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EDITORIAL

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Título: Cuarenta mil años sin ti

 

© 2020 Paula Gil García

© Ilustración de portada: Viktoral-123rf.com

© Diseño Gráfico: Nouty.

 

Colección: Volution.

Director de colección: JJ Weber.

 

Edición digital abril 2020

Derechos exclusivos de la edición.

© nowevolution 2020

 

ISBN: 9788416936588

 

Esta obra no podrá ser reproducida, ni total ni parcialmente en ningún medio o soporte, ya sea impreso o digital, sin la expresa notificación por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

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Para Maex, Vega y Maya

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 1

 

 

 

El tres de mayo de 2035 fue uno de esos días que cambiarían la historia, marcando un antes y un después, separando una edad de otra. Como el descubrimiento de América. O la Revolución Francesa. Pero igual que el doce de octubre de 1492, el tres de mayo de 2035 nadie fue consciente del inicio de una nueva era. Colón no pisó tierra y declaró «con esto termina la Edad Media y comienza la Edad Moderna». Para empezar, ni siquiera sabía que estaba en América. Aquellas dos noticias del tres de mayo de 2035 generaron cierta conmoción, horas de cobertura en los medios y millones de comentarios en redes sociales, pero en ningún momento llegamos a ser conscientes de la magnitud de los cambios que traían consigo.

La primera fue un acontecimiento anticipado desde hacía décadas. Sabíamos que ocurriría, pero no cuándo, y en realidad se retrasó bastante respecto a las predicciones. El tres de mayo de 2035 un carguero danés navegó desde el norte de Groenlandia hasta Rusia atravesando el océano Ártico y pasando exactamente por el polo norte geográfico. Por primera vez en millones de años, el océano Ártico estaba libre de hielo y era totalmente navegable.

La segunda noticia fue mucho más comentada en aquel momento. En Tokio un niño de seis años disparó accidentalmente a su hermana de dos mientras jugaba con el arma de su padre, un revólver para uso personal con todos los papeles en regla. La pequeña murió en el acto. Desgracias como estas han ocurrido miles de veces, pero el trágico accidente se había producido en la habitación de un hotel japonés, bajo la atenta mirada de un robot Midori de última generación que trabajaba como limpiadora en el establecimiento. Eran encantadores, los Midori, tan parecidos a una mujer de carne y hueso que hasta se dio el caso de un cliente con varias copas de más que intentó propasarse con uno de ellos. Pero por muy humanos que parecieran, los Midori eran máquinas, no personas, y un androide de este tipo solo estaba programado para el servicio doméstico. Una camarera de hotel humana se hubiera dado cuenta al instante de que el niño tenía en sus manos un arma de verdad y hubiera hecho algo al respecto. Sin embargo, la tarea del robot Midori era limpiar y eso es lo que hizo, dejando impoluta la moqueta mientras la pequeña se desangraba sobre ella.

Había empezado con el endurecimiento de las normas europeas a principios de la década de los veinte. Se trataba de proteger la privacidad, afirmaron entonces, pero lo que intentaban era poner límites a una tecnología que crecía demasiado rápido. Siguieron varios tratados internacionales firmados en tiempo récord. En el de Lisboa se recogía la máxima principal, la que supuestamente iba a protegernos de un mundo controlado por androides: un robot nunca podía tomar decisiones fuera de la actividad para la que fue diseñado. Nuestra desconfianza acabó pasándonos factura.

—Estaba claro que esto iba a pasar en algún momento. Lo único que me sorprende es que no haya ocurrido antes… —recuerdo que dijo mi padre cuando hablamos aquel día.

Mi madre le tomó el pelo, como solía ocurrir.

—Ya ves, tu padre igual que siempre. Esto de los androides le ha pillado viejo.

—Viejo, viejo…¡tú sí que estás vieja! Es que no hay quien lo aguante, hija. Están por todas partes. Ayer fuimos a cenar al Cameral y resulta que ahora ya no tienen camareros… ¡Tienen robots!

