Cubierta

Carolina Sanín nació en Bogotá, Colombia, en 1973. Ha publicado las novelas Todo en otra parte (2005) y Los niños (2014, publicada en Blatt & Ríos en 2018), los ensayos Alfonso X, el Rey Sabio (2009) y El ojo de la casa (2019), los libros para niños Dalia (2010) y La gata sola (2018), las colecciones de relatos Ponqué y otros cuentos (2010) y Yosuyu (2013), y la crónica humorística Alto rendimiento (2017). Es Doctora en Literatura Hispánica por la Universidad de Yale. Ha sido profesora universitaria y columnista en diferentes medios.

Somos luces abismales fue publicado en Colombia en 2018 por Random House.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

© Carolina Sanín, 2018, 2020
Publicada mediante acuerdo con VicLit Agencia Literaria

 

© 2020 Blatt & Ríos

 

1ª edición: abril de 2020

1ª edición digital: abril de 2020

 

Diseño de cubierta: Iñaki Jankowski | www.jij.com.ar

Fotografía de cubierta: Michael Jay

 

Producción de eBook: Libresque

 

 

blatt-rios.com.ar

 

eISBN: 978-987-4941-71-8

 

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin permiso previo del editor y/o autor.

 

 

 

SOMOS LUCES ABISMALES

 

 

CAROLINA SANÍN

 

 

 

Blatt & Ríos

Para Ramiro Sanín, mi padre, y Martha Paz, mi madre.

Blatt & Ríos

El pesebre

Los muertos acompañan a los muertos en el paso de este año al siguiente. El despojo de quien fue mi amiga está en una capilla, dentro de un ataúd que ya existía cuando ella estaba viva. En la funeraria hay otras tres capillas ocupadas. Por ser 31 de diciembre, cerraron las puertas para las visitas a las nueve de la noche y no a las doce como en las demás fechas. Mientras escribo, los cadáveres del día están en aquel edificio con las luces apagadas, cada uno en su caja de madera, en el día que ya no existe. Mañana es el año que no llega.

En vida, cada cuerpo tiene por dentro la tiniebla. Lleva su oscuridad y va cubriéndola. No sé si nos entra la luz por la boca abierta; si me alumbro al entreabrirme, cuando como o cuando hablo.

En la muerte, la oscuridad del cuerpo sale al mundo y en el cuerpo queda niebla gris.

Quizá lo que está allá solo, acompañado por los muertos de vivos a quienes nunca conoció, es mi amiga todavía.

Mientras la velábamos, la tapa del ataúd permaneció cerrada. No podíamos ver la cara. Yo sé por qué no se podía: daba miedo. La cara bella de mi amiga dio paso a su cara prohibida. La vi hace dos semanas, enferma y viviente, y era un rayón de la uña de la muerte.

No creo que las caras pertenezcan a la carne. La cara se va antes de acabarse.

El cuerpo de mi amiga yace en la capilla, el edificio, el tercer piso, la noche y el año moribundo, habiendo dejado mi futuro cuerpo solo, en mi casa, con la lámpara encendida.

Al cuerpo guardado le falta la pierna que le cortaron hace años para que no muriera de la enfermedad que lo mató. El paso que faltaba se había adelantado.

Está muerta, es una ruina, y desde aquí yo siento que su muerte me viene dedicada; que llega a pedirme y a dictarme.

Las ruinas sobreviven, y mi amiga no sobrevivió.

Durante la velación me acerqué a tocar la tapa de madera. ¿Qué arreglo le habrán hecho a la cara en las horas transcurridas desde que sacaron el cadáver de la casa hasta que comenzó la velación; entre la despedida y la última visita? ¿Habrán cerrado los ojos opacos, que antes daban la luz que recibían, y la boca por donde la luz habría entrado todavía, después de que callara?

¿Cómo acompañarla, si no sé dónde está su claridad? ¿Puedo enviar mi compañía en ninguna dirección? ¿Debí abrir la boca y hablarle a la caja, sacar hacia su oscuridad la mía, por si podía darle lumbre?

Su madre dijo que en la agonía ella preguntó qué hacer.

“Qué hago”.

