JAULAS VACÍAS
de Bibiana Camacho
se terminó de
imprimir
y encuadernar
en abril de 2019,
en los talleres
de Litográfica Ingramex S.A. de C.V.,
Centeno 162-1,
Colonia Granjas Esmeralda,
Delegación Iztapalapa,
Ciudad de México.
Para su composición tipográfica se emplearon las familias Bell Centennial y
Steelfish de 11:14, 37:37 y 30:30. El diseño es de Alejandro Magallanes.
El cuidado de la edición estuvo a cargo de Alicia Flores.
La impresión de los interiores se realizó sobre papel Cultural de 75 gramos.
NARRATIVA
DERECHOS RESERVADOS
© 2019 Bibiana Camacho
© 2019 Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.
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Colonia Escandón II Sección,
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Ciudad de México,
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@Almadía_Edit
Primera edición: abril de 2019
ISBN: 978-607-8667-59-8
Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento.
–¡Seguro Mariela está borracha! –gritó Diana al encontrar a su hermana mayor tirada en el cuartucho al lado de la cocina que fungía como bodega.
Mariela se resbaló y quedó lastimada del tobillo, no se podía levantar y prefirió quedarse ahí, boca arriba, mirando la reserva de mezcales, vinos, tequilas y vodkas que el papá almacenaba para eventos especiales.
–Mira nada más Mariela, acabamos de llegar y ve cómo estás –le dijo Diana, la hermana menor, mientras la ayudaba a levantarse.
–Pues yo tengo hambre –contestó en un tono de niña pequeña, aunque era la mayor.
–Voy a preparar algo de cenar. Diana, ¿me acompañas? –dijo Consuelo, la de en medio, mientras se encamina ba a la cocina, luego de haber acomodado a Mariela, ya sin zapatos, en el sillón.
–Te tomas muchas molestias con la borrachita, ¿no te parece? –comentó Diana en un susurro.
–Es nuestra hermana –respondió la de en medio.
Sacaron la despensa que compraron en el camino. Era sábado y pensaban marcharse el domingo. En una especie de coreografía ensayada durante toda la vida: limpiaron la estufa, el refrigerador, las alacenas y guardaron los víveres. Poco a poco un agradable olor a ajo frito inundó la cocina. Una picaba verduras, mientras la otra removía el aceite con cebolla.
El menú estuvo listo en pocos minutos: arroz, pollo con verduras, pan. Mariela roncaba, y aunque intentaron despertarla y la zangolotearon, no hubo modo.
–No puedo creer que haya bebido todo el camino y no te hubieras dado cuenta –reclamó Diana.
–¿Cómo me iba a fijar si venía de copiloto contigo, haciendo lo posible para que no te durmieras?
–Pues se supone que serías la encargada de cuidarla en el trayecto y, ya ves, llegó más briaga que nada.
–Pero ¿dónde carajos traía la botella? –preguntó Consuelo, mientras encendía un cigarro y le ofrecía otro a su hermana.
–Qué importa, en cualquier lado; acuérdate que le hemos cachado botellas de perfume llenas de licor barato.
Se quedaron un rato en silencio, paradas a la entrada de la cocina, con los cigarros encendidos. Percibieron un movimiento en el sofá, pero Mariela sólo se había acomodado. Así que siguieron charlando sin darse cuenta de que su hermana descansaba con los ojos abiertos, alerta para cerrarlos en cualquier momento.
–Pues yo digo que a Mariela no le toca nada –dijo Diana. Se hizo un largo silencio; Consuelo fumaba con la mirada perdida, su silencio era una especie de confirmación a lo recién dicho por la hermana. La vida entera de Mariela era un problema tras otro, cada uno peor que el anterior. ¿Cuántas veces la fueron a sacar de la delegación o la tuvieron que ir a rescatar de una cantina, y pagar la cuenta? ¿Cuántas veces sus padres tuvieron que ir a recogerla de la calle, donde la encontraban tirada, con frecuencia acompañada de otros teporochos?