—Y menos mal, hija, menos mal, porque los camareros de antes hay qué ver que lentos y qué maleducados que eran. Ahora da gusto.

—Hasta la pánfila de tu prima tiene un robot en casa, de esos que limpian.

—Pues qué quieres que te diga, yo me compraba uno ahora mismo si tu padre no tuviera estas ideas raras en la cabeza.

Mis padres se habían quedado en Facebook y WhatsApp, y todo aparato a partir del iPhone les parecía tecnología de ciencia ficción creada para eliminar a la raza humana. Como les ocurrió a muchos de su generación, se negaron a implantarse un brac, la pequeña pantalla flexible que prácticamente había sustituido a los teléfonos móviles. Para la gente de mi edad fue una liberación, todas las funciones del móvil, todo internet, permanentemente con nosotros en una pantalla que formaba parte de nuestro antebrazo; un dispositivo que no había que sujetar y que siempre tenía batería porque se recargaba con el movimiento del cuerpo. «Ya verás, hija, la de gente a la que asaltarán por ahí y le cortarán el brazo para quedarse con el aparatito», aseguraba mi padre, al que nunca pudimos convencer de que funcionaba con chips biológicos implantados en el cuerpo vivo, y solo mientras permaneciera con vida su propietario. Al menos les persuadimos para que compraran unas gafas de realidad virtual con las que hablábamos y nos veíamos casi cada día.

De esos años, recuerdo más su imagen que a ellos mismos. Mis padres en el sofá de siempre, en el salón de mi infancia en Madrid, envejeciendo lentamente ante mis ojos. La frustración de querer tocarlos pero no poder. La angustia de caminar por mi antigua casa, llegar a mi cuarto de niña y darme cuenta de que no, de que no podía sentarme en la cama, de que solo era una sofisticada imagen de realidad virtual en la que estaba inmersa. Así se sienten los espíritus, recuerdo que pensaba a menudo. Así me sentía yo, como un espíritu en el mundo de otros.

Para mis padres, mi mudanza a San Francisco en enero de 2035 fue un drama. No podían entender por qué Mark y yo no queríamos vivir en España, con lo bien que iban las cosas allí ahora. «Emigrando, como tus tíos hace veinticinco años», se lamentaban. Bueno, las cosas iban bien según a qué te dedicaras, porque a mí, desde luego, me iban cada vez peor.

Mis desgracias y las de otros muchos compañeros de profesión comenzaron en el 2032, cuando apareció René. René, un aparato del tamaño de una chocolatina grande que recordaba un poco al Amazon Echo de mi infancia, traducía simultáneamente entre ocho idiomas con una perfección y exactitud nunca vistas hasta entonces. Su software permitía interpretar cualquier texto en segundos, ya fuera un manual técnico o una conversación llena de expresiones coloquiales y dobles sentidos. Atrás quedaban décadas de falsos intentos y frases absurdas de los traductores automáticos: la tecnología había alcanzado finalmente a cualquier traductor humano. Me acuerdo de la primera vez que vi a René en acción en una conversación entre un científico chino y otro americano que no conocían la lengua del otro. Sin titubeos, sin frases inconexas, traduciendo a la perfección hasta las bromas. Y yo ahí, con cara de tonta y con mis dos títulos en interpretación de mandarín e inglés.

En menos de un año todo el mundo usaba René de manera habitual y el aparato pasó a ser un simple software que podía instalarse en cualquier brac. Hasta se convirtió en un verbo: ahora reneábamos documentos, no los traducíamos. Mis contratos empezaron a reducirse con rapidez hasta que prácticamente desaparecieron en 2033. Otros compañeros lo habían visto venir, se habían reciclado a tiempo, pero yo no había hecho en mi vida nada más que aprender idiomas y sentía que no valía para otra cosa. Cuando Mark recibió la oferta para trabajar en San Francisco, ni me lo pensé. Así por lo menos no tendría que soportar la mal disimulada decepción de mis padres. Su hija, siempre tan inteligente, tan capaz, estaba en el paro y sin saber qué hacer con su vida, pero en la distancia lo sufrían menos.