Sobre la tapa habían puesto un lirio. Me puse a pensar en que la punta del pistilo era la cara de ella. Por un momento supe que las flores son las caras de los muertos. No las caras de los cadáveres, sino las caras vivas de los muertos. No las caras recordadas de quienes estuvieron vivos, sino las desconocidas caras de la vida de los muertos.

Tal vez los muertos nunca han vivido. Nacen en la muerte, y entonces no existen los muertos que creemos, sino otros, vivientes, nuevos, que no nos conocieron.

Cerré los ojos y en medio de la velación me adormecí. Por entre la nube del sueño me vino la idea de que las caras de las personas son las cimas del mundo.

Mi amiga no está, y me asombra que haya estado. Su cara es también esa tapa lisa que la cubre. Somos cáscaras complicadas, pienso, y la muerte nos resume. Quiero decírselo a alguien, pero no parece que haya nadie que busque ese consuelo. Me digo que la muerte es pulimento, que la verdad es la infinita simplificación, y que muertos nos libramos de la obnubilación de los consuelos.

También me digo que esa caja contiene otra caja que contiene otra, y así hasta no parar, y que esa, que hacia adentro no se topa con un fin, esa fue y será mi amiga.

Me confunde que haya estado toda viva y de repente toda muerta, y me confunde también que no sea así, sino que, mientras los velamos, los muertos estén pasando.

Es la amiga que más me ha durado y la que menos le duró al mundo.

Aunque los muertos no existan, esta noche, en el cambio del calendario, existe el edificio donde se acompañan, como una forma de decir.

 

 

Porque es primero de enero, no hay tráfico por la carrera trece. Voy en un taxi, con la ventanilla abajo: por un día se puede respirar el aire que en los otros días es puro humo de motores. Leo los nombres de los almacenes apiñados como nichos de un cementerio en las orillas de la calle. Las puertas están cerradas y las vitrinas tienen echada la persiana. Quisiera leer los nombres uno a uno y entender qué mercancía se vende en cada espacio, pero el taxi va demasiado rápido. Hoy la calle solo me muestra nombres que es indiferente que lea o no lea. Voy entre tumbas de camino hacia la iglesia donde se dirá la misa fúnebre.

La muerte de mi amiga me deja esta ocasión de que me fije en un trayecto bogotano y me planta el deseo –o ni siquiera el deseo, apenas la ocurrencia– de volver otro día, pronto, para entrar en los nichos, en los almacenes, a buscar qué querer. Pero es posible que yo tampoco pase otra vez por esta calle, aunque así lo haya previsto; que la última vez sea esta, de este modo: la calle vacía, su vera cerrada, la sombra conmigo y yo inventándome un deseo.

El cielo está despejado y resplandece. Antes de salir, por un momento contemplé ir vestida de azul claro a despedirla.

Constato que en las iglesias no se puede entrar de frente. Tras la puerta hay un tablón, una pared postiza que nos hace tomar hacia la izquierda o la derecha, y siempre entramos de perfil.

No quiero que me hablen los dolientes, los amigos de amigos ni los muertos. No quiero decir nada. Alguien me abraza en el atrio y siento que el abrazo me hunde en la vergüenza.

 

 

Hace veinte años en el campo, al borde del agua, mi amiga y yo vimos el fantasma de una niña. Habíamos salido de la universidad en grupo, y fuimos al salto del Tequendama. Se nos ocurrió celebrar con ese paseo el final del último semestre de nuestra vida de estudiantes. En la terminal de transporte contratamos una furgoneta. Cuando llegamos al campo, ya había anochecido. Oímos cómo saltaba y se despeñaba el río Bogotá. Olimos su basura química y vimos fosforescer, bajo la lumbre del rocío de la cascada, el blanco azul de la espuma venenosa casi sólida, fija en la orilla. Las burbujas parecían hechas de pegotes de pintura. Estaban en un cuadro reproducido en un manual de geografía para niños de primaria, al pie de un texto en el que se contaba que el salto del Tequendama fue creado por Bochica para desaguar la sabana de Bogotá después de una gran inundación.