A lo largo de los años logró moderar su compulsión por la bebida, se controlaba, tenía un trabajo estable desde hacía más de cinco años y había dejado de beber en las calles. Pero era demasiado tarde, nunca permaneció mucho tiempo con una pareja, no hizo una familia propia, y de los amigos ni hablar, no tenía. Sus padres habían muerto apenas hacía un mes, con diferencia de un par de días.
–Pues, yo la verdad no entiendo cómo se le ocurrió a mi papá dejarle más que a nosotras, ¿te das cuenta? –Diana insistía.
–Claro que me doy cuenta –respondió Consuelo mientras soltaba una bocanada de humo de cigarro–. Siempre fue la consentida y no logro comprenderlo, lo único que ha hecho en su vida es causar problemas. Preo cupar a mis padres. Acuérdate de la vez que se escapó del centro de rehabilitación carísimo que le pagaron y que mi mamá anduvo enferma de la presión hasta que la encontramos.
–Mi marido y yo ya platicamos. No será nada difícil quitarle la casa. La declaramos no apta para recibir dinero y propiedades, su largo pasado nos garantiza éxito.
–No sé, no estoy de acuerdo con que mis papás le hayan dejado a ella la mayor parte, pero tanto como quitarle todo, eso es demasiado, yo no puedo –Consuelo apagó el cigarro consumido a medias y encendió otro–. Me da culpa, tampoco es mala persona, y la verdad es que ni tú ni yo necesitamos esta casa.
–Ya sé, pero no es por eso. Imagínate lo que va a hacer Mariela si recibe la herencia, ¿tienes una idea? Parece que no la conoces –Diana insistía.
–¿Qué quieres que haga? Mírala.
Las hermanas se quedaron un rato en silencio.
–Pues gastarse todo en la peda –susurró Diana.
Mariela seguía con los ojos abiertos, atenta a la conversación. No era la primera vez que escuchaba a su familia hablar de ella, casi siempre la daban por borracha, y no se enteraban de que cada vez bebía menos y que por lo tanto estaba más consciente de todo. Ya no era como en sus peores épocas, cuando se le borraban días enteros y despertaba de madrugada, espantada, sin saber qué día era, cómo había llegado a su casa, de dónde. Se precipitaba en busca de la bolsa, cartera, teléfono, llaves. Con frecuencia se le borraban varios días de la cabeza, a veces sólo mediante flashazos lograba recordar fragmentos breves y caóticos. Sus hermanas solían sacar provecho de eso, como cuando le echaron la culpa de que su mamá hubiera ingerido los medicamentos equivocados y terminara en el hospital. Mariela no se acordaba de nada, sólo recordaba que su madre la había recogido de la calle y la había arrastrado a la casa familiar. Pero luego su mente estaba en blanco. Sin embargo, juraba que ella no podía haberle dado los medicamentos; consciente de sus limitaciones, jamás se le habría ocurrido siquiera intentarlo.
Extrañaba a sus padres, sobre todo a su papá, que era el que más la regañaba, el que la sermoneaba todo el tiempo; pero también el que más la cuidaba, el que a escondidas le daba dinero o procuraba conseguirle trabajo con sus conocidos; incluso llegó a invitarle un trago con tal de que se le quitara la temblorina. Su mamá, en cambio, siempre fue más dura con ella, pero de otro modo. Le retiraba el habla: “Mariela es caso perdido, no es mi hija, no quiero verla”. Y en efecto se comportaba como si esa hija suya no existiera, como si jamás hubiera nacido. En las celebraciones familiares no había lugar para Mariela en la mesa y se tenía que conformar con cenar en la cocina. Muchas veces ni siquiera la invitaban, temerosos de que llegara echa un desastre y les arruinara el festejo. En un momento dado, la madre repartió entre Consuelo y Diana sus joyas, algunas prendas y su preciada colección de muñecos de porcelana; a Mariela no le dio nada. Por eso ahora las hermanas estaban tan indignadas, la mamá había guardado varios objetos personales para Mariela, los más hermosos; y no sólo eso, además recibiría una parte equitativa de los ahorros de los padres, un porcentaje de la venta de la casa familiar y, por si fuera poco, para ella y sólo para ella estaba destinada la casa de campo donde ahora se encontraban.