Muy en su línea, Mark casi ni comentó la noticia del hotel de Tokio, pero cayó en una de sus repentinas depresiones cuando se enteró de lo del barco en el Ártico.

—Ya verás, Laia, esto es solo el principio. Y todos atontados con lo del robot. Nuestro planeta se está yendo a la mierda y lo único que nos preocupa es un androide imbécil.

El resto del día lo pasó en su despacho, dedicado a sus cálculos y sus pantallas llenas de códigos de software. Y lo recuerdo perfectamente porque para mí también fue un día importante, el día que marcó un antes y un después en mi vida, y no por las dos noticias que ocuparon nuestras mentes esa jornada.

El 3 de mayo de 2035 descubrí que estaba embarazada de Zoe. No lo habíamos buscado y nunca había tenido grandes deseos de ser madre, pero de pronto lo vi claro: ya no había nada más importante en el mundo que cuidar de esa pequeña criatura. Una niña que llegaba a un mundo a punto de cambiar radicalmente, aunque en ese momento aún no tuviéramos ni idea.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 2

 

 

 

Mónica Black comía casi todos los días delante del ordenador, pero era por timidez, no por falta de tiempo. La cafetería de la empresa, con sus decenas de mesas y los chefs que preparaban en vivo desde sushi hasta aperitivos tailandeses a base de insectos, le parecía ruidosa y amenazadora. Por mucho que buscara el lugar menos apetecible, al lado de la puerta de los baños, por ejemplo, siempre había alguien que se sentaba con ella e intentaba darle conversación. Sobre el trabajo, sobre la comida, sobre el tiempo… Era increíble la necesidad del ser humano por comunicarse, pensaba a menudo Mónica, a quien la sociabilidad de sus colegas de trabajo le producía interés científico pero, sobre todo, pánico. A veces el estómago se le hacía un nudo y le parecía estar de nuevo en la escuela secundaria, buscando una esquina en el inmenso patio del colegio en la que poder leer y pasar desapercibida. Cuando una profesora de ciencias ofreció su aula para los alumnos que quisieran repasar durante el recreo, Mónica se convirtió en asistente habitual. Pasó la adolescencia entre tablas periódicas y probetas, mientras sus compañeras chismorreaban, ligaban con chicos o jugaban al baloncesto.

Ser una friki con problemas de adaptación social resultó más fácil cuando llegó a la Universidad de Berkeley. Mónica se doctoró cum laude en Biología Molecular en solo cinco años y después completó su formación en Antropología Evolutiva en el Instituto Max Planck de Leipzig, justo en el equipo que secuenció el genoma de los neandertales.

Pero fue la tecnología CRISPR la que le cambió la vida. Mónica se convirtió en pionera de esta técnica para editar el genoma celular, porque ambición no le faltaba y tiempo tampoco. Vivía entre el laboratorio y su despacho, cien por cien concentrada en el trabajo, perfeccionándose, buscando nuevas aplicaciones. Los sábados y domingos eran una tortura, con sus largas horas por llenar, el ruido de las barbacoas de los vecinos, de niños jugando en la calle. A veces pasaba el rato mirando a aquellas madres de aspecto cansado con críos gritando a su alrededor, o a esas chicas con varias cervezas de más, riendo tontamente las gracias de los hombres del grupo. Claro que sentía una punzada de dolor y soledad, pero igual que llevaba años practicando la dura disciplina de la genética, se había convertido en una experta en reprimir los pensamientos deprimentes. El truco estaba en sustituirlos por preguntas científicas —¿sería posible programar genéticamente al ser humano para hacerlo menos sociable, por ejemplo: desinteresado en el sexo?— y eliminar cualquier tipo de sentimiento de la ecuación.