Suspendido sobre el precipicio estaba el Hotel del Salto, un pequeño castillo construido a comienzos del siglo XX, clausurado hacía tiempo. Un compañero mencionó que en el pasado las parejas bogotanas iban a pasar allí su luna de miel. Otro recordó que los bogotanos iban allí también para morirse, y evocó a unos famosos suicidas que saltaron en pareja hacia la cortina de agua y la corriente. Otro recordó haber oído que un mafioso había comprado el hotel para remodelarlo y convertirlo en otro hotel. Otros encontraron una ventana que cedía, se metieron en el castillo y nos invitaron a invadirlo.

Un instante después me encontré mirando por la ventana, desde adentro, la terraza de piedra en la que hacía un instante había deseado, sin mucho ímpetu, ser dueña de un hotel en el futuro. Dos compañeros subieron a explorar el segundo piso y volvieron con la confirmación de que el hotel estaba abandonado. Un tercero nos mandó callar para que oyéramos que del piso de arriba llegaba la respiración caudalosa de un dormido. Quizá quien respiraba era uno de nuestro grupo, que quería asustarnos, o era un extraño misterioso que vivía en el hotel, se acostaba temprano y tenía el sueño pesado. Podía ser un ocupante, un mal guardián o un alma en pena.

El grupo se dispersó para recorrer el castillo habitación por habitación. Los compañeros se reagrupaban y se preguntaban unos a otros qué habían descubierto. Era como si jugaran a traer noticias de muy lejos, de otro estado de las cosas. La electricidad estaba conectada a pesar del abandono. Algunos bombillos se encendieron.

¿Qué hacía mi amiga? Yo me quedé en el primer piso, imaginando que el segundo estaba lleno de personas secuestradas, atadas, amordazadas y cubiertas, disfrazadas de muebles por sus secuestradores. Fui a la cocina, que estaba alumbrada por el resplandor de un farol de afuera. Había platos sucios, unas sábanas pisadas en el suelo y tres cuencos medio llenos de arroz crudo, sobre un mesón junto a la entrada a una despensa. Alguien encendió la luz de la despensa y vi varios bultos blancos, cada uno con un rótulo que decía “Arroz completo”.

Un compañero me pasó un paquete de galletas que había encontrado, para que lo robara en su lugar.

Nos hacíamos, unos a otros, preguntas sobre el hotel. Todas eran versiones de “¿Está vacío?”, “¿Está lleno?”.

Cuando llegó la hora de irnos, tuve la impresión de que los que salíamos del castillo éramos muchos más que cuantos habíamos entrado: como si los bultos de arroz se hubieran transformado en gente.

¿Cómo había terminado yo yendo esa tarde al salto con aquella multitud, si entre todos ellos tenía una sola amiga? A pesar de que parecían muchos los que salían del hotel, sentí que por cada uno que salía, se quedaba otro adentro.

Nos metimos en la furgoneta para volver a la ciudad, todos menos mi amiga, que se dio cuenta de que había dejado su suéter en el hotel. Me bajé para acompañarla a buscarlo. Ella se adelantó hacia el portón, pero se detuvo a medio camino y señaló un bus rural que bajaba de la montaña envuelto en la neblina.

El bus frenó en la curva y dejó a una niña de unos doce o trece años, con uniforme de colegio.

Un momento después vimos a la niña asomada a la ventana más alta del castillo. Agitaba el suéter de mi amiga como si fuera una bandera. “¡Muchacha!”, gritó, y mi amiga se arrimó al pie del muro. “Qué me hicieron”, dijo la niña, con una frase delgada y despaciosa, sin interrogación ni exclamación. Siguió en la ventana del torreón, iluminada a contraluz, y nosotras dos corrimos despavoridas a la furgoneta.

No recuerdo si mi amiga recuperó su suéter o si viajó con frío; si la escolar hotelera o fantasma se lo arrojó o si se quedó con él. No he sabido tampoco qué sentido tenía lo que oímos. ¿La niña nos preguntaba qué le habíamos hecho al violar su castillo, o preguntaba qué le habían hecho otros en su vida –todos los otros, toda la vida, los que la dejaron sola al cuidado de un hotel clausurado en la montaña–? ¿Nos pedía que leyéramos la inconsciencia de nuestro acto e interrogáramos nuestro temor, o la pregunta no era una increpación ni un lamento, sino una pregunta franca de ignorancia, que esperaba una respuesta?