–Pues mira, no sé por qué tienes tantos reparos, al final ni cuenta se va a dar de que la casa no es de ella, vela, siempre anda hasta la madre.
Pero Consuelo no estaba del todo convencida. En su mente se agolparon los recuerdos de infancia, cuando Mariela se hacía cargo de la casa y de sus hermanas porque los papás estaban fuera todo el día. Cocinaba, les ayudaba en las tareas, jugaba con ellas y encima no descuidaba sus estudios, siempre fue la de las mejores calificaciones. Consuelo piensa que debió ser muy duro para su hermana hacerse cargo de ellas cuando todavía era una niña; nunca se quejó y las cuidó con cariño. No tenía reparos en irse a pelear con las niñas que las molestaban. Desde muy pequeña aprendió a comprar en el mercado, a pedir el gas, a que no le vieran la cara con el dinero. No, no podía. Si sus padres decidieron dejarle la casa fue por algo, y no estaba dispuesta a confabularse contra su hermana. Por fin, respondió:
–¿Sabes qué, Diana?, yo no quiero la casa, por mí que se la quede mi hermana, fue la voluntad de mis padres.
–Ay, no te hagas la santa, hermanita, tú siempre te la pasabas quejándote y lloriqueando porque mis papás le ponían más atención a la borrachina; ahora resulta que le quieres dejar todo. No te olvides de que es a la única que enviaron a Europa, ya sé que se ganó una beca, pero de todos modos recibió dinero de mis papás. Piensa que es más grande que nosotras, que es la única que no tiene familia. ¿Para qué quiere la casa?
Mariela tampoco quería la casa, y escuchaba a sus hermanas con furia y compasión: no se decidía a levantarse y darles unas bofetadas como cuando eran niñas o, de plano, a echarse a llorar. Jamás se casó, tuvo un par de relaciones más o menos serias, pero nunca le pasó por la cabeza firmar un contrato ni tener un hijo. Conocía demasiado bien su vicio como para pretender crear una familia.
Se levantó de un salto y fue al baño; no miró las caras de sus hermanas, quienes estaban sorprendidas y preocupadas, pensando que quizá las habría escuchado.
–Qué hambre tengo –dijo Mariela cuando regresó.
Las otras dos se metieron a la cocina de inmediato, calentaron comida y le sirvieron un vaso con agua.
–¿Qué no habrá algo más fuertecito en esta casa?
Consuelo le preparó un vodka bien cargado. Mariela comió con apetito, se tomó el trago como si fuera agua fresca. Pidió otro y, esta vez, Diana lo sirvió.
Mientras comía, sentía las miradas de sus hermanas fijas en ella, trataban de dilucidar qué tanto había escuchado minutos antes. Hacía mucho tiempo que su familia y gente cercana se acostumbraron a desdeñarla, a veces la trataban como si no existiera, otras veces como si tuviera cierto tipo de retraso mental o simplemente con crueldad. Acordaron levantarse temprano para asear la casa y hacer un recuento de los objetos que había dentro. Se fueron a acostar sin despedirse. Mariela, en lugar de ocupar un cuarto, se quedó en el sofá de la sala.
Se levantaron temprano, desayunaron, limpiaron y acumularon objetos en silencio. Diana tenía los ojos hinchados porque estuvo llorando buena parte de la noche, estaba alterada, aventaba cosas, azotaba puertas y emitía un sonido como de asco que no parecía estar dirigido a nada ni nadie en particular. Mariela se sentía estupenda, había dormido de corrido y no estaba cruda, de modo que no necesitó el típico trago de la mañana, pero se sentía culpable sin saber por qué. La casa sería de ella, pero estaba lejos de la ciudad y era de difícil acceso sin un carro, que por supuesto no tenía; además estaba descuidada y requería de varios arreglos. A Mariela nunca le gustó, le parecía oscura y con un penetrante olor a viejo que no se quitaba con nada; pero le guardaba cariño porque recordaba días enteros de diversión con la familia, con amigos, con algún novio.