Le gustaba ser investigadora en Berkeley, le gustaba mucho, pero aún había tareas que aborrecía. Tenía que conseguir financiación para proyectos, lo que suponía reuniones y presentaciones en las que mostrar habilidades sociales que Mónica no tenía. Peor aún: la presión de su departamento para que impartiera clases o seminarios nunca cesaba. En las pocas ocasiones en las que Mónica tuvo que enfrentarse a un aula llena de alumnos, la angustia le produjo noches sin dormir, diarreas y sudores fríos durante días. Cuando llegaba el momento de dar clase, era incapaz de conectar de alguna manera con los estudiantes y se limitaba a hablar sin parar durante una hora sin dejar espacio alguno para preguntas o participación. Tras dos semestres desastrosos y muchas quejas del alumnado, el departamento se resignó a sacar a Mónica de las aulas y dejarla trabajar a su aire. Fue un alivio, pero también una frustración, por supuesto.

Todo iba mucho mejor desde que empezó en Cariyax. El puesto que le ofrecieron parecía hecho a medida: directora del departamento de clonación evolutiva, con treinta investigadores y técnicos a su cargo, sin clases que impartir ni inversiones por las que luchar. Pocos lo sabían, porque Mónica evitaba a toda costa la publicidad, pero ella fue la investigadora que consiguió alterar el ADN extraído de los restos fosilizados de un raphus cucullatos, conocido popularmente como dodo, y hacer viable la clonación de los primeros ejemplares. Mónica y sus colaboradores resucitaron a una especie extinguida casi cuatrocientos años atrás y convirtieron en multimillonarios a muchos accionistas de la empresa. El día en que el primer polluelo de dodo salió del cascarón, un bicho gris, feo y patoso como un dibujo animado, el departamento se fue a celebrarlo hasta tres de la mañana. Mónica se escurrió con una excusa después del primer bar y se marchó a su casa lo más rápido que pudo.

Después de aquello, Mónica recibió un ascenso y pasó a dirigir un equipo más pequeño dedicado al nuevo gran proyecto de la empresa: traer del olvido a otras especies extinguidas hace milenios, alterar su ADN para su uso doméstico y comercializarlas como animales de compañía. La página web mostraba un velocirráptor del tamaño de un caniche que hasta parecía sonreír y que, según la promesa publicitaria, era más dócil que un perrillo. La lista de espera era ya de miles de personas, todas dispuestas a soltar un mínimo de doscientos mil dólares para ser los primeros en poner la correa a un diminuto dinosaurio y pasearlo por Manhattan.

El laboratorio del proyecto estrella de la empresa estaba en un edificio independiente, dentro del inmenso campus de Cariyax en San Mateo, a veinte minutos de San Francisco. Era el puesto de trabajo soñado por Mónica. Nadie se acercaría por allí a charlar y hacerle perder el tiempo, porque solo los investigadores del equipo y algunos altos directivos tenían acceso autorizado. Por fin podría pasar horas y horas en su despacho o en el laboratorio sin apenas interacción humana.

En cierto momento Mónica no necesitó más que un vistazo al microscopio para darse cuenta de que las muestras de ADN con las que trabajaban no tenían millones de años. En realidad, eran mucho más recientes.

—Vamos, Mónica, solo queremos ver si es viable. Y si lo conseguimos, puedo asegurarte que dispondrán de los mejores cuidados a nuestro alcance. Para ti, además, esto podría suponer un reconocimiento profesional inmenso. Estamos hablando de prestigio internacional, premios, distinciones… —A su jefe, Chris Parker, le faltó prometerle un Nobel cuando entró hecha una furia en su despacho.

Era el mayor reto de su carrera, eso era cierto; miles de científicos hubieran matado por estar en su lugar. Y el nuevo laboratorio era el mejor que había visto nunca, un sueño para cualquier biólogo, con toda la independencia y tranquilidad del mundo para concentrarse en su trabajo. Así que Mónica hizo todo lo posible por ignorar las señales a su alrededor, como cuando Parker mencionó por encima las generosas donaciones de un dictador africano y de un conocido empresario argentino con problemas con la justicia. A fin de cuentas, era una experta en esconder preocupaciones bajo la alfombra. La culpa y las dudas morales quedaron sepultadas junto a otros recuerdos deprimentes, como los días de soledad en el instituto o su etapa de profesora universitaria.