Habríamos podido contestarle, desde afuera y desde abajo, para que ella no tuviera que buscar de cuarto en cuarto la respuesta: “No te hicimos nada”, o “No imaginamos que existieras”, o “Solamente entramos”, o “Dinos tú qué te hicieron y dinos qué te hicimos”, o “Perdónanos”.

Una semana antes de que mi amiga muriera, le conté esta historia a un amigo que tiene la edad que ella y yo teníamos entonces. Él y yo estábamos viajando por el Ecuador. Era la noche de Navidad y nos habíamos alojado en un hotel campestre en la región de Mindo, a orillas de un río torrentoso. Mi amigo me pidió un cuento de terror y le di este, que probablemente es un cuento de vandalismo y nada más.

Pienso que cuando yo muera, mi amigo habrá olvidado a la niña del hotel. Hago una cuenta falsa y se me ocurre que, por ser veinte años mayor que él, viviré en su corazón veinte años más después de mi final.

 

 

La misa fúnebre no comienza todavía, y en el retraso me pregunto qué tendrá mi vida que sea interesante para otro, además de aquel fantasma que vi al borde del salto del Tequendama y que la fantasía adorna y la memoria tergiversa. Solo se me ocurren otras historias de terror, de apariciones.

Imagino que las labores del tiempo se dividen en dos filas, una a la izquierda y otra a la derecha, como nosotros cuando entramos en la iglesia. Por un lado está lo que nos pasa y, por el otro, lo que hacemos. Quizás lo que podemos darles a quienes nos sobrevivirán son los acontecimientos, no las obras; no lo que hemos hecho, sino lo que nos ha sucedido y podemos relatar. Cada cosa que nos pasa da testimonio de nuestra entrega al mundo y afirma que el mundo supo que existíamos, mientras que lo que hacemos es solo la huella de nuestro entretenimiento, de nuestra espera solitaria de la muerte.

Pero ¿qué es lo que nos pasa a lo largo de la vida? La aparición de otros, su saludo, la incitación al amor y el amor que procede: la aventura; o la pregunta que otro nos hace sobre cómo lo hemos afectado (el “Qué me hicieron” de la niña o el fantasma), y no la respuesta, que es nuestra obra. Nos pasa, también, la enfermedad. Nos pasa lo que no creímos que nos pasaría.

Sigo esperando que comience la misa. Esto es la desanimación, y me parece que toda la vida es el relleno de la vida.

La han puesto en el suelo de la iglesia, dentro del ataúd, con la cabeza hacia el altar. Como hace poco se ha celebrado la Navidad, entre el altar y la cabeza, también en el suelo y con la misma orientación del cadáver, hay un Niño Jesús tan grande como un niño presente.

 

 

Cuando ella murió, yo acababa de llegar de aquel viaje por el Ecuador en el que conté la historia de nuestro paseo al salto.

“Qué me hicieron”, preguntaba el fantasma en mi relato, mientras en la agonía, en Bogotá, mi amiga preguntaba: “Qué hago”.

La última vez que la vi, le hablé de ese viaje que planeaba. Estaba sentada a su lado, junto a su almohada. Ella dijo que, unos años antes, también había ido al Ecuador. En un pueblo le habían dado el chocolate más delicioso que existía. Trataba sus recuerdos de este modo: empezaba a llenarse del pasado, cuando de pronto la morfina le entrecruzaba la memoria con un sueño. Entonces comenzaba a hablar en el sueño mientras también me hablaba a mí.

Le dije que al regreso le contaría de mi viaje. Le prometí que le traería chocolate. Se lo llevé a su casa al día siguiente de volver. Hacía media hora se habían llevado el cuerpo. También llevé a su casa una planta que compré esa mañana, ya a sabiendas de que era para la muerta y no para la viva. Pedí permiso para ponerla en su habitación, y su madre la puso en el alféizar, allí donde ella habría podido verla el día anterior desde la cama.