–Creo que lo mejor es que ustedes se queden con la casa, no me siento capaz de hacerme cargo –las dos hermanas la miraron sorprendidas; eran las primeras palabras que alguien decía desde la mañana.
–Claro que te puedes hacer cargo de la casa, hermanita. Además, es la voluntad de mis padres, y por algo te la dejaron a ti –dijo Consuelo.
–Quizá Mariela tenga razón, apenas está medio recuperándose de años de borrachera, y darle otra responsabilidad a estas alturas seguro le hará más daño –Diana hablaba con Consuelo, como si Mariela no estuviera presente.
–Pues por eso mismo, este puede ser un refugio para ella, y yo creo que le hará bien ocuparse de algo distinto, así tendrá la mente puesta en otro lado.
–Sí, claro, ya me la imagino aquí sola, tirada de borracha, sin nadie que venga a rescatarla. Claro, me parece excelente idea –Diana alzó la voz. Mariela clavó la mirada en la mesa y, con los dientes apretados, dijo:
–Quédense con la casa ustedes, qué necesidad de gritar –pero Diana hizo como que no la escuchó y alzó todavía más la voz:
–¿Ves? La hermana mayor no quiere la casa, no la vamos a obligar a que tome algo que no quiere, ¿o sí?
–No me importa lo que digas tú o tú –dijo Consuelo mientras señalaba a ambas–. Mis papás le dejaron la casa a Mariela, y Mariela se va a quedar con la casa.
–¿Y también con el dinero y con las cosas de mi mamá? No, pues si quieres también le dejo mi casa de una vez, y así todos contentos.
Diana y Consuelo se enfrascaron en una discusión que abarcó varios temas rancios: la vez que se accidentaron camino a Acapulco con amigos por culpa del novio de Consuelo; todas las veces que los papás faltaron a eventos relevantes por cuidar a Mariela; el hecho de que, a pesar de las amenazas, Mariela siempre tuviera un lugar en la casa familiar; la vez que Diana le bajó el novio a Consuelo. Gritaron, lloraron, manotearon.
Mariela abrió los ojos de golpe. Todo estaba oscuro. Tenía frío y sentía el cuerpo entumecido. El vaho de su aliento alcohólico la puso en alerta: ¿dónde estaba, qué hora era, de qué día? Le temblaban las manos sin control, necesitaba ayuda, tenía un mal presentimiento, algo funesto estaba por suceder o quizá ya había ocurrido. Como pudo, se incorporó. Estaba en la bodega de la casa de campo. En el suelo había una botella vacía de vodka y un vaso roto. Dando tumbos llegó a la sala vacía. Todo estaba en orden, olía a limpiador de piso y a aceite para muebles. En cambio, ella tenía la ropa sucia y los zapatos enlodados.
–¡Diana! ¡Consuelo! –gritó con la garganta lastimada. No obtuvo respuesta. Las buscó en las habitaciones, pero no había rastro de ellas.
Aturdida, se sentó un momento en la sala; la cabeza le daba vueltas y necesitaba un trago con ansia. Estaba segura de haber ido ahí con sus hermanas para pasar el fin de semana, pero no había rastro de las maletas de ninguna, ni siquiera de la de ella. Discutieron por algo, pero no recordaba por qué. Luego se asomó a la cochera, no había ningún carro estacionado. Encontró su bolsa tirada en la entrada de la casa y, dentro, la cartera y el teléfono celular descargado. Lo conectó y esperó con impaciencia a que encendiera; necesitaba saber qué día era, la hora, quizá tendría algún mensaje. Se adormiló con el teléfono en la mano.
De pronto despertó sobresaltada, creyó escuchar que alguien gritaba, pero la casa permanecía en silencio. Recordó entre tinieblas que hicieron las maletas, después de limpiar la casa; y las tres, enfadadas, emprendieron el regreso a la ciudad. Luego se detuvieron en el mirador donde tanto le gustaba a su padre observar los cerros. Entonces, como si se tratara de una pesadilla, recordó que se quedó rezagada y que enseguida se acercó sigilosamente, mientras ellas seguían discutiendo, paradas en una parte desprotegida del mirador. Se acercó más, hasta que estuvo justo detrás de ellas; si estiraba la mano podría tocarlas, empujarlas. Luego nada, su mente en blanco.