Como venía haciendo desde que empezó a trabajar en Cariyax, Mónica llegó ese día al laboratorio sobre las siete y media de la mañana. Respondió a algunos mensajes, repasó las notas de la última reunión y después se concentró en los embriones de australopiteco en estado de blastulación, que estaba resultando ser el más delicado. Cariyax solo había conseguido que un embrión de esta especie llegara al estado de gástrula y Mónica estaba decidida a averiguar a qué se debía una tasa de éxito tan baja. Su tenacidad era proverbial. Cuando los embriones de neandertal, los primeros que el equipo logró clonar, empezaron a morir masivamente en las primeras fases de desarrollo, Mónica supo enseguida que se trataba de un problema inmunológico y llegó a trabajar veinticuatro horas seguidas hasta que logró alterar el genoma. El esfuerzo tiene siempre recompensa. Tras solo año y medio, Mónica y su equipo habían logrado implantar tres embriones viables en tres madres de alquiler, dos de neandertal y un denisovano. Tres mujeres ahí fuera llevaban en sus vientres homínidos extinguidos hace miles de años, pero ni siquiera ellas lo sabían. Para todo el mundo eran simplemente tres embarazadas exhibiendo su tripa con orgullo.

Por elección propia, Mónica no había conocido personalmente a ninguna de ellas y por motivos de privacidad tampoco sabía sus nombres reales. «Era más fácil así», pensaba. Lo suyo era alterar restos de ADN, y si por ella fuera no habría tenido ni siquiera que ver un embrión de más de tres semanas. Pero era la directora del proyecto y había cosas que no tenía más remedio que hacer, como coordinar el seguimiento de las tres madres de alquiler. AR-1, embarazada de treinta semanas de un feto denisovano, había desarrollado diabetes gestacional y le estaba dando quebraderos de cabeza. La mujer estaba al cuidado de una doctora en Londres que era, por supuesto, colaboradora de Cariyax, y pese a la estricta dieta impuesta sus niveles de glucosa seguían siendo altos. «Le pagamos una millonada y ni siquiera así es capaz de dejar de atiborrarse de comida basura», pensó Mónica con repulsa.

Pero nada comparado con AR-3.

Desde el principio supo que su elección era un error, pero en cierto modo no había nadie mejor. Lo más importante, más aún que el historial médico, era la comparación entre el genoma de la madre gestante y el embrión, y el de AR-3 quitaba el aliento. Un 3,6 por ciento de ADN neandertal; nunca había visto nada igual. Pero en cuanto al resto de los requisitos, AR-3 era una candidata que no habría sido admitida por ninguna agencia de madres de alquiler pasada o futura. Mintió en los cuestionarios sobre consumo de drogas y alcohol, y ni siquiera había sido madre anteriormente. Mónica y su equipo decidieron hacer de tripas corazón y contratarla, pero la cosa no iba bien, nada bien. A la segunda cita médica no asistió y en la tercera los análisis detectaron alcohol en sangre. En lugar de coger peso, AR-3 lo perdía. Y encima ignoraba sistemáticamente los e-mails y llamadas de su médico.

—Vamos a ponerle una vigilancia discreta, un par de personas —dijo Parker—. Y quiero que hables cada día con ellos para conocer sus idas y venidas.

Así que cada día a las diez de la mañana Mónica contactaba puntualmente a la pareja de guardaespaldas apostados frente al apartamento de AR-3 en Moscú para escuchar cómo había transcurrido el día que allí finalizaba. Un breve intercambio de mensajes solía bastar para disparar la ansiedad de Mónica y de los directivos de Cariyax. AR-3 había regresado a las tantas y había subido las escaleras dando tumbos. O no había salido del piso en cuarenta y ocho horas. O se llevaba hombres a casa, uno diferente cada vez.