No sé si por haberle cumplido una promesa después de que muriera pervivo yo en su muerte más allá de mi vida, o si no cumplí nada, pues no había con quién cumplir. La planta que no le había prometido parecerá detrás de la ventana la renovación de la amistad, que no se cumplirá aunque florezca.

 

 

En el Ecuador dormí en tantos lugares como días duró mi viaje. Cada mañana me despertaba en una habitación que no volvería a ver. Hoy he repasado de memoria cada albergue, concentrada en constatar que mi partida no dolió ni tenía por qué doler, para aprender a despedirme, esperanzarme o distraerme.

En el vuelo de regreso desde Quito, anoté en mi libreta tres cosas sobre las que quería pensar después.

Era la tarde anterior a la noche de tu muerte.

Ahora que no estás, estás más cerca del lugar que yo quiero escribir.

Lo primero que anoté fue “El pesebre”.

Una vez al año, los cristianos que arman el pesebre se olvidan de la proporción. Las casitas que ponen en la escena de la Natividad son más pequeñas que las figuras que representan a hombres y animales, pero no porque se quiera hacer de cuenta que están más lejos, como sería en un cuadro plano, sino porque ni los animales ni los hombres quieren estar dentro de una casa. Todos quieren insistir en que no cabrían bajo un techo. Quieren haber salido y que les llegue afuera el nuevo día, el nacimiento.

¿A dónde has salido tú?

En el pesebre de la iglesia de la Compañía de Jesús, en Quito, del nido del recién nacido bajaba un riachuelo. A la orilla del agua estaban los reyes, los pastores; se acercaban de perfil, así como entré yo en la iglesia de tu muerte, donde tu cuerpo, delante del altar, era otro riachuelo que fluía del niño (el ataúd era la barca).

En un hotel que tenía adentro un almacén de artesanías compré un pesebre diminuto metido en una cáscara de nuez. En el vestíbulo de ese mismo hotel había un gran pesebre con forma de edificio. En el apartamento de la planta baja, que era el de los animales, nacía Dios. Las proporciones no estaban trocadas: todo cabía dentro de lo que cabía, no como tu muerte en ti.

¿Quién le dio finalmente albergue a la familia el día del nacimiento? María alumbró a su hijo en un establo. ¿De quién eran los animales del establo? ¿Los animales son de alguien? ¿Pueden los animales ser hospitalarios?

El buey y el burro que comen en el pesebre donde Jesús nace son de Dios, del niño que no ha nacido. Jesús se hospedó en ellos a sí mismo, naciendo en el lugar de ellos, siendo como ellos.

Por cuna tomó el abrevadero de las bestias. El agua de las bestias era él mismo.

En el lugar del animal, Dios se convierte en el hombre que vendrá.

En el Libro de Daniel se cuenta que Dios transformó en bestia al rey Nabucodonosor para nacer en él; para que él lo conociera.

 

Fue apartado de los hombres, se alimentó de hierba como los toros, su cuerpo quedó empapado por el rocío del cielo y le salieron pelos como plumas de águila y uñas como las de las aves.

“Al cabo del tiempo fijado, yo, Nabucodonosor, levanté mis ojos al cielo y recobré la razón; entonces bendije al Altísimo, alabé y glorifiqué al que vive por siempre…”.1

 

Y el animal del sacrificio es el lugar donde Dios muere para convertirse en el hombre que resucita.

 

 

La segunda nota que escribí en el avión decía: “Las piedras”.

En la subida al volcán Cotopaxi, la ventisca me empujaba hacia atrás. Me detenía. Mi amigo y yo nos resbalábamos sobre las rocas moradas y rojas que habían salido del cráter en un día tan largo como todos los días del mundo, y no pudimos acercarnos a la cima.

El día ha durado siempre lo mismo: cuando el volcán despertó, antes de que yo naciera y ahora que estás muerta.