¿Cuándo ocurrió eso?, se preguntó con insistencia, mientras le daba otro trago a su bebida. El teléfono se encendió por fin. Lunes, 7:23 de la mañana, sin mensajes.
–Mi amor, ¿tú descartaste al intruso?
Georgina tenía el permiso de meterse a mi línea de comunicación sin que yo le otorgara entrada. Miré la pantalla antes de contestar y solicité un acercamiento. Sí, la noche anterior la alarma me despertó para avisar que un intruso merodeaba por el muro protector. Me pareció muy extraño que el servicio de limpieza no se lo hubiera llevado. Observé la grabación en cámara rápida, quizá se trataba de otro intruso que alguien habría descartado minutos antes; pero no, era el mismo de la noche anterior.
–¿Corazón?
Descartar era una palabra inapropiada, lo que en realidad hacíamos era asesinar a los que se encontraban al otro lado del muro. Por poco le contesto a Georgina que yo no había descartado al intruso, sino que lo había asesinado.
–Sí fui yo, y me parece muy extraño que el servicio de limpieza no se lo haya llevado.
–Tendríamos que avisar a la Central, ¿no crees?
Avisa tú, si tanto te importa. Una vez más me contuve. Georgina era mi vecina y estaba completamente adaptada al sistema Medida de Emergencia, tanto que era uno de los monitores más apreciados, es decir, una soplona profesional y despiadada. Con frecuencia me preguntaba a qué se habría dedicado antes, tenía aspecto de ama de casa tranquila y benévola. Siempre sonriente y amable, incluso cuando me preguntaba o “sugería” algo. Aunque me había acostumbrado al tono meloso con el que se dirigía a todo el mundo: “Mi vida, corazón, mi amor, estrella”; a veces hubiera querido meterle esas palabras por el culo o de plano descartarla.
–Ahora mismo doy aviso, gracias.
Avisé y me dispuse a trabajar. Luego de casi diez años desde la Medida de Emergencia, procuraba dedicarme al trabajo y no pensar en nada más. Casi no salía del departamento, no tenía a qué. Los alimentos se repartían en cada domicilio, recogían la basura que dejábamos en el pasillo. Y aunque el servicio médico era excelente, lo mejor era no enfermarse, a menos que fuera una gripa, un dolor de estómago o de muelas; pero si se trataba de algo más grave, simplemente eras declarado no apto para la comunidad y te enviaban sin previo aviso al otro lado del muro. Algunos enfermos crónicos habían intentado fingir salud, pero los monitores, gente como Georgina, terminaban por enterarse y daban aviso a la Central.
Estaba enfrascada en la revisión de documentos del siglo XIX de la Ciudad de México. Ese era mi trabajo: registrar y clasificar documentos históricos que habrían sido escaneados, poco antes de la Medida de Emergencia. Prácticamente todos los museos, bibliotecas, hemerotecas y fondos reservados habían sido destruidos por la propia Central, pues los costos de mantenimiento eran muy altos, pero principalmente para evitar que algún curioso encontrara el origen del estado actual de la sociedad. Nadie sabía quiénes eran, jamás se presentaban en público, simplemente tomaron el poder. Querían evitar a toda costa que conociéramos la historia; el pasado que nos permitiera entender el presente y actuar en consecuencia. Las obras de arte y el archivo estaban resguardados en un lugar seguro y secreto. Yo tenía acceso a los documentos que me proporcionaban a través de la computadora y conforme avanzaba en la clasificación y orden, me enviaban más. Era la única comunicación que podía recibir. Tuve suerte. Estuve a punto de trabajar en la Sección de Limpieza, que entre otras cosas, se encargaba de recoger a los intrusos descartados que todos los días caían fulminados en los alrededores del muro.