Aquel día, Mónica no tuvo que esperar mucho para escuchar las malas noticias. A las ocho menos diez recibió una llamada.

—Doctora Black, es Steve Kurtzky. Tenemos un problema. AR-3 no ha regresado a su apartamento en todo el día.

Tampoco era la primera vez, ni motivo suficiente para interrumpirla, pensó Mónica.

—Kurtzky, esto ya ha pasado en alguna otra ocasión. Seguro que volverá a lo largo de la noche.

—Eso es lo que pensaríamos en situaciones normales, doctora. Pero la chica salió muy temprano del apartamento con una pequeña bolsa de deporte. Es la misma que suele usar para ir a la lavandería, así que no le dimos mayor importancia. Pero como no regresó a casa decidimos tomar medidas excepcionales.

¿Medidas excepcionales? Mónica sintió que se le aceleraba el pulso.

—Kurtzky, ¿qué quiere decir?

—Ortega decidió forzar la cerradura y entrar en el apartamento.

Oh, no. Ahora era cómplice de un allanamiento de morada.

—¿Han entrado en el apartamento forzando la cerradura? —Mónica intentó que su voz sonara calmada. Nada peor que un directivo que no lograba mantener el control, como Parker.

—Sí, bueno, tampoco hubo mucho que forzar, la puerta se caía casi a pedazos. Y allí no hay nada, doctora Black. Cuatro muebles y mucho polvo, pero nada más. Ni ropa, ni objetos personales. Nada. Tampoco hemos encontrado su bolso, dinero o documentos de identidad.

A Mónica le empezaron a temblar las piernas.

—¿Me está usted diciendo que AR-3 ha desaparecido sin dejar rastro? —consiguió decir.

—Bueno, lo único que ha dejado es una gran pintada en la pared del salón, con letras gigantes del suelo al techo. Joder, no creo que al casero le vaya a hacer ninguna gracia. «Jugáis a ser dioses pero no habéis aprendido a ser humanos», pone. ¿A usted le dice algo?

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

CAPÍTULO 3

 

 

 

En aquellos meses, toda mi vida y mi energía giraba en torno al pequeño ser que crecía en mi interior. A quién le importaban las noticias; mi mente solo era capaz de concentrarse en información sobre embarazos, partos y bebés. A veces hasta me parecía increíble que el resto del mundo pensara en otras cosas.

Fue durante el 2035 cuando se multiplicaron los accidentes causados directa o indirectamente por robots y, de la noche a la mañana, la humanidad retrocedió una década. Ese futuro donde la inteligencia artificial era parte de la vida cotidiana había llegado al fin entre los años veinte y treinta, con algo de retraso respecto a las predicciones pero aparentemente para quedarse. Por supuesto que había voces alarmistas, sobre todo de gente como los attachers o de algún catastrofista como mi padre. Y miles de personas veían cada día cómo su empleo pasaba a ser desempeñado por una máquina, desde el camarero del restaurante vanguardista sustituido por un androide de aspecto humano hasta traductores como yo, desplazados por un artilugio perecido a un mando a distancia. Ahora pienso que es un milagro que no hubiera más disturbios, levantamientos de trabajadores contra la tecnología, similares a los que se produjeron durante la revolución industrial. Supongo que lo asumimos como el precio del progreso y nos parecía que teníamos todo bajo control. Liberados de las ataduras de trabajos manuales y de baja cualificación, ante nosotros se extendía un futuro lleno de nuevas posibilidades, o eso pensábamos. Casi todos los coches se conducían solos y los accidentes de tráfico prácticamente desaparecieron. Robots cada vez más asequibles limpiaban nuestros baños, cuidaban nuestros jardines, trabajaban en nuestras fábricas, recogían nuestras cosechas y hasta preparaban nuestra comida, pero siempre sumisos, sin asumir nunca tareas para las que no habían sido diseñados. El Tratado de Lisboa velaba porque las máquinas no fueran nunca más inteligentes que el hombre.

Al final, el problema fue justo ese.

