interesaba la vida de Eliana, tal vez por eso no cayó en cuenta de preguntarle qué hacía ella en Japón. En la época en que estudiaron juntas, nunca fueron amigas.
La única vez que logró conseguirlo por teléfono, pocos días antes de su arribo a Madrid, el Caleño le animó para que llamara a Eliana, le dijo que los primeros días eran muy duros y que ella le podría guiar y enseñar algunos sitios. La buscó en Facebook y la agregó. Ese día se saludaron y hablaron brevemente de lo que habían sido sus vidas, acordaron verse una vez ella estuviera en Madrid. Eliana le contó, entre otras cosas, que tenía tres hijos de distintos papás, pero que el último sí era del paraguayo con el que estaba casada, y que se había casado porque ahora era cristiana. También le contó que su madre había muerto y que su hermano seguía ahí, que ahora sí trabajaba mucho. Antes de colgar le dijo que Marco siempre había sido su mejor amigo, que gracias a él había podido mandarle algo de plata a su hermana para que le cuidara sus dos hijos mayores, que vivían en Colombia.
Una vez llegó a Madrid, descargó las maletas en el piso donde se iba a quedar y se fue a Granada a visitar a unos familiares. Cuando estaba allí recibió una invitación en Facebook, por el apellido asumió que era el hermano de Eliana. A él lo distinguía porque era uno de los que se paraban a la salida del colegio, tal vez lo hacía solo para recoger a sus hermanas, pensó.
Tres semanas después encontró un mensaje de él, le decía que era el hermano de Eliana, que posiblemente ella no se acordaba, pero que él sí sabía quién era ella: eras la cojita, le decía, siempre hubo algo que me llamó la atención de ti. Le preguntó cómo le iban las cosas y le contó que estaba por Huelva con un trabajo, que cuando regresara a Madrid la iba a invitar a comer empanadas en un restaurante colombiano que él frecuentaba, que era de un amigo hincha del Medellín que conoció desde que había llegado a Madrid. Después de leer el mensaje se sintió aturdida. Tragó saliva, pero no fue porque se le hiciera agua la boca por las empanadas.
Tenía ocho llamadas perdidas en el celular de un número que no reconocía. Tuvo clase todo el día y lo tenía en silencio. En la novena llamada pudo contestar porque estaba en un descanso. Era el hermano de Eliana, le dijo que su número se lo había dado un pajarito por ahí. Que la quería recoger a la salida de la clase, que dónde quedaba el instituto. Ella dudó unos instantes, primero pensó que no tenía muchas ganas de ir a comer empanadas o a sentarse al lado de unos hinchas del Medellín, que añoraban volver a su ciudad para ver ganar a su equipo en el Atanasio Girardot. En ese momento de su vida estaba convencida, como nunca, de no pertenecer a esa ciudad; ahora, lejos de regionalismos y añoranzas, se consideraba ciudadana del mundo.
Pero minutos después recordó que la realidad era otra: ya llevaba tres meses en Madrid y esa tarde no tenía nada que hacer, tampoco tenía planes para esa noche ni las siguientes, con ese frío que hacía en esa casa en la que se quedaba, cuyo dueño nunca quería prender la calefacción porque, según él, se le subía la cuenta de la electricidad.
mancito
Había pasado la noche en un sofá cama que estaba en la sala de una casa, detrás de un biombo que hacía las veces de separador para una habitación. Sobre el biombo colgaban, de cualquier manera, algunas camisas sucias y dos toallas descoloridas por el uso. Alrededor de la habitación, y sobre un tapete mugriento y raído, estaban unos paquetes viejos, bolsas llenas de polvo que guardaban, al parecer, objetos ya inservibles. Al mirar a su lado, boca abajo, yacía un hombre obeso. Encima de su almohada había una botella vacía de Aguardiente Antioqueño. Cuando intentó levantarse para buscar su ropa y marcharse, una mano la sujetó fuerte por el brazo y la atrajo de nuevo hacía el sofá cama. Sentía frío. Ese sí que era, seguro, el frío más intenso que había sentido en su vida.