Ayer me di cuenta de que, hasta hace poco, si me lo hubieran preguntado, no habría sabido decir si en Bogotá suele hacer sol o llover a comienzos de enero, ni por cuántos minutos son más cortos los días de diciembre que los que caen en medio del año: ¿por un minuto? ¿Por diez? En el prólogo que escribió a las Poesías de José Asunción Silva, Miguel de Unamuno habla de la “isócrona repartición del día y de la noche” en esta tierra, y dice que para quienes viven con estaciones es difícil imaginar “la impresión que esa constancia de la naturaleza ha de imprimir en el espíritu”. Habla de “esta monotonía, este ritmo pendular de los días y las noches”, y se pregunta si puede haber algo más enigmático y más triste.

Pensé que las estaciones en el trópico son las que hace el viajero en su ascenso a la montaña, en cuya cima está el invierno, y en su descenso a la tierra caliente, donde siempre está el verano. Nuestra caída y nuestra escalada en carreteras que hacen espirales, sin que nos desplacemos por la longitud o la latitud de la Tierra, son, para nosotros, las coordenadas de tiempo.

El centro antiguo de Quito, que fue la última estación de nuestro viaje, está construido con las mismas piedras amoratadas, verdosas y rojizas que vi en el Cotopaxi. Lo que en la montaña era la nieve que a veces las rociaba, en la ciudad era la cal con la que algunas estaban pintadas. Caminé sobre esas piedras en la calle y las vi en las paredes de las iglesias que contenían los pesebres. Cada piedra era más grande que el Niño Dios.

 

 

La tercera nota que escribí en mi libreta fue la transcripción de un obituario que leí en un periódico que compré en el aeropuerto: “Se lamenta la sensible muerte de quien en vida fue el señor Evaristo Torca”.

En el anuncio se sugería que aquel a quien le había sucedido la muerte no era el llamado Evaristo Torca, sino otro que en vida había sido él, pero que había cambiado para morir. Pues quien ha sido en esta vida no puede vivir la muerte que acaba con él. Pues solo se vive aquello a través de lo que se pasa. Los vivos no mueren, sino que se terminan. ¿Quién muere, entonces? Quizás en cada vivo hay otro que no es él mismo, que existe en él pero no en la vida, y que sí puede morir: pasar por la muerte y seguir adelante, para que pueda decirse que alguien ha muerto.

Si ese otro que existe en el vivo no vive mientras no muere, ¿entonces qué hace, dónde está?

“Qué hago”.

En el obituario se lamentaba la “sensible muerte”. Seguramente se quería decir la “sentida muerte”, es decir, que la muerte de Evaristo Torca había sido sentida por los otros. ¿O se quería decir que la muerte misma siente?

 

 

Me sorprendo pidiendo que estés aquí un poco más, un rato más, por el espacio de una visita. Esa era, desde hacía tiempo, la medida que compartíamos: la visita a la enferma. El tiempo que va a faltarnos es la visita que tú me habrías hecho a mí. Nos va a faltar sin medida.

En estos dos días he dicho a menudo el nombre de mi perra, no para llamarla, sino cuando estoy a su lado, solo por decírselo. Digo su nombre como para que ella reconozca que vive conmigo, entre la gente que habla y denomina.

Digo tu nombre para llamarte, para que vuelvas a estar entre la gente, que es donde vive la que vivía en ti, a quien conocimos. A la otra, que aún existe pero no es la misma, no podría llamarla nadie.

¿Esa otra –viviente y habitante de la muerte, recién nacida– se aloja ahora con los animales? Tal vez mi perra, que está aquí, está también contigo. Me he preguntado si desde ahora hablaré contigo como siempre hablo con ella: sin saber dónde está su pensamiento, sin saber en qué sentido me comprende.

¿Se han acercado ella y tú?

¿Ahora estás quieta con los animales, como los animales, en la “sensible muerte”, sintiendo la vida?

Trato de aquietarme. Me siento en la cama, con los ojos cerrados, a buscarte. Me digo que nadie ve a los animales y que ellos guardan nuestra posibilidad de otra vida, de una vida de visión.

Cuando quisiera que nada me viniera a la memoria, viene el cuervo que decía “Nunca más”. Por un instante creo que entiendo por qué, en el poema de Poe, tenía que decirlo un animal.

 

 

Varias veces recordamos juntas una tarde en que fuimos a pasear con mi perra. A mi amiga le habían cortado la pierna. Andaba con muletas, y la perra retrasaba el paso para acompañarla. Caminaba con una lentitud implausible para un animal de cuatro patas. Nos enternecimos de gratitud, y la ternura nos dio risa.