Primero fue Tokio. Luego fue el caso del robot-camarero en Austria que confundió a dos clientes de aspecto muy parecido, los dos delgaduchos, calvos y con gafas. Un fallo en su sistema de reconocimiento facial unido a un error en el número de mesa acabó con los pedidos intercambiados y un cliente con severas alergias alimentarias en el hospital. Nunca hubiera ocurrido si el camarero fuera humano, clamaban las redes sociales. Y llevábamos años usando coches autónomos, pero de pronto proliferaban las noticias de fallos en estos vehículos, como ese coche en Nueva Delhi que, ante un semáforo estropeado y un guardia urbano cuyas señales no podía interpretar, permaneció horas inmóvil, bloqueando el tráfico.

Recuerdo perfectamente el incidente del robot-niñera de Singapur, el único que logró traspasar mi nebulosa mente de embarazada. El robot-niñera era un popular androide doméstico que limpiaba la casa y que además contaba cuentos, entretenía a los niños y disponía de avanzados sistemas de vigilancia para mantenerlos bajo control. Su uso para el cuidado infantil era legal y socialmente aceptado en muchos países y el de Singapur llevaba ya meses velando por el pequeño Li Yong, de cinco años. Pero el chico resultó ser mucho más listo que la máquina. Usando una simple pegatina, el niño descubrió que podía bloquear la cámara del robot y despistarlo. Mientras su niñera androide recorría a ciegas las habitaciones llamándole con voz automatizada, Li decidió salir a explorar el mundo exterior. Lo encontraron tras cuatro angustiosas horas de búsqueda, asustado y hambriento en un parque cercano a la casa.

«Ya veréis, volveremos a lo de tener que contratar a alguien para que cuide de nuestros hijos. O encargarnos nosotros de todo». Este era el sentimiento general en los foros para padres de los que era asidua en aquella época. Como si fuera algo inaudito. El sueño del sirviente al alcance de todos los bolsillos se esfumaba. Y también se esfumaban billones de dólares en acciones de empresas de robótica. Las señales estaban alrededor de mí, por todas partes, pero yo, absorbida por mi embarazo, no las veía.

Fue también por esas fechas cuando mi relación con Mark empezó a cambiar.

Mi marido nunca había sido ni especialmente cariñoso ni expresivo. Era introvertido y a menudo necesitaba estar solo, enfrascado en sus lecturas o en su trabajo, que consistía en programar aplicaciones para entornos de realidad virtual. A mí no me importaba, y supongo que al principio hasta me pareció interesante, interpretando su falta de sociabilidad como un signo de inteligencia. En España no me había faltado nunca con quién salir si él prefería quedarse en casa, pero en San Francisco solo nos teníamos el uno al otro, obligados a una convivencia intensiva que estaba sacando a la superficie lo peor de cada uno. ¿Cómo es que nunca me había dado cuenta de lo irascible que era, por ejemplo, o de lo torpe que resultaba en su trato con la gente? Si yo empezaba a ver un ogro en mi príncipe azul, ¿qué defectos hasta ahora ocultos estaría descubriendo él en mí?

Mi inesperado embarazo únicamente empeoró las cosas. Mientras yo me pasaba el día leyendo libros sobre crianza e investigando cuál era la sillita más segura del mercado, Mark intentaba disimular con escaso éxito que le horrorizaba la idea de un bebé en casa.

—Así son los hombres —me decía mi madre—. Las mujeres somos madres desde el momento que sabemos que estamos embarazadas, pero para ellos es un proceso. Ya verás como todo cambia cuando nazca la niña.

A eso me aferraba, sin querer admitir que Mark se distanciaba de mí y evitaba involucrarse en las decisiones sobre nuestra futura hija. Él, recluido en su despacho, centrado en sus pantallas y en sus gafas de realidad virtual. Yo, cada vez más aislada en aquella ciudad donde apenas conocía a nadie. Supongo que en esa situación, estaba destinada a hacerme amiga de Tessa.

Las dos nos sentíamos solas en medio de un océano de gente.