Ella es mi compañera y tu compañera ahora.

¿En ella nos podemos visitar?

Voy a contarte de los animales que vi en el Ecuador.

Subimos hasta muy alto en los Andes, tan alto que respirar nos daba sueño. Las montañas parecían olas de un mar crecido en el que ningún barco –ningún ataúd– pudiera anclar. Era como si la tierra se hubiera quedado quieta tras una inhalación, con los pulmones llenos. Aquí y allá, en la cresta o en el lomo de una ola de tierra, había un corral minúsculo lleno de ovejas apiñadas, apretadas como estaban uno contra otro los nombres de la calle vacía de tu muerte.

Llegamos de noche a un pueblo llamado Isinliví. Yo me equivocaba al tratar de repetir el nombre; cambiaba las letras de lugar incluso cuando las leía: “Insiliví”. En la plaza del pueblo, en el cuadro vacío que la iglesia dejaba para tener tiempo de convertirse en las casas de la otra margen, había una zona de oscuridad y otra alumbrada. En la zona con luz tocaba una banda. De los altoparlantes salían chirridos heridores. La parte oscura estaba llena de manchas más oscuras. Eran toros negros que al día siguiente perseguirían a los hombres por las calles, pues así se celebraba allí el 26 de diciembre. Los toros se volvieron hacia nosotros antes de que empezáramos a pasarles por delante. Su luz pasaría la noche encerrada a oscuras en el ruido, para amanecer convertida en amenaza.

Al alba salimos a recorrer a pie la garganta verde de la cordillera. La tierra estaba formada por arrugas inmensas, por abismos tranquilos, y era como una sábana de la que acabara de levantarse un héroe. En la penumbra yo iba pensando en el tiempo que pasa entre la aurora y la salida del sol, desde el comienzo de la luz hasta la aparición de su fuego. A las afueras del pueblo nos topamos con la banda de la noche anterior, que seguía en pie. Eran cuatro o cinco músicos. Se paraban frente a la puerta de una casa, hacían reventar una mecha de pólvora y comenzaban a tocar para que la casa despertara. Más adelante en el camino había dos cerdos moteados que se afanaban por beber agua de un bebedero, empujándose uno al otro. A la vera de otro camino vimos a dos niñas campesinas que se turnaban a un bebé para tomarse fotos cargándolo.

Yo iba preocupada, preguntándome cómo hacer para recordar luego esos parajes. Me senté junto a una cañada a oír el agua, a demorarme. Aspiraba a volver a sentir, cuando lo quisiera en el futuro, esa agua que no se detenía.

En el páramo del Cotopaxi, que está cubierto de líquenes como corales, encontré un venado que comía detrás de un conejo. Lo miré, me miró, siguió comiendo, volvió a mirarme, y anoté en mi libreta que tal vez solo los humanos reconocemos los encuentros. Luego vi otros dos venados. Corrían asustados, escapando de una motocicleta en la que iban dos hombres que, con el objeto de alcanzarlos para mirarlos a los ojos, los estaban espantando.

El viento detuvo sobre mi cabeza el vuelo graznador de una gaviota de montaña. Unos días antes, en Mindo, yo había anotado en mi libreta que los pájaros son su propio escondite. Durante una caminata por el bosque, había oído cinco cantos distintos sin llegar a ver a un solo cantor. Los pájaros me daban el aviso de que nunca podría conocer su forma. “Nunca más”.

En una laguna cerca del volcán, nuevamente me preocupó no poder recordar lo que veía. Trataba de estar presente, de durar mientras pasaba. Me fijé en una planta del suelo que parecía una lechuguita. Miré su centro, donde las hojas nacían y todas convergían, y prometí que trataría de encontrar el ojo de las cosas –donde vive su satisfacción, donde ellas permanentemente están surgiendo–, sin salirles al paso ni espantarlas. Pero volvía a distraerme, y ya no sabía si distraerme era irme o volver. De repente cantaba un pájaro, y yo caía en mí y renovaba mi intención de asistir al nacimiento.